
Cuesta recuperarse de la tortura de la Semana Santa.
Cuesta recuperarse de la tortura de las multitudes que asisten embelesadas a espectáculos espantosos. Miles de ojos contemplando la imagen de un hombre coronado de espinas, con goterones de sangre cayéndole por la cara, expuesto al mundo medio desnudo, clavado en una cruz. Miles de ojos siguiendo a la madre del crucificado, cubierta con ricos ropajes entre los que solo sobresale el rostro transido de dolor. Miles de oídos excitados por la música de bandas, por el redoblar de tambores que acompañan al crucificado y a la madre dolorosa. Miles de cuerpos con la respiración entrecortada; los ojos anegados de lágrimas. Miles de mentes con la razón ahogada por las emociones y la satisfacción de haber cumplido con la tradición.
Cuesta recuperarse de la tortura de multitudes encerradas en los cubículos de sus coches esperando durante horas que se mueva la cola interminable de otros cubículos que esperan barrándole el paso por delante.
Cuesta recuperarse de la tortura de multitudes que hacen cola para subirse a un autobús, a un tren, a un avión.
Cuesta recuperarse de la tortura de quienes han conseguido llegar a una playa y, tumbados al sol, no dejan de pensar lo poco que les durará el ocio, lo mucho que les ha costado llegar hasta allí y lo mucho que les costará volver a la rutina diaria, retorno tal vez agravado por un préstamo.
Cuesta recuperarse del esfuerzo de tantas multitudes por creer que se lo han pasado bien y que, cuando llegue el verano, se lo pasarán igual de bien aunque no haya procesiones y para ver crucificados, tengan que visitar alguna iglesia o algún museo. También es bonito, aunque sin bandas ni tambores. Cuando el presente no gusta, queda imaginar un futuro mejor.
Cuesta recuperarse, pero pronto se aprende que la vida es una lucha constante por recuperarse de contratiempos más o menos graves. A algunos les sirve de consuelo pensar que hay muchos que no se pueden recuperar; no en este mundo. Ese pensamiento sirve para agradecer la vida que nos sigue ofreciendo otra oportunidad.
Estamos vivos. A veces preocupados y tristes por lo que nos cuentan los medios, por todo lo que tenemos que superar en un mundo que no quiere creer que fuimos creados para ser felices o que no sabe cómo cumplir con el propósito de la creación; a veces horrorizados ante tanto horror creado por el hombre. Pero estamos vivos. Otros tienen que vivir temiendo la muerte hasta que algo o alguien les detiene el cuerpo para siempre.
Sabiendo que la política no me podía ayudar a recuperarme, mi voluntad se empeñó en recordarme unos versos de mi antología personal; cuatro cosas de la guerra que me contó mi madre y que mi alma transformó en poemas. Hoy vuelven a mi memoria con las imágenes de Ucrania, de todas las ucranias que siempre hay por el mundo; de todas las madres, los padres, las hijas, los hijos cuyos cuerpos tal vez sobrevivan a las atrocidades de esas guerras, pero cuyas memorias llevarán grabadas hasta que dejen de vivir.
EL TROMPO
Los ojos giran, quietos,
por el mundo que gira,
libres, eternos.
Sueña el niño.
Callemos.
LA FUENTE
A los niños de Gaza, Sarajevo, Pristina, Freetown, Madrid, Barcelona, Guernica, Yemen, Ucrania, etc.
I
Dejó de manar la fuente.
El hambre y la sed se abocan
a las fosas desbordantes
de despojos.
En el muro acribillado
los niños buscan tesoros
y dibujan calaveras
con tizones.
Por los sembrados de cruces,
con las Hidras y las Furias,
los niños juegan cantando
sus venganzas.
Los niños, sobre los huesos,
se acuestan con los fantasmas.
Les lleva el sueño a las sombras
donde blasfeman los ángeles.
II
La fuente vuelve a manar.
Se acercan las bocas ávidas.
Los niños dan a sus hijos
su chorro de hiel y lágrimas.
Y los hijos de los niños
juegan por los mismos campos
con las mismas compañías
cantando los mismos cantos.
III
Vuelve la fuente a agotarse
y vuelven la sed y el hambre
a las fosas desbordantes de despojos
IV
Y vuelve a manar la fuente.
Y vuelven, vuelven y vuelven.
CANCIÓN DE LA NIÑA SOLA
A aquella España, a aquellos niños
I
Mirando la calle
la niña cantaba:
“La gente es color
que te alegra el día
y hace compañía
lejos del balcón.”
La niña cantaba
mirando el torrente:
“Por la calle bajan
banderas, carteles,
carruajes de plata,
fusiles, juguetes,
sábanas con cuerpos,
zapatos con pies,
cajitas con huesos,
sombreros con sesos.
¡Qué bonito es!”
La niña cantaba
a la procesión:
“En cruz de oro y plata
va nuestro Señor,
su Madre enjoyada
y el cuerpo de Dios
en urna redonda
entre rayos de sol.
Le siguen señores
con ricas estolas,
otros de uniforme,
otros con sus ropas
de gente de bien.
Y guapas señoras
y niñas muy monas.
Qué bonita es
la calle tan limpia,
con tanto color
que te alegra el día
y hace compañía
lejos del balcón.”
No bajes, no, no.
TODAVÍA
A los hijos de los niños de la guerra
Todavía
alguna vez con ella me despierto
entre paredes grises y desnudas
al asombro de unas mañanas quietas
sin voces, sin olores, en penumbra.
Todavía
acompaño su triste desconcierto
por el pasillo, la cocina helada,
las puertas que limitan el encierro
donde se vuelve noche la mañana.
Todavía
salgo con ella y su esperanza al patio
por si han vuelto los niños y los juegos,
los cantos y las risas, los geranios,
la ropa al sol, los gatos y los perros.
Todavía
me sorprendo con ella en un desierto
rodeado de puertas atrancadas
y me da miedo la quietud y el miedo,
y con el miedo vuelvo a entrar en casa.
Todavía
prendo con ella el oído ansioso
a la caja de voces de otro mundo
dibujándoles cara y, con sus ojos,
contemplo los dibujos sobre el muro.
Todavía
me alerto con su cuerpo a los aullidos
que estremecen los cielos y la tierra
y corro con su cuerpo perseguido
por nubes de rapaces gigantescas,
con el alma prendida a los zapatos,
con el terror mordiéndome las piernas.
El pavimento es duro, lento, largo.
El refugio parece que se aleja.
El mundo corre, se derrumba al lado
y por donde iba Dios, la muerte vuela.
Todavía
vuelvo con ella a la casa oscura.
Entra la noche por el techo abierto
y hay luna y hay estrellas, pero mudas,
y el silencio del patio está en el cielo.
Todavía
vivo sus hambres, su dolor, su miedo
con el miedo, las hambres y el dolor
de aquella que vivía hambres y miedo
y dolor con el dolor, las hambres
y el miedo de sus muertos.
Todavía…
Me quito el chapeau, ante tus poemas, querida amiga. La descripción que hace una niñas, tú, María, niña y hoy adulta, de las procesiones, esas representaciones terribles del sufrimiento humano, y la que haces de la guerra, una guerra infinita, una guerra que no da tregua con el devenir de la historia. Guerras enquistadas en el corazón de los hombres que se matan por la codicia de unos pocos que con su flauta de hamelin enrolan en sus huestes a pobres seres humanos que creen matar por causas justas. Nunca ha existido una causa justa para las guerras, pero eso no lo hemos aprendido a pesar de los siglos.
Tu artículo hay que leerlo entre líneas, dices tanto y con tanta clarividencia que remueves la conciencia de cuantos te leemos.
La devoción a un trozo de madera policromada o a una figura de escayola pintada, es algo que nunca ha dejado de sorprenderme para mal. Las tradiciones no pueden ser actos de fe detrás de la que esconder las miserias humanas.
Reconozco, no obstante, que mi visión de este asunto está influenciada por mi absoluto descrédito de lo sobrenatural, y es por ello que me cuesta tanto entender la fe del carbonero, lo respeto, no podía ser de otra forma, pero ni lo comparto ni me gusta.
Tu artículo de hoy me ha sorprendido gratamente, siempre me sorprende, pero quizás este más que otros al descubrir la poeta que hay en ti. Creo que la poesía es la forma de sublimar los sentimientos de los seres humanos, el arma de paz que usamos quienes, a menudo la utilizamos.
Malos tiempos para la poesía, los poetas sangran con sus versos envueltos en la indiferencia de los demás, pero seguimos (permíteme que me incluya) describiendo la vida desde lo más profundo de nuestro corazón.
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