La confusión peligrosa

Según la definición de estupidez de Carlo Maria Cipolla, todas las guerras son estúpidas. Hace no muchos años, según se mire, la estupidez de Mussolini, Franco, Hitler llenó a Europa de cadáveres. La estupidez de Putin y de muchos otros no tan famosos sigue matando. Lo que nos hace deducir que la estupidez es asesina; asesina de cuerpos, en su manifestación más brutal, y asesina, en todas sus múltiples manifestaciones, de proyectos de vida. El estúpido, ese que según Cipolla hace daño a los demás sin beneficiarse del daño causado, puede destruir su vida y la de millones y podría llegar a destruir todo suelo habitable convirtiendo al planeta en un páramo. Lo que significa que el mundo entero estaría en peligro  si la mayoría de los seres supuestamente humanos fueran estúpidos. Parece que estamos en peligro.

El próximo martes 21 de marzo pasará a la historia como el día en que se debatirá la sexta moción de censura de nuestra democracia. Está por verse si los historiadores la considerarán digna de comentario o, simplemente, la calificarán como el acto político más estúpido del siglo XXI en un país europeo. Hasta ahora, la mayor estupidez del asunto para la mayoría de los comentaristas de medios y redes sociales era que un candidato de 89 años se presentara para desbancar a un presidente de 51, física, intelectual y emocionalmente muy bien preparado por un entrenamiento brutal; con una trayectoria política que, entre otras cosas, le ha hecho campeón de la resistencia. Pero muchos ancianos y protectores de ancianos empezaron a trinar contra la ridiculización de la senectud que presentaba a la moción como guerra de generaciones, y los comentarios tomaron por una vía más seria analizando los argumentos del censor y la posible defensa del presidente. Por unos motivos u otros, el debate se ha calificado de circo, esperpento y hasta de ópera bufa. A ningún comentarista se le ha ocurrido tildarlo de flagrante estupidez, calificativo tan veraz en este caso como un dato objetivo para quien haya leído «Las leyes fundamentales de la estupidez humana» del genial Cipolla. La moción de censura del martes contra Sánchez es sencillamente estúpida; lo más estúpido que le ha ocurrido a este país desde la guerra civil.

Todos sabemos que la moción está condenada al fracaso porque carece de los votos necesarios para aprobarla. Todos sabemos ya que el Partido Popular se va a abstener. Dice el portavoz y otros portavoces del PP que no votarán a favor porque la moción reforzará al PSOE. Pero son muchos los que se preguntan por qué abstenerse, considerando que con un rotundo no quedaría tan bien como quedó Casado en la anterior moción.  Muchos simpatizantes del Partido Popular se sienten confusos, pero tal vez no tanto como sus dirigentes.

Alberto Núñez Feijóo, mientras lee un discurso, mueve la cabeza muy ligeramente con un gesto femenino que recuerda a ciertas presentadoras de los primeros años de la televisión; también hay hombres coquetos. Ese gesto, acompañado con una media sonrisa, confunde. Gesto y sonrisa sugieren una emoción agradable mientras el discurso que sale por la boca de Núñez recuerda al de los curas de otros tiempos describiendo la condenación eterna. Por culpa de un gobierno nefasto, dice, en España reina el caos en medio de la miseria. Con ese discurso, decorado con ligera y agradable coquetería, se fue Núñez a Bruselas, donde dejó a sus interlocutores ojipláticos. Que vaya el presidente del principal partido de la oposición de España a contar a Europa que su país es un desastre, sorprende, aunque sólo sea por su originalidad. Que pida, encima, a los mandatarios europeos que nieguen a su país los fondos que necesita para recuperarse de los estragos de la pandemia, parece indicar cierta inestabilidad mental. Pero que su lengua cuente que España es una distopía a la que hay que augurar el apocalipsis si Sánchez sigue en el poder, y que lo cuente con gesto atractivo y sonrisa agradable, deja a sus interlocutores absolutamente confundidos. El discurso sigue la instrucción goebbeliana sobre el valor de la mentira en la propaganda fascista. La gestualidad, sin embargo, sugiere el derrape de un estudiante novato de arte dramático en una audición, forzado por los nervios a recitar un De Profundis sonriendo. ¿A qué hay que creer? ¿Al discurso apocalíptico o a la expresión angelical? Tal vez el talante airado de una mujer al borde del ataque de nervios que exhibe Cuca Gamarra en cuanto sube a la tribuna resultaría más convincente. Aunque depende de qué se pretenda convencer. Parece que Núñez se da cuenta de que no cuela lo del estado calamitoso del país porque la mayoría cree lo que ven sus ojos. Parece que lo que pretende es convencer a la mayoría de que tiene la pasta de un presidente agradable, buena persona y centrado, muy centrado. Parece que tiene la certeza de que así logrará atraer el voto de los socialistas. Al parecer, Nuñez está más confundido que todos a los que consigue confundir.

Pero no será Nuñez quien defienda la moción de censura. Será Ramón Tamames, un hombre que, a juzgar por su discurso, filtrado a la prensa por no se sabe quién, sólo parece tener una idea clara que sería original si no se la hubieran copiado ya todos los fascistas en masa. Tamames anuncia que el propósito de su moción de censura es librar a España de un autócrata. Pedro Sánchez, soportando el insomnio para aprobar unas doscientas medidas sociales contra la oposición constante de las del partido con el que gobierna en coalición; Pedro Sánchez, que para que le aprueben cualquier medida tiene que dialogar y convencer a media cámara; ¿Pedro Sánchez un autócrata? Quien haya seguido a Pedro Sánchez durante sus tres años de presidente, la confusión de Tamames le sacará la risa. Es evidente que lo de autócrata se lo habrán sugerido  los fascistas, pero, ¿cómo se atreve a semejante acusación sin haberse documentado un poco, aunque sólo fuera leyendo el libro de Sánchez? ¿Tan confundido está? Parece que más. Un día está a favor de la lucha contra el cambio climático y dos días después, ya no. Llama autócrata al presidente en el borrador de su discurso y en una entrevista de televisión dice que el presidente le cae bien. Tamames no sólo está confundido, sino que ha conseguido confundir a la jerarquía del partido que le presenta para que defienda la moción de censura. Ni Abascal ni los suyos saben dónde ponerse porque nadie sabe por dónde Tamames va a salir. Pero estar confundido no significa ser estúpido.Tamames no tiene ni un atisbo de estupidez. Por una parte, su discurso no le hará daño a nadie y mucho menos se lo hará a sí mismo. Con ese discurso sabe que, después de una notable trayectoria intelectual y de años relegado al anonimato, habrá conseguido pasar a la historia de nuestro país con nota cum laude. El profesor Ramón Tamames, riéndose quizá de la estupidez de los fascistas que lo han expuesto a saber con qué intención y de todos los que le han ridiculizado por exponerse, es probable que recuerde y se repita el dicho «El que ríe el último, ríe mejor».  

El martes saldrá el presidente del gobierno a responder al censor. Pedro Sánchez ha prometido una respuesta seria y correcta. Considerando su trayectoria, así responderá. Es muy probable que se concentre en repasar el trabajo de su gobierno durante estos tres años. ¿Qué otra cosa puede hacer? Responder a insultos y mentiras sería zambullirse en el torbellino en el que se revuelven los fascistas y, sabido es que, quien dedica su mente a embrollar, acaba embrollado en una grave confusión mental.     

Contemplando el panorama del mundo con ataraxia epicúrea, uno podría preguntarse si hay alguien en nuestro país, tal vez en el mundo entero, que esté libre de la confusión. La respuesta salta a la mente enseguida: con tanto confuso intentando confundir a los demás para que se adscriban a su confusión, no es de extrañar que la mayoría no se aclare. Afortunadamente, la confusión puede no ser dañina si sirve de acicate que mueve al sujeto a plantearse problemas y buscar soluciones. Pero cuando obnubila a una mente ya obnubilada por la estupidez, la confusión puede ser mortal para el confundido estúpido y para el prójimo al que pueda dañar.  Los que formamos parte de ese prójimo tenemos que huir del peligro que supone todo estúpido, pero con más premura del estúpido confundido que intenta convertirnos a todos en víctimas de su confusión.  Y en una democracia, el modo más eficaz de huir de los políticos estúpidos que nos quieren confundir es votar de acuerdo con el veredicto de nuestras facultades mentales.        

El valor de la mentira

El espectáculo de anoche en el Congreso me hizo despertarme esta mañana con la mente dando vueltas por un laberinto de ideas y la memoria cantándome un tango trágico que me hacía llorar de pequeña: «Silencio en la noche. Ya todo está en calma. El músculo duerme. La ambición trabaja». La ambición de poder trabaja de día y de noche extendiendo poco a poco el chapapote del fascismo que intenta cubrir al mundo entero. Para seguir respirando, la libertad lucha por salvar la cabeza de la marea de alquitrán. No es una libertad metafórica; no es una estatua; no es una palabra que utilizan los mentirosos para dar a sus discursos un toque emotivo que agite las emociones de la plebe que escucha. La libertad amenazada por la marea negra del  fascismo es eso que Dios o la Naturaleza dio a cada hombre, macho y hembra, con la vida, para que cada cual pudiera decidir su lugar y su acción en el mundo de acuerdo con su propio criterio.  

El fascismo, de izquierdas y derechas, como tendencia política que se define por el dogma del «todo vale para alcanzar y conservar el poder», se ha quitado estos últimos días disfraz y maquillaje para mostrar toda su horripilante fealdad gracias a una ley que, llevando el nombre esperanzador de Ley de Garantía de Libertad Sexual, ha quedado reducida al ambiguo y chusco  título de «Sólo sí es sí». La libertad sexual de la mujer ha quedado al margen mientras el titulito se prestaba a chascarrillos y broncas. Y ayer, como si ayer hubiera sido un espectáculo de gran final del Carnaval, el Congreso se convierte en escenario para lucimiento de teloneros y estrellas de la comedia del politiqueo haciendo el juego al fascismo con el fundamento de toda su estrategia: la mentira.

Los Estados Unidos de América, antes ejemplo mundial de democracia y ocasión de prosperar, y desde siempre líder insuperable del «show business», lleva unos años ofreciendo al mundo un espectáculo del fascismo más obsceno y el manual más completo de mentiras y cómo utilizarlas para engañar al personal. Resulta que días antes de las elecciones de 2020, Donald Trump y sus estrategas decidieron que la noche electoral proclamarían  la victoria del partido republicano aunque perdiera. Así lo hicieron y endilgaron el fraude, como principal culpable, a Dominion, empresa de máquinas para contar votos. El vocero más importante del falso fraude fue, hasta hace pocos días, el canal de televisión de «extrema derecha» Fox News. Después de meses repitiendo la mentira del fraude electoral y culpando, entre otros, a las máquinas de Dominion, Fox News se encontró con una querella de la empresa por difamación que puede costarle mil millones de dólares. El tribunal que se encarga del caso ha concedido al público documentos que demuestran que los comentaristas políticos estrella de Fox News sabían que lo del fraude electoral era mentira y que, después de discutirlo entre ellos, decidieron seguir divulgando esa mentira en antena para no perder audiencia. El fraude electoral ha quedado desmentido por más de sesenta juzgados. Los documentos revelados sobre la participación de los comentaristas de Fox News han demostrado, ya sin género de dudas, que en la defensa de sus intereses económicos, ciertos medios desprecian absolutamente a las personas que les siguen, echándoles mentiras, como se echa pienso a un animal, convencidos de que la mayoría no tiene ni conocimientos ni curiosidad ni criterio para distinguir la mentira de la verdad; para poder darse cuenta de qué es lo que se están  tragando. 

Ayer, en el Congreso, muchos teloneros y estrellas del politiqueo se dedicaron a echar al público basura con la certeza de que la mayoría se traga lo que les echen.  

Pedro Sánchez Pérez-Castejón, presidente del Gobierno de España, y Nadia Calviño, vicepresidenta primera del Gobierno, fueron ayer enfoque favorito de las cámaras. Las mentiras que los politiqueros iban soltando en la tribuna fueron transformando sus caras en la viva expresión de la incredulidad. Era evidente que les costaba creer que diputados elegidos para representar a los ciudadanos fueran capaces de mentir sin reparo; sin reparar en los ciudadanos que les estuvieran viendo y oyendo; sin reparar siquiera en el juicio de sus propias conciencias. Al presidente le acusaron de traicionar a las mujeres por una proposición de ley que pretende asegurar la responsabilidad penal de quienes atentan contra la libertad sexual de las mujeres. No debería haberle extrañado. La secretaria general de Podemos ya le había acusado ante la prensa de tomar por idiotas a los españoles. Por una proposición de ley que pretende asegurar la responsabilidad penal de quienes atentan contra la libertad sexual de las mujeres, varios politiqueros acusaron al presidente y su partido de derogar la Ley de Libertad Sexual volviendo a la ley del PP por la que se juzgó a la «Manada».  Los de Vox volvieron a sacar a los inmigrantes, chivos expiatorios de todos sus delirios. Concepción Gamarra, secretaria general del Partido Popular, volvió a ofrecer su repertorio habitual de insultos y mentiras contra el presidente y su partido. O sea que ayer, la mayoría de los diputados que ocuparon la tribuna montaron un espectáculo de disparates con la intención evidente de dar carnaza a los medios anti Sánchez y de entretener a una audiencia que, como los comentaristas de Fox News, consideran compuesta por ciudadanos estúpidos. 

Que los politiqueros se hayan encargado siempre de desprestigiar al legislativo podría haber curado de espanto a la mayoría de los ciudadanos, pero lo de ayer desbordó todas las expectativas, sobre todo porque a nadie en su sano juicio se le ocurre que un partido que forma parte del gobierno ataque con insultos y mentiras al partido mayoritario de ese gobierno y a su presidente. El asunto sorprende y preocupa y no va a dejar de sorprendernos y preocuparnos porque no somos estúpidos. Esa politiquería no es sólo un espectáculo más o menos divertido de comediantes de tercera que, concluida la diversión, pueda ignorarse. Esa politiquería es una estrategia soterrada para destruir la democracia. Cualquiera que aprecie y quiera defender su libertad no debe, de ninguna manera, ignorar los esfuerzos de los fascistas de todo signo por volvernos a encerrar en una dictadura. 

En nuestro país, el órgano de gobierno de los jueces está bloqueado por el partido fascista que se hace pasar por conservador. El poder legislativo sufre el desprestigio que causan los que utilizan voz y voto para insultar y mentir, siendo insultos y mentiras el fundamento de la estrategia del fascismo. El escándalo que han provocado los insultos y mentiras de Podemos contra el presidente del Gobierno y su partido han tocado al ejecutivo gravemente abriendo la oportunidad de ganar las próximas elecciones generales al fascismo. Todo esto significa, lisa y llanamente, que la democracia en nuestro país está en peligro; que está en peligro nuestra libertad individual. ¿Cómo salvar a la democracia? ¿Cómo salvarnos a nosotros mismos?

Es absolutamente necesario reconocer que los que aparentemente sólo son politiqueros de poca monta, son, en realidad, fascistas peligrosos. Es absolutamente necesario saber que el fascismo ya no es una ideología de principios del siglo pasado; que hoy es un término que nos permite reconocer y clasificar a quienes están en la política con la única ambición de conseguir el poder y conservarlo. Es absolutamente necesario reconocer el valor que para los fascistas tiene la mentira. La mentira no sólo consigue engañar a los desinformados y a los que prefieren que les mientan. La mentira también consigue que ciudadanos inteligentes, hartos de lo que los fascistas pretenden hacer pasar por política, decidan no votar. La abstención es lo único que hoy puede garantizar el triunfo de los fascistas.       

El valor de una vida

Después de leer noticias que cuentan lo que pasa en frío y de escuchar tertulias que intentan explicar lo que pasa con los razonamientos etéreos de la mente de cada tertuliano, los medios ofrecen, de vez en cuando, las palabras entrecortadas de un anciano, de un joven, un adolescente, una mujer, un hombre cualquiera; palabras que hablan de circunstancias que han transformado su vida en una tragedia. Las noticias y los razonamientos se pierden en la esfera de las abstracciones. La realidad se concentra en unos labios que se quejan, que dicen su desesperación, que suplican con la esperanza de que alguien valore su vida. 

Los medios nos ofrecen cada día los ingredientes de una masa de vidas humanas disueltas en un suceso. Puede ser un ataque físico, un asesinato, un secuestro, una deportación, un suicidio; el número de víctimas de un naufragio, de un bombardeo, de un terremoto. Una mirada atenta a esa masa empieza a revelar unos grumos. Una mirada aún más atenta a esos grumos revela que son cabezas, cabezas de hombres, mujeres, niños, niñas, con caras, con cejas, ojos, labios torcidos por el dolor que se resisten a ser disueltos en una masa informe. Esos labios gritan un nombre, su nombre, el nombre que a cada uno dieron para ser reconocido en este mundo, el nombre que distingue su vida de la vida de todos los demás. Pero esos nombres tienen el mismo valor que un número. Hay mucha gente que se llama igual. Cada nombre solo excita emociones en prójimos muy próximos que lo asocian al amor o al odio. Esos nombres a veces se cuelan en las informaciones de sucesos, en los carteles rodeados de flores que recuerdan a una víctima en el lugar de su caída. Pero esos nombres no importan a quien no hubiera tenido relación alguna con sus dueños. Como, en el fondo, ni a sus dueños importan. Porque, en realidad, a nadie importan las voces que nos llaman; importan los ojos que nos ven.

En las manifestaciones por la paz que hoy llenan las calles de varias ciudades no hay caras ni nombres de los caídos o por caer en una guerra. No hay vidas que valorar. Los carteles proclaman un insulso «No a la guerra» y la perogrullada «Sí a la paz». Esas manifestaciones y los políticos que las incitan no se molestan en explicar por qué no o por qué sí. Les basta con provocar el rechazo de cualquier persona a los horrores de una guerra y la adhesión que a todos provoca el término «paz». No dicen qué paz. Porque Paz no es solo una palabra que, escrita con rotuladores en carteles o esculpida en mármol en algún monumento, despierta sensaciones positivas. Paz, dice el diccionario, es «una relación de armonía entre las personas,sin enfrentamientos ni conflictos» y el «Estado de quien no está perturbado por ningún conflicto ni inquietud». Según estas acepciones, la paz perfecta se encuentra en los sepulcros. Pero hay otra acepción que es la que hoy mueve a manifestaciones: «Situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países». 

Para entender esto, a los políticos y activistas que hoy piden la paz a toda costa les bastaría leer el librito de Immanuel Kant «Sobre la paz perpetua»; les bastaría, de hecho, leer y reflexionar su primera sección: «Artículos preliminares».  Y si hasta esta lectura les resulta pesada, deberían leer, reflexionar y explicar a sus seguidores el artículo 5º: «Ningún estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución o el gobierno de otro estado».

En 2014, el autócrata ruso Vladimir Putin invadió la península de Crimea, reconocida por la Naciones Unidas como parte de Ucrania. Ucrania no respondió con guerra, sino con negociación, aceptando condiciones impuestas por Rusia y por el gobierno rusófono de Crimea. En febrero de 2022, Putin, envalentonado por la anexión sin problemas de Crimea, lanza sus tropas contra Ucrania con la intención de anexionarse todo el país,empezando por Kiev, su capital. ¿No a la guerra y sí a la paz para que Rusia termine anexionándose todas las repúblicas de la fenecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?  Los políticos y activistas que incitan y lideran las manifestaciones del no a la guerra y sí a la paz, ¿no saben que privar a un país de su libertad para obligarle a girar en torno a un país agresor no garantiza la paz perpetua sino todo lo contrario? ¿Y no piensan que todo lo contrario de la paz perpetua es una guerra perpetua soterrada que impide a los ciudadanos, a la sociedad, vivir en paz? ¿O sí lo saben, pero su objetivo primordial es conseguir votantes entre los amantes de la paz para las elecciones próximas y las generales? ¿Y no cuentan más que esos votantes las personas sin cara y sin nombre que la muerte ha convertido en una masa informe nombrada con un número?  ¿Y no cuentan más las caras con nombre que aún sobreviven con su dolor a cuestas suplicando que no les abandonen? A esos desgraciados no les importa que quien les amenaza de muerte día y noche y destroza sus vidas matando a quienes ama y destruye  sus casas sea combatido por los Estados Unidos y la OTAN o quien sea.  Lo que quieren es que quien sea,saque al asesino de su casa,de sus calles.

Los políticos y activistas que proclaman el no a la guerra y sí a la paz defienden a Rusia por una fidelidad atávica al comunismo que no han podido superar aunque hoy Rusia sea gobernada por un billonario defensor del capitalismo de los oligarcas que le mantienen en el poder. Los más cultos se adhieren a Marx y Engels sin poder citar ni un solo pasaje del «Manifiesto Comunista» que hoy pueda aplicarse a la realidad económica, política y social de Rusia. Hoy Putin se ha convertido en el ídolo de los fascistas italianos y de los americanos trastornados por las locuras fascistas de Trump. Y los políticos y activistas que proclaman el no a la guerra y sí a la paz acusan a Europa y a los Estados Unidos de combatir a Putin para enriquecerse. Si tal confusión no se explica por un trastorno mental, solo puede explicarla el ansia de poder que, en una democracia, solo se puede alcanzar con votos; de aquí el ansia de votos, siendo el voto, además, un modo de enriquecer a los partidos con dinero público. Entonces, ¿el no a la guerra y sí a la paz es,en realidad, un modo de captar votos para enriquecerse y conseguir el poder con medias verdades y mentiras? El ansia de dinero y poder que supera todos los valores humanos es la característica por excelencia del capitalismo salvaje. Entonces, ¿qué defienden, en realidad, los políticos que predican la paz de Putin?

Millones de vidas humanas hoy piden ayuda en las fronteras de países desarrollados, en las aguas del mar en el que se están ahogando, en el infierno de países como Ucrania, en los campos de refugiados, en las chabolas a las que el dinero no llega para sobrevivir. ¿Puede vivir en paz quien ignora las caras de esos millones que luchan para no disolverse en la masa de los desgraciados? «Es importante que todos sepan que yo soy mucho más que las cosas malas que me ocurren», dijo Jane Marcziewick, cantante de 31 años que falleció por un cáncer con metástasis en todo su cuerpo. Cada uno de los millones de desgraciados que luchan por sobrevivir en un mundo que no les concede ningún valor es mucho más que todas sus desgracias; es un ser creado con el valor infinito que Dios o la Naturaleza confiere a cada vida humana.    

La paz de los sepulcros

La guerra de Putin hoy ayuda a clarificar ideas sobre asuntos que flotaban en una nebulosa de confusión. La postura favorable al asesino ruso de regímenes como el de China e Irán revelan la camaradería entre la extrema izquierda y la extrema derecha; revelan la inutilidad de esa nomenclatura obsoleta en la política de hoy; ocultan el hecho perceptible de que ambos extremos hoy se funden en la definición general de fascismo.

Desprovisto de ideologías que en sus tiempos intentaron dar al fascismo un barniz intelectual, el fascismo aparece hoy desnudo como simple tendencia. El fascismo tiende a un único fin que es la conquista y conservación a toda costa del poder. Luego a la hora de reconocerlo y entenderlo, ya no hace falta analizar el sentido de su circulación. Por la derecha o por la izquierda, el fascismo se caracteriza por carecer de un programa fiel a una determinada ideología. La fidelidad se reserva para un líder o para un partido. ¿Para qué torturar a los estudiantes de Ciencias Políticas con el estudio de diversos tipos de dictaduras? Esas vueltas de trompo solo tienen sentido en las clases de historia. En una época en que la simplificación, la abreviatura se valoran como nunca por su capacidad de acortar el tiempo, la palabra fascismo puede servir para nombrar toda tendencia a gobernar o aspirar al gobierno de líderes y partidos dispuestos a silenciar a los ciudadanos, a privarles de toda libertad que no sea la de venerar al líder y al partido para que esos líderes y partidos puedan llevar a cabo sin obstáculos lo que les parezca bien.

El fenómeno Putin sirve de muestra. La adhesión a Putin y su Rusia por parte de partidos y líderes del mundo entero que exhiben etiqueta de lo que hoy se sigue llamando izquierda, produciría, por esperpéntica, hilaridad si no fuera por la tragedia que encubren.¿Cómo se explica esa adhesión, abierta o camuflada con falacias, a un plutócrata que ha utilizado su poder para enriquecerse y que lo conserva gracias a los oligarcas que con él se han enriquecido? La situación política y social de Rusia, ¿tiene hoy algo en común con la Rusia de la revolución bolchevique? ¿Hay quien se atreva hoy a decir que Vladimir Putin es comunista? Tal vez algún viejo comunista que se aferra al pasado para ignorar que el tiempo sigue corriendo y que no hay quien lo pare. Tal vez esos todavía jóvenes a quienes la propaganda ha metido en la cabeza que los Estados Unidos de América son el infierno en el que moran todos los demonios de este mundo. Lo que también responde a ignorancia anacrónica. Los Estados Unidos tienen hoy un gobierno progresista que lucha como puede contra el capitalismo salvaje, a favor de la igualdad social y de los derechos de la mujer. Pero quienes se han quedado con la imagen de una potencia mundial que utilizaba su poder para derribar gobiernos democráticos y entronizar dictadores, se niegan a aceptar que de los Estados Unidos pueda salir algo bueno, por lo que la lógica del asunto es muy sencilla; si el presidente americano está contra Putin, Putin tiene que ser un buen gobernante que no se puede equivocar. 

Las equivocaciones de Putin han costado hasta hoy cientos de miles de muertos y heridos y millones de desplazados en un país que se vio invadido por los ejércitos rusos sin ningún tipo de provocación. Dicen los expertos en falacias y desinformación que Rusia se vio amenazada por la proximidad de la OTAN, como si la OTAN pudiera desplazarse a las fronteras rusas practicando marcha atlética. Ni Ucrania ni Bosnia-Herzegovina ni Suecia ni Finlandia ni Georgia pertenecen a la OTAN aunque algunos solicitaron entrar después del ataque de Rusia a Ucrania. Dicen esos expertos que en la OTAN mandan los Estados Unidos sin tener en cuenta la absoluta independencia de los países de la Unión Europea que se manifestó durante el gobierno del fascista Donald Trump; fascista de lo que aún se llama extrema derecha que confesó un amor arrebatado por el dictador de Corea del Norte y una profunda admiración por Vladimir Putin, dicho sea de paso. Y dicho sea de paso también, Donald Trump juró odio eterno a Zelensky, el presidente que intentó limpiar a Ucrania de la basura que había dejado su anterior presidente, títere de Rusia. Y le juró odio eterno por conversación telefónica en la que  pidió a Zelensky que le «hiciera el favor» de vincular al hijo de Joe Biden a la corrupción ucraniana. Zelensky le dijo que no. 

Incapaces de convencer a la mayoría de los ciudadanos con mentiras, los que intentan favorecer a Rusia y a Putin han optado por una falacia incontestable: predicar la paz a toda costa. Hasta el día de hoy, Putin manifiesta a todas horas con indiscutible claridad que solo aceptará la paz a cambio de agregar a Rusia territorio ucraniano. ¿Qué piden, entonces, los que predican la paz? Piden quedar como santos defensores de la armonía universal caiga quien caiga. ¿Y si el que cae es un país inocente con millones de personas inocentes? ¿Qué vale más, un país o la armonía en todo el ancho mundo? ¿Y si millones de personas inocentes valoran su libertad más que a la armonía? Para el fascismo no vale la opinión de millones de personas porque si se da voz a los ciudadanos, no dejan gobernar. Pero entre los que siguen o complacen o blanquean a Putin hay gente de las llamadas derechas e izquierdas. Entonces, ¿todos son fascistas? No hay ningún líder ni partido que hoy acepte que le señalen con la palabra fascista. Todos se camuflan con falacias y su éxito depende de la cantidad de ignorantes y desinformados que logren convencer. 

Para no dejarse convencer como niños inconscientes, hoy en día no hace falta tener estudios superiores. Basta con informarse un poco, oír y reflexionar sobre lo que se ha oído. Hasta los niños se dan cuenta cuando un adulto les quiere engañar. Por eso los fascistas, de cualquier dirección, niegan a los ciudadanos la libertad de informarse, como acaban negándoles la libertad de vivir según los dictados de su propia conciencia. Para ellos, la armonía ideal consiste en la paz de los sepulcros.              

El virus de la mala leche

¿Qué, coño, le está pasando a este país? ¿O es al mundo entero? El fascismo se extiende como un virus, y el síntoma más visible es que los infrahumanos van vomitando mala leche por todas partes. ¿Nos acabarán ahogando a todos en sus vómitos?

Mussolini, Hitler y Franco tenían intelectuales que montaron una ideología para dar cierta consistencia a lo que no era más que brutal ansia de poder de unos narcisistas. Eran otros tiempos. En los nuestros, la ideología se desprecia como se desprecia todo lo que salga del cuarto oscuro en el que la mente reflexiona. Se desprecia el trabajo mental que no tenga que ver con la tecnología; se desprecia, sobre todo, a la filosofía. El tiempo convirtió a la filosofía en algo similar a una momia egipcia, algo que en un aula estorbaría y que a los alumnos sensibles podría desviar del camino recto hacia el progreso. El progreso hoy se mide por el invento de aparatos diversos y se manifiesta en todas las aplicaciones que puede tener un móvil. ¿Cómo y cuándo pensar si a los dedos de las manos no les alcanzan todas las horas del día para encontrar, clicando, las respuestas a todas las preguntas? Porque el progreso ha descubierto todas las respuestas, y todas las respuestas se pueden encontrar en Google, fuente de sapiencia que ha relegado a las tinieblas de la antigüedad irrecuperable a los siete sabios de Grecia; a la mismísima sabiduría, madre de todos los sabios que en todas las épocas se han dedicado a pensar. 

Los Diez Mandamientos, que durante siglos guiaron la moral de las sociedades cristianas, se han reducido a uno solo: No pensarás. Y como si las mayorías de homínidos de los países civilizados hubieran percibido los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte humeante que el autor del capítulo 20 del Éxodo diseñó como el escenario más idóneo  para que un dios lanzara sus mandamientos y amenazas sobre un pueblo aterrorizado; esas mayorías han hecho voto de imbecilidad.

Solo esa imbecilidad inducida por quienes detentan el poder supremo sobre cuerpos y conciencias puede explicar que millones de seres creados por Dios o por la Naturaleza para convertirse en seres humanos creadores estén dispuestos a renunciar a la libertad que les permite vivir como tales, entregándosela a quienes no tienen otro objetivo que no sea conseguir y conservar el poder sobre una mayoría idiotizada y conseguir y conservar todos los privilegios que el poder confiere. Solo esa imbecilidad, aceptada para vivir como brutos sin más problemas que los propios de la supervivencia, puede explicar que, en las democracias, la mayoría vote por partidos fascistas.          

Tras la aparente derrota del fascismo en la última guerra mundial, la palabra fascista se ha convertido en insulto. En la omnisapiente Wikipedia, se explica el fascismo con los verbos en pasado como si hubiera dejado de existir. Sin embargo, quien no habiendo llegado a la imbecilidad requerida lea esa entrada con la intención de entender, enseguida se dará cuenta de que el fascismo pervive disfrazado con el adjetivo dieciochesco de «derecha» o con el engañoso de «conservador». Despojado de toda la ideología, que hoy se considera inútil, el fascismo actual se define por la ausencia de programa de gobierno y por la única finalidad de perseguir, conseguir y conservar el poder a toda costa. 

Ese fascismo, disfrazado de cualquier cosa, reina hoy en el Congreso y en todas las encuestas sobre las elecciones generales de 2024 de los Estados Unidos de América. Ese fascismo reinó allí con virulencia en el período de entreguerras; invernó, como en todas partes, tras la derrota de las potencias fascistas y, en cuanto el clima le fue propicio, volvió a salir al sol como un oso hambriento. 

Todo el mundo desarrollado consiguió el desarrollo imitando a la primera potencial mundial. Luego es de lógica vital de estar por casa seguir imitándola para superar las crisis que amenazan el bienestar de la mayoría. Esa es la sencilla razón por la cual el fascismo del Partido Republicano de los Estados Unidos ha calado en el mundo entero con la misma fuerza con la que caló el rocanrol. Hoy, el Partido Republicano, otrora Gran Partido que se estrenó en la presidencia con la egregia figura de Abraham Lincoln, exhibe en sus escaños del Congreso a evidentísimos tarados y perturbados que niegan validez a las elecciones pasadas, proclaman las más disparatadas teorías de la conspiración, apoyan el antisemitismo y el nacionalismo blanco y cristiano y mienten, se desmienten y vuelven a mentir sin reparo y sin el más mínimo atisbo de vergüenza. Todos ellos son seguidores a muerte de Donald Trump.  Para ser elegido presidente de la Cámara de Representantes por sus compañeros republicanos, Kevin McCarthy tuvo que meter en los principales comités del Congreso a toda esa tropa digna de una «corte de los milagros» moderna donde nadie es lo que dice ser y a nadie le importa exhibir su miseria moral. Lo único que importa a los políticos republicanos es el poder y lo único que parece importar a millones de sus votantes es que sus admirados republicanos ejerzan el poder como les dé la gana siempre y cuando bajen impuestos y les dejen vivir en paz con su misoginia, xenofobia, racismo y explotación del más débil. Es decir, fascismo puro y duro apoyado por el filofascismo de los infrahumanos más imbéciles.

En nuestro país, dice la última estimación de voto y escaño que el PP mantiene su ventaja sobre el PSOE y que la «ultraderecha» gana casi un punto. ¿Alguien sabe qué programa de gobierno ofrecen el PP y la «ultraderecha»? Lo único que manifiestan los líderes de ambos partidos es su voluntad de sacar a Pedro Sánchez de La Moncloa, y quieren sacarle de La Moncloa para hacerse ellos con el poder sea como sea. Luego el PP y la llamada ultraderecha son rotundamente fascistas, sin ánimo de insultar.

El poder a toda costa y sea como sea es la meta de todos los fascismos y es ese a toda costa y sea como sea lo que está ahogando a las sociedades de los países supuestamente civilizados bajo el tsunami de mala leche que está infectando al mundo. El a toda costa y sea como sea significa, en primera instancia, desvirtuar cualquier logro de quien esté en el poder, mediante mentiras sin control, sin freno, contando con la incapacidad de quienes las escuchan para distinguir entre mentira y verdad. Hay que pintar al país con los colores que, en cualquier circunstancia, evoquen las heces. Hay que señalar como culpable de las heces al que está en el poder. Hay que convencer que la sociedad negruzca y maloliente relucirá de limpia si llegan al poder los que denuncian a la porquería. En España cabe preguntarse si un partido condenado por corrupción y con varias causas pendientes por lo mismo puede presumir de limpieza. En un país en el que la mayoría de los ciudadanos aceptan como mandamiento no pensar, puede.  Además, quien se atreve a difamar al presidente del gobierno tiene que ser muy poderoso para que no le pase nada. Aquel que todavía piensa comprende sin esfuerzo que ese poder deriva de controlar al poder judicial y que el poder judicial se controla sin ningún problema bloqueando la renovación del órgano de gobierno de los jueces. Pero ese bloqueo no quita el sueño a los ciudadanos que no piensan. 

Por si no bastara con insultar y difamar a quien preside el gobierno, aquí y en cualquier otra democracia, el fascismo tiene otra táctica todavía más tóxica y eficaz. Consiste en ofrecer a los ciudadanos idiotizados supuestos adversarios a quienes culpar de todos sus trastornos y sus penas. A quien aquí le vaya mal económicamente se le puede consolar con la mentira de que a los emigrantes les mantiene el estado, o sea, los impuestos de todos, con casa y comida gratis y que no tienen que esperar, como los españoles, para recibir atención médica. Razones de más para expulsar del país a todos los extranjeros pobres o para descargar su ira sobre alguno que esté a tiro o para votar a los políticos que prometen limpiar de extranjeros el país. A los hombres desvalorizados por fracasos de cualquier tipo se les puede subir la moral quitando hierro al maltrato o abuso contra las mujeres. A los que, por cualquier motivo dudan de su masculinidad en secreto, se les puede convencer de que la culpa la tienen los homosexuales por disfrutar de su perversión a la luz del día. 


Así, creando adversarios culpables de la desdicha propia, los políticos fascistas consiguen mantener en estado de crispación a los que están descontentos con su suerte, que suelen ser la mayoría. Así, los descontentos van rezumando y algunos, vomitando mala leche. Y así, la mala leche se va contagiando y un día matan a uno por ser extranjero y a otro por negro y a otro por pobre y a otra por mujer y a otros por ir por la calle cogidos de la mano. Y un día, la mayoría de los descontentos votan por los partidos que les permiten vivir en paz con su odio, su envidia y todas las pasiones infames que les corroen. Y el mundo cae en las garras del fascismo mientras los seres humanos que no han renunciado a pensar siguen luchando, como lo han hecho siempre, por librar a su país y a la humanidad de quienes pretenden convertir a los hombres, machos y hembras, en bestias.   

Vivir y dejar vivir

Dice un antiguo dicho que las cosas claras y el chocolate espeso. Hoy en día, las cosas en política están espesísimas, mientras el chocolate nada en agua en las casas, cada vez más numerosas, de los medio pobres que luchan por no bajar al sótano de la pobreza total. Espesísimas porque las palabras, al servicio de la propaganda, están incitando a realizar actos infrahumanos. Sabido es que la palabra tiene un poder omnímodo. La palabra condiciona nuestras vidas para bien o para mal, desde una declaración de amor a una sentencia de muerte; desde los efectos de una mentira que puede resultar en un fraude económico, minúsculo o mayúsculo, a un engaño de los que marcan el alma para siempre. Pues bien, las palabras, al servicio de la propaganda, hoy amenazan, en todos los países supuestamente civilizados, a la libertad, siendo la libertad facultad imprescindible para que un homínido pueda evolucionar a la categoría de ser humano.  

Las cosas están espesísimas; en política, socialmente, a nivel individual. Mientras la tecnología avanza vaticinando un futuro para la humanidad tan predeciblemente preciso como una máquina, el hombre se revuelve en un torbellino de emociones cada vez más espeso, cada vez más negro. ¿Por qué? Por la manía, aparentemente incurable, de complicarse la mente, la vida. Esa enfermedad mortal que aqueja a una inmensa mayoría, la inocula, a una inmensa mayoría, la propaganda. 

Durante siglos, los hombres de todas las razas y culturas han permitido que les gobiernen los dirigentes de diversas religiones según las directrices de libros a los que esos dirigentes han conferido la categoría de sagrados. La Iglesia Católica ha visto evolucionar su Biblia del hebreo, arameo y griego originales a diversas traducciones que, naturalmente, tienen la impronta de cada traductor. El ejemplo más significativo por sus efectos cruciales en la vida de todos, sean o no creyentes, es la traducción al latín que Jerónimo de Estridón empezó en el 382 de nuestra era, la llamada Vulgata, comparada con la moderna Biblia de Jerusalén. Jerónimo, fiel al original, traduce el versículo 27 del primer capítulo del Génesis con una verdad fundamental para todo creyente en un Creador. «et creavit Deus hominem ad imaginem suam ad imaginem Dei creavit illum masculum et feminam creavit eos«. Y creó Dios al hombre a imagen suya a imagen de Dios les creó macho y hembra los creó. La Biblia de Jerusalén, publicada en francés entre 1948 y 1954,  traduce el mismo versículo con una interpretación que lo hace radicalmente distinto: «Creó, pues, Dios, al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó».

Pertenecemos a la familia de los homínidos. Nuestro género es hombre. Algunos se empeñan en cambiar el término hombre por el de humano. Puede que taxonómicamente dé lo mismo, pero una somera  reflexión nos lleva a entender que hay una diferencia abismal y que esa diferencia no es inocua. El hombre u homínido es de la familia de los primates. El ser humano es otra cosa. El hombre no nace humano; adquiere su humanidad a través de la evolución de su mente. 

No todas las personas responden estrictamente a la definición de ser humano. Todos somos hombres, machos y hembras, pero no todos tienen sus facultades desarrolladas de modo que pueda atribuírseles el calificativo de humanidad. Puede decirse que el Creador o la Naturaleza, según quiera creer cada cual, crea a un ser humano en potencia; es decir, que el homínido puede llegar a convertirse en un ser humano mediante el desarrollo de las facultades que nacen con él. 

La voluntad de Dios, para el creyente, fue la de crear a la criatura que llamamos hombre a su imagen y semejanza, dice el Génesis. Y aquí nos introduce en un misterio inescrutable. ¿Cómo es la imagen de Dios? ¿Cómo puede el hombre asemejarse a esa imagen si no sabe ni puede saber cómo es? Lo único que podemos saber de Dios es que creó. Todo lo demás que de Dios se diga no puede ser más que invención de los hombres. Luego lo único que podemos deducir es que Dios nos creó para crear. Quien no quiera permitirse la fe, puede sustituir la palabra Dios por la palabra Naturaleza. La conclusión es la misma. El individuo de la especie hombre es el único capaz de crear algo que no existía. Quien crea que Dios nos creó a su imagen y semejanza, creerá, por lo tanto,  que su destino es crear, como hizo Dios. Quien quiera creer que fue el azar natural el que le hizo nacer hombre, ha de creer lo mismo. El hombre fue creado para diferenciarse de los animales creando. Y lo primero que tiene que crear el hombre es un criterio que le permita irse creando a sí mismo según los valores que rigen en la Naturaleza o según los valores con que le creó el Creador de todas las cosas. Pero, ¿cómo podemos saber cuales son los valores de Dios?

Termina el primer capítulo del Génesis con otra revelación, que nada tiene que ver con las leyendas posteriores intencionalmente atribuidas a una revelación divina. Dice, «Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno». Este es el único valor de Dios que sabemos. Dios crea lo bueno y, por lo tanto,la criatura creada a su imagen y semejanza tiene que ser creadora de lo bueno. Y es aquí cuando la realidad del mundo se nos echa encima. 

El misterio de la maldad llevó a los hombres de todas las creencias a inventar demonios. Lo malo no podía achacarse a Dios y para paliar la responsabilidad de los malos, había que culpar a otro ente sobrenatural. La realidad incuestionable es que la bondad o la maldad dependen del criterio de valores que rige la conducta de cada cual, y ese criterio de valores de cada cual depende de su voluntad.   

Después de la Segunda Guerra Mundial, los capitalistas infrahumanos han luchado denodadamente contra la humanización del mundo que intentaron los mejores políticos para subsanar los efectos de aquella tragedia. El capitalismo salvaje, las diferentes crisis que han causado los excesos de los capitalistas infrahumanos, han intentado impedir la humanización de los hombres, machos y hembras, para asegurarse de que  la mayoría no supere el nivel de homínidos; homínidos que, por techo, comida, ropa y entretenimiento, estén dispuestos a disolverse en la tribu sin cuestionar a quienes les utilizan como elementos de producción.

Contra los totalitarismos que causaron el caos y millones de muertos en dos guerras mundiales, surgen las democracias modernas para garantizar los derechos de todos los ciudadanos. Pero privados del poder de las armas, los capitalistas salvajes pronto encuentran otro medio de sojuzgar a las tribus. Ese medio es la palabra. Las democracias exigen a los capitalistas salvajes y a sus lacayos políticos el esfuerzo de convencer al mayor número de ciudadanos para que les otorguen el poder con sus votos. Los modos de convencer ya los habían concebido y ensayado los que utilizaron la propaganda para alcanzar el poder, perpetuarse en el poder y utilizar el poder para adueñarse del mundo. Las armas y la muerte evitaron su triunfo, pero la propaganda ya había demostrado su eficacia para someter a las tribus sin derramamiento de sangre. 

¿Tenemos que creer entonces que quienes pergeñan la propaganda son más inteligentes que el resto de los hombres?  Creados para crear lo bueno es lo único que sabemos a ciencia cierta de los designios de Dios o de la Naturaleza sobre nuestro destino. Infrahumano es, por lo tanto, aquel que, por diferentes motivos, no llega a alcanzar el pleno desarrollo de su humanidad que le permite crear lo bueno. Ni Dios ni la Naturaleza nos dicen nada sobre la inteligencia. Luego lo que nos permite alcanzar la plena humanidad no es la mayor o menor inteligencia ni el mayor o menor bagaje de conocimientos que alguien lleve consigo. ¿Qué es entonces? Nos dice el que narró la creación que es la bondad. Nos dice la Naturaleza que es la bondad de las cosas lo que las hace aptas para que el hombre las domine y las disfrute. Así de sencillo. ¿Y qué es la bondad? No hace falta estudiar textos de ética o de moral para saberlo. También nos lo dice ese primer capítulo sobre la creación con absoluta sencillez. Bueno es aquello que permite al hombre cumplir con su función creadora de lo bueno. Ese hombre jamás intentará impedir que los otros cumplan con la misma función. Malo es aquello que priva a los hombres de la libertad  de crear; aquello que evita, por cualquier medio, la evolución de los homínidos hasta su transformación en seres humanos. Los totalitarismos y un sistema económico que condena a millones de hombres a la extrema pobreza son dos de los ejemplos más palmarios de la maldad.      

La inteligencia ha permitido a los hombres adentrarse en el mundo de abstracciones complicadisimas y de allí ha sacado conclusiones que han permitido el desarrollo de la sociedad;un desarrollo que parece no conocer límite. Pero ese desarrollo no puede considerarse un triunfo de la creación. Faltando la bondad, el homínido creado por Dios o por la Naturaleza para seguir creando cosas buenas fracasa. Por encima de todas las ciencias, de todo el desarrollo del conocimiento, de todos los embrollos concebidos por las facultades mentales, la vida de un ser humano debe ser crear y llegar al fin con la sencillísima conclusión de que todo lo que ha creado es  bueno. Más allá de esta conclusión indiscutible, todo lo demás es invención de los hombres.

Entre todo lo que los hombres han inventado, uno de los inventos más peligrosos es la propaganda; lo que nos dice el diccionario que es el uso de la palabra para vender ideas o cosas. El intento de convencer a otro mediante la palabra debe ser tan antiguo como el habla; tan antiguo como el primer hombre que se dio cuenta de que otro le escuchaba y le creía. Ese intento puede ser inocuo y hasta bueno, pero puede ser, también, dañino cuando el hombre descubre que puede convencer a los demás de que acepten como cierta una mentira. 

La mentira más perversa que los poderosos han inoculado en la mente de los hombres es que todos nacemos pecadores. Siendo el pecado algo que se aparta de lo recto y justo, resulta que Dios o la Naturaleza crearon, al crear al hombre, algo que no era bueno. Luego, o Dios o la Naturaleza nos mienten al hacernos creer en la bondad de todo lo creado o nos mienten aquellos que quieren convencernos de nuestra maldad connatural para impedirnos evolucionar. La mentira de que el pecado es connatural a todo hombre, repetida durante siglos, ha penetrado en todas las conciencias, tanto de creyentes como de ateos. De ahí que todos acepten como ciertas frases que insultan a Dios o a la Naturaleza y al hombre mismo; frases como, «Errar es humano»,»miserias humanas» y otras por el estilo que ponen en entredicho la bondad del ser humano y, lo peor de todo, que convencen a la mayoría de que desear y buscar la bondad es, además de inútil, contraproducente. Errar es de homínidos. Los homínidos sufren las miserias de su fracaso vital. Un hombre predispuesto a justificar todos sus errores culpando a su naturaleza fracasa, necesariamente, en cualquier intento por evolucionar. Y de este hombre abocado al fracaso de su humanidad, echan mano cuantos le necesitan para alcanzar el poder. Nos lleva el pesimismo a afirmar que siempre ha sido así y que a estas alturas ya no tiene remedio. La esperanza nos dice que podría tenerlo.   

Estamos soportando una crisis tras otra. De pronto, el capitalismo salvaje lanza a millones de medio pobres a la pobreza total. Otra vez de pronto, una pandemia con millones de muertos nos demuestra, dramáticamente, la indefensión del hombre. Y otra vez de pronto nos damos cuenta de que el deterioro del planeta no era una invención de científicos cenizos; nuestros descendientes se van a quedar sin tierra que habitar. Viéndose al borde del precipicio, raro es el hombre, macho o hembra, que no sienta miedo. Y el miedo es un regalo de la Naturaleza para hacernos reaccionar ante el peligro. Podemos huir, ¿pero adónde? O podemos utilizar nuestras facultades para enfrentarnos al peligro y vencerle.   

A todas estas crisis que estamos sufriendo, los que buscan el poder a toda costa responden renunciando a todo atisbo de bondad. En la primera potencia mundial, los votantes que no pasaban de homínidos  eligieron presidente a una estrella de la televisión que tenía conocimientos muy someros de geografía, historia, economía y, más someros aún, de política. Los cuatro años de su mandato fueron un desastre que puso en peligro a la democracia más antigua y, aparentemente, más consolidada del mundo, y que amenazó a toda la humanidad con abocarnos a una distopía de película. Hoy sabemos que las locuras de Donald Trump podían haber acabado con las sociedades civilizadas si no hubiera sido porque unos cuantos asesores cuerdos hicieron todo lo posible, abiertamente y en secreto, por evitar que las órdenes del presidente desquiciado salieran del Despacho Oval. Donald Trump se presentó a un segundo mandato. Que no fuera elegido confirmó la buena salud de la esperanza; esperanza que habrá que mantener con vida porque Donald Trump ha decidido volver a presentarse como candidato a la presidencia en 2024. A punto de ser imputado por numerosos crímenes, ¿qué le hace suponer que tiene todas las de ganar? Trump tiene una fe ciega en el poder de la propaganda, en su talento para convencer a homínidos de que acepten como certeza cualquier disparate que se le pueda ocurrir.  Y su fe tiene fundamento. Perdidas las elecciones, consiguió convencer a millones de homínidos de que había sido el mejor presidente de los Estados Unidos en doscientos años de democracia y obtener cientos de millones de dólares en donaciones para financiar sus caprichos. Ese éxito pírrico le convirtió en modelo de los líderes fascistas del mundo entero. 

Desde Brasil a Rusia, pasando por España y hasta por Israel, las palabras de los que aspiran a deshumanizar a la mayoría para asegurarse el poder  se convierten en instrumentos de la propaganda. Sabiendo que los medios y las redes sociales han conseguido en poco tiempo destronar a la verdad y conseguir que cualquier mentira la suplante, los líderes fascistas de todo signo se dedican a mentir con la certeza de que la mentira puede llevarles al poder. Lo más grave es que en medio de mentiras que pueden calificarse simplemente como disparates, de repente se cuelan, por inadvertencia o con intención, mentiras que esconden un peligro mortal. Son las mentiras que alteran las vísceras de los homínidos despertándoles el odio e incitándoles a la violencia. La misoginia, el racismo, la aporofobia y todas las fobias que provocan el odio de los homínidos contra todo ser viviente son las infecciones que desata el virus del fracaso vital de esos homínidos y que hoy llenan de muertos las calles y las casas de cualquier país. La propaganda infrahumana ha convencido a los homínidos de que las hembras o los negros o los chinos o los homosexuales o los pobres o cualquiera que se individualice por su diferencia son los culpables de su fracaso, lo que les da derecho a vengarse matándoles. ¿Y eso tiene remedio?

El remedio a la maldad es tan sencillo de encontrar como sencillo resulta descubrir la misión del hombre en el mundo. Para poder crear, el hombre necesita la facultad natural de la libertad. Atentar contra la libertad de otro, de la forma que sea, es malo. Lo bueno es vivir creando y dejar vivir a los demás.

El nacimiento de los dioses y la muerte de la creación

Algunos cristianos conmemoran el nacimiento de su dios el 25 de diciembre; otros lo conmemoran quince días después. Hay otros dioses en el mundo que no nacieron, se revelaron explicando su vida, milagros y mandatos a algún profeta. Sus fieles conmemoran la supuesta revelación en otras fechas. Pero en todos los conmemoradores de fechas señaladas por la aparición de distintos dioses hay algo en común. Desde el momento en que nacemos, todos los hombres, machos y hembras, nos percatamos de nuestra indefensión. Nuestra vida, la de todos, nos irá corroborando nuestra impotencia, nuestro desamparo ante circunstancias que no podemos controlar. La comprobación constante de la impotencia esencial del hombre le hace necesitar la fe en un ser omnipotente a quien recurrir para sentirse protegido. Así parece que nacieron todos los dioses que consideramos personales porque cada creyente tiene un dios que protege a su persona. Así nacieron todos los dioses creados por los hombres.    

Todos los dioses creados por los hombres nacen con las máculas de maldad de sus creadores. Todos los libros que sus creyentes consideran sagrados, libros que nos cuentan las hazañas y mandatos de esos dioses, revelan un ansia de poder y un desprecio al ser humano que en ningún caso se puede atribuir a un ser perfecto. De esos libros salen la misoginia, la desestimación de los niños,  la homofobia, la fobia a todo aquel que cree en un dios diferente, la sacralización del castigo, de la venganza; en fin, todas la lacras con que el hombre ensucia y amarga su vida y la vida de los demás. Esta realidad indiscutible debería alejar de esos dioses antropomórficos a todo ser humano con valores morales, pero, por el contrario, las distintas comunidades valoran y ensalzan a quien adora al dios de su comunidad y observa sus enseñanzas y mandamientos. A esa adoración y observancia llaman religión y ser religioso, en ese sentido, se considera una virtud.

Generalmente, quienes rinden culto a esos dioses suelen ser personas muy conservadoras. Entienden que se han de conservar los valores, los mandamientos, las tradiciones que exige el dios milenario de su tribu. En el fondo de esa realidad se encuentra el motivo más perentorio de toda religión, que no es tanto la fe y la confianza en un dios personal, cuanto la necesidad de acogerse al amparo de una tribu que ha elegido como protector a uno de esos dioses. Porque en el principio, para el hombre, la salvación no provenía de un ser sobrenatural, provenía de sus semejantes. Ante el ataque de una tribu extraña, la vida de todos dependía  de que todos hicieran piña para defenderse. No fue el amor lo que unió a una comunidad, fue el miedo. Y sigue siendo el miedo lo que congrega a los hombres en torno a un dios, sea el que sea, incluyendo al dios de los ateos militantes. Por eso y como prueba de eso, en los textos más antiguos sobre dioses y religión se valora el «temor de Dios» como máxima virtud indicativa de y hasta superior a la inteligencia. 

Y las tribus crecieron y, para autorizar o aprobar todo acto, uso o costumbre de los miembros de cada tribu, apareció la política y, para asegurarse la obediencia a los dictados de los gobiernos, los escritores supuestamente inspirados por los dioses concibieron y divulgaron el temor de dios. A lo largo de los siglos, los teólogos han explicado de diversas maneras en qué consiste ese temor, pero esas  explicaciones  parten de una premisa falsa. Si existe un creador sobrenatural de todas las cosas, nadie, absolutamente nadie puede saber qué es ni, por lo tanto, cómo es. De lo que se deduce, sin duda alguna, que todo estudio y discurso sobre lo que se llama Dios es fruto de la reflexión de los teólogos para explicar racionalmente la revelación que atribuyen a Dios. Creer que el mismo Dios reveló a los hombres qué es y cómo es depende, por supuesto, de la fe. Y la fe no puede depender de otra cosa que no sea de la voluntad de cada cual.

Quien en el libre ejercicio de su voluntad decide creer en un creador sobrenatural de todas las cosas racional y éticamente, solo cuenta con un texto para explicar su fe sin meter a un dios en el berenjenal de sus necesidades humanas. Ese texto es el primer capítulo del Génesis. Ese texto dice de Dios lo único que se puede decir, que creó todas las cosas, entre ellas, al hombre, y que al hombre le creó macho y hembra. No se puede decir más porque una mente natural como la del hombre no puede, de ninguna manera, penetrar en misterios sobrenaturales sin recurrir a la excusa a la que todas las religiones recurren; atribuir a sus dioses una revelación.    

De aquí, el temor de Dios. Dios, cualquier dios, no es temible por su cualidad sobrenatural. Dios, cualquier dios, es temible por la naturaleza de sus creadores. Los dioses se hicieron temer por las guerras que se libraron en su nombre y por los horribles castigos que se imponían a quienes desintieran o se apartaran de los dogmas o normas establecidos por una religión; dogmas y normas decretados por los creadores de dioses y, ciertamente, decretos que obedecían a las creencias, convicciones e intereses de quienes tenían poder para imponerlos. Todo esto puede ponerse hoy en presente. 

Si de esas conclusiones extraídas en la esfera de la razón bajamos a la tierra pura y dura de nuestra vida cotidiana, la realidad nos dice que no es a dios, cualquier dios, al que hay que temer. El peligro real que amenaza, que siempre ha amenazado a los hombres, es el hombre mismo, y el hombre más peligroso para sus congéneres es el que se disfraza de un dios. Los dioses antropomórficos están alienando al hombre y, por lo tanto, descomponiendo a la sociedad. Tal parece que esos dioses pretendieran destruir toda la creación, fuera ésta creada por un ser sobrenatural o por la naturaleza.     

Las noticias actuales abruman porque en su conjunto dibujan una distopía que no parece esperar al futuro. El terror al desamparo empuja al hombre a buscar desesperadamente, como en sus principios, la protección de la tribu aunque ello suponga renunciar a su personalidad, a su inteligencia, a sus valores humanos. La máxima demostración de ese terror es la facilidad con que el hombre, de cualquier género y de cualquier edad, ha entregado su humanidad a máquinas que ocupan su tiempo, sustituyen a sus facultades mentales, determinan su conducta. El hombre, deshumanizado, está perdiendo hasta la esperanza de salvar su parcela en el mundo. Bastan unos cuantos ejemplos.

Millones de personas asisten impávidas a la esclavización y hasta el asesinato de mujeres porque dicen los intérpretes de la voluntad de su dios que ese dios así lo manda. ¿Puede un dios crear a una mitad de la humanidad más fuerte en masa muscular y a otra mitad físicamente más débil para que sirva a los más fuertes? Puede en la mente perversa del que creó a ese dios con el mismo propósito que llevaba a los esclavistas a secuestrar africanos para utilizarlos como elementos de producción. La creencia en la inferioridad de la mujer nace de las miles de leyendas que los libros sagrados para muchos atribuyen a la revelación de su dios, ignorando el sencillo relato de la creación: «Creó, pues, Dios al hombre…macho y hembra los creó». Esa perfecta igualdad entre los dos géneros de la especie empezó a ignorarse desde el momento en que el macho descubrió que la vida, la suya y la del resto de la tribu, dependía de la fuerza bruta. ¿Y cómo se convenció a las mujeres de que aceptaran su inferioridad, no ya la física, sino también la intelectual? Atribuyendo tal inferioridad al mandato de dioses. 

Millones de personas desprecian a los pobres equiparando la pobreza al fracaso. A nadie se le ocurre indagar sobre las causas de esa pobreza y, menos aún, sobre el modo de acabar con ella. Los pobres, como los fracasados, ensucian las conciencias, y muy pocos están dispuestos a tolerar que les manchen la vida. Aquí también, algunos creadores de dioses ofrecen explicaciones balsámicas. La pobreza es señal del rechazo, abandono, indiferencia de dios al infeliz que no sabe o no puede conseguir dinero suficiente para vivir con dignidad. Si su dios mismo les abandona, ¿por qué iban los humanos a molestarse preocupándose y ocupándose de  los pobres? Las religiones que predican amor al prójimo resuelven el problema moral con el paliativo de la caridad; otras, ni eso. En un mundo en el que considerables mayorías abrazan como dogma divino el «sálvese quien pueda», cada cual se siente obligado a buscar su salvación y a no perder el tiempo preocupándose y ocupándose de la salvación de los demás. 

Millones de personas se adhieren a los versículos del libro que consideran sagrado en los que su dios maldice al extranjero  y ordena a los suyos que no permitan extranjeros en su país. Ese mandamiento cumplen hoy gobiernos que se proclaman cristianos y que de su Biblia leen lo que consideran más conveniente a su concepto del gobierno. Pululan por los mundos de la política partidos que se proclaman «nacionalistas cristianos» atribuyendo a Cristo la división del mundo en parcelas y el rechazo a quien proviene de una parcela distinta a la suya. Algunos de esos partidos rizan el rizo proclamándose «nacionalistas cristianos blancos». De lo que resulta un Cristo xenófobo y racista. ¿Cómo puede tal aberración triunfar en las mentes de seres humanos y convertirse en votos en las democracias? Otra vez, por el poder de los que dirigen su tribu y la necesidad perentoria de los hombres de vivir incluído en una tribu temiendo su exclusión. 

Millones de personas abdican de las facultades de su mente, de su razón, de su voluntad, para entregarse a las creencias de su tribu, a las decisiones de quienes dirigen su tribu; tribu a la que pertenecen por nacimiento o tribu en la que cada cual consiguió introducirse por distintos motivos para huir de la soledad.  ¿No hay, entonces, quienes puedan deshacerse de cadenas para buscar un sitio donde les dejen vivir libres sin sufrir el ostracismo por lo que creen o dejan de creer? 

Hoy existe algo que se llama socialdemocracia. Social por tener a la sociedad, al hombre que compone todas las sociedades, como centro de toda preocupación y actividad humana. Democracia por tener a la libertad como facultad humana para decidir la vida de cada cual según su propia voluntad. Parece que todo hombre, macho o hembra, que se precie debería abrazar la libertad que le permite evolucionar como ser humano. ¿Cómo es, entonces, que millones se sumergen en lo que les dictan las máquinas para huir de su humanidad? ¿Cómo es que millones prefieren pasar por conservadores observantes de lo que dictan los dioses creados por los hombres antes que considerarse seres humanos libres para pensar y actuar? Estas preguntas debe contestárselas cada cual después de haber respondido a la más crucial de todas las preguntas:  ¿Me considero un hombre, macho o hembra, dispuesto a cultivar y a luchar por mi humanidad, o estoy dispuesto a renunciar a mi humanidad por seguir los dogmas y las normas de quienes han creado dioses para someter a los hombres deshumanizándoles?   

¿A quién importan los enfermos de odio?

Hace unos días, un psiquiatra describió en la prensa la actitud y la conducta cotidiana de personas aquejadas de la enfermedad del odio. Descripción impresionante. Quien lleva en el alma el peso del resentimiento, del rencor, de la envidia, de la ira, de todas esas pasiones que le causan un dolor que le hace detestar al mundo, se levanta cada nuevo día con sus facultades mentales, sus emociones y hasta la expresión de cara y cuerpo predispuestas a enfrentarse a un mundo hostil del que solo espera y al que solo ofrece hostilidad. 

Es tan fuerte la palabra odio que pocos enfermos se reconocen el padecimiento y aún son menos los que lo aceptan. Así, el odio va creciendo en el alma en silencio como un tumor, sin diagnóstico ni tratamiento; amargando la vida del infeliz que lo padece hasta que la muerte del cuerpo le llega como una liberación. Por eso el odio se manifiesta en distintos grados. Puede ir del mal humor crónico a una aversión grave contra lo que el sujeto identifica como causa de su mal; gravedad que en su peor extremo puede llevar a la violencia. 

No hay cifras que cuenten el número de enfermos de odio en sus diversos grados. Las que se ofrecen sobre salud mental se quedan en el recuento de enfermos de ansiedad y depresión. Aún no se ha llegado al reconocimiento del odio como enfermedad, tal vez porque su apariencia es tan monstruosa que da miedo o porque más miedo da enfrentarse al hecho de que una inmensa parte de la humanidad padece ese trastorno. Por lo que sea, la sociedad en los países civilizados, tan aparentemente preocupada por el bienestar general, deja al enfermo de odio a su suerte. Del enfermo de odio solo habla la prensa cuando la enfermedad lleva a un enfermo  o a un grupo de enfermos a la violencia, en cuyo caso solo se refiere el suceso violento y la víctima o víctimas que ha causado. El enfermo de odio vive condenado a sufrir en soledad. Aunque hoy, el verbo vivir podría ponerse en pretérito imperfecto. A los enfermos de odio hoy les tiene en cuenta un colectivo que descubrió  hace mucho tiempo, en su trastorno y en la cantidad de trastornados, una mina de la que pueden extraer abundantes beneficios. Ese colectivo es el de los políticos fascistas de distinto signo, de extrema derecha y de extrema izquierda, como se les llama imprecisamente para entenderse.

El fascismo fue una respuesta a la hecatombe de la Primera Guerra Mundial. Invento colosal de Benito Mussolini, fue después la inspiración de Hitler y, después de Hitler, de Franco. Los historicistas y analistas políticos de toda índole definen al fascismo como una ideología. En sentido estricto, no lo es. El fascista no tiene ideología porque todas sus facultades mentales se ocupan únicamente del modo de conseguir el poder y de conservarlo cuando lo consigue. Para conseguir el poder, Mussollini y Hitler contaron con propagandistas geniales que sabían llegar al núcleo de las almas excitando las fibras más sensibles. Franco lo consiguió venciendo en una guerra. Los tres lanzaron anzuelos cargados de odio a los que acudían en tropel los enfermos de odio atraídos por sentimientos familiares. Los tres proporcionaron a esos enfermos el consuelo de integrarse en una tribu; una tribu sancionada por los poderosos que les acercaba al poder sacándoles del rechazo que les condenaba a la soledad.

Lo que fue una pandemia de odio quedó en el pasado por la derrota de los que fundaban su poder en el odio. Solo Franco logró morir en una cama.  Tras la muerte de los tres dictadores, la libertad permitió evolucionar a los ciudadanos y todas las personas de los países libres pudieron disfrutar de la democracia. Pero llegó otra depresión, la depresión causó el fracaso de muchos y el fracaso aumentó el número de los enfermos de odio. Atraídos por esas masas crecientes de odiadores, los obsesionados por el poder volvieron a lanzar sus anzuelos sobre el cardumen de enfermos, y así llegamos a la atmósfera podrida de odio que amenaza hoy al mundo con mayor peligro aún que el deterioro del medio ambiente físico. 

De los Estados Unidos a Rusia, pasando por Brasil, por toda Europa, los fascistas de todo signo, dispuestos a cualquier cosa por obtener dinero y mando, aprovechan la libertad de expresión que les otorga la democracia para envenenar a los ciudadanos con mentiras. A la cabeza de todos, como ídolo inspirador, Donald Trump. Trump domina, como nadie en este siglo, la propaganda que encumbró a Mussolini, a Hitler, a Franco. Los fascistas de medio pelo memorizan y repiten sus palabras con la esperanza de engañar al mayor número posible de perturbados a los que el odio impide el uso saludable de su facultad racional. Trump exige por escrito, ya sin contención alguna, que se acabe «con todas las reglas, regulaciones y artículos, incluyendo los de la Constitución» y se le devuelva a la Casa Blanca o que se convoquen elecciones de inmediato porque Joe Biden es un presidente ilegítimo. Los fascistas discípulos suyos copietean. O perdieron las elecciones por fraude o  perdieron el poder por una moción de censura injusta. Por lo que sea, los fascistas no dejan de clamar por el poder que les arrebató un presidente ilegítimo. Si no pueden esperar la intervención a su favor del ejército, claman por elecciones inmediatas. El presidente ilegítimo ha hundido al país, dicen, aunque las cifras macroeconómicas desmientan el disparate. Ese presidente ilegítimo es un dictador que quiere acabar con la democracia, dicen, aunque fuera elegido democráticamente y consiga aprobar leyes dialogando con legisladores de diferente signo. La cuestión es mentir, insultar al adversario, deshumanizarle para convencer al personal de que es un enemigo a abatir. ¿Suena familiar? 

La sarta de mentiras que los fascistas repiten constantemente porque complacen a los enfermos de odio y pueden hacer dudar a los sanos, ya suena familiar en todas partes. Tan familiar como el rechazo al diferente que en todas partes va engrosando el número de sucesos violentos. Como sabido es que la política aburre a la mayoría, los fascistas aliñan sus discursos tronando contra quienes, por diversos motivos, se diferencian de lo que la mayoría considera normal. Esa deshumanización del diferente resulta mucho más eficaz que toda crítica al político porque excita las fibras más sensibles de los odiadores. Se trata de convencer a odiadores y sanos de que el diferente quiere quitarles algo que es suyo. Así consiguió Hitler inculcar el antisemitismo en Alemania; antisemitismo que se contagió en los Estados Unidos de los años 30 y 40. En las sociedades multiétnicas y multiculturales de hoy, florecen como setas venenosas el racismo, la xenofobia, la misoginia, la pornografía violenta, la aporofobia, la homofobia. Reflexionando sobre ese campo de odio y muerte, uno se pregunta si la enfermedad del odio contagiará a la mayoría; si los fascistas lograrán triunfar convenciendo a la mayoría de que el odio es más excitante que la aburrida humanidad.

La victoria del voto

Este artículo viene a ser una continuación de mi artículo anterior. Lo escribo dos días después para compartir una alegría. 

Raphael Warnock ha ganado la segunda vuelta de las elecciones a senador de Georgia. ¿Por qué tendría que interesar a los españoles una noticia sobre el sur profundo de los Estados Unidos? ¿Por qué tendría que interesarme tanto a mi? Empecé mi artículo de hace dos días  presentando las elecciones de Georgia como un ejemplo del trastorno que aqueja a millones de votantes y que amenaza a la democracia en todos los países en los que la democracia garantiza la libertad. El ejemplo tenía valor universal. Hoy me ha animado el alma el corto y sencillo discurso de Warnok agradeciendo su victoria y hoy quiero compartir unas frases suyas que también valen para el mundo entero.  La esperanza vence siempre cuando cuenta con la asistencia de la razón y la voluntad de luchar contra los malos agüeros de quienes, por diversas razones, prefieren ver todo mal.

A las elecciones a senador por el estado de Georgia, el Partido Republicano presentó de candidato a Hershel Walker, ex estrella del fútbol americano. Por varias razones que expliqué en mi artículo anterior, Walker demostró durante toda la campaña su absoluta ineptitud, no solo para acceder al senado, sino para el desempeño de cualquier profesión que requiriera un mínimo esfuerzo intelectual. Lo único que validaba su candidatura era el patrocinio, descaradamente entusiasta, de Donald Trump; patrocinio que carecía de explicación racional alguna. En los últimos días de su campaña, la ineptitud de Walker se hizo tan patente y risible que acabó sugiriendo un motivo tan oscuro e inmoral que ni el más valiente de los analistas se atrevió a manifestar en público. Hershel Walker es negro. Perorando con el acento y el tono que se utilizaba en el cine hasta no hace mucho para ridiculizar a los negros de baja extracción, Walker convertía sus mítines en payasadas para provocar la risa del personal. ¿Por qué Donald Trump, convencido y público supremacista blanco, se empeñó en convertir a Walker en candidato al Senado? Con esa candidatura mataba dos pájaros de un tiro. En primer lugar, ventilaba la inferioridad de los negros y lo que podía esperarse de los negros si se les daba poder. En segundo lugar, Trump demostraba que tenía razón al escribir en su red social que se consideraba con derecho a hacer lo que quisiera. La candidatura de un negro casi analfabeto demostraba que ni todo un Partido Republicano, con más de cien años de historia empezando por Abraham Lincoln, podía oponerse a sus caprichos de Calígula. Si ese negro casi analfabeto ganaba las elecciones -y Trump estaba seguro de que, con su nombre de por medio, las iba a ganar- su presencia en el Senado demostraría lo perjudicial de la democracia. Pero además, y lo más importante, el mundo entero reconocería el poder omnipotente de Donald Trump, y los Estados Unidos de América recuperarían su poder imperial bajo la férula del emperador que había sido capaz de destruir la democracia más longeva del mundo. 

Las elecciones al Senado de los Estados Unidos por Georgia las ganó ayer el candidato del Partido Demócrata, Raphael Warnock; un negro con varios titulos, entre ellos, un doctorado en Filosofía; pastor de la Iglesia Bautista que había sido regentada por Martin Luther King; con un año de experiencia en el Senado. Los mítines de Warnock no eran sermones, como podría esperarse de un pastor. Warnock enumeraba y explicaba los diversos problemas que aquejan a  sus compatriotas de Georgia, sin distinción de razas ni de estatus social, y se comprometía a utilizar el gran poder del Senado americano para promover soluciones a esos problemas. Quien le escuchara con atención sabía que no soltaba promesas hueras por propaganda. Durante el año escaso que estuvo en el Senado, Warnock no dejó de trabajar por los intereses de los ciudadanos, y no solo por los ciudadanos de Georgia. Warnock participó en la consecución de un bipartidismo sin precedentes para que se aprobaran leyes sociales y estructurales que paliaran la difícil situación económica que atraviesa su país, como todos los países del mundo. 

Pues bien, todas las encuestas predecían un empate entre Walker y  Warnock, solo explicable porque Warnock no podía competir con la ex estrella de fútbol americano en materia de diversión. Entonces, ¿qué pasó? Lo dijo Warnock en el discurso, totalmente improvisado, en el que agradeció su victoria: «La gente, una vez más, se alzó en una coalición de conciencia multiracial y multireligiosa«, dijo, y dijo más: «Un voto es una especie de oración por el mundo que queremos para nosotros mismos y para nuestros hijos. Votar es la fe puesta en acción«. No se refería a la oración y a la fe como asuntos religiosos porque añadió: «Y si no sois dados a esa clase de lenguaje religioso, está muy bien. Nuestra tienda es muy amplia. Pongámoslo, simplemente, de esta manera. Cada uno de nosotros tiene valor, y si tenemos valor, tenemos que tener voz. Y el modo de tener voz es tener un voto que determine la dirección de nuestro país y de nuestro destino dentro de este país».

En nuestro país, parece imposible que el principal partido de la oposición entienda que la política no tiene nada que ver con una propaganda constante basada en insultos y mentiras. En nuestro país, el principal partido de la oposición desprecia a los ciudadanos hasta tal punto que, por no prepararse los discursos, sus líderes sueltan cualquier disparate convencidos de que colará. En nuestro país, el principal partido de la oposición no respeta el valor de los ciudadanos ni su capacidad de votar en conciencia; no respeta el valor de la democracia; no respeta el valor de la libertad. 

Dicen las encuestas que el principal partido de la oposición y el principal partido del gobierno están casi empatados. Al que piensa en su futuro y en el de sus hijos y en el  futuro del país en el que viven él o ella y sus hijos, le queda la esperanza, hoy fortalecida, de que en las elecciones prevalezca la razón y la voluntad de la mayoría de los votantes; de que a la hora de votar, la mayoría de los votantes demuestre la fe en sí mismos y la voluntad de trabajar para sí mismos y para su país.

¡Alerta! ¡El TOC más peligroso!

Una epidemia muy grave nos amenaza. ¿Tan grave como el Covid 19? Más. Según las encuestas, millones de españoles sufren el trastorno obsesivo-compulsivo conocido por el acrónimo TOC. De este trastorno neurológico solo se mencionan los síntomas que más se asocian a las manías, como lavarse las manos compulsivamente por temor a una infección o dedicarse obsesivamente a ordenar cosas. Pero nadie, absolutamente nadie, ni siquiera la Asociación Americana de Psiquiatría, se atreve a profundizar en causas y consecuencias de un TOC que no se manifiesta con lo que podría confundirse con una manía; un TOC que pone en peligro, no solo la calidad de vida de quien lo padece, sino el bienestar de millones a su alrededor. Nada más peligroso que una persona dispuesta a votar por un partido que se ha demostrado corrupto por sentencia judicial; que allí donde gobierna demuestra absoluta indiferencia por la salud de los menos favorecidos, por los trabajadores, por la educación de los jóvenes, por los discapacitados, por los ancianos; que dedica su trabajo político a recortar derechos y libertades de mujeres y  minorías. Nada más peligroso que una persona dispuesta a votar por un partido que ignora la Constitución cuando la Constitución no le conviene y que secuestra al Poder Judicial cuando no le conviene que los jueces le apliquen la ley. Nada más peligroso para toda la población de un país que una persona dispuesta a meter en la urna un voto sin plantearse siquiera las consecuencias que ese voto puede tener en su vida y en la vida de los demás.  Votar por un partido que acepta la democracia como un mal menor que se puede ir superando subrepticiamente a base de demostrar con hechos su inoperancia denota un grado de autodestrucción que solo puede obedecer a un trastorno neurológico. Ese trastorno se confunde, muchas veces,  con fobia a la política; es decir, rechazo a enterarse de quiénes y cómo  gobiernan nuestras vidas. Y ese trastorno es, hoy por hoy, una pandemia. 

La política en los Estados Unidos de América ha llegado a un grado de locura que raya la bufonada. Mañana se elige a un senador por el estado de Georgia. El candidato que presenta el Partido Republicano es Herschel Walker, ex estrella del fútbol americano, sin estudios y sin haberse asomado a la política en su vida. No hay analista político serio que pueda contener la risa cuando comenta los  discursos de Walker en su campaña electoral. Con acento apenas inteligible, Walker cuenta historias disparatadas, chistes, fantasmagorías. De su programa electoral, solo una frase porque no sabe más: está contra el aborto, como su partido, a pesar de haber obligado a abortar dos veces a una amante que lo ha ventilado en toda la prensa. El contrincante demócrata de Walker, Raphael Warnock, es un pastor bautista, doctor en filosofía, senador desde 2021. Pues bien, Walker y Warnock aparecen en las encuestas cuello con cuello. Los caminantes entrevistados por locutores de diferentes cadenas que se dicen dispuestos a votar por Walker dan como razón que era una estrella de fútbol y alguno se manifiesta apolítico. Si gana las elecciones, Walker pasará a la historia como el senador que hacía retumbar las risas en las paredes del senado, como las risas sacuden todos los locales donde da sus mítines. Pero ayer ocurrió algo tan despatarrante que eclipsó a Walker y a todo lo demás. Donald Trump escribió en su red social un comunicado repitiendo que las elecciones de 2020 habían sido fraudulentas y exigiendo que se acabara con la Constitución y se le devolviera a la Casa Blanca o que se convocaran elecciones generales de inmediato. Las cadenas por cable interrumpieron noticias, entrevistas y comentarios para leer el texto de Trump. Los presentadores se quedaban ojipláticos durante unos segundos y después disimulaban la risa sonriendo. Todos, en todas las cadenas, sugirieron que Trump sufría un trastorno mental. Aún así, la Casa Blanca envió enseguida un comunicado defendiendo la Constitución. ¿Por qué a Trump se le ocurrió de pronto escribir ese texto durísimo con tono y exigencias de monarca omnipotente? Porque le espera, de un momento a otro, una ristra de imputaciones por varios delitos cometidos durante y después de su presidencia y necesita desesperadamente recuperar la inmunidad que la presidencia otorga. Trump ganó las elecciones de 2016 con chanchullos y los cuatro años de su mandato fueron demenciales. El problema al que su partido se enfrenta hoy es que a Trump no hay quien le tosa porque recibe millones de dólares en donaciones que podrían ayudarle a ganar las elecciones en 2024. El partido no puede renunciar a esos millones. Los donativos importantes tienen fácil explicación. Provienen de grandes empresarios que esperan favores a cambio si Trump recupera el poder. ¿Pero cómo se explican los donativos de millones de ciudadanos que le envían cantidades pequeñas? Fobia a la política y trastorno autodestructivo; no tiene otra explicación.

Algún americano, por defender a su país, podría comparar la chifladura de sus políticos republicanos con la de los políticos españoles imprecisamente llamados de derechas. Pero un español medianamente enterado podría demostrarle que los de aquí superan de calle a los de allá. 

El presidente del Partido Popular, por ejemplo, inspira a los usuarios de redes sociales que reproducen sus discursos a rematar comentarios con emoticones que lloran de risa. Parece imposible que Feijóo pueda hilvanar un discurso entero sin circunloquios hilarantes y sin pifias. Cuando sentencia, parece haberse leído todos los discursos de Rajoy y cuando ofrece datos de cualquier índole, parece no haber leído un libro en su vida. Uno se vería tentado a preguntarse de dónde ha salido ese hombre si no fuera porque todos sabemos que fue presidente de Galicia durante 13 años; lo que, a su vez, mueve a preguntarse, ¿qué le pasa a los gallegos que le votaban? Claro que el hecho de que no sepa hablar en público sin torturar el idioma y confundir datos no parece algo grave que le impida gobernar estando asesorado por expertos. Lo que tiene una importancia vital porque afecta a todos los españoles es que Feijóo, palmariamente y sin ambages, desprecia a la Constitución y a la democracia. Ya pueden todos los medios afines a las derechas repartir culpas equitativamente entre Feijóo y Sánchez por los cuatro años que lleva bloqueado el Consejo General del Poder Judicial. Todo el país sabe que la institución que rige al Poder Judicial no ha podido renovarse porque Rajoy primero y Feijóo después se oponen al mandato constitucional de renovarla. Todo el país sabe que Rajoy primero y Feijóo después quieren controlar el poder judicial por la misma razón por la que Trump quiere perpetuarse en la presidencia. Ciertos políticos mal llamados conservadores protegen la impunidad propia y la de sus correligionarios haciendo lo que sea para controlar a los jueces. 

Tiene el Partido Popular otro personaje de película. Isabel Díaz Ayuso, incapaz de soltar un discurso, por corto que sea, sin leer lo que le han escrito, dice sin inmutarse tal cantidad de auténticos disparates que ni siquiera incita a sonreír. Quien le escribe los discursos confía en la sensatez de Pedro Sánchez para que a la presidenta de Madrid no le caiga una denuncia por difamación. Lo que la presidenta, al parecer, toma por desprecio porque sus insultos contra el presidente del gobierno van subiendo de tono hasta rayar en la vesania. Pero, como en el caso de Feijóo, sus discursos no son lo más serio. Corre a diario por las redes una cifra pavorosa: 7.290. 7.290 fue el número de ancianos que fallecieron de Covid 19 durante el confinamiento, encerrados en residencias sin recibir socorro, sin atención médica; 7.290 ancianos a los que la Comunidad de Madrid negó asistencia hospitalaria. No hay caso como éste que pueda disculparse en un país desarrollado. ¿Hay caso como el de esta persona que merezca ganar unas elecciones por mayoría casi absoluta? Solo en caso de que quienes la votaron sufran un trastorno neurológico como el descrito en la entrada. 

Podría concluir su relato el español medianamente enterado mencionando los exabruptos de los de Vox y Ciudadanos en el Congreso. No tienen nada de original ni de risible, pero sí de peligro.  Se trata de burdos intentos de ensuciar la política para que los votantes aquejados del trastorno que les hace votar a ciegas, voten a ciegas en un ejercicio de autodestrucción.