El pasado Día de la Constitución terminé el bosquejo de mi artículo de la semana. Trabajo me dio. Los discursillos de los líderes de las derechas, previos al discurso oficial de Meritxell Batet, me revolvieron las entrañas con la misma fuerza con la que me las revuelve cada día la situación de la democracia en los Estados Unidos que me obligo a seguir en los análisis políticos de la televisión americana por cable. La democracia está en peligro de muerte en el mundo entero, empezando por la infección de extrema derecha que sufre la nación más poderosa del mundo; infección que se extiende por América del Sur y por el este de Europa. La infección de extrema derecha ha llegado a España y nos amenaza como un virus letal para el alma. Fundé mi artículo en el profundo estudio de Umberto Eco sobre el fascismo de principios del siglo pasado y cómo los tentáculos de Mussolini, que ya asfixiaban a los italianos, apresaron a los españoles y a los alemanes sometiéndoles a diversas variantes de la misma muerte lenta hasta que las armas acabaron con el sufrimiento de millones en la guerra que desataron las extremas derechas para apropiarse del mundo. La repetición de aquella etapa horrenda de la historia deja hoy a muchos analistas políticos de todas partes casi paralizados por el temor.
Con mi artículo de la semana bosquejado y listo para desarrollarlo, sentí que un profundo desánimo me impedía escribir. ¿Desánimo o miedo? En cualquier caso, falta de esperanza, deduje, y la deducción convirtió mi miedo en terror.
La esperanza, estado de ánimo o virtud que nos permite la visión de un futuro en el que ocurrirá lo que hoy anhelamos, es el fundamento imprescindible que sostiene nuestra vida. Dice bien la sabiduría popular que es lo último que se pierde porque al perderla, se pierde la vida misma. De ahí que mi temor a perderla estuviese plenamente justificado. Pero el temor se opone a la esperanza. El alma que sucumbe al miedo cae en la desesperación. ¿Entonces? Repasando en mi memoria el miedo que hoy revelan la expresión y las palabras de los más prestigiosos analistas políticos americanos, recordé una frase del primer discurso inaugural de Franklin D. Roosevelt que siempre he tenido presente: «A lo único que debemos temer es al miedo mismo». Entonces comprendí que el miedo que me desanimaba era el miedo al miedo, a ese miedo paralizante que desmiente e imposibilita la esperanza. Y ese miedo me tranquilizó.
Las extremas derechas del mundo entero se alimentan y crecen de los desechos que las mentes más débiles van vertiendo en su subconsciente. Allá van rencores, resentimiento, envidia, todo aquello que va cubriendo el alma bajo una capa de lava negra y maloliente que ahoga su humanidad. A ese vertedero acuden las derechas como aves carroñeras.
Como las gaviotas que engañan a las presas con trozos de pan en el pico, las derechas disfrazan su intención depredadora con mentiras antes de ponerse a remover la basura de las almas instigando al odio. Los asaltantes al Capitolio de los Estados Unidos destruyeron, hirieron y mataron convencidos de que les movía un heroísmo patriótico para salvar al país de quienes habían robado las elecciones. Quienes en España se manifiestan con banderas de la dictadura y gritos y actitudes pendencieras creen demostrarse y demostrar a los demás que son los más españoles de todos los españoles. Van por la calle manifestándose contra el aborto legal erigidos en defensores de los fetos quienes no exigen por ningún medio que se resuelva la pobreza de los niños vivos. Se manifiestan y gritan contra la homosexualidad proclamando su rectitud moral quienes esconden bajo la piel sus propios problemas sexuales y sentimentales. Bajo esta atmósfera de odio y violencia crecen los seguidores de las derechas sustentados con las mentiras de sus líderes. No se dan cuenta de que la mentira mayor de todas sus mentiras es que esos líderes se venden como políticos ofreciendo a sus seguidores y a los que no lo son una imagen falsa, sucia, brutal de lo que es la política que aleja al ciudadano racional de lo que debe ser el gobierno de sus vidas.
Los líderes de las tres derechas en España no son políticos como hace palpable la ausencia de programas políticos en sus discursos. Los líderes de las tres derechas en España son agitadores politiqueros.
Mientras tanto, en medio de esa atmósfera letal para la libertad, para la democracia, para la humanidad de los ciudadanos, los gobiernos democráticos van gobernando, van defendiendo todo lo que las derechas intentan aniquilar. Aquel que consigue descubrir que la verdadera y única intención de los líderes de esas derechas es hacerse con el poder para enriquecer sus egos y sus bolsillos; aquel que se obliga a seguir los trabajos del gobierno para lograr que el país progrese, que con el progreso del país progrese la vida de cada cual; aquel que se sabe ciudadano y exige y espera que como a ciudadano se le trate; aquel es el que puede disfrutar de la riqueza incalculable de la esperanza y convivir con los seres humanos que, como él, luchan por silenciar a los depredadores esperando siempre la victoria de la razón. Mientras los ciudadanos racionales, auténticamente humanos sean mayoría, podemos seguir albergando a la esperanza, confiando en su victoria.
A saber por qué extraña asociación de ideas me ví el sábado volviendo a meditar sobre el absurdismo muy particular de Albert Camus, mientras seguía, telemáticamente, claro, la manifestación de policías por las calles de Madrid. En un momento dado, la razón me frenó. ¿Qué demonios tendría que ver una multitud rastrera que invadía las calles sin saber siquiera lo que estaba reivindicando, con el fruto de la meditación de uno de los más grandes pensadores de nuestro tiempo? La manifestación no tenía nada de absurda; tenía una causa tan evidente que no requería las luces del entendimiento para verla. Estaban allí apoyándola los líderes de las tres derechas. No hacía falta nada más para entender de qué iba el alboroto. Si algo había de absurdo en lo que estaba viendo y pensando era mi voluntad de levantar los pies de la tierra y lanzarme al vuelo a donde me diera la gana porque sí. Y la gana me dio de volar hacia Albert Camus para quitarme de encima el lodo apestoso que me ensuciaba tras sumergirme en el fangal de la politiquería.
El sábado 27 de noviembre, un grupo de españoles volvió a hacer el ridículo intentando imitar el melodrama del asalto al Capitolio de los Estados Unidos con una manifestación payasesca de policías de lo más castizo por las calles de Madrid. Hoy sabemos que aquel asalto al corazón de la democracia americana que conmovió al mundo requirió una larga planificación cuyos trabajos se concentraron en la habitación de un hotel de lujo considerada por los líderes de la conspiración «sala de guerra». La manifestación madrileña de los policías ni se organizó ni se planificó; se convocó y punto, ¿para qué más?
Los manifestantes que fueron interrogados por la prensa sabían y dijeron que se manifestaban contra las reformas del gobierno a la llamada «ley mordaza», pero no se habían leído esas reformas por lo que, al pedirles que especificaran qué reformas, no podían decir más que mentiras y disparates. Habrían quedado mucho mejor si hubiesen contestado con la candidez de los asaltantes del Capitolio: «Estoy aquí porque Trump me mandó». Nadie hubiera podido desmentir al manifestante que proclamara: «Yo, por Abascal» o «Yo, por Casado» o «Yo, por Arrimadas, que está muy solita». En vez de dar razones tan rotundas, los policías que se manifestaban se perdían por la tangente y allí se enrollaban diciendo que el gobierno desprotegía a los policías dejándoles en manos de los delincuentes. ¿Cómo? «Nos van a poder filmar», dijeron algunos que ya se filman solos para Instagram. ¿Dando porrazos y disparando bolas de goma? Eso no, que igual los empapelan. Eso es lo que permite la reforma, dicen, para que los delincuentes vayan persiguiendo a los policías. El mundo al revés. ¿Absurdo?
Siendo muy joven, me enamoré de Albert Camus. La verdad es que, en aquellos años, me enamoraba platónicamente con bastante frecuencia de muchos y muchas. Con Albert Camus me pasó algo curioso, por llamarlo de alguna manera. Mi facultad de la razón y toda mi alma se rebelaron contra los postulados que él explicaba con tanta claridad. Me negaba a aceptar que el universo existía sin ningún significado, que la vida carecía de significado y de sentido. Contra un Camus que por mi edad no entendía bien, contra un mundo que entendía aún menos, me declaré en rebeldía absoluta por narices. Y entonces, ¿cómo podía enamorarme de un hombre tan filosóficamente inalcanzable para mi? De Camus me cautivaron sus valores supremos: la libertad, la justicia, la solidaridad; es decir, su humanidad. Por esos valores, por su forma de vivirlos y expresarlos, le recuerdo muchas veces, y por ellos me da hasta vergüenza que acuda a mi memoria cuando el mundo exhibe la repugnante basura en la que lo han convertido los infrahumanos.
El sábado, aquella horda de policías que a todas luces no entienden ni los valores ni las obligaciones de su profesión no consiguió ocupar toda mi mente. Les dejé en la calle que atronaban con sus gritos sin orden ni concierto. Les dejé con los politiqueros populistas que les utilizaban para pescar votos. Les dejé en esa España sórdida que conciben y quieren montar con su mala leche. Me fui a mi imaginación.
En mi imaginación pasé por la humilde lápida que cubre los restos de Camus en Lourmarin y pensé en la lápida del Cementerio Civil de Madrid que pronto cubriría el cuerpo de Almudena Grandes. Mi memoria me devolvió el mito de Sísifo, el de la Odisea y el del libro de Camus que me llevó muchos años entender y aceptar. Imaginé a Camus y a Almudena cargando cada día con la pesada roca de sus valores y sufrir cómo la realidad la hacía rodar cuesta abajo una y otra vez. Gracias a mis años y a mi voluntad, ya entiendo ese esfuerzo con el que Camús representaba el absurdo y que él mismo desmintió describiendo la felicidad suprema: «la lucha de sí mismo hacia las alturas es suficiente para llenar el corazón del hombre».
Albert Camus y Almudena Grandes llegaron a las alturas con el corazón lleno, y como yo quiero creer en un Creador porque me da la gana, imagino su satisfacción al recibir en la eternidad a dos seres humanos de su estirpe que llenaron su vida y la de los demás creando humanidad.
Creí haber olvidado este dicho que oí repetir muchas veces en un país del Caribe donde el destino me hizo vivir algunos años. Me parecía muy descriptivo, como todos los dichos en su brevedad. Indica que hay tanto loco que los locos desbordan mares, ríos, lagunas hasta llegar a la orilla, como esos miles de peces que con su muerte consiguieron llamar la atención sobre la tragedia del Mar Menor. Mis incursiones diarias en la prensa española y en los programas de opinión política de las cadenas americanas por cable un día me devolvieron ese dicho a la memoria, y me quedé pensando mientras mi imaginación asociaba los miles de locos a los miles de peces muertos. «Está el loco que hace orilla», pensé con estupor leyendo, oyendo y viendo las mentiras y los disparates que sueltan algunos políticos de aquí y de allá como si tuvieran su facultad racional estropeada y sin arreglo posible o como si contaran con la certeza de que así la tienen la mayoría de la gente que les escucha. Y llegué a la conclusión de que el peligro que acecha a nuestras democracias no son los políticos; son los locos que les escuchan y les votan.
Quiero empezar mi artículo con un disparate de Pablo Casado, pero ¿cuál? A más de uno por día cuesta elegir el más llamativo. Me decido por el más reciente. Dice Casado que todos los agricultores de este país se levantan a las 5:00 de la mañana a ordeñar. Con cara de tonta, pregunto a las paredes de mi despacho si todos los agricultores de este país tienen animales ordeñables. Las paredes me ofrecen otra pregunta como respuesta más racional: ¿Cuántos españoles votaron por el partido de Casado en las últimas elecciones generales? Mi memoria me dice que más de cinco millones. Y como en esos contadores en los que van corriendo las cifras, salen los más de tres millones de Vox y el millón y medio de votos del PP de Madrid y los más de setenta y cuatro millones de votos de Donald Trump y paro de contar antes de que me dé una congestión cerebral. ¿Tantos millones de personas aquí y allá votan por populistas que exhiben su ignorancia como si fuera la característica más admirable de su personalidad sin pensar en los millones de tragedias personales que pueden causar si llegan al gobierno? En esos momentos vuelve a mi memoria aquel dicho, está el loco que hace orilla, y creo entender lo que está pasando en casi todo el mundo.
Un día los dueños de los medios de comunicación se dieron cuenta de que los disparates vendían, y ordenaron a los guionistas de todo programa y serie lanzar disparates en el banco de las audiencias como anzuelos de cañas de pescar. Y vaya si pescaron y siguen pescando.
Como si esos anzuelos irradiaran rayos hipnóticos, los que pican no se plantean qué es eso que excita sus emociones. Tragan como peces ciegos. Las verdades avaladas por datos no brillan, no llaman, no captan. Mientras más espectacular sea el disparate, más criaturas con los cerebros condicionados en el abismo de los disparates acudirán sin oponer cuestionamiento alguno.
En eso estaban mis meditaciones cuando me aparece en pantalla una individua rubia, oronda, viejola ella, con sus voluminosas carnes embutidas en pantalón y camiseta elásticos, imprimidos con la bandera de los Estados Unidos. Las cincuenta estrellas ocupan sus enormes pechos. Supongo que las barras le cabrán en el culo. La mujer está con una amiga en una feria trumpista al aire libre como las ferias de noviembre de mi pueblo; llenas de casetas por las que circula una multitud. Suenan por altavoces marchas marciales para despertar y exacerbar sentimientos patrióticos. «Claro que Trump ganó las elecciones», grita la mujer de las barras y estrellas a un periodista que se ha acercado a entrevistarla con un micrófono en ristre. «Claro que sí», asiente su amiga. «Biden es un traidor vendido a China. Le sacaremos de la Casa Blanca», afirma la mujer. «¿Cuándo?», pregunta el periodista. «Antes de que finalice el año». Sin perder la compostura, el periodista se acerca a un individuo bastante viejo también que lleva una enorme esvástica en la camiseta. Este cuenta que Hillary Clinton preside una congregación con varias celebridades de Hollywood, fundada en la pederastia, en la que todos se alimentan con sangre de recién nacidos porque tiene muchas proteínas. «De eso culpaban a los judíos en Europa en la Edad Media», apunta el periodista muy serio. «Eso es, eso es», grita el viejo. «Todos los demócratas son judíos y hay que matarlos a todos antes de que maten a nuestros hijos». El periodista que, por lo visto, no puede más, se vuelve a la cámara y da paso al locutor que espera en el plató. El locutor y una compañera que tiene al lado me muestran una cara tan de pasmo como la que tengo yo, aunque no he oído lo peor. El locutor se fuerza a hablar y dice: «Todos los legisladores republicanos afirman en público que Trump se presentará a las elecciones de 2024, y las encuestas dicen que puede ganar». ¿80 millones de votos? Jo. Está el loco que hace orilla, me digo yo.
El cinco de mayo de este año, aturdida aún por los resultados de las elecciones a la Asamblea de Madrid, no dejaba de pensar en los miles de ancianos muertos en las residencias de esa comunidad sin atención médica y con la entrada a los hospitales prohibida por orden del gobierno. El millón y medio largo de individuos que votaron por los partidos de ese gobierno, ¿no tenían parientes ni amigos ancianos de esos que murieron gritando o aporreando las puertas cerradas de esas habitaciones que se convirtieron en sus tumbas? ¿De verdad que tantísima gente sólo respondió al ofrecimiento de cañas y libertad ignorando el sufrimiento de millones a su alrededor? Los locos americanos, con indumentaria y gorras de locos, al menos hacen sonreír a los más cuerdos. El egoísmo, la indiferencia de la mayoría de los madrileños que votaron por las derechas en mayo recuerda el egoísmo y la indiferencia de aquellos que en los fusilamientos del 39 y posteriores sólo veían culpables de algo eliminados porque algo habrían hecho.
¿Es que hemos vuelto a aquellos tiempos de terror, de odio, de exhibir odio para no ser odiados por los que tienen poder?
El viernes, Pablo Casado asistió con su familia a un funeral en memoria del genocida que llenó a España de muertos. Viendo que el asunto despertaba críticas, a los portavoces de su partido se les ocurrió decir a la prensa que Casado se metió con su familia en esa iglesia sin saber en honor a quién se celebraba el funeral. La prensa seria ha demostrado en tres renglones con varios datos comprobables que la mentira es de un burdo que sólo puede creérsela un tonto o un loco. Pero Casado sigue llenando mítines y congresos. Luego sólo hay una conclusión posible: está el loco que hace orilla.
Se ha despertado un enorme interés por la salud mental. Hasta el gobierno la ha incorporado a sus prioridades. El problema existía, aunque muy pocos le hacían caso y menos aún se decidían a tratarlo en público. Hoy la prensa escrita y audiovisual va llena del asunto. Muchos psiquiatras y psicólogos atribuyen el interés al aumento de los trastornos mentales causados por la covid y sus consecuencias económicas, sociales y personales. ¿Puede esa pandemia de trastornos justificar la locura de que un pobre o un medio pobre se trague todas las mentiras y disparates de las tres derechas y les acabe votando en unas elecciones? Cuando el PP consiguió sus 89 diputados y Vox sus 52 y Ciudadanos hasta 10, el coronavirus aún no había llegado. ¿Qué pasaba entonces?
El economista y filósofo Carlo M. Cipolla arrojó luz sobre la verdadera causa de la tragedia de la humanidad en un ensayo corto que disfrazó de ironía para que no percibiéramos el puñetazo que oculta. En su «Leyes fundamentales de la estupidez humana», Cipolla priva a la mayoría del aura romántica de la locura demostrando que no se trata de locos, sino de estúpidos. Dice Cipolla, «Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí o, incluso, obteniendo un perjuicio». O sea que los pobres y medio pobres que votan a quienes aumentan sus impuestos y bajan sus sueldos y sus pensiones y otras barbaridades infrahumanas por el estilo no es que estén locos; es que son estúpidos. La conclusión de Cipolla al respecto hiela la sangre. «En un país en decadencia», dice, «…el poder destructivo de los estúpidos conduce el país a la ruina».
¿Será eso? ¿Será que aquí y allá lo que hace orilla no son los locos, sino los estúpidos? ¿Será que la humanidad está en decadencia y sólo la ruina espera a los que vivan lo suficiente? Ante tal panorama, uno tiene la tentación de alegrarse de ser viejo.
Diríase que el derecho a vivir de los demás se respeta, simplemente, cumpliendo el quinto mandamiento: «No matarás». Pero ese mandamiento se refiere exclusivamente a la vida biológica. Vivir es, en el ser humano y hasta en algunos animales, algo mucho más complejo que el funcionamiento de su cuerpo. El hombre -término que utilizo siempre en el sentido genérico del primer capítulo del Génesis refiriéndome a macho y hembra- tiene facultades mentales y emociones que determinan la calidad del proceso de vivir. Ese proceso puede ser satisfactorio o no, naturalmente. Vivir, para el hombre, puede ser el tránsito por un camino lleno de obstáculos que dificultan su existencia o una vía de constante superación que le permite una existencia feliz. Ambas opciones no dependen casi nunca de la voluntad de cada cual; casi siempre dependen de la voluntad de los otros. En este mundo nuestro, matar es un crimen que se sale de la normalidad; respetar el derecho a vivir es otra cosa. En este mundo nuestro, respetar el derecho a vivir de los demás es la excepción y no la regla.
Algo se ha empeñado en recordarnos la muerte. Los medios de desinformación masiva nos introducen por los oídos y nos instilan en el cerebro el mensaje que destruye toda esperanza: «Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris». Como si el dios punitivo y hasta vengativo del Apocalipsis quisiera avisarnos de la proximidad del fin de los tiempos, sobre nuestro mundo se desatan tormentas, diluvios, fuegos. Hasta ahora, muchos disfrutaban las imágenes de esas tragedias lejanas desde la comodidad de su sofá sabiendo que durarían lo que durara el telediario. Hasta que llegó el cuarto jinete, la Muerte, también llamado la Peste. Llegó la Peste y empezó a llevarse a miles al otro mundo y aún se los sigue llevando. Nadie sabe si el virus letal llegará o no al sofá de su casa invocando al Ángel de la Muerte. Pero para la mayoría, mejor no pensar en eso.
Muchos creyeron que tantas experiencias horribles producirían en las mentes el efecto de la homilías medievales moviéndonos a la contrición y al propósito de enmienda. No ha sido así. Al jinete del Hambre no le hace caso el que tiene la nevera llena. El jinete de la Guerra sólo produce emociones fuertes desde la pantalla del vídeojuego, del televisor, del cine. El día en que no haya con qué llenar las neveras o que políticos dementes desaten una guerra que estalle ante la puerta de nuestras casas está muy lejano. Podría afectar a nuestros hijos, a nuestros nietos, pero nosotros ya no estaremos aquí para sufrir esos horrores y bastante negro es ya el presente como para ponernos a sufrir el futuro. Como hemos tenido que apañarnos nosotros, nuestros hijos y nietos ya se apañarán.
De nada sirve hoy recordarnos la muerte como aquellos esclavos que seguían a los generales en los desfiles de sus victorias recordándoles que habían de morir para que no se endiosaran. Hoy ya sabemos que todos nos tenemos que morir y que pensar en eso atenta contra lo que dicen los manuales de superación personal. Lo más sano es pensar en positivo, en distraernos para olvidar el presente, en un botellón, por ejemplo, sin dejarnos amilanar por la resaca del día siguiente ni por la posibilidad de pasarla en una UCI. Lo más sano es vivir según el aforismo extraído de un poema de Horacio: Carpe diem. Sigue la frase en el poema aconsejando que te fíes poco del mañana, tan poco como puedas. Pero hoy se enseña que más sano es no pensar en el mañana en absoluto.
No pensaron, no piensan en el mañana los trumpistas que asaltaron el Capitolio de los Estados Unidos para evitar que un recuento legal de votos electorales diera la presidencia al candidato elegido por la mayoría de los americanos para gobernar el país. Defender a Trump les permitía formar parte de un grupo de valientes patriotas dispuestos a cargarse la república democrática más longeva y más importante del mundo. Sus corazones latían y siguen latiendo con la emoción de aquellos generales romanos victoriosos a los que había que recordar su condición de mortales. Porque otro hecho objetivo que les sigue animando es su voluntad de no rendirse. La lucha contra la moralidad caduca de la democracia sigue y debe seguir en pie porque tarde o temprano les llevará a la victoria. Victoria contra la moralidad, contra las vacunas, contra el cambio climático, contra todo aquello que quiere convertirles en ciudadanos respetuosos de la libertad de los demás; algo incomparable con la gloria de sentirse ciudadanos heroicos con derecho a pasar a la Historia como héroes de la destrucción de la sociedad convencional.
No piensan en el mañana los políticos que abjuran de todo valor moral para entronizar al poder en sus mentes y en las mentes de todos los demás, haciendo de la consecución del poder el único valor absoluto al que debe rendirse cualquier otro valor. La mentira, los insultos que esos políticos profieren sin freno alguno demuestran a las claras su coraje, su certeza de que lo que conduce a la victoria es la valentía visceral y nada más.
El gobierno polaco, por ejemplo, ha acabado con el poder judicial en su país sometiendo a los jueces con leyes que les supeditan al poder ejecutivo. El Consejo Europeo le impone una sanción económica por su atrevimiento. El dictador bieloruso acude en su ayuda desatando una crisis internacional con el envío de miles de miserables a la frontera de Polonia. Polonia pide ayuda a la Unión Europea, que tiene que dársela por narices porque tampoco sabe qué hacer con los refugiados ni importa a nadie. Hombres, mujeres y niños medio muertos de frío, de hambre, de sed, vuelven a demostrar cada día que el derecho a vivir de los demás depende de quien quiera respetarlo.
Pero el ejemplo más palmario para nosotros nos lo ofrece nuestro país. Ayer, como cada miércoles, las tres derechas volvieron a exhibir su renuncia a todo valor moral mintiendo e insultando al gobierno, demostrando sin ningún reparo que el único valor absoluto que reconocen es el poder y que su ansia de recuperar el poder perdido les exime de cualquier otra consideración. Ayer, las tres derechas no debatieron sobre los problemas que aquejan a los españoles. Esos no interesan a nadie a la hora de elegir titulares de prensa, noticias de telediarios, temas de tertulias radiofónicas y televisivas. Interesan las broncas, destacar las broncas, convencer a los ciudadanos de que el Congreso solo sirve para airear broncas. ¿Que eso resta seriedad al poder legislativo? Si algo ha demostrado la Peste a la mayoría es que la vida no se puede tomar en serio.
Destruida la seriedad del poder legislativo, ¿qué queda? Hace tiempo que el poder judicial languidece gracias a los esfuerzos de las derechas para demostrar a los ciudadanos que el poder de sus partidos es superior al de los jueces. Es muy posible que la última demostración haya propinado al poder judicial el golpe de gracia. Aprovechándose de la responsabilidad institucional del gobierno socialdemócrata, el Partido Popular, que si no es ultraderecha, lo parece, ha logrado colar en el Tribunal Constitucional a un juez de sus huestes y, encima, corrupto. ¿Que qué queda? Queda una ciudadanía cada vez más propensa a buscar en la diversión una escapatoria a tanta tragedia, a tanta miseria moral, a tanto obstáculo en el camino de la evolución.
Es posible que esa escapatoria incluya votar por alguna de las tres derechas porque divierten más que las izquierdas y no exigen progreso. ¿Que cualquiera de esas tres derechas amenazan nuestro derecho a vivir como seres humanos? (Véase Madrid) Es posible.
Cuenta el evangelio de Lucas que Jesús dijo a Simón Pedro: «Desde ahora serás pescador de hombres». Cuentan los intérpretes de los evangelios que poco después Jesús nombró a sus apóstoles, y esos apóstoles pasaron a ser pescadores de hombres también. Cuenta la historia que en nombre de aquel Jesús surgió una iglesia cuya jerarquía nombró a sus miembros pescadores de hombres; que aquella iglesia pescó gran cantidad de hombres durante muchos siglos hasta que un día aparecieron en el mundo redes más potentes capaces de pescar millones de hombres en poquísimo tiempo. Apareció Facebook, apareció Twitter, apareció Instagram, aparecieron muchas más.
Hace ya mucho tiempo que ver los shows americanos de análisis político resulta más aterrador que cualquier película de esas que buscan causar terror a base de efectos especiales. La democracia americana está en peligro de muerte y su grave enfermedad amenaza contagiar a las democracias de todos los países desarrollados. Son muchos los que consideran que una de las causas de esa peligrosísima patología es el trumpismo y la entrega del Partido Republicano a la autoridad demencial de Donald Trump. Pero esa no es la causa primera de la tragedia que amenaza a la humanidad y hasta puede que, en vez de causa, sea consecuencia de infecciones ancestrales nunca curadas.
Hace unas semanas, compareció ante un comité del Senado de los Estados Unidos Frances Haugen, una ex-ejecutiva de Facebook dispuesta a revelar las intenciones de la compañía y sus medios para conseguir sus propósitos. «Hoy estoy aquí», dijo ante el comité, «porque creo que los productos de Facebook hacen daño a los niños, incitan a la división y debilitan la democracia». Lo que siguió fue una ristra de datos, avalados con amplia documentación, que demuestran que millones de personas a todo lo ancho y largo del mundo se han convertido en peces indefensos a merced de redes que les pescan sin restricción alguna.
Las redes llenas son el sustento del pescador. El contenido de esas redes sólo adquiere importancia cuando el pescador lo lleva a la lonja para su venta. Esto es así tanto para el dueño de una humilde barca como para los dueños de grandes barcos de las multinacionales de pesca. Esto también es así para los dueños de las redes sociales. Frances Haugen declaró ante el comité que Facebook diseñó un sistema que alienta las divisiones políticas y hasta la violencia y que afecta la salud mental. Declaró y demostró que ante la disyuntiva de no hacer daño a la gente o incrementar sus beneficios económicos, Facebook siempre ha optado por los beneficios. Esto no es, por supuesto, una idea innovadora de Zuckerberg. Los millones de peces que capturan sus redes tienen para él la misma entidad que las sardinas en la red de un pobre pescador. El valor del contenido de las redes se reduce, para todos, al dinero que produzca, nada más. Y resulta que lo que más peces atrae aportando más dinero es la ira; ira contra el vecino o contra su perro, contra el de raza diferente, contra el que gana o quiere ganar más, contra el que le reza a un dios que no es el suyo y se somete a unos dogmas y a una liturgia que no entiende, contra el individuo que le mira en un espejo revelándole una verdad que no le gusta. La explicación es muy sencilla. Emociones como la ira y el terror producen la liberación de hormonas de efecto placentero. Por lo visto, hay quienes se vuelven adictos a esas hormonas y no pueden superar su adicción.
Uno cae en la tentación de pensar que quien desnuda cuerpo y alma en Instagram o se monta en las fotos un cuerpo y un alma que no son los suyos en la realidad porque prefieren presentarse como protagonistas de sus fantasías se merecen todos los disgustos que sus verdades y mentiras les puedan causar. Pero eso sólo afecta a los que exponen voluntariamente sus venturas o sus desventuras. Lo que afecta a todos, tanto a los que han caído en las redes como a los que no, tanto a culpables como inocentes, son los mensajes que se repiten y corren repitiéndose una y otra vez por el mundo entero con la intención de deshumanizar al hombre, macho y hembra; de enmendar la Creación para convertirla en una tierra gobernada por bestias con cerebro inteligente, pero incapaces de vivir en paz por carecer de empatía.
Los miles de documentos que Frances Haugen ha aportado al Senado de los Estados Unidos demuestran que Facebook ha esparcido por todo el orbe mensajes contra los inmigrantes, mensajes que conmueven a los defensores de la supremacía blanca; mensajes contra los judíos, mensajes que remueven la nostalgia de los antisemitas; mensajes contra la libertad que mueven a masas de miserables a encumbrar autócratas. Ese tipo de mensajes actúan como virus en las mentes más débiles induciéndoles a confundir cualquier mentira con la realidad.
Dicen los profesionales de la salud mental que esos virus penetran en los cerebros por la repetición constante del mensaje que se quiere instilar. Esa repetición la deciden los algoritmos. Facebook toma nota de los datos que le comunicamos, de nuestras preferencias, de nuestras inclinaciones. El algoritmo decide, entonces, bombardear nuestras cuentas con aquello que sabe que nos va a interesar. A nadie preocupó el proceso hasta que los trastornos alimentarios y los suicidios de adolescentes disgustados con sus cuerpos condujeron a la investigación de sus cuentas en redes y la investigación descubrió que esos adolescentes recibían desinformación sobre dietas y productos adelgazantes no autorizados, además de mensajes que les inducían a detestar sus cuerpos. La desconexión de esas mentes jóvenes con su facultad racional impidió que reaccionaran racionalmente contra la sugestión de los mensajes que recibían.
Estas tragedias suelen quedarse en el ámbito familiar, aunque ahora empiezan a tratarse en público como ejemplos. Pero lo que ha estallado en todos los medios con la potencia de una noticia de máximo interés han sido los efectos de los mensajes contra la convivencia social. Ahora se sabe la implicación de Whatsapp, Facebook y otras redes en tragedias como la manifestación neonazi de Charlottesville de 2017, el asalto al Capitolio del 6 de enero de este año y todas las manifestaciones de los de extrema derecha y de sus contrarios que se han producido entre las dos fechas. ¿Son esas manifestaciones y las que ya se han anunciado para fechas próximas un problema de los americanos que por la distancia no nos debe preocupar? ¿Se nos olvidan las de Francia, Alemania, Hungría, Polonia para protestar contra diversos asuntos y personas, algunas hasta para exhibir sin vergüenza la homofobia?
Sea por la repetición de mensajes que fanatizan a quienes quieren que el fanatismo aliñe sus insípidas vidas, sea por la adicción a la descarga hormonal que producen las emociones fuertes, el caso es que el mundo entero se está apuntando a imitar a los Estados Unidos; no ya sólo en la música, la moda, las películas, las series, como siempre, sino en la división de la sociedad y en la violencia con que se manifiesta. La universalidad de las redes comunica a todo el orbe que el fanatismo, la división y la violencia son signos de modernidad de la gran nación americana, y ya son muchos los europeos que no quieren quedarse atrás.
Es inútil aconsejar o esperar que en España, por ejemplo, los líderes de las tres derechas se humanicen utilizando su liderazgo para trabajar por la reconstrucción del país después de la pandemia y por el bienestar de sus ciudadanos pobres y medio pobres para ayudarles a reconstruir sus vidas. Visto el éxito de Zuckerberg, de Trump y del Partido Republicano, Casado con su barba y su sonrisa y Abascal con sus chaquetas pequeñas para sacar pecho siguen las instrucciones de los algoritmos para pescar al mayor número posible de votantes con cerebros de pescados. Seguir a los algoritmos no les cuesta más trabajo que echar un vistazo al cardumen de sus seguidores en las redes y pagar a un grupito que se encargue de repetir en ellas sus mentiras.
Bienaventurado aquel que habiendo descubierto el truco de los algoritmos utilice sus cuentas en redes para mostrar su compromiso inalterable con la racionalidad. El truco más fácil y más rápido es bloquear a quien se cuela en nuestras cuentas para promover la división y la violencia. Cuando ese bloqueo sin más se convierte en costumbre, el algoritmo toma nota y se va a incordiar a los incordios.
El odio, ¿qué tiene de malo? Son millones los que viven bajo su látigo. Como me decía una maestra; la mayoría no se puede equivocar. En la última Sesión de Control al Gobierno, Casado volvió a regurgitar su odio contra Pedro Sánchez preguntándole con pose y voz de gallito si iba a sacar de la cárcel a los presos de ETA a cambio de los votos de Bildu, ¿sí o no? Pedro Sánchez, como siempre, volvió a decepcionar a los folloneros. «No», respondió. «Rotundamente no». Y nada más. Dicen las encuestas de los diarios entregados a las derechas que el odio vende y la concordia, no. Pedro Sánchez no se entera. Luego Casado tiene todas las de ganar. El odio siempre gana, parece. Ganó esta semana horas de radio y televisión cuando, al cumplirse diez años de que el odio dejara de matar bajo la falsa capa heroica del terrorismo, los medios nos hicieron recordar la época en que el odio triunfaba matando. Hoy sigue triunfando, aunque no mata. Esta semana, mientras todos los que participaron en entrevistas y tertulias repetían, como una jaculatoria de rigor, el anhelo de que los cincuenta años de secuestros y asesinatos no se volvieran a repetir, un gran ministro de la época de aquel odio asesino sentenciaba que ETA hoy está más viva que nunca. Hay que defender el odio. Al odio no se le puede dejar morir porque la muerte del odio causaría la muerte emocional y la muerte pública de los que viven del odio.
Hace ya más de un mes que la naturaleza nos está ofreciendo una metáfora del odio infernal cubriendo hectáreas de una isla bonita con los negros deshechos de la tierra más negra. Aprovechemos la metáfora. Las metáforas expresan mucho más que la descripción de la realidad.
Los hoyos más hondos se van llenando de odio hasta que la tierra estalla lanzando fuego con la pretensión de quemar el cielo, derramándose en lava maléfica con la intención de cubrir la superficie de la tierra habitada por el hombre. Las columnas de fuego, las figuras del humo, los ríos de lava incandescente bajando por la montaña ofrecen una belleza que el arte no puede igualar.
El odio es bello. No hay mito, no hay cuento, no hay novela, no hay película que no tenga al odio como protagonista o que lo ponga, al menos, como especie para aliñar el relato. El odio atrae espectadores, más espectadores que la más lograda, que la más bella obra de arte. Por eso no hay medio audiovisual importante que no esté ofreciendo en directo las evoluciones del volcán que amenaza más muertes que todas las bandas terroristas, que todas las guerras convencionales del mundo; la muerte de flores y frutos, de proyectos de vida. Porque no hay ejército, no hay medio humano que pueda detenerle. Estalló cuando quiso estallar y volverá al silencio cuando quiera. Mientras tanto, truena, truena sin cesar; un rugido que a muchos parece que podría ser eterno. De pronto se oye el canto de un gallo. El gallo vuelve a cantar. Canta una y otra vez, acompañado, a veces, por el canto de un pájaro. Parece como si un orden universal quisiera recordarle a los infiernos que aún hay vida y que la vida se impone y que no hay odio que destruya la armonía de la creación; aunque parezca que la fuerza destructiva del odio vaya ganando la pelea.
En la físicamente lejana y, gracias al dinero y a la tecnología, cotidianamente muy cercana Gran América, el odio instaló sus fueros hace más de dos siglos. A algún individuo infrahumano, con el alma llagada con todas las lacras de la especie que oscila entre la bestia y el hombre, se le ocurrió montar el negocio de la mano de obra gratuita esclavizando primero a los indios con la potencia de sus armas y robando luego a personas en otro continente; arrancando a esas personas de su tierra para obligarlas a trabajar las tierras de los ladrones de hombres; convirtiendo a los hombres robados en bestias de tiro. Los descendientes de esos hombres secuestrados y esclavizados lograron su libertad más de un siglo después de los comienzos del negocio, gracias a seres humanos que les rescataron ganando una guerra contra los esclavistas. O sea, a esas víctimas del odio las rescataron las buenas intenciones mediante el odio, sembrando más odio. Fue el odio el que ganó la guerra civil en Estados Unidos; es el odio el que gana en el mundo todas las guerras.
El odio se enconó en América como la tierra prisionera que se va enconando en un volcán. Hasta los años sesenta del siglo pasado, los descendientes de los esclavizados carecían de todos los derechos en los estados que habían fundado su riqueza en el negocio de la esclavitud. Se les concedió el derecho al voto mediante la fuerza de la ley, pero en esos estados se aprobaron leyes para impedir por todos los medios que esos hijos de esclavos fueran a votar aunque tuvieran el derecho a hacerlo. Los descendientes de los esclavizados tuvieron que luchar para defender sus derechos y, sobre todo, para demostrar a los descendientes de los ladrones de hombres que aquellos a quienes habían esclavizado les superaban en humanidad. Su gran triunfo llegó con el ascenso de un descendiente de africanos a la presidencia de los Estados Unidos. Lo que también fue un triunfo para el odio. Todavía hay blancos que juran y perjuran que Barack Obama no es americano. Todavía hay diputados y senadores que dedican su tiempo a pergeñar leyes para impedir el voto a los negros.
El odio triunfa en la primera mitad del siglo XXI. Gracias al odio nunca superado, una mayoría que nadie se esperaba, salida de nadie sabe donde, llevó a la presidencia de Estados Unidos a un perturbado que destiló odio desde su campaña electoral y que sigue destilando odio cada día desde que perdió el poder. Su prédica de la supremacía de los blancos ha calado en el alma de los blancos que odian a cuantos les impiden ser amos del mundo y esclavizar a todos los demás. Odian a los negros, a los marrones, a los demócratas blancos, negros y marrones y, sobre todo, odian a la democracia porque la democracia exige la igualdad de derechos para todos. Hay encuestas que dicen que los que odian volverán a ganar las elecciones en 2024.
Las tendencias en Estados Unidos se transforman en tendencias en el resto del mundo. El odio que hoy amenaza la democracia americana se extiende por el mundo entero como la lava de un volcán. Los vídeojuegos instilan el odio en los niños. Las series y las películas también. Los padres ven cómo sus hijos se embarran de odio idiotizados ante pantallas, escribiendo comentarios idiotas en móviles y redes, pero no pueden hacer nada para evitarlo porque ellos también están idiotizados por el odio.
Como lava negra que se solidifica en el alma, el odio cubre emociones, sentimientos y hasta la facultad de la razón. Un ser humano inteligente oye las mentiras y los disparates de los líderes de la derechas en mítines y discursos en el Congreso y se pregunta cómo tanto ignorante con tal grado de ignorancia ha podido llegar tan alto en partidos políticos. La respuesta salta en el acto como el trueno de un volcán. Responden millones de figuras cubiertas de lava negra: «Porque nosotros les votamos». ¿Pero cómo es posible que millones voten discursos de odio que quieren seguir cubriendo y paralizando personas bajo la lava negra del odio? ¿Es que, porque ya no conocen otra diversión que el odio y el asesinato en pantallas, quieren dejar que el odio acabe arrasando todo vestigio de humanidad? ¿Y cómo descubrieron los dueños de medios audiovisuales y de redes sociales que el odio les permitiría amasar fortunas nunca vistas ni soñadas? Los que llevan el odio dentro de su alma y reconocen el volcán dormido, lo único que desean es hacerlo estallar.
En Estados Unidos, en España, en el mundo entero, millones de seres humanos luchan para que se oigan los cantos de los gallos, de los pájaros. Dice una de tantas leyendas que el demonio se rebeló contra el Creador para tomar el cielo con su ejército. Dice que el demonio acabó con su soberbia en el infierno. A veces el demonio se aprovecha de todo y de todos los que encuentra para estallar como un volcán destruyendo todo lo posible. Pero ya pueden todos los demonios reivindicar al odio y reconocerle como nuevo amo de todo lo creado. Una y otra vez le vencen las fuerzas del orden universal, y la fe, la esperanza y el amor vuelven a apagar sus llamas convirtiéndole en un mal recuerdo.
El alma de Emily Brontë cantaba: «Mi alma no es cobarde/ No tiembla ante este mundo devastado por la tormenta/ Veo brillar la gloria del Cielo/ y brillar a mi fe librándome del miedo». A los que aún no ha llegado la llama del odio no tiemblan de miedo; trabajan hasta que se apague el volcán y luego se ponen a limpiar sus rastros negros.
El martes no se comentaba otra cosa que los pitidos, abucheos e insultos que había recibido el presidente del gobierno a su llegada al desfile del Día de la Fiesta Nacional y de las Fuerzas Armadas. Se comentaba en medios derechófilos con la evidente intención de reforzar en los cerebros despistados la idea de que los españoles no quieren a su presidente. Se comentaba en las redes sociales repitiendo insultos con la misma intención o insultando a los que habían insultado para afear su falta de respeto al presidente, a las instituciones allí representadas y al evento en general. Y se volvió a comentar al día siguiente en el Congreso en la Sesión de Control al Gobierno. El inefable Casado, jefe de la oposición más antagonista, antidemocrática y antipatriótica que ha conocido el país desde las trifulcas en la República previas a la guerra civil, recordó a Pedro Sánchez «lo que dice la calle de usted». ¿Qué calle? La sinécdoque obviamente se refiere a los grupos más o menos numerosos de gente mal llamada de derechas que se apuntan a cualquier evento del PP o de Vox para armar follón contra las izquierdas. Esa gente no son de derechas; ni siquiera saben lo que son las derechas y las izquierdas. Esa gente son del PP o de Vox, los partidos de la mala leche. Esa gente son, simplemente, perdedores que desahogan su frustración atacando a quien triunfa cuando algún charlatán les mete en la cabeza que el que ha triunfado es el malo. La «calle» en España, el Capitolio en los Estados Unidos, cualquier sitio de cualquier país sirve para desahogar el descontento de los fracasados que necesitan sentirse integrantes del grupo de otros fracasados, unidos todos en el propósito de aplacar su sensación de fracaso con la ira. Las imágenes de los gritones que insultaban al presidente me hicieron recordar a aquel loco que en la película Cinema Paradiso iba por la plaza del pueblo gritando «La plaza es mía», mientras intentaba ahuyentar a la gente pacífica que pasaba por ahí. Ese loco sumado a cualquier número de locos que, por un motivo u otro, intentan adueñarse de las calles, de las plazas, de los Capitolios, parece que quisieran vivir en un mundo de bestias creado por los líderes de la derechas que quieren instaurar un reino de bestias. En estos momentos aciagos que nos ha tocado sufrir, muchos nos preguntamos con preocupación, ¿lo conseguirán?
El día de la Fiesta Nacional que minúsculas hordas transforman, una y otra vez, en el día de pitidos y abucheos al presidente del gobierno cuando preside un gobierno de izquierdas, los políticos y los medios que valoran más su «conservadurismo» que los símbolos de la patria y los intereses reales de los ciudadanos se preparan para montar la propaganda contra el gobierno que un día, esperan, conduzca al poder a los unos y permita a los otros ganar los beneficios que produce controlar al poder. La apoteosis que los «conservadores» esperaban este año se redujo a unas pocas decenas de gritones, pero siguió siendo una apoteosis para los políticos y los medios que utilizan en su propaganda a la mentira como expresión más eficaz para convencer y alterar al personal. Esa apoteosis debía pasar por la afirmación de Casado en el Congreso de que «la calle», todas las calles de España rechazan al presidente del gobierno, y debía culminar con una entrevista televisiva a Pedro Sánchez conducida por un periodista camaleónico del que nadie sabe a ciencia cierta de qué pie cojea, pero a quien nadie niega el talento para producir espectáculo.
La entrevista, como espectáculo, resultó un fiasco, tan fiasco como el de «la calle». Pedro Sánchez, en el que todos los españoles han tenido tiempo suficiente para ver a un presidente, a un hombre comprometido exclusivamente con el gobierno del país, no monta ni se presta a espectáculos ni en mítines ni en discursos ni en conferencias de prensa ni en entrevistas. Suponiendo que las preguntas de la prensa buscan respuestas sobre la política de su gobierno, Pedro Sánchez responde a la prensa con información sobre la política de su gobierno. En vano le pinchó Ferreras con algunas preguntas dirigidas a sus nervios para hacerle saltar. Sánchez respondió impertérrito y sin ninguna inconveniencia a preguntas sobre los abucheos, la oposición y hasta el rey emérito. Las preguntas de Ferreras sobre los tres asuntos iban más dirigidas a obtener material para el chismorreo que información. El presidente demostró que el chismorreo no es lo suyo respondiendo a esos asuntos tan en serio como a todo lo demás. Ese comedimiento hizo que lo más llamativo de la entrevista fuera el momento en que Ferreras, por primera y última vez, interrumpió a Sánchez notoriamente. Cuando el presidente empezaba a destacar la necesidad de la unión de todos los españoles, oposición incluida, en la lucha contra la crisis sanitaria, económica y social que todos padecemos, Ferreras le interrumpió sin miramientos. Llamar a los españoles a la unidad; llamar a la oposición a colaborar con el gobierno para resolver los problemas del país es lo que, en estos momentos, cierta prensa no puede consentir. Llamar a la unidad, a la colaboración es lo que hacía Merkel, lo que hace Biden, lo que hace Pedro Sánchez. Es lo contrario de lo que necesitan las tres derechas españolas y las de otros países para triunfar. Estamos en la era del trumpismo, de la mala leche, del cabreo. Los políticos entregados al trumpismo entienden y predican que la humanidad quiere retroceder a la vida sencilla del reino de las bestias y que los políticos de buena voluntad, aquejados de lo que hoy se llama peyorativamente buenismo, son un obstáculo que impide volver a aquel reino que se regía, sin complicaciones, por la ley del más fuerte.
Para los «conservadores» no cabe duda de que la ley del más fuerte es la más justa. Lo que ese tipo de conservadores quieren conservar es el derecho que la naturaleza, desde la creación del hombre, otorgó a los físicamente más fuertes y que la evolución de la especie transformó en el derecho de los más listos que han conseguido mayor poder. Ese derecho natural es el de sojuzgar a los física o económicamente más débiles. Ya pueden los legisladores prohibir y penalizar la violencia contra las mujeres, por ejemplo. Para la justicia natural, un hombre puede derribar a una mujer de un puñetazo sin dificultad gracias a la testosterona con que la naturaleza le dotó estableciendo la fuerza bruta como diferencia primordial entre un hombre y una mujer. Penalizar una decisión de la naturaleza es la mayor injusticia. Claro que el hombre ha evolucionado. En algún momento de la evolución, la inteligencia consiguió que los hombres más listos se impusieran sobre los demás acaparando tierras y riquezas. La naturaleza quiso que la estrategia superara a la fuerza. Todas las leyes que se han promulgado y se siguen promulgando, en nombre de una falsa moral, para regular las estrategias que permiten a los más listos acaparar riquezas y poder son leyes antinaturales. La moral es un invento de pensadores. La naturaleza no conoce la moral.
Esta doctrina es, evidentemente, la más sencilla de entender y la más avalada por la realidad. Ofrece, hasta al más ignorante, una explicación del mundo tal como es y una disculpa a todos sus fallos. No debe sorprender, por eso, que los ignorantes la abracen con el mismo fervor con el que los muy religiosos se adhieren a lo que aceptan como palabra de Dios.
Todos los psiquiatras y analistas políticos americanos libres de obediencia a Trump y a su partido hoy concluyen que el trumpismo se ha transformado en un culto. En ese culto se venera el mito del buen salvaje en el sentido rusoniano, con todas las contradicciones de Rousseau. «El hombre nace bueno y la sociedad le corrompe» decía el filósofo defendiendo la libertad absoluta mientras proponía el contrato social para dar el poder absoluto de regular las relaciones a lo que él llamaba la voluntad general. ¿Y quién decide la voluntad general? ¿Quién la traduce en hechos? Para los defensores de la ley natural, la autoridad la debe ejercer quien se demuestra capaz de concebir las estrategias más adecuadas para obtener su propio beneficio. Como un artículo no basta para analizar asuntos filosóficos en profundidad, éste debe limitarse a saltar a la conclusión que más nos importa por las amenazas que los conservadores primitivistas suponen para la democracia, para nuestra mismísima humanidad; conclusión que Voltaire expresó en respuesta a una carta de Rousseau: «…Jamás se desplegó tanta inteligencia para querer convertirnos en bestias».
¿A alguien le cabe la menor duda de que esa es la intención de quienes intentan bestializarnos con mentiras que contradicen a la razón, de quienes quieren convertir a nuestro país y al mundo entero, si es posible, en un reino de bestias? La belleza, en el sentido platónico, se ha convertido en antigualla. Hoy triunfa la fealdad en el arte y en todas las manifestaciones de la cultura. Triunfa el terror en literatura y en películas. En la vida cotidiana, triunfan la automatización y las relaciones virtuales. El propósito de quienes han logrado transformar la sociedad en multitudes de irracionales que babean ante los inventos tecnológicos que les alejan, cada vez más, de las cualidades inherentes al género humano, es ganar dinero bestializando las conciencias porque es el dinero el que otorga el poder; es conseguir sociedades de súbditos bestias que obedezcan a los que tienen poder y no exijan más de lo que cualquier bestia exige: que les permitan llenarse los estómagos. Como la Miranda de Shakespeare en La Tempestad, que alucina viendo a unos marineros borrachos porque nunca había visto más hombre que a su padre, hoy ya son muchos, demasiados los que exclaman como ella, «Oh, maravilla…Oh valiente nuevo mundo el que tiene gente así».
Las palabras que Shakespeare puso en boca de Miranda podrían convertirse en una profecía. Si las hordas de súbditos conformes con un reino de bestias llegan a alcanzar la mayoría con derecho a decidir la voluntad general, ya no habrá quien distinga a un ser humano de un primate con apariencia de persona. Sólo los poderosos considerarían a ese nuevo mundo, su mundo, un mundo valiente, porque, habiendo reducido a la mayoría a la condición de bestias, sólo ellos podrían jactarse de ser personas capaces de gobernar ese mundo.
Los que entienden lo que es el ser humano, los que no quieren agachar la cerviz ante los listos que conciben estrategias para hacerse con el poder no pueden abandonar la lucha por mantener despiertos a quienes la ignorancia induce al sueño de la razón. Todos los analistas de la situación política, económica y social nos están advirtiendo lo que Angela Merkel manifestó hace poco en su visita a España: «…Hay que combatir los extremismos con la mayor determinación…La paz y la historia no se pueden dar por sentadas. Al contrario, hay que protegerlas y defenderlas». ¿Cómo? Acallando las mentiras de los conservadores de la bestialidad con la verdad de los hechos. Educando. Reclamando la educación como un derecho de todos y desenmascarando las estrategias de los listos para generalizar la ignorancia.
El título no es mío. Esas palabras se las atribuye un emigrante italiano a la voz del mar en mi película favorita: La leggenda del pianista sull’oceano. Cuenta el hombre que en su vagabundeo por ciudades para él desconocidas en busca de medios para superar su mala suerte, un día, desde una colina, descubre el mar, que no había visto nunca, y se queda atónito ante su belleza. Entonces le llega la voz del mar que grita una y otra vez: «¡Vosotros, con mierda en vez de cerebros! La vida es algo inmenso. ¿Lo podéis entender?» Ese grito le empuja a descubrir la inmensidad de la vida y se mete en un barco rumbo al que entonces, 1927, era el país de todas las promesas; los Estados Unidos de América. ¿Podemos entender a qué se refería el mar con esa llamada brutal? ¿Qué mierda tenemos las personas en la mente que la ciencia sitúa en el cerebro aunque en el cerebro no ha podido encontrarla? El emigrante comparte su vida en el barco hacinado con cientos de personas en tercera clase que viajan con la esperanza de descubrir la inmensidad de la vida. Los ricos que viajan en primera tienen el propósito de seguir disfrutando de esa inmensidad. Pero los unos y los otros tienen algo en común que reduce y reducirá sus vidas para siempre: eso que el grito del mar llama mierda es el dinero.
Esta semana, un Consejo de Ministros Extraordinario aprobó el Anteproyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado. El gobierno reparte el dinero público; los medios disponen de un buen tema para exprimir durante muchos días; la oposición encuentra motivos para pasarse muchos días criticando al gobierno. Seguramente, el tema nos dará tema durante los próximos dos años.
Hay en los presupuestos algo que casi todos criticarán, algo que criticarán hasta aquellos a quienes los presupuestos producen una vaga incomodidad aunque desconozcan su causa. Y es que los presupuestos del gobierno de izquierdas hablan de los pobres, de esos que hasta los pobres no quieren ni oír ni hablar.
La escala de la pobreza empieza por abajo con los sintecho. Al sintecho, al que por falta de dinero no puede llamar suyo ni un lugar donde vivir, las cuentas de los políticos le importan un carajo, como le importan un carajo los consejos de las asistentas sociales y la caridad de los caritativos. El sintecho no quiere consejos ni compasión. Carente de todo, solo le interesa el algo que alguien le dé para subsistir. Recuerdo a una sintecho que pasaba el día en un banco de la plaza que estaba frente a mi casa. Un día la saludé. Me miró con cierta sorpresa, pero muy seria, y me espetó: «¿Me compras un cartón de vino?» Preguntaba, pero no pedía. Me gustó su orgullo. A partir de aquel cartón de vino, empezamos a hablar un poco cada día. No quería dinero. Tenía pasión por su soledad, por su libertad; eso era lo único que tenía sin contar todo el tiempo de todos sus días para pensar en lo que le diera la gana. Si el cuerpo le pedía un cartón de vino o un bocadillo, eso le pedía al que se le acercara a darle algo. «Cuando no tienes nada», me dijo un día, «no tienes nada de qué preocuparte». A los sintecho no les preocupa la opinión del vecino porque vecinos no tienen y casi nadie les ve. Tampoco les ven los políticos. El sintecho ni produce ni vota. El sintecho vive en un mundo al margen de ese mundo que creó, antes de nuestra era, el primero que tuvo la ocurrencia de sustituir el trueque por el dinero. El primero que, en los comienzos de la civilización, llenó de mierda la cavidad craneal de todos los mortales, en palabras del mar.
En el segundo escalón están los afortunados que viven en chabolas y, un poco más arriba, digamos que en el tercero, los que viven en viviendas sociales de la época en que llamaban así a unos pocos metros cuadrados con un techo encima. Son los pobres. Los pobres tienen la mente tan atiborrada de lo que el mar llama mierda que apenas les queda algún huequecillo para pensar en otra cosa, y si tienen hijos pequeños, puede que ni ese huequecillo les quede. De la mañana a la noche, el pobre con techo no puede pensar en otra cosa que en dinero. Dinero para la compra, para pagar la luz, el gas, si tienen esos lujos; dinero para pagar el alquiler y no quedarse sin techo o para pagar los materiales que necesite para tapar algún agujero, si vive en chabola. Dinero, y si no hay dinero, la asistencia social, la caridad, lo que sea porque sin dinero no se puede vivir; porque desde que el dinero rige la vida de todos, es decir, desde siempre, ni la vida de un ser humano es gratis.
Los gobiernos de izquierdas sí ven a esos pobres. ¿Cómo no van a ver las larguísimas colas en las que centenares de cuerpos vencidos esperan para que les den una bolsa de comida? Los gobiernos de izquierdas se acuerdan de ellos a la hora de montar los presupuestos. Sanidad y educación gratuitas, ayudas para alquileres, ayudas para sobrevivir. ¿Y los políticos de derechas? Los políticos de derechas también pasan por los barrios pobres; ven también esas que se han dado en llamar colas del hambre. Pero en esas colas, en esos barrios, los políticos de derechas no ven personas, ven votos.
Para entender la diferencia entre derechas e izquierdas no hace falta subirse a las nubes de la teoría política. Basta tener la especial sensibilidad que a aquel emigrante italiano le permitió escuchar los gritos del mar. La diferencia entre derechas e izquierdas es básicamente una cuestión de dinero.
Para las derechas, la vida es inmensa en la medida en que son inmensas las empresas, las corporaciones. Tienen por dogma que el dinero llama al dinero y por norma moral, que hay que proteger al dinero porque solo el dinero proporciona prosperidad al país. ¿Los pobres incluidos? Como dice su evangelio parafraseando a Mateo, proteged a los dueños del dinero, y a los demás se les dará por añadidura. Pero los pobres votan y su voto vale igual que el de los ricos; y los votos son dinero. Hay que hacer caso a los pobres. Luego si los políticos de derechas tienen que pasar en campaña electoral por la contrariedad de visitar barrios de pobres, sacrifican su vista y su olfato y pasan y hablan e intentan convencer. A los pobres se les convence fácilmente porque la mayoría no ha podido estudiar y, además, no leen ni los diarios. Los diarios y los libros valen dinero; el dinero que el pobre necesita para cubrir sus necesidades elementales. Los libros y los diarios no se comen. Para convencer a los pobres hay que darles un poco de diversión con discursos broncos contra el gobierno y prometerles el oro y el moro. Los pobres se creen las promesas fácilmente, engañados por su necesidad de creer cada día en un milagro que les saque de penas, y fácilmente creen cuanto se les diga contra el gobierno porque si el gobierno fuera bueno, ellos no serían pobres. Siguen siendo pobres cuando las derechas llegan al gobierno, más pobres, pobres sin ayudas. Dicen los políticos de derechas que presupuestar el dinero público incluyendo partidas para ayudar a los pobres es comunismo, una doctrina diabólicamente injusta que roba a los ricos lo que les pertenece. Dicen que a un gobernante no le eligen para gestionar sentimientos. La culpa de la pobreza es de los pobres que quieren de todo sin aportar nada; que no cumplen su función en la sociedad que no es otra que trabajar por sueldos que no afecten la riqueza del que les da trabajo. Algunos pobres piensan que a lo mejor esos políticos tienen razón.
El panorama se vuelve más bonito visto desde el escalón siguiente. Allí vive la llamada clase media, los medio pobres porque a ricos no llegan aunque algunos hacen todo lo posible por no caer al escalón de abajo y otros hacen todo lo posible por parecerse a los del escalón de arriba. El grupo es muy heterogéneo, pero todos, todos, como todo el mundo, tienen el cráneo ocupado por la misma mierda universal. Con uno o dos sueldos o los beneficios de un negocio, de una pequeña empresa, los medio pobres tienen sus neveras más o menos bien alimentadas; pagan sus facturas con más o menos agobio; renuevan armario con ropa de más o menos calidad procurando obedecer a los que en cada estación deciden lo que se va a llevar en la estación siguiente. Los medio pobres pueden vivir como medio ricos gracias a las tarjetas de crédito y a los créditos que les ofrecen los ricos a cambio de intereses, como, por ejemplo, coches a plazos; móviles a plazos; electrodomésticos a plazos; viajes a plazos; hasta libros a plazos. El pago de esos plazos y de diversas facturas les obliga a vivir como los pobres; pensando en el dinero de principio a fin de mes, o sea, según las circunstancias, de principio a fin de cada día. Pero esa preocupación es el precio que pagan a gusto por no ser pobres. Además, les ayuda el gobierno, si es de izquierdas.
Los Presupuestos Generales del Estado revelan un interés preferente por esa clase de ciudadanos que no llegan ni a pobres ni a ricos. De ese grupo depende el bienestar y el prestigio de un país. En ese grupo están los que realizan trabajos más especializados, algunos intelectuales; trabajos necesarios para sostener la economía y, gracias a la economía, mantener una sociedad fuerte, bien trabada; o sea, conseguir, gracias a la economía, la paz social. El gobierno de izquierdas aporta a este grupo seguridad mediante sanidad y educación públicas, becas, rebaja de impuestos. Pero para aportar algo a los pobres y a los medio pobres, el gobierno tiene que recaudar dinero. Un gobierno de izquierdas exige y sube impuestos a los ricos para mantener el bienestar de los que no lo son.
La exigencia de que los ricos paguen los impuestos que no pagan y la subida de impuestos que los ricos que pagan deben pagar producen a los políticos de derechas una euforia que se revela en discursos histéricos contra el gobierno. Esas medidas a favor de pobres y medio pobres que esos políticos consideran comunistas estimulan la generosidad por parte de los ricos a la hora de donar dinero para las campañas de los partidos de derechas. Mientras más ayude el gobierno de izquierdas a los ciudadanos que lo necesitan, más ayudan los ricos a los partidos de derechas que los necesitan a ellos para montar espectáculos que sugestionen al personal y conseguir más tiempo en los medios de comunicación y propaganda. Esta última circunstancia es vital para convencer a los medio pobres. A los pobres les basta con los espectáculos. Pero para recabar votos en el nutrido y heterogéneo grupo de los medio pobres hace falta un esfuerzo superior. Hace falta concebir mentiras y repetirlas con absoluta convicción hasta crear dudas y conseguir que esas dudas se conviertan en verdades. El mejor ejemplo de la eficacia del proceso lo ofrece el hecho increíble de que el 70% de los americanos que votaron por Trump sigue creyendo que Trump ganó las elecciones a pesar de que ni una sola prueba ni un solo dato confirman que hubiese fraude electoral.
Y en la cumbre de los escalones, los ricos. De los ricos poco puede decirse que no sepamos. Ayudan, naturalmente, a los políticos que les dejen ganar y gastar sin ninguna interferencia del estado en sus asuntos. Los políticos de derechas no tienen ni que pedirles el voto. Gozosamente se lo dan. La inmensa mayoría de los ricos, sino todos, son lo que eufemísticamente se llama conservadores, siendo los partidos de derechas también conocidos por ese eufemístico adjetivo. Y la familia de los conservadores destaca por su buena relación.
A los ricos, los pobres y los semi pobres los imaginan pensando siempre en mansiones, en yates, en viajes de lujo, pero el mar, con más millones de años de sabiduría, sabe que tienen el cráneo tan lleno de mierda como todos los demás. He seguido y sigo siguiendo por interés político la trayectoria de varios ricos. Entre todos, me confieso admiradora de la familia Vanderbilt. El primer Vanderbilt emigró de Holanda a los Estados Unidos en el siglo XVII. En siglos sucesivos, sus descendientes llegaron a amasar la mayor fortuna del mundo en empresas navieras y de ferrocarriles. En el siglo XX, la familia empezó a arruinarse por diversas circunstancias. Entre ellas, y para mi la más interesante, fue que algunos miembros de la familia, sobre todo las mujeres, se hartaron de tener el cráneo lleno de mierda y empezaron a gastar dinero a mansalva en mansiones magníficas, en obras de arte, en obras filantrópicas. Su cráneo lo llenó su mente, mente prodigiosa como la de Gloria Vanderbilt, artista, escritora, actriz, diseñadora de moda. Su hijo, Anderson Cooper, es uno de mis presentadores y analistas políticos preferidos de la cadena de televisión CNN.
Pero el prodigio Vanderbilt es eso, un prodigio. Y un prodigio no basta para quitar la razón al mar. En el nuevo plan de la ESO, se ofrece la asignatura de Economía y Emprendimiento. El texto del proyecto dice así: «La economía está presente en todos los aspectos de la vida, de ahí la importancia de que el alumnado adquiera conocimientos económicos y financieros que le permitan estar informado y realizar una adecuada gestión de los recursos individuales y colectivos».
Sí, es de suma importancia que los jóvenes aprendan a gestionar bien la mierda que ocupará sus cráneos toda la vida, porque desde siglos antes de Cristo, el ser humano no ha encontrado otra forma de vivir que pagando su derecho a la vida con conchas de mar y después con monedas y billetes. La única esperanza de contar con auténticos seres humanos que garanticen la supervivencia de la auténtica humanidad es llenar espacios en las mentes de niños y jóvenes con otras cosas para que la mierda no les ocupe toda la cavidad craneal y les convierta en esclavos de la mierda.
Tenía planeada una trilogía de artículos sobre el peligro mortal que hoy acecha a la democracia en todo el mundo. Escribí el primero sobre quiénes y cómo están montando la demolición controlada de la estructura política en la que hemos vivido durante décadas disfrutando de cierta libertad basada en el reconocimiento de nuestros derechos fundamentales. Escribí el segundo sobre el cabreo general que impide a los ciudadanos utilizar su facultad racional sin que la obnubile la erupción de las emociones. Iba a escribir el tercero sobre la manipulación de la voluntad por parte de unos medios que, en lugar de información veraz, arrojan la propaganda encubierta que les dictan los dinamiteros. Y aquí me quedé en blanco. Tanto he leído, escrito, hablado sobre el modo en que los medios manipulan a lectores, oyentes, espectadores que no conseguía dominar el miedo a repetirme y a repetir lo que muchos ya han comentado. ¿Quién puede evitar repetirse sobre un tema que ya han descubierto y que comentan en redes y probablemente en casas y en bares todos los ciudadanos de este país que piensan aunque solo sea de vez en cuando? A repetirme sin pena ni gloria me había resignado cuando el azar me llevó a una imagen que, de pronto, me produjo el estremecimiento de la inspiración.
De pie tras un atril, recta, con un atisbo de sonrisa, traje chaqueta negro que podía parecer un uniforme, a la oradora solo le faltaban birrete y toga para ofrecer la imagen perfecta de la alumna más aplicada pronunciando un discurso en el día de la graduación de un colegio americano. Una imagen tan digna es, sin duda, de lo más adecuado para dar a conocer al mundo a la presidenta de la capital de España, me dije mientras visualizaba el vídeo del acto. Solo sus enemigos políticos y los criticones que critican todo lo criticable criticarían que Isabel Díaz Ayuso tuviera que leer su breve discurso, que su lectura no fuera muy fluida, aunque en castellano, y que no hubiera practicado un poquito su pronunciación en inglés con la ayuda de un especialista; total, en inglés solo decía los nombres de fondos de inversión y cosas de esas. Pero no habían sido esos detalles sin importancia lo único que se había criticado del asunto despertando mi curiosidad. Díaz Ayuso había sufrido las críticas más punzantes porque el acto era una conferencia de prensa en Nueva York a la que solo asistieron periodistas españoles porque ningún medio americano encontró motivo de interés suficiente para enviar a uno de sus periodistas a cubrir el acto. Esas críticas fueron proferidas por las izquierdas, claro. Para los medios abierta o camufladamente de derechas, el viaje de Díaz Ayuso a la capital del mundo era poco menos que una epopeya.
¿A qué fue Díaz Ayuso a Nueva York?, me pregunté mientras Díaz Ayuso explicaba el motivo de su viaje. A lo mismo que había ido el presidente del gobierno de España en julio, viaje que incluyó Los Ángeles y San Francisco; a entrevistarse con inversores para promocionar a España. A Pedro Sánchez sí le hizo caso la prensa americana y tuve la oportunidad de verle en uno de mis programas favoritos de análisis político, Morning Joe, en la cadena MSNBC, en el que le hicieron una entrevista, en inglés, por supuesto. Pero, hija de Dios, iba a decirle yo a Díaz Ayuso mientras veía su vídeo y la escuchaba exponer sus objetivos, ¿cómo se te ocurre copiarle al presidente viaje y motivos para promocionar una comunidad cuando ni siquiera te sale la pronunciación correcta de la sílaba –tion (-shon)? ¿Se te ocurrió, tal vez, que el presidente no elogiaría a la capital de España y que debías viajar tú para elogiarla? ¿O se te ocurrió que como el presidente hablaba con los americanos en inglés, en España no iba a entenderle nadie y era necesario que fueras tú para traducir a los de aquí, que según dices hablan en español, lo que se hablara allá, después de que un traductor te lo tradujera, claro?
Mientras miraba el vídeo, la actuación de Díaz Ayuso ante sus compatriotas periodistas me estaba pareciendo algo tan frívolo, tan vulgar como esas ceremonias de fin de curso en las que la chica más mona y modosita -en los colegios a los que me llevó el destino no había chicos- leía un discurso, toda modosa y mona; ceremonias que, al menos a mi, me exigían denodados esfuerzos para no dormirme de aburrimiento. Mis aburridos ojos empezaron a deambular por el escenario preparado para la ocasión y, por puro aburrimiento, se detuvieron en los micrófonos del atril. Okdiario, decía uno. Empecé a despertarme. Telemadrid, decía otro. Me desperté. RNE. Joder, me dije, medios mainstream (convencional o algo así), lo que en Españasignifica, en la mayoría de los casos, medios afínes a las derechas o equidistantes, o sea, críticos con las izquierdas para neutralizar el efecto de alguna crítica a las derechas que se hayan atrevido a soltar.
Fue entonces cuando el aliento de los dioses descendió sobre mi alma y mi memoria me gritó: «Noam Chomsky». ¿Chomsky? ¿A tan alta cumbre tenía que escalar para que me saliera un triste artículo sobre el tristísimo panorama político de España, especialmente de Madrid, una comunidad marcada por el ridículo y por cosas mucho peores? Mi memoria me respondió con una de las frases más citadas de Chomsky: «La manipulación mediática hace más daño que la bomba atómica porque destruye cerebros». Y comprendí que, aún sin ganas, tenía que escribir por obligación sobre un tema que me estropea el humor, siguiendo el ejemplo de Noam Chomsky que, por lo que considera una obligación moral, ha entregado toda su vida a la farragosa tarea de componer el mundo.
Otra de esas burlas sangrientas de la vida. Las circunstancias de mi juventud me forzaron a huir de los libros y artículos del filósofo y lingüista que revolucionó la lengua y las conciencias de los años más revolucionarios del siglo pasado. En aquella época yo no podía ni nombrar a Noam Chomsky sin que me cayeran encima todas las advertencias de los orientadores que me rodeaban. Chomsky era un radical, un revolucionario que quería revolucionarlo todo, desde la lengua hasta la política. Chomsky era un anarquista que intentaba destruir el orden mundial que protegía la paz de los sepulcros de las santas clases medias y la felicidad inalterable de los multimillonarios. No pude empezar a leer a Chomsky hasta los treinta años y hoy, con muchos más años encima, no solo le entiendo si no que sigo su ejemplo en muchos aspectos. Como diría la cantante de uno de mis grupos favoritos de los 80: «Cómo hemos cambiado».
Pues con la ayuda de Chomsky, a lo que aquí toca. Todo español pensante, aunque sólo piense en ocasiones, sabe que, en España, la mayoría de los medios mainstream, de los que más se escuchan, se ven y, en menor medida, se leen, promulgan noticias y comentarios afines a las derechas o, al menos, aparentemente equidistantes. La equidistancia siempre produce el efecto de librar a las derechas de toda culpa demostrando que todos los políticos son iguales y que, por lo tanto, no vale la pena molestar a la razón para elegir, racionalmente, qué camino conduce a la meta que más nos conviene como seres humanos y como ciudadanos de una democracia. En palabras de Chomsky de hace muchos años, los propietarios de la prensa mainstream son grandes corporaciones, y esa prensa refleja, por lo tanto, las prioridades e intereses de las grandes corporaciones; prioridades e intereses que coinciden con los de la ideología de las derechas, porque la ideología de las derechas se resume en protección del dinero de los que tienen dinero. O sea, que el periodista que quiera conservar empleo y sueldo sabe que no puede soliviantar a sus jefes con opiniones peligrosas, es decir, de izquierdas, como sus jefes saben que no pueden soliviantar a los empresarios que ponen el dinero para sostener al medio.
¿Qué pasaría en España si los medios se atrevieran a decir lo que piensan sobre el principal partido de la oposición, corrupto hasta la médula, entregado a la mentira, carente del más mínimo escrúpulo a la hora de difamar al presidente y a su gobierno en España y parte del extranjero? En una comunidad de seres humanos comprometidos con una conducta ética, semejante partido no podría existir porque no habría quien le votara. ¿Por qué le votan? Pues será porque los medios no se atreven a decir por qué ningún ciudadano inteligente y moral debería votarle.
En Estados Unidos, la prensa veraz advierte, con datos irrefutables, que Trump y su partido están preparando las elecciones de 2024 para ganarlas, sea cual sea el resultado electoral, aprobando en los Congresos con mayoría republicana leyes anticonstitucionales que dificultan el voto de las minorías, generalmente demócratas, y dando a funcionarios republicanos la potestad de cambiar los votos electorales si el resultado del voto popular no les da la victoria. Cuesta creer que la presidencia de los Estados Unidos pueda ser ocupada por un autócrata perturbado cuya obsesión caliguliana por demostrar su poder podría destruir el mundo causando una guerra nuclear. Cuesta creer, por ejemplo, que un 70% de los votantes republicanos registrados sigue creyendo que a Trump le robaron las elecciones; que Trump es el mesías que salvará a los auténticos americanos de la diabólica intención de los socialistas del Partido Demócrata de importar inmigrantes con ADN no blanco; que las masas se alzarán, como en enero en el Capitolio, para sacar de la Casa Blanca a Biden, el ocupa, y devolver la mansión a su legítimo dueño, Donald Trump. (Esto debería sonar a los españoles, víctimas de los socialistas-comunistas que ocupan La Moncloa, dicen). Semejante negación de la realidad sugiere un altísimo porcentaje de enajenados. ¿Pero es posible que haya tanto loco en la nación más rica y poderosa del mundo y en otras como la nuestra, con fama de democracias serias?
Una encuesta reciente explica la causa de la aparente enajenación de tantos americanos et al. Todos los adoradores de Donald Trump confiesan, en encuestas y entrevistas, que sólo ven y escuchan medios de extrema derecha. Quien siga a las cadenas americanas de análisis político puede pensar que en España no hay analista ni medio que se atreva a decir en cámara tantas mentiras, tantos disparates como los comentaristas de esos medios americanos. ¿Que no? No voy a poner nombres que demuestren que sí. Que le hagan propaganda sus abuelas. Todos saben quiénes son y todos podemos elegir libremente si evitamos el aburrimiento con una distracción que no ponga en peligro nuestras facultades mentales.
Las grandes corporaciones han hecho a casi toda la población de todas las edades adictos a la adrenalina. Casi no hay serie ni película de éxito que no ofrezca a los espectadores bólidos que se estrellan, personajes que se matan, monstruos que aterran, tragedias horripilantes. Cuando el espectador se levanta de su butaca en el cine o apaga la tele para irse a la cama, su cerebro, inundado de adrenalina, ya está preparado para silenciar cualquier análisis racional. Ese cerebro ya no puede cuestionar la veracidad de un discurso de Trump, y aquí, de Abascal, Casado y toda su tropa. La adrenalina ha atrofiado sus facultades mentales y llega un momento en que la víctima no reacciona a discursos que expongan la realidad, que digan las cosas como son ofreciendo datos comprobables. Decir que el Partido Popular está ocupando a sopotocientos tribunales con sus casos de corrupción ya no impresiona a nadie. Hace tantos años que la noticia se repite que ya no es noticia digna de un esfuerzo mental para analizarla y comprender sus consecuencias. La consecuencia es muy sencilla de entender. Ante una urna electoral, el cerebro atrofiado por los medios no tomará en cuenta la corrupción y votará al Partido Popular o a cualquiera de las otras dos derechas por cualquier motivo irracional que se le ocurra. Lo grave, gravísimo del asunto lo resume Chomsky: «Una democracia que valga la pena requiere que sus ciudadanos ejerzan una defensa intelectual contra los medios y la cultura intelectual que busca controlarlos». Aquíya casi no quedan ciudadanos dispuestos a defender otra cosa que sus neveras, sus coches, su diversión, sus vacaciones.
En estos momentos, el gran peligro que afronta la democracia en Estados Unidos, en España y en medio mundo es que los ciudadanos no aceptan «la responsabilidad por sus propios pensamientos y acciones y no aplican a los demás las mismas normas que se aplican a sí mismos«. Otra vez, Chomsky. El resultado son países controlados por las grandes corporaciones y los intereses financieros. Y mientras esa siembra de cerebros obnubilados se produce, los ciudadanos se van convirtiendo, sin darse cuenta, en poco más que en patatas echadas en un saco en el que van engendrando raíces que producen más patatas. Esto es lo que hacen la mayoría de los medios: convertir a la mayoría de los ciudadanos en poco más que patatas.
Sólo la especie humana es capaz de pensamiento crítico. Luego se trata de asfixiar el pensamiento crítico para privar a los ciudadanos de humanidad y convertir sus conciencias en vegetales que ni entiendan ni quieran entender ni exijan que se respete su derecho a vivir una vida humana.
Díaz Ayuso sigue en los grandiosos Estados Unidos de América, pero menos cubierta por la lona de anonimato que estaba haciendo su estadía absolutamente insustancial. Díaz Ayuso sabe quitarse esa lona de encima soltando, de vez en cuando, una genialidad que eclipsa a todos los astros. Esta vez, se ha metido con el Papa, toma ya, porque el Papa ha pedido públicamente perdón por todos los pecados cometidos por la Iglesia en la conquista de América. Dice la sapientísima y valentísima presidenta de Madrid, la Roma contemporánea, y cito porque tanta genialidad tiene que respetarse: «Me sorprende que un católico que habla español hable así a su vez de un legado como el nuestro, que fue llevar precisamente el español y, a través de las misiones, el catolicismo y por tanto la civilización y la libertad al continente americano…El indigenismo es el nuevo comunismo». ¿Dejarán de votarla por eso todos los curas, prelados y monjitas de nuestro país? Porque eso de llamar al Papa un católico que habla español parece demasié hasta para la sacrosanta presidenta. No lo esperemos. Todos los medios españoles han dado a esas terribles palabras amplia cobertura con los comentarios de rigor para que lectores, oyentes y espectadores les den la categoría de inspiradas por Dios.
Y bien, ¿qué hacemos? ¿Nos dejamos vegetalizar por los medios de derechas y los equidistantes engrosando las cuentas bancarias de sus dueños a base de permitir que las nuestras sobrevivan a duras penas o se mueran de hambre? No será para tanto, habrá quien diga. Y habrá quien siga votando con las glándulas para ahorrar esfuerzos a su razón. En algo estamos todos de acuerdo. Pedro Sánchez y su gobierno van aprobando leyes que humanicen a la sociedad. Casado y su tropa no hacen otra cosa que tomarnos por patatas. Pero nadie puede negar que Isabel Díaz Ayuso es muchísimo más divertida que Pedro Sánchez, adónde va a parar.
Empiezo con dos frases de mi artículo anterior: «Ni Pedro Sánchez ni ningún otro presidente de un gobierno democrático puede solo contra la dinamita que los politiqueros y los medios de desinformación acumulan para demoler nuestras libertades y nuestro bienestar. Los gobiernos democráticos necesitan más que nunca la ayuda de los ciudadanos». Y resulta que uno de los más graves peligros que hoy acechan a nuestra democracia es que la mayoría de los ciudadanos están cabreados, muy cabreados. A casi nadie le faltan motivos. El motivo más grave parece ser el ataque del coronavirus, pero no lo es. En mayor o menor medida, el virus nos ha desmoralizado a todos. Despertarse cada día con la noticia del número de afectados, hospitalizados graves y muertos asusta, preocupa, deprime, pero, ¿puede decirse que cabrea? No. Cabrean el confinamiento, los toques de queda, la pérdida de una pequeña empresa, de un trabajo, de la compañía de los amigos, de esas cosas que cada cual apreciaba en su vida con la seguridad de estar viviendo una vida normal. Pero siendo graves esas consecuencias de la Covid 19, no es lo más grave que nos está pasando. Lo más grave es que estamos sufriendo un trastorno para el que no hay vacuna; un trastorno que no se relaciona con el virus y que, en nuestro país, ningún medio se atreve a comentar. Estamos sufriendo una pandemia de vesanía universal; dicho en plata y con mayor concreción, una pandemia de cabreo.
El sábado 18 de septiembre se produce una manifestación ante el Capitolio de los Estados Unidos para protestar contra la injusticia de tener encarcelados a unos 500 «inocentes patriotas» acusados del ataque al Capitolio del 6 de enero que causó 5 muertes y lesiones a 140 policías. La reivindicación de esos «presos políticos» es de Donald Trump, por escrito. En Cataluña, los independentistas consideran «represaliados» a los fueron condenados e indultados por haber promovido un referéndum ilegal y proclamado la independencia, y a los que aún están por ser juzgados; al president que se fugó para montarse en Bélgica una República de Cataluña en una mansión alquilada, le llaman «exiliado». Este sábado, alteró las calles de Madrid una manifestación de energúmenos de la eufemísticamente llamada ultraderecha contra la homosexualidad y los homosexuales. En Estados Unidos, en Francia, en España y otros países, se manifiestan desquiciados contra la obligación de vacunarse y llevar mascarilla para salvar vidas. En Rusia, la mayoría vota sin rechistar para seguir garantizándole el poder a un autócrata que vive del erario público como un rey y que mete en la cárcel a cualquiera que le estorbe. En Venezuela, la mayoría jalea a un matón que defiende sus políticas autoritarias con el tono de un boxeador que estuviera promocionando su estampa antes de un campeonato importante. En Nicaragua, un mandamás emula las formas de gobierno del tirano que hace años ayudó a derrocar. En Brasil… Me guardo los etcéteras porque excederían a las páginas que corresponden a un artículo razonablemente largo.
En un mundo en el que imperara la racionalidad, estos personajes estarían en la cárcel, de haber cometido un delito, o en un sanatorio psiquiátrico, sin suponer una preocupación para nadie más que para sus familias. En el mundo que todos estamos sufriendo, el peligro mortal lo constituyen los millones y millones de seguidores que les jalean, que les apoyan, que han renunciado a la cordura para no desentonar con la chifladura reinante. Esa chifladura se caracteriza, sobre todo, por el cabreo. Lo más curioso y alarmante del caso es que los cabreados no lo están contra la desigualdad, la temporalidad laboral, los salarios de miseria y las condiciones de trabajo infrahumanas; ni siquiera por convicción, por la ilusión de que nuevos gobernantes lo harán mejor. Los cabreados siguen a los nuevos populistas, convertidos en personajes sacralizados gracias a una propaganda aún más eficaz que la de Goebbels, porque esos personajes han conseguido sublimar todas las frustraciones de su vida elevándolas a un cabreo seudo político que les hace sentirse superiores. Goebbels, el genio de la propaganda nazi que parecía insuperable, ha sido superado en este nuevo siglo por una nueva máxima. Una masa de cabreados responderá con fidelidad ciega al líder que consiga cabrearlos. Cabrear a un individuo fracasado contra su propia vida le libra de la depresión y le proporciona el desahogo que necesita para seguir viviendo. Con esto en mente, conviene recordar que cuando la propaganda se dirige a cultivar la violencia, la vida de cualquiera y de todos está en peligro.
¿Quienes asaltaron el Capitolio el 6 de enero con palos, tubos y otras armas, llamando a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, con voces amenazadoras de película de terror y pidiendo que ahorcaran al vicepresidente de Estados Unidos? Había miembros de una cantidad de organizaciones antisemitas, de supremacistas blancos, de secesionistas sureños, de abiertamente nazis, todos con símbolos en camisetas y banderas para que nadie confundiese su filiación. Aparentemente, querían evitar el recuento de votos electorales a favor de Biden, pero en entrevistas posteriores para radios y cadenas de televisión se demostró que muchos de esos insurreccionistas no sabían lo que eran votos electorales. ¿Por qué participaron, entonces, en la insurrección? Porque Trump les ordenó que asistieran, dijeron muchos y siguen diciendo, algunos bajo juramento. ¿Y cómo consiguió Trump convertirse en mesías que millones siguen adorando y obedeciendo en América aunque ya no tiene ningún poder real? A todas esas organizaciones las une un nacionalismo racista como el de la Alemania de Hitler. Los discursos populistas contra los negros y marrones revuelven las glándulas de los frustrados, y la presencia de negros y marrones en cargos políticos importantes y demostrando un alto nivel intelectual en todas sus intervenvenciones en los medios ensangrientan de furia los ojos de los blancos fracasados. Trump ha conseguido aglutinar toda la frustración de los medio pobres blancos y de los pobres de solemnidad que los medio pobres llaman «basura blanca», con discursos que incitan al odio; discursos que son divulgados y comentados por radios y cadenas de televisión afines. Trump ha convertido la frustración de los frustrados en cabreo y ese cabreo en un impulso ciego que les fuerza a cometer cualquier atrocidad para cargarse a la democracia que consideran culpable de su fracaso.
Lo del independentismo catalán y el negacionismo fanático es otra cosa que merece otra explicación en artículo aparte, pero tienen en común con los cabreados americanos que, cada cual por sus motivos, vive en perpetuo cabreo contra las cosas como están. Los unos están dispuestos a renegar de la democracia española aún sin saber cómo se montaría lo que viniera después. Ningún político les dice el cómo. Solo les dicen el modo de emocionarse y cabrearse contra lo que hay. Los negacionistas están dispuestos a arriesgar su propia vida y la vida de los demás. La sensación de superioridad que les proporciona su fanatismo es, en esencia, la misma que siente un supremacista blanco. El vegetariano y el vegano pueden justificar la elección de sus alimentos por su especial empatía con los animales. El negacionista se cabrea si no se le permite que todos se arriesguen como él; es decir, exhibe con orgullo su falta de empatía con sus conciudadanos. Si su fanatismo les obliga a vivir en un ay que, encima, no pueden confesar, ¿qué derecho tienen los vacunados y enmascarillados a vivir más tranquilos? El negacionista basa su superioridad en una falsa valentía que le obliga a vivir con el miedo a la pandemia que sufren todos los demás, pero con el agravante de que tiene que ocultarlo.
La manifestación de los homófobos en Madrid revela otro trastorno del que nunca se habla. La sexualidad es un asunto privado que puede tener o no sus complicaciones, pero a ninguna persona que disfrute, más o menos, de una sexualidad satisfactoria, le preocupa la sexualidad de los demás. Algo le pasa al que tiene que afirmar su heterosexualidad públicamente con actitudes homófobas o con ruidosas manifestaciones callejeras. Algo muy grave le pasa al que tiene que afirmar su heterosexualidad agrediendo a homosexuales. Tan injustificables agresiones sugieren que el aparente homófobo se agrede a sí mismo castigándose por reprimir su propia orientación. La explicación puede parecer retorcida pero, ¿qué otra puede haber? Hay quien justifica su homofobia con argumentos religiosos, lo que prácticamente tiene carácter blasfemo. Denostar la homosexualidad en nombre de Dios es atribuir a Dios un interés por la sexualidad que le reduciría a la naturaleza de los dioses míticos.
Falta decir algo sobre los hombres cabreados por los derechos y libertades que adquieren las mujeres en una democracia; cabreo que vuelcan en los partidos democráticos que aprueban leyes a favor de la igualdad. El gran descubrimiento del cavernícola fue que la mujer tenía mucha menos fuerza que él, lo que le permitía esclavizarla sin gran dificultad. Hoy sigue siendo numerosa la tribu de los hombres que, amparados por su cantidad de testosterona en sangre, utilizan a la mujer como un objeto al que pueden manipular, maltratar y hasta matar. El cabreo de estos hombres contra quienes permiten que la mujer acceda a cargos de relevancia a los que ellos, probablemente, jamás podrán aspirar engorda alimentándose con el empoderamiento de las mujeres gracias a las leyes que lo protegen y a su propia lucha por conseguirlo. Si esos hombres frustrados pudieran, descargarían su cabreo contra los gobernantes y legisladores que les privan de utilizar su fuerza física impunemente para demostrar su superioridad. Hace veinte años empezaron a verse los efectos de la democracia en la defensa de los derechos de las mujeres en Afganistán. Los infrahumanos talibanes han acabado con esos derechos en pocos días y en nombre de su dios. ¿Cuántos hombres habrá en el mundo que, cabreados por su frustración, hoy envidian regímenes absolutistas como los de los talibanes y otros por el estilo?
No hace falta devanarse los sesos para descubrir el cabreo que afecta a sociedades que, en el mundo entero, se alejan cada vez más de la naturaleza humana. Ni hace falta tener una inteligencia portentosa para darse cuenta del daño que los individuos infrahumanizados pueden hacer a todos con su cabreo. En España, la mayoría de los ciudadanos ya han detectado que la propaganda de los tres partidos de derechas se funda en la crítica feroz al gobierno, en el insulto, en la voluntad de cabrear. Conviene que el gobierno tenga en cuenta el objetivo de esa propaganda y a él se enfrente como si se tratara de una emergencia nacional, porque de una emergencia nacional se trata. Un gobierno democrático necesita a los ciudadanos para mantener una democracia fuerte y saludable. Un gobierno democrático tiene que imponer, por lo tanto, una educación humanizadora que a todos instruya sobre las características y las exigencias de la auténtica libertad, preparando a los ciudadanos de todas las edades para enfrentarse a los ataques destructivos de la desinformación. O el gobierno lucha contra el cabreo con todos los medios a su alcance o la democracia se convertirá, más pronto que tarde, en un cuento embellecedor del pasado.