
El odio, ¿qué tiene de malo? Son millones los que viven bajo su látigo. Como me decía una maestra; la mayoría no se puede equivocar. En la última Sesión de Control al Gobierno, Casado volvió a regurgitar su odio contra Pedro Sánchez preguntándole con pose y voz de gallito si iba a sacar de la cárcel a los presos de ETA a cambio de los votos de Bildu, ¿sí o no? Pedro Sánchez, como siempre, volvió a decepcionar a los folloneros. «No», respondió. «Rotundamente no». Y nada más. Dicen las encuestas de los diarios entregados a las derechas que el odio vende y la concordia, no. Pedro Sánchez no se entera. Luego Casado tiene todas las de ganar. El odio siempre gana, parece. Ganó esta semana horas de radio y televisión cuando, al cumplirse diez años de que el odio dejara de matar bajo la falsa capa heroica del terrorismo, los medios nos hicieron recordar la época en que el odio triunfaba matando. Hoy sigue triunfando, aunque no mata. Esta semana, mientras todos los que participaron en entrevistas y tertulias repetían, como una jaculatoria de rigor, el anhelo de que los cincuenta años de secuestros y asesinatos no se volvieran a repetir, un gran ministro de la época de aquel odio asesino sentenciaba que ETA hoy está más viva que nunca. Hay que defender el odio. Al odio no se le puede dejar morir porque la muerte del odio causaría la muerte emocional y la muerte pública de los que viven del odio.
Hace ya más de un mes que la naturaleza nos está ofreciendo una metáfora del odio infernal cubriendo hectáreas de una isla bonita con los negros deshechos de la tierra más negra. Aprovechemos la metáfora. Las metáforas expresan mucho más que la descripción de la realidad.
Los hoyos más hondos se van llenando de odio hasta que la tierra estalla lanzando fuego con la pretensión de quemar el cielo, derramándose en lava maléfica con la intención de cubrir la superficie de la tierra habitada por el hombre. Las columnas de fuego, las figuras del humo, los ríos de lava incandescente bajando por la montaña ofrecen una belleza que el arte no puede igualar.
El odio es bello. No hay mito, no hay cuento, no hay novela, no hay película que no tenga al odio como protagonista o que lo ponga, al menos, como especie para aliñar el relato. El odio atrae espectadores, más espectadores que la más lograda, que la más bella obra de arte. Por eso no hay medio audiovisual importante que no esté ofreciendo en directo las evoluciones del volcán que amenaza más muertes que todas las bandas terroristas, que todas las guerras convencionales del mundo; la muerte de flores y frutos, de proyectos de vida. Porque no hay ejército, no hay medio humano que pueda detenerle. Estalló cuando quiso estallar y volverá al silencio cuando quiera. Mientras tanto, truena, truena sin cesar; un rugido que a muchos parece que podría ser eterno. De pronto se oye el canto de un gallo. El gallo vuelve a cantar. Canta una y otra vez, acompañado, a veces, por el canto de un pájaro. Parece como si un orden universal quisiera recordarle a los infiernos que aún hay vida y que la vida se impone y que no hay odio que destruya la armonía de la creación; aunque parezca que la fuerza destructiva del odio vaya ganando la pelea.
En la físicamente lejana y, gracias al dinero y a la tecnología, cotidianamente muy cercana Gran América, el odio instaló sus fueros hace más de dos siglos. A algún individuo infrahumano, con el alma llagada con todas las lacras de la especie que oscila entre la bestia y el hombre, se le ocurrió montar el negocio de la mano de obra gratuita esclavizando primero a los indios con la potencia de sus armas y robando luego a personas en otro continente; arrancando a esas personas de su tierra para obligarlas a trabajar las tierras de los ladrones de hombres; convirtiendo a los hombres robados en bestias de tiro. Los descendientes de esos hombres secuestrados y esclavizados lograron su libertad más de un siglo después de los comienzos del negocio, gracias a seres humanos que les rescataron ganando una guerra contra los esclavistas. O sea, a esas víctimas del odio las rescataron las buenas intenciones mediante el odio, sembrando más odio. Fue el odio el que ganó la guerra civil en Estados Unidos; es el odio el que gana en el mundo todas las guerras.
El odio se enconó en América como la tierra prisionera que se va enconando en un volcán. Hasta los años sesenta del siglo pasado, los descendientes de los esclavizados carecían de todos los derechos en los estados que habían fundado su riqueza en el negocio de la esclavitud. Se les concedió el derecho al voto mediante la fuerza de la ley, pero en esos estados se aprobaron leyes para impedir por todos los medios que esos hijos de esclavos fueran a votar aunque tuvieran el derecho a hacerlo. Los descendientes de los esclavizados tuvieron que luchar para defender sus derechos y, sobre todo, para demostrar a los descendientes de los ladrones de hombres que aquellos a quienes habían esclavizado les superaban en humanidad. Su gran triunfo llegó con el ascenso de un descendiente de africanos a la presidencia de los Estados Unidos. Lo que también fue un triunfo para el odio. Todavía hay blancos que juran y perjuran que Barack Obama no es americano. Todavía hay diputados y senadores que dedican su tiempo a pergeñar leyes para impedir el voto a los negros.
El odio triunfa en la primera mitad del siglo XXI. Gracias al odio nunca superado, una mayoría que nadie se esperaba, salida de nadie sabe donde, llevó a la presidencia de Estados Unidos a un perturbado que destiló odio desde su campaña electoral y que sigue destilando odio cada día desde que perdió el poder. Su prédica de la supremacía de los blancos ha calado en el alma de los blancos que odian a cuantos les impiden ser amos del mundo y esclavizar a todos los demás. Odian a los negros, a los marrones, a los demócratas blancos, negros y marrones y, sobre todo, odian a la democracia porque la democracia exige la igualdad de derechos para todos. Hay encuestas que dicen que los que odian volverán a ganar las elecciones en 2024.
Las tendencias en Estados Unidos se transforman en tendencias en el resto del mundo. El odio que hoy amenaza la democracia americana se extiende por el mundo entero como la lava de un volcán. Los vídeojuegos instilan el odio en los niños. Las series y las películas también. Los padres ven cómo sus hijos se embarran de odio idiotizados ante pantallas, escribiendo comentarios idiotas en móviles y redes, pero no pueden hacer nada para evitarlo porque ellos también están idiotizados por el odio.
Como lava negra que se solidifica en el alma, el odio cubre emociones, sentimientos y hasta la facultad de la razón. Un ser humano inteligente oye las mentiras y los disparates de los líderes de la derechas en mítines y discursos en el Congreso y se pregunta cómo tanto ignorante con tal grado de ignorancia ha podido llegar tan alto en partidos políticos. La respuesta salta en el acto como el trueno de un volcán. Responden millones de figuras cubiertas de lava negra: «Porque nosotros les votamos». ¿Pero cómo es posible que millones voten discursos de odio que quieren seguir cubriendo y paralizando personas bajo la lava negra del odio? ¿Es que, porque ya no conocen otra diversión que el odio y el asesinato en pantallas, quieren dejar que el odio acabe arrasando todo vestigio de humanidad? ¿Y cómo descubrieron los dueños de medios audiovisuales y de redes sociales que el odio les permitiría amasar fortunas nunca vistas ni soñadas? Los que llevan el odio dentro de su alma y reconocen el volcán dormido, lo único que desean es hacerlo estallar.
En Estados Unidos, en España, en el mundo entero, millones de seres humanos luchan para que se oigan los cantos de los gallos, de los pájaros. Dice una de tantas leyendas que el demonio se rebeló contra el Creador para tomar el cielo con su ejército. Dice que el demonio acabó con su soberbia en el infierno. A veces el demonio se aprovecha de todo y de todos los que encuentra para estallar como un volcán destruyendo todo lo posible. Pero ya pueden todos los demonios reivindicar al odio y reconocerle como nuevo amo de todo lo creado. Una y otra vez le vencen las fuerzas del orden universal, y la fe, la esperanza y el amor vuelven a apagar sus llamas convirtiéndole en un mal recuerdo.
El alma de Emily Brontë cantaba: «Mi alma no es cobarde/ No tiembla ante este mundo devastado por la tormenta/ Veo brillar la gloria del Cielo/ y brillar a mi fe librándome del miedo». A los que aún no ha llegado la llama del odio no tiemblan de miedo; trabajan hasta que se apague el volcán y luego se ponen a limpiar sus rastros negros.