¿A quién importan los enfermos de odio?

Hace unos días, un psiquiatra describió en la prensa la actitud y la conducta cotidiana de personas aquejadas de la enfermedad del odio. Descripción impresionante. Quien lleva en el alma el peso del resentimiento, del rencor, de la envidia, de la ira, de todas esas pasiones que le causan un dolor que le hace detestar al mundo, se levanta cada nuevo día con sus facultades mentales, sus emociones y hasta la expresión de cara y cuerpo predispuestas a enfrentarse a un mundo hostil del que solo espera y al que solo ofrece hostilidad. 

Es tan fuerte la palabra odio que pocos enfermos se reconocen el padecimiento y aún son menos los que lo aceptan. Así, el odio va creciendo en el alma en silencio como un tumor, sin diagnóstico ni tratamiento; amargando la vida del infeliz que lo padece hasta que la muerte del cuerpo le llega como una liberación. Por eso el odio se manifiesta en distintos grados. Puede ir del mal humor crónico a una aversión grave contra lo que el sujeto identifica como causa de su mal; gravedad que en su peor extremo puede llevar a la violencia. 

No hay cifras que cuenten el número de enfermos de odio en sus diversos grados. Las que se ofrecen sobre salud mental se quedan en el recuento de enfermos de ansiedad y depresión. Aún no se ha llegado al reconocimiento del odio como enfermedad, tal vez porque su apariencia es tan monstruosa que da miedo o porque más miedo da enfrentarse al hecho de que una inmensa parte de la humanidad padece ese trastorno. Por lo que sea, la sociedad en los países civilizados, tan aparentemente preocupada por el bienestar general, deja al enfermo de odio a su suerte. Del enfermo de odio solo habla la prensa cuando la enfermedad lleva a un enfermo  o a un grupo de enfermos a la violencia, en cuyo caso solo se refiere el suceso violento y la víctima o víctimas que ha causado. El enfermo de odio vive condenado a sufrir en soledad. Aunque hoy, el verbo vivir podría ponerse en pretérito imperfecto. A los enfermos de odio hoy les tiene en cuenta un colectivo que descubrió  hace mucho tiempo, en su trastorno y en la cantidad de trastornados, una mina de la que pueden extraer abundantes beneficios. Ese colectivo es el de los políticos fascistas de distinto signo, de extrema derecha y de extrema izquierda, como se les llama imprecisamente para entenderse.

El fascismo fue una respuesta a la hecatombe de la Primera Guerra Mundial. Invento colosal de Benito Mussolini, fue después la inspiración de Hitler y, después de Hitler, de Franco. Los historicistas y analistas políticos de toda índole definen al fascismo como una ideología. En sentido estricto, no lo es. El fascista no tiene ideología porque todas sus facultades mentales se ocupan únicamente del modo de conseguir el poder y de conservarlo cuando lo consigue. Para conseguir el poder, Mussollini y Hitler contaron con propagandistas geniales que sabían llegar al núcleo de las almas excitando las fibras más sensibles. Franco lo consiguió venciendo en una guerra. Los tres lanzaron anzuelos cargados de odio a los que acudían en tropel los enfermos de odio atraídos por sentimientos familiares. Los tres proporcionaron a esos enfermos el consuelo de integrarse en una tribu; una tribu sancionada por los poderosos que les acercaba al poder sacándoles del rechazo que les condenaba a la soledad.

Lo que fue una pandemia de odio quedó en el pasado por la derrota de los que fundaban su poder en el odio. Solo Franco logró morir en una cama.  Tras la muerte de los tres dictadores, la libertad permitió evolucionar a los ciudadanos y todas las personas de los países libres pudieron disfrutar de la democracia. Pero llegó otra depresión, la depresión causó el fracaso de muchos y el fracaso aumentó el número de los enfermos de odio. Atraídos por esas masas crecientes de odiadores, los obsesionados por el poder volvieron a lanzar sus anzuelos sobre el cardumen de enfermos, y así llegamos a la atmósfera podrida de odio que amenaza hoy al mundo con mayor peligro aún que el deterioro del medio ambiente físico. 

De los Estados Unidos a Rusia, pasando por Brasil, por toda Europa, los fascistas de todo signo, dispuestos a cualquier cosa por obtener dinero y mando, aprovechan la libertad de expresión que les otorga la democracia para envenenar a los ciudadanos con mentiras. A la cabeza de todos, como ídolo inspirador, Donald Trump. Trump domina, como nadie en este siglo, la propaganda que encumbró a Mussolini, a Hitler, a Franco. Los fascistas de medio pelo memorizan y repiten sus palabras con la esperanza de engañar al mayor número posible de perturbados a los que el odio impide el uso saludable de su facultad racional. Trump exige por escrito, ya sin contención alguna, que se acabe «con todas las reglas, regulaciones y artículos, incluyendo los de la Constitución» y se le devuelva a la Casa Blanca o que se convoquen elecciones de inmediato porque Joe Biden es un presidente ilegítimo. Los fascistas discípulos suyos copietean. O perdieron las elecciones por fraude o  perdieron el poder por una moción de censura injusta. Por lo que sea, los fascistas no dejan de clamar por el poder que les arrebató un presidente ilegítimo. Si no pueden esperar la intervención a su favor del ejército, claman por elecciones inmediatas. El presidente ilegítimo ha hundido al país, dicen, aunque las cifras macroeconómicas desmientan el disparate. Ese presidente ilegítimo es un dictador que quiere acabar con la democracia, dicen, aunque fuera elegido democráticamente y consiga aprobar leyes dialogando con legisladores de diferente signo. La cuestión es mentir, insultar al adversario, deshumanizarle para convencer al personal de que es un enemigo a abatir. ¿Suena familiar? 

La sarta de mentiras que los fascistas repiten constantemente porque complacen a los enfermos de odio y pueden hacer dudar a los sanos, ya suena familiar en todas partes. Tan familiar como el rechazo al diferente que en todas partes va engrosando el número de sucesos violentos. Como sabido es que la política aburre a la mayoría, los fascistas aliñan sus discursos tronando contra quienes, por diversos motivos, se diferencian de lo que la mayoría considera normal. Esa deshumanización del diferente resulta mucho más eficaz que toda crítica al político porque excita las fibras más sensibles de los odiadores. Se trata de convencer a odiadores y sanos de que el diferente quiere quitarles algo que es suyo. Así consiguió Hitler inculcar el antisemitismo en Alemania; antisemitismo que se contagió en los Estados Unidos de los años 30 y 40. En las sociedades multiétnicas y multiculturales de hoy, florecen como setas venenosas el racismo, la xenofobia, la misoginia, la pornografía violenta, la aporofobia, la homofobia. Reflexionando sobre ese campo de odio y muerte, uno se pregunta si la enfermedad del odio contagiará a la mayoría; si los fascistas lograrán triunfar convenciendo a la mayoría de que el odio es más excitante que la aburrida humanidad.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

2 comentarios sobre “¿A quién importan los enfermos de odio?

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