Los errores de Pedro Sánchez

Estoy de “los errores de Pedro Sánchez” hasta más allá de la coronilla. Mañana, tarde y noche no hay presentador ni analista ni tertuliano que no empiece una crítica a la oposición sin meter por delante o en el medio o al final “los errores de Pedro Sánchez”. Que ha cometido muchos, agregan, como si fuera una norma de libro blanco mencionar “los muchos errores de Pedro Sánchez” antes o después de mencionar el error de cualquier otro político. Que conste que “Pedro Sánchez ha cometido muchos errores” no vaya a ser que acusen al periodista o catedrático o experto en cualquier cosa de ser parcial al gobierno, de no ser equidistante, de ser socialista, ¡qué horror!

Si pudiera meterme en la entrevista o en la tertulia sin pasar por filtros interrumpiría a quien mencionara “los errores de Pedro Sánchez”  para pedirle que me enumerara y concretara “los errores de Pedro Sánchez” de una puñetera vez. Seguramente, mi petición no le dejaría mudo. Empezaría sin duda por el error en la comunicación. Y yo, que también sé ponerme pesada, insistiría: “¿Me lo explica?” Algo le saldría a ese quien fuera para no darse por vencido. Por ejemplo, Sánchez dice vaguedades, no precisa, no contesta  cuando le preguntan los periodistas. Y yo, que no dejo de escuchar atentamente los discursos y las respuestas de Sánchez en las conferencias de prensa, argüiría que yo entiendo perfectamente todo lo que dice, que lo que no entiendo es qué no se entiende de lo que dice Sánchez. Vamos a ver, ¿me puede dar algún ejemplo de vaguedades, de imprecisiones, de falta de respuestas? Y claro, me las daría, enrevesando. La lengua española da para mucho como nos demostró Mariano Rajoy semántica y sintácticamente. Al final resulta que no entiendo a quien no entiende a Pedro Sánchez porque explica los errores de Pedro Sánchez con vaguedades, imprecisiones y respondiendo con algo distinto a  las preguntas que se le han preguntado. Y me pregunto yo, ¿por qué ese empeño en meter por todas partes “los errores de Pedro Sánchez”, que comete errores y son muchos errores?

La mente se me va por todos los cerros y en todos veo preguntas que parecen brotar como horrendas plantas carnívoras dispuestas a devorar a cualquiera que acerque.

Se desata una epidemia que empieza a matar personas a miles. El presidente del gobierno se encierra con epidemiólogos y expertos en diferentes áreas y con sus ministros para dar forma legal a las soluciones que epidemiólogos y expertos le han aconsejado. La prensa empieza a clamar que el presidente está encerrado, que no aparece, que no da la cara. ¿Qué quieren? ¿Un presidente que aproveche las circunstancias para convertirse en estrella mediática al estilo del líder de la oposición? Poco tardarían en quejarse de que el presidente no trabaja porque está siempre en la radio, en la tele o en sesiones de fotos.  El presidente no informa, dicen. Está trabajando, coño. Para informar ya tiene al doctor Fernando Simón y al Ministro de Sanidad, Salvador Illa, y a quien tenga información que ofrecer en su campo de responsabilidad. Sí, pero resulta que el doctor no tiene voz de comunicador y Salvador Illa es filósofo y la Ministra portavoz habla con acento andaluz y salen unos hombres con uniforme. ¿Me quiere alguien decir qué tienen esos detalles que ver con una epidemia que amenaza con destruir a miles de personas, que está destrozando a miles de familias, que va a meter en un hoyo la economía del país junto a los millones que dependen de la economía del país? Es que no se puede estar hablando todo el día de todos los días en soso de las tragedias que nos acoran; hay que echar un poco de sal y pimienta, dirían. Y digo yo, por ejemplo, Pedro Sánchez está dando una conferncia de prensa una vez en semana para informar. A lo que casi todos los comentaristas replican: Sí, pero no dice nada.

Nos estamos luciendo con el aliño. Sobre todo, picante que no falte. Europa entera y parte de América nos contemplan con una cierta diversión y, sobre todo, con estupor. Trump no para de decir y recomendar disparates, pero es el presidente de los Estados Unidos y se le respeta aunque toda persona sensata se dé cuenta de que está loco de remate. Bolsonaro, otro por el estilo, está llenando el país de muertos, pero es el presidente de Brasil y se le respeta y se monta una manifestación multitudinaria para apoyarle. Los españoles, sin embargo, ya están otra vez a palo limpio. El presidente Sánchez comete muchos errores y no se pone de acuerdo con el líder de la oposición.

La oposición de las derechas, agotadas ya contra el gobierno todas las salvajadas  que se le pueden ocurrir a una mente salvaje, recurre a repetir salvajadas para que la diversión no decaiga. Al principio, los periodistas, presentadores, tertulianos repetían con entusiasmo esas salvajadas hasta que, conscientes de que un chiste que se cuenta varias veces no hace gracia, dejaron de repetirlas. Entonces,  a uno de los salvajes se le ocurrió acompañarlas con el ruido de cacerolas. Escándalo los dos o tres primeros días. Los españoles iban a atronar todas las calles de España pidiendo con caceroladas la dimisión del gobierno. Pero la sugerencia no coló. Para tumbar a este gobierno habría que sacar los tanques a la calle, pero resulta que el ejército ya no es como el de aquellos tiempos, ¡qué tiempos aquellos! El ejército ha madurado y, salvo honrosas excepciones, se ha vuelto democrático. ¿Qué hacer? Considerando que cuatro años son muchos años y que las ideas se agotan, ya solo les queda hacer una manifestación con los líderes en cueros para demostrar a los más brutos que los de derechas la tienen más grande. El Photoshop hace maravillas y los expertos en marketing saben cómo preparar pienso para atraer al rebaño.

Nos toman por animales. No solo la salvaje oposición de las derechas; casi todos los periodistas, comentaristas y tertulianos también. Ni anoche ni esta mañana he oído ni leído referencia alguna al discurso impecable de hombre de estado que el presidente de todos los españoles ofreció ayer en el Congreso. Sin poder acusar a Pedro Sánchez de soberbia, como de costumbre; sin poder acusarle de ocultar datos, como de costumbre; sin poder acusarle de insultar y crispar, simplemente ignoraron su discurso entero desviando la atención de oyentes y espectadores a lo difícil que le resulta a Pedro Sánchez llegar a acuerdos con los demás partidos, razón por la cual iba a resultarle muy difícil gobernar. La media noche les trajo un milagro  inspirado en el cuento de Cenicienta, pero al revés. A esa hora intempestiva, la calabaza de la sesión del Congreso se convierte en suntuosa carroza regalando titulares a los periódicos y tema para hoy a presentadores y tertulianos. “El PSOE, Unidas Podemos y Bildu firman la derogación íntegra de la Reforma Laboral”. ¡Gloria a Dios! Ahora sí que apareció un error de Pedro Sánchez. Uno de los errores de Pedro Sánchez, de los que se llaman garrafales, fue decir, hasta en el Congreso, que solo derogaría los aspectos lesivos de la reforma. Lo cual confirma otro error. Pedro Sánchez da bandazos, comete un error y rectifica.  O sea que encima de una oposición salvaje y otra que solo está por sus asuntos como si el resto de los españoles le importáramos menos que un comino, resulta que tenemos una prensa que no sabe que rectificar es una virtud. Para quien no se haya enterado, el pleno de ayer era para prolongar el estado de alarma con el objeto de evitar más contagios y salvar más vidas. Qué aburrido, ¿no?

Pues bien, en nombre de la mayoría de los españoles, digo urbi et orbi que nos importa un carajo que la reforma se derogue íntegra o solo los cachos que nos afectan lesivamente. Miren ustedes, a la mayoría de los españoles nos importan nuestros padres, nuestros hijos, nuestros nietos. Y porque nos importan todos ellos, nos importan nuestras neveras, nuestras hipotecas, nuestros alquileres. Y por eso, de la reforma laboral nos importa lo que afecte a nuestros empleos y sueldos y condiciones de trabajo y de despidos, y paren de contar.

No queremos monsergas. No queremos que nos amarguen más la vida quitándonos la esperanza. No queremos que nos asusten más de lo que nos asusta el puto virus, intentando convencernos mañana, tarde y noche de que nuestros destinos están en manos de un hombre, de un gobierno que solo comete errores y muchos errores.  ¿Se enteran? Pues a ver si se enteran de una vez porque uno de los errores que oposición y prensa cometen en este país es dejarnos en ridículo ante todos los países civilizados del mundo por creer que una pandemia se combate zurrándonos los unos a los otros. Eso sí que es un error que afecta nuestra dignidad y nuestro prestigio. Y ese error sí que no se puede contar entre los muchos, imprecisos “errores” de Pedro Sánchez. Hemos dicho.  

Pandemia de locura

El trastorno de la facultad racional empezó hacia 2008, se fue extendiendo, y en corto tiempo afectó a millones en el mundo entero. Los países más afectados fueron los más desarrollados. Había en esos países una potente clase media de pequeños empresarios y trabajadores con sueldo medio que, gracias a las tarjetas de crédito y a los préstamos, vivían como ricos, metiéndose en hipotecas, respondiendo a los reclamos de la moda, cambiando de coche cada dos años, llenando aeropuertos y hoteles de países exóticos. De repente quebró el mundo financiero y todos esos se dieron cuenta de que, en vez de medio ricos, eran medio pobres. Y su mundo empezó a derrumbarse. Cerraban las empresas que pagaban sus sueldos medios, dejándoles, de la noche a la mañana, con subsidios de desempleo. Tuvieron que cerrar las pequeñas empresas que les hacían sentirse empresarios aunque su fortuna no fuera muy superior a la de sus trabajadores más cualificados. Después de quedarse en la calle,  sin trabajo a la vista y con la nevera vacía, millones tuvieron que pasar de los restaurantes a los comedores de caridad.

A consecuencia de la hecatombe, se desató una pandemia de trastornos mentales. Fueron muchos los que necesitaron y recurrieron a atención psicológica o psiquiátrica en los países donde la salud mental formaba parte de la sanidad pública. En los que no, cada cual luchaba como podía contra la depresión y los ataques de ansiedad. Para los medio pobres y los que ya se habían degradado a pobres de solemnidad, uno de los modos de procurar alivio a sus trastornos fue seguir los discursos taumatúrgicos de los populistas que empezaron a proliferar ofreciendo soluciones milagrosas.

Por aspirar a milagros o por nostalgia a lo que una vez se habían creído que eran, millones de nuevos pobres se adhirieron al neoliberalismo. ¿Qué era eso? Los populistas de derechas lo explicaban con toda claridad. Fuera impuestos. Que donde el dinero estaba mejor era en los bolsillos de la gente y que si estaban bien las empresas, volverían a dar trabajo y pagarían mejores sueldos y todo volvería a ser como cuando todos eran medio ricos.

Una multitud de trabajadores y desempleados abandonó los partidos políticos que hasta entonces habían defendido sus derechos para seguir a los partidos que defendían a financieros y empresarios porque eran ellos los que tenían el dinero y los que lo sabían administrar y los que iban a dar empleo con salarios justos porque sabían que el empleado bien pagado trabaja mejor. Además, los sueldos iban a rendir el doble porque ya no tendrían que pagar impuestos. ¿Y la educación y la sanidad públicas? Estarían mucho mejor en manos privadas porque con lo del libre mercado, escuelas, universidades y hospitales se esmerarían más por conseguir y conservar clientes. ¿Y los que no pudieran pagárselos? Para eso estaban la Iglesia y las ONG, y para que los que iban a recuperar su categoría de medio ricos pudieran tranquilizar sus conciencias donando un poquito aquí y un poquito allá. ¿Y las pensiones? Los viejos viven demasiado y no tiene sentido aumentar la pensión a quien no puede disfrutarla financiándole una vejez inútil a costa del trabajo de los jóvenes. Una de las ventajas de afiliarse a uno de esos partidos neoliberales era que sus líderes no tenían el mal gusto de hablar de la pobreza y de los pobres y de los viejos. Con esos partidos, la pobreza y los pobres y los viejos desaparecían para no amargar la vida ni de los ricos ni de los medio ricos ni de los medio pobres. ¿Puede alguien rebatir argumentos tan rotundamente lógicos? Podían rebatirse con otros argumentos que muy pocos querían escuchar porque su facultad racional ya padecía efectos postraumáticos.

Igual que ocurrió con la pandemia del Covid 19, al principio nadie advirtió la gravedad de esos efectos. En los países de la Europa oriental, la mayoría empezó a votar por populistas de derechas. Algunos analistas lo achacaron a una  reacción contra los años de dominación soviética; otros, al miedo que quedaba como secuela de la gran depresión. Fuera por lo que fuese, Hungría, Polonia y otros estaban demasiado lejos para importar a los ciudadanos de las democracias occidentales. Hasta que en los Estados Unidos de América la mayoría de los estados electoralmente más importantes eligió presidente a un individuo  que nadie en su sano juicio podía considerar equilibrado. Los pensamientos, palabras y obras de Donald Trump han puesto en ridículo a la primera potencia  y varias veces en peligro la paz mundial. ¿Es que podía esperarse otra cosa de un personaje que durante toda su campaña había exhibido serios trastornos mentales, tan evidentes que solo podían ignorarlos otros perturbados como él?  Fue entonces cuando los especialistas se plantearon la posibilidad de que en los Estados Unidos se hubiese declarado una epidemia de locura cuya señal más alarmante no era Donald Trump, sino los millones que habían votado a Donald Trump.             

Y la locura se convirtió en pandemia. Millones de pobres le dieron el poder a Bolsonaro en Brasil, a la coalición demencial de Salvini en Italia, a un clon de Trump en el Reino Unido, poniendo sus destinos en manos de chiflados. España no se libró. Tras haber dado sobradas muestras de incompetencia, Mariano Rajoy fue reelegido presidente del gobierno en 2015. La desfachatez con que mentía coleccionando para la posteridad una enorme hemeroteca de mentiras desmentidas por la realidad; el desmantelamiento paulatino de la educación y la sanidad públicas; su laissez faire a las empresas causando un retroceso de décadas en los sueldos y una desigualdad social de la época pre-democrática, mientras su partido ocupaba a los tribunales con cientos de casos de corrupción, no evitó que millones de medio pobres  enloquecidos volvieran a dar la mayoría a Rajoy. Y tal vez aún seguiría Rajoy en el poder si la Audiencia Nacional no hubiera condenado al PP por lucrarse de la trama Gürtel y acreditado la existencia de una caja B en el partido y dudado, en la sentencia, de la credibilidad de Rajoy, forzando a la oposición a presentar una moción de censura. A pesar de todos los pesares pasados, presentes y futuros más de cinco millones de personas volvieron a votar al PP en las elecciones de 2019, casi tres millones menos que en las anteriores, pero de todos modos, cinco contundentes millones.   

Como en el descenso del número de contagiados y el ascenso del número de altas en la epidemia del Covid 19, la pérdida de votos del PP parecía indicar que la epidemia de locura, tras haber llegado a un pico, empezaba a descender, pero hoy por hoy no se puede afirmar tal cosa. Vox, con el más populista de los programas y unos discursos que compiten con los disparates de los líderes de los partidos más extremadamente irracionales y antidemocráticos del mundo, obtuvo millones de votos que le permitieron ser decisivo en la formación de varios gobiernos autonómicos incluyendo el de la capital de España. Esos millones de votos llevaron a cincuenta y siete diputados de ese partido al Congreso, convirtiendo las sesiones en espectáculos deplorables. En cualquiera de esas sesiones, los discursos de los populistas neoliberales denigran a la institución sustituyendo el debate por insultos, por una flagrante falta de respeto al gobierno, a su presidente y por ende, a la democracia. En eso consiste la estrategia de Vox y en eso consiste la estrategia del PP de Pablo Casado. Los millones de votos que consiguen los dos partidos plantean dos preguntas muy serias: o hay millones de cobardes en España que prefieren una dictadura que les ofrezca seguridad aunque tengan que renunciar a la libertad y a todos sus derechos o hay millones de españoles que han perdido el juicio. Los espectáculos de Casado con sus sesiones fotográficas y sus discursos tipo Vox en el Parlamento; los espectáculos y los disparates de Díaz Ayuso; el espectáculo de película de terror que ofrece Álvarez de Toledo en el Congreso como portavoz del PP demuestran el trastorno de esos líderes y el trastorno demuestra que no pueden estar equilibrados quienes les votan.

Hoy que no podemos perderle el miedo al Covid19 porque nos jugamos la vida, surge con mayor ferocidad el monstruo de la pandemia de locura. Tampoco se le puede perder el miedo a los millones de votantes que podrían destruir el país poniendo el gobierno en manos de perturbados. Quienes aún conservan intacta su facultad racional tienen que seguir luchando contra esa pandemia. ¿Cómo? Protegiéndose con el ejercicio de su facultad racional, desmintiendo bulos, desenmascarando a periodistas que propagan mentiras y a los que desprestigian la Política y la democracia con el truco de la equidistancia queriendo hacer creer que todos los políticos son iguales. Tenemos que luchar con la misma voluntad de supervivencia con que estamos luchando contra el virus. Tenemos un arma: las redes sociales. Y tenemos razones para no darnos por vencidos. El Ciudadanos de Albert Rivera, después de haber competido en disparates con Vox y el PP, se quedó en diez diputados. Las elecciones generales las ganó Pedro Sánchez. Una mayoría de los españoles aún no se ha contagiado de la pandemia y los contagiados aún pueden tener salvación.       

Pablo Casado et al

El miércoles próximo pasado, otra vez al Congreso, otra vez al espectáculo de políticos teatreros perorando, como en un concurso de monólogos, a ver quién la decía más gorda  contra Pedro Sánchez y su gobierno o quién comunicaba con más intensidad la idea fuerza de que Sánchez y su gobierno no hacen otra cosa que equivocarse. Cuando el presidente concluyó su discurso y la presidenta del Congreso anunció a Pablo Casado, tuve que pedir a mi voluntad que me conminara los ojos a quedarse en la pantalla y el culo a no moverse de mi butaca. Ver y oír por enésima vez la misma cara, la misma pose del mismo cómico repitiendo el mismo discurso requiere, más allá del sentido de la responsabilidad, cierta dosis de masoquismo. Masoquismo no me falta, como descubrí hace años con estupor.

Predomina la creencia de que una vez descubierta la causa de un trastorno psicológico, el trastorno desaparece, pero la experiencia demuestra que esa creencia es rotundamente falsa. Al encender la radio cada mañana y desayunar escuchando tertulianos y leyendo en  periódicos noticias y columnas de opinión, compruebo que mi masoquismo no tiene cura. En fin, que el miércoles me volví a tragar entera la actuación de Pablo Casado en su papel de obispo recitando una homilía. Confieso un pecado, espero que venial. De vez en cuando me aliviaba la vista mirando a mis perros.

Me aburría, lo que ya era un gran paso. El pleno para aprobar por primera vez la declaración del estado de alarma me había dejado destrozada tras horas sufriendo en mi sistema nervioso las sucesivas oleadas  de adrenalina que me provocaba la indignación. Suponía  que la enfermedad, el dolor, la muerte de miles de españoles habría unido a todos los profesionales de la política haciéndoles olvidar los intereses de sus partidos y los suyos propios. Esperaba discursos de seres humanos sin otro interés que aportar ideas para aliviar el sufrimiento de otros seres humanos. Ingenuamente. Como si en España no estuviera pasando nada, como si el miedo al contagio, a la enfermedad, a la muerte no estuviera destrozando a millones de personas, Pablo Casado y casi todos los que soltaron sus discursos después, solo hablaban de Pedro Sánchez, de los errores de Pedro Sánchez, de los errores del gobierno de Pedro Sánchez revelando que solo les interesaba desgastar a Pedro Sánchez para eliminar del panorama político al formidable rival que impide el logro de sus ambiciones políticas y personales. Como siempre, el interés personal de Pablo Casado y de casi todos los demás prevalecía sobre cualquier problema divino o humano que se tuviera que tratar. El pleno era su espectáculo y la tribuna del Congreso su escenario, y el mundo exterior a ese escenario carecía para ellos de importancia. Cuando Pablo Casado redujo sus propuestas para la solución de la pandemia a la exhibición de corbatas negras, banderas a media asta, funeral de estado y monumento a los muertos, empecé a hacer ejercicios de respiración para evitar el infarto. Si ese día hubiera estado en el Congreso habría perdido el oremus y, antes de que me echaran, le habría gritado a unos cuantos del mal que iban a morir, como dicen en el Caribe. Coño, le grité a Casado mentalmente, ¿y los vivos qué?  

El miércoles se trataba de renovar el estado de alarma para salvar vidas, pero a los histriones disfrazados de políticos nuestra vida importa tanto como a un cómico los espectadores que han pagado por verle. Los vivos abatidos por el peso de neveras por llenar, de facturas por pagar, de enfermos y muertos que llorar; agobiados por un ocio interminable que, hagamos lo que hagamos por engañarlo con actividades, solo llenan el miedo y las cavilaciones; los vivos cuyas vidas se han reducido a contar los días que faltan para cobrar el paro, un subsidio; los vivos aplastados por la cifras del desempleo de hoy, de mañana y de pasado, por la ruina que se anuncia y el tiempo que va a durar, por las cifras de los enfermos, de los muertos; esos vivos, reducidos siempre a cifras sin nombre, tenemos vetado el acceso al Parlamento. Los histriones disfrazados de políticos dicen que nos representan para hacernos creer que se ganan el sueldo, pero ese no es verdaderamente el trabajo que ocupa su tiempo. Su tiempo lo ocupan los mítines, las visitas a lugares señalados y las sesiones de fotos, esencial todo ello si uno espera alcanzar el éxito como celebridad. Convencidos de nuestra profunda estupidez, de vez en cuando los histriones nos montan un espectáculo en el Congreso para distraernos por televisión y que no olvidemos sus caras y sus nombres el día de las elecciones.  

El miércoles, después del discurso del presidente, que informó y dijo todo lo que tenía que informar y decir sin poses ni aspavientos, me aburrí. Tanto me aburrí, que el aburrimiento se me estaba convirtiendo en depresión cuando subió a la tribuna el diputado que consiguió meterse en el Congreso para recordar a todos los españoles  que Teruel existe. Sin pose, sin entonar ni engolar la voz, Tomás Guitarte empezó citando la frase de un personaje de Saramago: “En una pandemia no hay culpables, hay víctimas”. Y por las víctimas, por todas las víctimas, terminó dando el sí al estado de alarma. Lo único lamentable que la presencia de Guitarte en el Congreso me sugiere es que no hubiera decidido dedicarse a la Política mucho antes.

Tras Guitarte subió a la tribuna Adriana Lastra, otra que nunca ha confundido la Política con el arte dramático. Su discurso preciso y mesurado me despertó el cerebro y las ganas de escuchar hasta que de pronto, sin alterar la voz ni el gesto, le pidió a Casado que hiciera callar a la cacatúa que tenía detrás, otro histrión empeñado en hablar y gesticular en un intento vano  de alterar la ecuanimidad de la portavoz socialista. La risa me saltó de la garganta a borbotones, borbotones de un bálsamo que mi cerebro y mi alma todavía le agradecen.           

Tú eres Pedro

La Iglesia Católica, Apostólica y Romana justifica su poder como institución en el capítulo 16, versículo 18 del Evangelio según Mateo. Dice Cristo a Simón Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia.” Los evangélicos  interpretan las palabras de Cristo literalmente para decir que Cristo no se refería a la Iglesia como asamblea de todos los cristianos, sino a una roca que estaba por ahí y sobre la que proyectaba construir un templo.

Estudié en una universidad católica en la que era obligatorio aprobar ocho semestres de teología con cualquier carrera. La religión comparada, para entendernos, me revolvía la mente o el alma, como se quiera. Por lo que yo creo fue una serendipia, de las dudas me libró un poema de Borges: El Golem. El poema nos relata la terrible temeridad de un rabino de Praga que quiso emular a Dios creando a un hombre y lo que consiguió crear fue un engendro espantoso. Los últimos versos del poema se me grabaron en el alma y me vuelven a la memoria con frecuencia: ¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios al mirar a su rabino en Praga? Me vuelven cada vez que alguien habla de Dios o en nombre de Dios o utiliza a Dios para justificar sus pensamientos o sus actos. Hace unos días, recordé el poema al ver la foto de una mujer enlutada y compungida, con una lágrima negra surcando su mejilla y los ojos perdidos en lo que podría ser una dolorosa meditación o una expresión buscada para que estuviera en consonancia con su patética pose. La mujer estaba en el sagrado recinto de una catedral. ¿Qué sentiría Dios al mirar a aquella mujer que lloraba o hacía que lloraba por todos los muertos del país? ¿Qué sentiría Dios cuando, pocos días después, esa misma mujer se divertía en una fiesta en honor a los sanitarios que habían atendido a esos muertos cuando todavía estaban moribundos?

Nunca se me ha ocurrido preguntarme a conciencia lo que sentirá Dios porque si yo supiera lo que Dios piensa o siente, Dios sería yo. Lo que sí me pregunto, por desgracia muy a menudo, es si verdaderamente creen en Dios los que dicen creer y con actos infrahumanos, inmorales, desmienten  su supuesta fe. ¿Puede creer en Dios quien utiliza su nombre para fines que cualquier persona con valores humanos reprobaría?  ¿Puede creer en Dios quien a Dios atribuye pensamientos y actos que responden a sus propios intereses como el monstruoso Golem respondía a la locura del rabino de Praga?

Hoy que muchos están  medio locos o locos de atar por el miedo a la enfermedad y a la muerte o por el descubrimiento de que la persona con la que viven no es la persona con la que quieren vivir el resto de sus vidas o porque el confinamiento y la soledad les han revelado a la persona que llevan oculta en su inconsciente y esa persona resulta ser un Golem infrahumano o porque hace muchos días ya que una plaga ha transformado nuestras vidas y nadie sabe si algún día podremos recuperar lo que de nuestras vidas nos gustaba; hoy que todo parece ir del gris al negro y del negro al gris con esporádicos rayos de sol en el mejor de los casos; hoy puede que algunos cedan a la tentación de pensar que sentirá, qué pensará  Dios de todo lo que nos está pasando y cómo estamos reaccionando a lo que nos pasa.

Ayer leí el tuit de una persona que daba gracias a Dios por haber permitido que este horror nos cayera encima con un gobierno socialista y con un presidente como Pedro Sánchez. ¿Qué nos pasaría?, se preguntaba, ¿qué nos pasaría si le hubiera tocado gestionar este desastre a un gobierno liberal al que no importase dedicar todos los recursos a salvar la economía antes que a las personas? La pregunta me llevó a una asociación de ideas y la asociación me recordó las palabras de Cristo en el evangelio de Mateo: Tu eres Pedro.

Si Dios hubiera pronunciado esas palabras para nombrar solemnemente a Pedro Sánchez presidente del gobierno de España durante esta epidemia que amenaza con mandarnos a todos al otro mundo, yo, en el lugar de Pedro Sánchez, hubiera clamado al cielo: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Porque esta no es la España por la que yo suspiraba cuando la suerte o lo que fuera me llevaba al extranjero.  En la España de mis vacaciones durante mi infancia y  mi adolescencia, los españoles vivían como los perros, con una cadena atada muy corta, pero yo no me enteraba. Como venía de democracias muy antiguas, no sabía ni entendía lo que era una dictadura. Mira si eras ignorante, me digo, que te  empeñaste en dejar la carrera para meterte a monja. Durante muchos años pensé que mi madre era aún más ignorante y más tonta que yo porque se empeñó en que me metiera en un convento en España. La aventura me duró ocho meses. Cuando Franco convocó a un referéndum para aprobar la Ley Orgánica del Estado, a mí, burra de mí, postulante a punto de entrar en el noviciado, no se me ocurrió otra cosa que hacer propaganda en el convento contra Franco, su referéndum y su ley orgánica. Hoy, tantísimos años después, agradezco a la Madre General y a su Vicaria que me echaran del convento en vez de denunciarme a la policía. Mis padres también lo agradecieron. El disgusto más grande que les había dado hasta entonces había sido mi decisión de hacerme monja. Al insistir en que entrara en un convento español, mi madre demostró ser mucho más lista que yo. Conociéndome muy bien sabía que no había vocación religiosa que me contuviera la lengua si se trataba de asuntos políticos.   

Viendo a esta España desde hace muchos años sin moverme de aquí, viviendo en esta olla de grillos en la que muchos aún guardan en silencio sus recuerdos de la dictadura y sus hijos no se quieren acordar y sus nietos no saben ni lo que fue porque no se quieren acordar ni sus libros ni sus profesores; viendo, viviendo a esta España antes y durante el virus, no logro entender cómo Pedro Sánchez luchó por ser candidato de su partido a la presidencia del gobierno, y cómo siguió luchando para ganar una moción de censura que le llevaría a presidente del gobierno, y cómo se presentó dos veces a las elecciones para ser presidente del gobierno de un país que en la mejor de las circunstancias da pena y en la peor, horroriza.

Tú eres Pedro, le dice mi mente, y solo tú, Pedro, podías aguantar las zancadillas de los que en tu propio partido habían decidido que Mariano Rajoy siguiera siendo presidente con su ayuda. Solo tú podías renunciar a cargos y sueldos porque se te había metido en la mente o en el alma no poner al país bajo la presidencia de un partido liberal al que traía al pairo el bienestar de los españoles llamados, eufemísticamente, más vulnerables. Solo tú podías presentar una moción de censura al presidente de un partido declarado corrupto por los tribunales. Solo tú podías aguantar la andanada de insultos y de infamias que te dirigió el líder del primer partido de la oposición en cuanto ganaste las primeras elecciones; la andanada de insultos y de infamias que te dirigió un iluminado que aún sueña con el retroceso al pasado franquista; la andanada de insultos y de infamias de un individuo que, proclamándose de centro liberal, rivalizaba en derechismo con los otros dos. Solo tú te podías enfrentar a una epidemia mortal desconocida para todos soportando que todos te atacaran por desconocerla. Sólo tú puedes soportar la crítica constante de perfectos imbéciles concentrados exclusivamente en el modo de robarte votos, mientras muestran un desprecio absoluto por las víctimas del virus que nos está matando. Se me ocurre que si Cristo te hubiera nombrado a ti cabeza de su Iglesia, te hubieras dejado crucificar boca abajo. Se me ocurre que si el Destino de los griegos te hubiera propuesto hacerte cargo de la epidemia que iba a caer sobre España como tormenta perfecta afectándolo todo, le hubieras interrumpido para ponerte a trabajar, porque tú eres Pedro, etimológicamente una piedra, piedra que nadie es capaz de mover aunque todos lo intentan desollándose el prestigio.

Pero yo no hablo con Pedro Sánchez porque no le conozco personalmente, y tengo que confesar que los artículos y telegramas que se dirigen a un personaje político en segunda persona me resultan falsos y un poco ridículos. Mentalmente sí que le pregunto a Sánchez cómo puede aguantar y deslomarse por un país en el que la mayoría de políticos y prensa se han pervertido; en el que la mentira y la falsedad se han convertido en valores; en el que ni a políticos ni a periodistas ni a analistas ni a tertulianos parece importar ponerse en ridículo, sino más bien todo lo contrario. Pero en fin, tú eres Pedro.       

El triunfo del demonio

Un día de hace muchísimos años le confesé a un sacerdote que no creía en el demonio. Digo que le confesé porque creía entonces que negar un dogma era un pecado grave y que mi falta de fe en el maligno podía afectar mi relación con Dios. Yo era muy, muy joven y mi fe vivía en perpetua batalla contra mi razón, pero con  lo que yo creía  era la asistencia de Dios, mi fe ganaba siempre. El sacerdote en cuestión me pegó un susto de muerte. “Ese es el gran triunfo de Satanás”, gritó. “Cuando un alma niega su existencia, concede al demonio libertad absoluta para actuar sin ser detectado. El padre de la mentira puede entonces engañarla a su antojo porque el alma no puede distinguir en el engaño la intervención del maligno ya que no cree en su existencia”. Empecé a pedirle a Dios que me ayudara a creer en el demonio recurriendo a jaculatorias y a salmos para no quitármelo de la cabeza.  Años después, y a pesar de tanto entrenamiento, mi Dios me permitió entender lo que era la maldad sin rabo ni cuernos.

Hoy creo firmemente que el ser humano es el principio y el fin de toda la creación, tanto si la creación se atribuye a Dios, como si se atribuye a la evolución natural. Un territorio, el mundo entero, el universo y cuanto contiene no es nada fuera de la conciencia de un ser humano que le reconoce y le llama por su nombre, el nombre que él mismo le ha puesto. Todo existiría por existir, sin finalidad alguna, en un silencio estéril.  ¿Por qué lo creo? Resumiendo, porque me conviene, o dicho en plata, porque me da la gana. Que es la misma razón por la que Nietzsche y los nietzcheanos se meten en un berenjenal de explicaciones que han producido un pajar de más explicaciones que, en el fondo, limpio de paja, acaba justificando el mal. Pero este es un artículo de opinión política y el espacio no permite meterse en discusiones filosóficas ni están los tiempos que corren para perderse por las nubes del pensamiento. La realidad nos obliga a confinarnos entre sus cuatro paredes.

Resumiendo sin florituras, porque el ser humano es el principio y el fin de la creación, el bien es cuanto beneficie al ser humano permitiéndole cumplir con el fin último de su existencia que es alcanzar la felicidad. El mal es cuanto perjudique a su evolución como ser humano y le impida alcanzarla. Así de sencillo, y el que quiera complicarse la vida con monsergas, es su problema.

Nuestro problema es que hemos llegado a un punto de perversión de los valores que una mayoría nada en las aguas oscuras de la ignorancia a la pesca,  por instinto, como  peces ciegos, de cuanto pueda mantener su precaria existencia, y una minoría vive a la pesca de esos peces ciegos para alimentarse a gusto. Sin metáforas, un grupo de inmorales seguidores de Nietzshe, aunque no lo sepan, han librado a los ignorantes del esfuerzo de evolucionar convenciéndoles de que la moral es un invento del siglo XVIII para esclavizarles, que la libertad es el derecho y el bien supremo que les permite negar los valores que rigen la conducta de un ser humano; negar la existencia de la verdad; actuar con el único criterio de hacer lo que le salga de sus atributos. Entre los unos y los otros, una minoría de seres humanos vive reconociendo en sí mismo y en  los demás la suprema dignidad de su especie sabiendo que la felicidad consiste en una evolución constante con un criterio inspirado en valores humanos. Puesto que todos los individuos de la especie homo sapiens tienen las mismas características físicas, ¿cómo llamar  a los que pertenecen a un grupo u otro? La lengua nos ofrece palabras de muy fácil comprensión. Los que viven exclusivamente para satisfacer sus instintos, su barriga, son idiotas. Su existencia difiere muy poco de la de cualquier animal. En este grupo entran los peces ciegos y sus pescadores también. En el fondo, más allá de las apariencias, la vida de esos pescadores  de ignorantes  es muy similar a la de los animales de presa. En medio de ambos grupos, viven los que viven para sí mismos y para los demás concibiendo su existencia como la carrera constante hacia la meta de la perfección. Son los seres humanos que disfrutan la satisfacción de ir superando obstáculos. Como todos los demás, sufren penas y alegrías, pero su felicidad es inmutable porque no depende de duelos ni de fuegos artificiales; depende del amor que se merecen a sí mismos y del amor que les merecen los demás hermanos de especie.     

Y llegamos a lo concreto de aquí y ahora. Vivimos rodeados de idiotas, de miserables infelices  que nadan hacia las fauces de los que se los quieren tragar y de idiotas inmorales que viven en una batalla perpetua a ver quién traga más. Es la vida, podíamos decir hace poco, con más o menos resignación, porque la evolución de las especies no es nunca uniforme en el tiempo. Siempre tendremos que convivir con idiotas. Pero de repente nos ha atacado un bicho dispuesto a acabar con todos, un bicho que parece engendro de la maldad, como si el demonio se hubiera hecho virus para destruir, no solo nuestros cuerpos, sino nuestras mentes o almas, destrozando nuestra existencia.

Y  no todas las legiones infernales se han destinado a atacar pulmones. Parece también que un batallón de los demonios más listos hubiera poseído a los individuos con menos escrúpulos. Esos individuos que se llaman políticos, pero que se diferencian de quienes se dedican a la Política auténtica en que,  en vez de gestionar los recursos del país por el bien de la sociedad, el ejercicio de su profesión consiste en procurarse cargos, sueldos y prestigio en beneficio de sí mismos. Claro que individuos de esta índole han existido siempre, pero en estos momentos fatales en que parece que el infierno se hubiera desatado para borrar de la faz de la tierra todo vestigio de humanidad, esos falsos políticos se han desmelenado por completo exhibiendo su desprecio a los valores humanos con una desfachatez, con una falta de vergüenza  solo concebible en quien decide esperar a la muerte celebrando una bacanal.

No conozco a nadie que se atreva a mentir en la tribuna del Congreso sabiendo que no tardarán en aparecer pruebas que desmientan sus mentiras. No conozco a nadie que se atreva a insultar al presidente del gobierno llamándole asesino, sepulturero, traidor, felón, sin miedo a que le hagan comparecer ante un juez por difamación. No conozco a nadie que se atreva a pedir que echen del gobierno al presidente por cualquier medio, incluyendo la rebelión militar y la intervención del rey, sin miedo a que le juzguen por un delito que conlleva cárcel. No conozco a nadie que utilice el dinero de subvenciones, impuestos de todos los españoles, para pagar en las redes insultos contra el gobierno que se limitan a miles de palabrotas inventadas y por inventar. No conozco a nadie capaz de posar haciendo el ridículo en fotografías con la intención de convencer a los ignorantes de que esos posados demuestran que son políticos y muy buenas personas. No conozco a nadie, en fin, dispuesto a exhibir tal falta de escrúpulos, de dignidad, de vergüenza y tal exceso de temeridad como exhiben a diario los pseudo-políticos de la oposición llamada de derechas y algunos periodistas y tertulianos que les siguen la corriente. Y no miento. No conozco personalmente ni a Casado ni a Abascal ni a todos los demás que cada día exhiben sus miserias en un intento desesperado de alcanzar el poder. Tal exhibición pública de ambición sin medida parece sobrehumana, preternatural, de posesión satánica, vamos.

Lo que podría explicar por qué millones del grupo de los ignorantes babean de admiración cuando ven y escuchan a esos farsantes hacer alarde de su inmoralidad. Su ejemplo les otorga la libertad que predicaba Nietzsche, libertad de no sentirse obligados a hacer, decir o respetar cosa alguna que no les salga de los cojones, como se dice en castizo. Además, con la modernización de valores y creencias, es muy probable que no crean en el demonio, lo que permite al demonio actuar en su alma con plena libertad. Lo que significa que aquel cura de mi adolescencia tenía razón. El demonio triunfa cuando no lo reconocemos. Lo que significa que quien no se aferre a su razón puede acabar tan chiflado como estaba yo a los dieciséis años.

Para evitar que nos contagie el coronavirus, hay que seguir las instrucciones de los epidemiólogos y nada más. Para evitar que nos contagie el virus de la locura que quiere hundir a España, es decir, a todos los españoles, recomiendo leer a Immanuel Kant, aunque sea solo su librito  La paz perpetua. Y después, para no perder la esperanza ni el ánimo de seguir luchando contra el virus de los pulmones y contra el que quiere convertir nuestra mente en papilla, recomiendo el Manual de Resistencia de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Para seguir trabajando por nosotros sin inmutarse, mientras todas las huestes infernales aullan a las puertas de La Moncloa pidiendo su cabeza, hay que estar hecho de una pasta especial. Pero esa es otra historia.          

Un tumor maligno


He tardado en escribir un artículo. Leer, oír, ver en vídeos cada día cómo crece el tumor oscuro que amenaza nuestro modo de vivir me ha dejado sin fuerzas para escribir otra cosa que comentarios cortos en las redes. No se trata del virus que ha sumido tantas vidas en una tragedia. Las tragedias que ocurren en el escenario del mundo real, como las que ocurren en los libros  y en los teatros,  tarde o temprano terminan. La que ahora nos atemoriza y nos desbarajusta depende de una vacuna o de un tratamiento eficaz, y hay tantos cerebros empeñados en su busca, que ambas cosas aparecerán más pronto que tarde. Podremos entonces mirar atrás y percibir estos días como una tragedia escrita por un dramaturgo demente de la que salimos aliviados y sin ganas de volver a verla o a leerla. Pero el tumor es otra cosa.

La vida de un tumor puede ser muy larga. El tumor aparece sin anunciarse y crece lentamente alimentándose de los órganos sanos hasta devorarlos por completo, dejando en su lugar un amasijo de tejidos muertos. Se le llama cáncer, pero es tal el horror que causa el nombre, que se le ha sustituido por el eufemismo de larga enfermedad. Hace mucho tiempo que en nuestra sociedad nació un tumor que lleva años creciendo, devorando el tejido sano de las mentes enfermas. Hoy nos aterroriza el coronavirus hasta tal punto que muy pocos se percatan de la larga enfermedad que está destruyendo nuestra vida en silencio y que puede acabar con todo lo que el virus no pudo destruir.

Apenas había cumplido el siglo XX catorce años cuando Europa y casi todo el mundo sufrieron la tragedia de una guerra. Esa tragedia  un día quedó atrás y se convirtió en un mal recuerdo que todos intentaron olvidar según  las posibilidades de sus bolsillos. Las ganas de olvidar convirtieron a los años veinte del siglo pasado en una fiesta en la que el entusiasmo se desbordaba a lo loco como el champán de una copa servida sin tino. Hasta que ciertos excesos volvieron a provocar otra tragedia. La depresión del ‘29 cayó de lo alto como un meteorito, empujando al suicidio a algunos que perdieron su fortuna  y aplastando en la miseria a quienes tenían muy poco o nada. El mundo occidental volvió a sufrir un ataque de pánico. Y oculto en la oscuridad, nació y creció el tumor.

Tras una guerra mundial y el derrumbe del dinero que creaba dinero, el hombre, macho y hembra, aterrado y desorientado, renunció a los valores que nos hacen humanos. Las tragedias sucesivas le dejaron sin certezas ni esperanza. Millones de cadáveres, seguidos en poco más de diez años por legiones de miserables dejaron al hombre sin fe; sin fe en Dios, sin fe en su razón, sin fe en los valores humanos, sin fe en sí mismo. Solo e indefenso, el hombre buscó la protección del Estado. Las exigencias del Estado, el entusiasmo por las cualidades mágicas de líderes poderosos, de poderosas máquinas y  del éxito material se transformaron en las normas y los juicios de valor de un hombre, macho y hembra, que había renunciado a pensar y a luchar por sí mismo.  En cursivas las reflexiones de Erich Fromm sobre la causas de la locura que llevó a la mayoría de los alemanes a seguir a Adolf Hitler y a los suyos como se sigue a Dios, renunciando a su libertad, a sus valores; permitiendo que Alemania causara otra tragedia que dejó al mundo entero sembrado de muertos. Cientos de pensadores han tratado de analizar las causas de esa locura. Las consecuencias las hemos sufrido todos de un modo otro. Algunos las seguimos sufriendo porque, bajo todas las apariencias externas, sabemos que en el fondo, sigue minando las mentes el mismo tumor que produjo la locura de la mayoría de los alemanes, la locura que entregó el triunfo a Hitler y a las huestes nazis.

¿Qué llevó a millones de americanos a votar por un hombre desequilibrado, a todas luces, que carecía de los conocimientos y la experiencia para ser jefe de cualquier estado? ¿Qué lleva a millones a seguirle  apoyando después de escuchar durante tres años sus discursos salvajes y de sufrir su política disparatada? Donald Trump les ofrece la seguridad que Hitler prometía a los alemanes y, como Hitler,  devuelve el orgullo a  los trabajadores y desempleados víctimas de la recesión de 2008; el orgullo de ser ciudadanos de un gran país. Pero ese no fue el principio del tumor. El tumor empezó y se ramificó y sus células malignas atacaron a la población de diversos países, siempre con un líder mágico sustituyendo a Dios y a la religión: Berlusconi, Salvini, Orbán, Bolsonaro y en América Chávez y su remedo, Maduro. Quien juzgue el fenómeno a la luz de ideologías, se equivoca. No es un fenómeno político; es un fenómeno patológico. Se trata del poder hipnótico de personajes aquejados del trastorno narcisista de la personalidad, apoyados por financieros y empresarios sin escrúpulos dispuestos a hundir al mundo entero si es necesario para que floten sus beneficios, y se trata de seguidores que, por diversas circunstancias han perdido o han renunciado la facultad de razonar. El líder está dispuesto a todo para mandar; el seguidor estás dispuesto a todo para que le manden.

España sufre hoy las consecuencias de una pandemia que amenaza la vida de los ciudadanos y altera su cohesión social. Cuando haya terminado la tragedia, España se enfrentará a una recesión que muy previsiblemente hundirá la economía y destruirá el empleo y el bienestar de millones.  Este desastre afecta a los españoles que apenas se  habían repuesto de la crisis de 2008. En la mente de millones de los españoles supervivientes de la recesión ya crecía el tumor que devora las facultades mentales, y es de suponer que seguirá creciendo. En 2011 esos millones dieron sus votos a un partido cuyos líderes habían mentido y habían robado y no podían garantizar con su trayectoria que dejarían de mentir y de robar, siempre a costa de los económicamente más débiles y a favor de los económicamente más fuertes. Sin embargo, millones de los más débiles le volvieron a votar en 20015. ¿Por qué? A quien interese la teoría puede encontrar la respuesta en El miedo a la libertad de Erich Fromm. En un lenguaje sencillo, Fromm explica por qué el hombre corriente está dispuesto a someterse al totalitarismo, sea del signo que sea. Quien no se sienta atraído por los libros de psicología, puede encontrar la respuesta por sí mismo abriendo bien los ojos y los oídos y atreviéndose a pensar.

Santiago Abascal y Pablo Casado no son fascistas ni nazis como dicen sus adversarios. Basta ver y escuchar sus intervenciones públicas para darse cuenta enseguida de que no son más que dos peleles que hacen y repiten lo que les mandan quienes diseñan su propaganda según los mandatos de quienes tienen verdadero poder. Ni Abascal ni Casado proponen idea alguna en sus discursos, simplemente porque no las tienen. Lo que tienen es una fe absoluta en la propaganda que un día llevó al poder a fascistas, nazis y franquistas. ¿Qué esa propaganda exige mentiras y bulos? Abascal y Casado difunden mentiras y bulos sin atisbo de escrúpulos y de vergüenza. Saben que ni la mentira ni los bulos alejan a sus votantes y saben que bulos y mentiras acercan a aquellos que sienten admiración por quienes se atreven a mentir tan descaradamente sin miedo a nadie. Eso  demuestra lo poderosos que son.  Muchos españoles sensatos se preguntan cómo se atreven Casado y Abascal a convertir un pleno o una sesión de control del Parlamento en una retahíla de insultos y de infamias contra el presidente del gobierno. Asesorado por Joseph Goebbels, la primera determinación de Hitler fue desprestigiar las instituciones para poder eliminarlas sin dificultad. La eliminación de las instituciones, le permitiría eliminar la democracia. Y así fue. Abascal y Casado hablan en el Congreso como si estuvieran en una taberna, deseando que Pedro Sánchez se irrite y les devuelva los golpes como si estuviera en una taberna también. Sánchez, con una inteligencia, un criterio moral y un respeto a las instituciones que no le permiten responder, no les responde. Eso no afecta ni a Casado ni a Abascal. Sabe que la mente de sus seguidores, debilitada por el tumor que ahoga sus facultades, ya no puede alcanzar un juicio racional. Que Sánchez no conteste a esos dos líderes poderosos significa que les tiene miedo porque pueden más que él. Quienes estén contra ellos merecen que sus bots les insulten utilizando simplemente palabrotas sin perder el tiempo en defenderse  o argumentar.   Quienes estén con ellos no importan porque carecen de facultades que les permitan debatir con los contrarios por lo que copiarán las palabrotas que suelten los trolls y los bots utilizando, preferiblemente, abreviaturas para los insultos más largos.

Y mientras, el tumor va creciendo y creciendo con los días de confinamiento, alimentado por el miedo a lo que puede ocurrir mañana y el terror a lo que puede ocurrir el mes que viene. Y mientras, Abascal y Casado entretienen a sus infelices seguidores  con fotos en las que exhiben su poder en un despacho, ante una biblioteca, en un baño. Y sus  bots elevan la admiración de sus infelices seguidores poniendo miles de megustas en las fotos. Y los infelices seguidores ya sienten sobre ellos la luz y el calor del poder d que compartirán con sus líderes cuando estos hayan conseguido echar de La Moncloa a un individuo tan serio y tan blando que no le da miedo a nadie. Dicen algunos periodistas que todos los políticos son iguales, pero los infelices seguidores se ríen porque saben que en cuanto sus líderes lleguen al poder, todos los periodistas los pondrán por las nubes porque Sánchez habrá dejado de existir. Y a todo esto, ¿qué hace o dice Inés Arrimadas? Nada. Inés Arrimadas espera tranquila a enterarse con quién tiene que pactar.

El virus sigue matando y se avecina una recesión. Y sí, tengo que admitir que tengo miedo, miedo a morirme de asco si los que padecen una larga enfermedad se ponen aún más graves y resulta que la enfermedad se contagia y pasamos de un virus que afecta los pulmones a un tumor que afecta la mente de la mayoría y la mayoría se somete a vivir en una sociedad que a todos nos acabe haciendo la vida imposible.

A lo que salga

Siempre que me digo que aparcaré los artículos de opinión política durante un tiempo para dedicarme a escribir mis cosas,  pasa algo que no me deja aparcar. Lo último fue aquel pleno digno de pasar a la historia en el que Casado nos ofreció banderas a media asta, funeral de estado y monumento cuando nos mate el coronavirus. La atrocidad me pareció tan estridente que pensé que el hombre había perdido la cabeza. Tardé horas  en darme cuenta de que  la idea era una más de las paridas por los geniales propagandistas de la derecha para espolear al miedo de modo que siga cabalgando en su corcel negro por las calles desiertas recordándonos a todos la proximidad de la muerte. Una vez acoquinado el personal, la propaganda pasa a identificar al asesino que nos está pisando los talones. No es el coronavirus, pobre bicho que no sabe lo que hace. Es Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España. Es Sánchez el que mata, como reza un cartel que corre por Twitter y Facebook y seguramente por otras redes que no sigo. Es Sánchez el sepulturero, que no solo mata, sino que entierra, según dijo una en otro pleno del Congreso. Con un gobierno sociocomunista y alguna cosa horrible más, los españoles solo podemos esperar la muerte y agradecer por adelantado a los hombres de las derechas por ponerse corbatas negras en señal de respeto por los que ya se han ido y por los fiambres en los que nos convertiremos los españoles cuando el gobierno asesino haya acabado con la mayoría y nos haya enterrado.  Cabe preguntar, ¿de dónde piensan sacar votos los de las derechas si todos estamos muertos? Evidentemente, a los infelices que votan a las derechas para desahogar sus frustraciones no se les ocurre hacerse esa pregunta ni ninguna otra que les exija pensar sobre asuntos políticos. Con el cerebro inundado por hormonas tenebrosas, esos infelices no pueden pensar.   Las marionetas no piensan.

Esta vez no ha sido la proximidad de unas elecciones ni de la formación de un gobierno ni un pleno del Congreso convertido en una pelea de gallos por las derechas salvajes lo que ha vuelto a frustrar mis planes de dedicarme a escribir mis libros sin permitir que esas salvajadas me distraigan.  Esta vez ha sido un súbito e inesperado giro de orientación en la propaganda salvaje. Los propagandistas siguen con el rollo de la muerte y del asesino sepulturero para que los infelices no lo olviden, pero como todos necesitamos distracción en estos aburridos días de confinamiento, a alguien se le ocurrió la brillante idea de ponerle a la propaganda un poco de glamour. Para sugerir al universo que no todo está perdido, maquillan a Casado y le meten en un plató sentado ante un escritorio de utilería, flanqueado por banderas, frente a una pantalla con las caras de autoridades, asistentes todos a una reunión telemática de vital importancia para salvar a los supervivientes que puedan quedar en España cuando los asesinos sepultureros se vayan. O sea, que aún queda un hálito de esperanza a los que sobrevivan porque, aunque el plató sea demasiado cutre para parecerse al Situation Room de la Casa Blanca, Pablo  Casado, vestido de presidente, da el pego. Quien quede vivo en la triste España sembrada de sepulturas, no se va a quedar huérfano gracias a ese padre de la patria.  

Santiago Abascal, que ve el montaje corriendo por las redes, suelta un furibundo, “¿Ah sí?, pues te vas a enterar. Quítate tú pa’ ponerme yo”. Y se descuelga con otro vídeo a modo de presidente, sentado sobre su escritorio para hacerse más próximo al populacho mientras suelta un discurso para el populacho, y una foto tras un escritorio, sentado en una butaca, trabajando en profunda concentración. Pero, ay, que le encargan la decoración del plató a un chapucillas que, con la idea en mente de transmitir la imagen de un Caudillo de otros tiempos, pone de atrezo la bandera de España, la imagen de un santo, la de la Virgen y un pote de pimentón, y se olvida de ponerle al escritorio un   ordenador y  un teléfono móvil o fijo. Total, que en vez de dar la imagen de presidente en su despacho, levanta la sospecha de haber alquilado una habitación por horas para hacerse la foto.    

Pero en cuanto a efecto propagandístico, Isabel Díaz Ayuso, con un recurso insuperable, les gana a los dos. ¿Cuál es la revista del corazón más vendida y ojeada en España?, pregunta su propagandista más genial. Pues eso. Díaz Ayuso lleva posando como para el book de una modelo desde que era una candidata sin muchas esperanzas, hasta que los infelices la auparon a presidenta de la capital.  Isabel no tiene que memorizar farragosos textos para soltarlos ante los diputados en el Congreso. En la Asamblea de Madrid hay menos espectadores, y si se equivoca, no importa. No la han elegido para aburrir al personal con asuntos políticos. La han elegido para divertir con sus disparates y para posar distrayendo a las señoras en las peluquerías. Isabel Díaz Ayuso tiene todo lo que se esperaba hace unos años de una mujer, mujer, como decía Aznar: es mona y es tonta. Muy mona y con un modelito muy cool, Isabel plantó ayer a todos los presidentes autonómicos y al presidente del gobierno, reunidos para tratar asuntos muy serios sobre la pandemia; plantó ayer a todos los españoles que estaban pendientes de las decisiones de sus gobernantes porque de ellas depende la vida de miles; plantó ayer al Destino y a la Parca y hubiera plantado al mismísimo Dios en el Juicio Final, para posar al lado de un super avión con un sonrisa infantil que hasta produce ternura. “¿Visteis? Me lo querían quitar los chinos, pero lo traje yo solita, cosa que Sánchez no sabe hacer ni selectivamente ni masivamente”. Se puede dudar de muchas cualidades de Isabel Díaz Ayuso; de lo que no se puede dudar es de su valentía. Durante la sesión de fotos, se sentó en una mesa larga flanqueada a muy corta distancia por dos jóvenes trabajadores, con la careta por collar para que no ocultara la belleza de sus labios. Y mi hijo y yo nos hablamos de lejos para evitar la tragedia de contagiarnos; vaya par de cobardes. Y qué decir de los chicos que aparecen sentados junto a  ella? ¿Sabrían que acababa de salir de la cuarentena y que los tests que la dan por curada tienen un importante margen de error o serán de los que sienten el desprecio por la vida de los jóvenes que se divierten practicando deportes de riesgo? Un misterio, uno de los muchos misterios de esta situación inexplicable, siendo lo más inexplicable la voluntad de pescar votos como sea en un río revuelto de enfermos y cadáveres. A la orilla del río, observa a la Díaz Ayuso otra tan mona como ella, pero mucho más lista. “¿Sabes qué es la centralidad?” le pregunta a Isabel con el insulto en la ironía. Isabel la mira con desprecio. «Cualquiera sabe que el centro está por la Puerta del Sol», piensa. «Esta tía se cree que soy tonta». Pero no le responde porque ella es la presidenta y la otra solo tiene diez diputados.

En fin, para describir de un tirón lo que ya han visto miles en las redes, no hace falta mucho esfuerzo. Basta con ser periodista y copiar lo que dicen otros periodistas intentando añadir al refrito una pizca de ingenio. Como yo no soy periodista, apaciguadas las exigencias de mi sentido de la responsabilidad como ciudadana, me voy a poner a escribir algo en serio. Total, los infelices no leen y, si leen, les da igual. Que dieran a las tres derechas incalificables votos suficientes para gobernar en comunidades como Madrid y Andalucía  me dice, entre otras cosas, que no son dignos de mi esfuerzo por parir algo mejor.

Con oficio sin beneficio

(De mi blog «Algo que contar»)

Quien no haya visto u oído el último pleno del Congreso lo puede encontrar descrito y comentado en redes y diarios y radios y televisiones. No hay periodista ni comentarista que no haya desmenuzado el tema, según sus inclinaciones e intereses, repitiendo por fuerza, al cabo de dos días, lo que ya han dicho los demás. Claro que para eso les pagan. Como a mí no me paga nadie, puedo escribir lo que me dé la gana.  

En cierta etapa de la vida, el dinero parece imprescindible para comprar tiempo y libertad. Más adelante, algunos descubren que el tiempo no se puede comprar y que el dinero tiene el poder de reducir las mentes que se le someten  a la más abyecta esclavitud. Yo guardo, muy en el fondo de mi alma, un anhelo frustrado de la libertad absoluta de los vagabundos. Por eso, quien busque aquí una repetición de lo que pasó en el Congreso, aliñada con frases más o menos ingeniosas  para dar al asunto un toque de originalidad que casi nadie consigue, no lo va encontrar. Lo que tenía que comentar al respecto lo volqué en Twitter. Para destacar la inmoralidad y la carencia de valores humanos de las derechas de este país, tantas veces demostrada que ya no hay mente racional que pueda ponerlas en duda, los caracteres de un tuit bastan y sobran. Recomiendo los de Adriana Lastra, al grano y sin ocurrencias para lucirse. Ahora y aquí, yo a lo mío.

Un día de hace muchos años, leí una novelita de Herman Hesse, escritor que la moda había elevado a la categoría de gurú porque sus ideas habían saltado desde principios del XX para conectar con la juventud de los 60. Dos guerras mundiales sangrientas y una guerra fría que amenazaba cargarse al mundo entero con bombas nucleares habían llevado a muchos de aquellos jóvenes a renegar de los valores occidentales buscando la paz en el budismo. Herman Hesse les había dibujado el mapa del camino en su novela Sidharta. La leí por no renegar de los dogmas de aquella época sin enterarme al menos de qué iban, pero el camino con Sidharta Gautama me resultó pesado porque llevaba a un destino al que yo no tenía ningunas ganas de llegar. Las filosofías exóticas no me atraían; no me han atraído nunca. Pero me interesó el autor y captó mi atención otro libro suyo que por el título no parecía querer llevarme a la India. El libro se llamaba como su personaje principal; Knulp. Knulp buscaba,  como todos más o menos, la felicidad,  y la encontraba sin salir de la Alemania de principios del siglo XX vagabundeando de pueblo en pueblo sin oficio ni beneficio, como dirían los ciudadanos respetables  de la sociedad normal.   Durante un tiempo, le envidié. Descubrí con sorpresa que me gustaría ser vagabunda. Pero en aquella época, hasta la libertad del vagabundo estaba reservada a los machos de la especie. Tuve que conformarme con acompañar a Knulp en mi imaginación y guardar en secreto la admiración que sentía por él y por su modo de entender la vida.

El librito se divide en tres capítulos, en realidad tres momentos en la vida del vagabundo. En el primero, seguí a Knulp hasta la casa de un amigo en una fría noche de finales de febrero y me quedé en ese pueblo hasta que Knulp decidió marchar. En el segundo, otro vagabundo cuenta sus recuerdos del Knulp con el que había compartido camino durante un tiempo. En el tercero, el narrador cuenta la relación de Knulp con un amigo de la infancia y con dos amigos más: él mismo y Dios. Knulp camina por un campo bajo la nieve repasando su vida. Está enfermo y tiene los años que en aquella época hacían que a una persona se la considerara  vieja.  Sus recuerdos le llevan a la conclusión de que su vida no ha servido para nada. Se lo dice a Dios y Dios le responde:

¡Qué tío más infantil! ¿No ves lo que todo eso significa? ¿No ves que tenías que ser un vagabundo para llevar a la gente, a donde quiera que fueses, un poco de la locura de un niño, de la risa de un niño para hacer que todo tipo de personas te quisieran un poco, se mofaran un poco de ti y se sintieran un poco agradecidos?…Mira, dijo Dios, yo te quería como eres, no distinto. Tú eras un vagabundo en mi nombre y fueras donde fueses llevabas a la gente establecida un poco de anhelo de libertad. En mi nombre, hiciste tonterías y la gente se burlaba de ti. En ti, se burlaban de mí, en ti me  amaban. Tú eras mi hijo y mi hermano y una parte de mí. No hay nada de cuanto has disfrutado y sufrido que yo no haya disfrutado y sufrido contigo.

Sí, dijo Knulp asintiendo. Sí, es cierto y, en el fondo, siempre lo he sabido.

Entonces, ¿no tienes más quejas?, preguntó la voz de Dios.

Ninguna más, dijo Knulp…

¿Y todo está bien?  ¿Todo está como debería estar?

 Sí, Knulp asintió. Todo está como debería estar.

En medio de una pandemia que ha matado y está sentenciando a muerte a miles de enfermos con patologías previas y a miles de viejos, el ambiente parece invitar a darle un repaso a nuestra vida. Felices los que pueden llegar a la conclusión de Knulp, aun siendo ateos. Aquel que no cree en un Dios que trasciende la naturaleza humana, no puede negar la existencia en sí mismo de un creador; de él mismo como creador de su propia vida.

¿Por qué Knulp merece al final la aprobación de Dios y de sí mismo? Yo diría que porque, a lo largo de su vagabundeo, no es la naturaleza lo que más llama su atención. El autor describe cuanto ve con los ojos de Knulp y los ojos de Knulp disfrutan de la belleza, pero no se recrean en campos y pájaros y flores; los ojos de Knulp miran y ven a las personas que encuentra en su camino. Knulp, tan humano y tan inteligente como para  reconocer y criticar sus propios errores, intenta entender a la gente, justificar, alegrar a aquellos que están tristes. Su vida ha estado siempre llena de caras con nombres, con problemas; llena de personas a quienes alegrar y consolar.

Hoy Knulp no podría ser vagabundo. El confinamiento no le dejaría caminar por donde le apeteciera.  Pero es muy posible que para escapar de un suelo y un techo obligatorios, utilizara su exquisita educación de niño bien y sus dotes de persuasión para ser aceptado como voluntario realizando alguna de las tareas necesarias en estos momentos de miedo, incertidumbre y dolor.

Y Dios, ¿qué estará pensando Dios, el del alma o el de la mente, de la ingente cantidad de Knulps, seres auténticamente humanos que han aparecido de pronto en la tierra que llamamos España para curar, ayudar, consolar a los demás? ¿Cuántos de los que veían pasar el tiempo anclados en una rutina estéril han descubierto de pronto sus ansias de libertad, al creador que llevan dentro, el deseo de vivir creando conscientemente su propia vida? ¿Cuántos que creían haber renunciado a sus sueños, que creían haber fracasado por no cumplir la expectativas propias o ajenas se habrán encontrado, tras estos días de reflexión, diciéndose o diciéndole a su Dios que todo estuvo bien; que todo tuvo sentido y que todo puede estar mejor si tienen la oportunidad de seguir viviendo?

En un programa de radio preguntaban el otro día a los oyentes a quién les gustaría abrazar cuando se acabe el motivo que nos obliga a mantener distancias. Se me ocurrieron enseguida los más cercanos, por supuesto, y entre ellos el Knulp que desde hace unos meses recaló en nuestro pueblo. Es un vagabundo que admira y defiende su derecho a la libertad tal como él la entiende. Como Knulp, siempre encuentra un amigo que le invite a una cerveza en El Coyote para conversar un rato con él. Es un chico afable, inteligente y su conversación siempre aporta algo de interés. Tuve el honor de que un día me pidiera permiso para sentarse en mi mesa. Hemos charlado muchas veces desde entonces y era, hasta hoy, el único amigo al que le conté mi vagabundeo imaginario de otros tiempos. Siempre nos despedíamos con un abrazo con la excusa de que los abrazos alargan la vida para restarle sentimentalismo al asunto. Si esta tormenta negra no le ha arrastrado a otra parte, volveremos a abrazarnos y le pienso regalar el Knulp de Hesse segura de que le sacará tantas sonrisas como me ha sacado a mí a lo largo de mucho tiempo.             

Con oficio sin beneficio

Quien no haya visto u oído el último pleno del Congreso lo puede encontrar descrito y comentado en redes y diarios y radios y televisiones. No hay periodista ni comentarista que no haya desmenuzado el tema, según sus inclinaciones e intereses, repitiendo por fuerza, al cabo de dos días, lo que ya han dicho los demás. Claro que para eso les pagan. Como a mí no me paga nadie, puedo escribir lo que me dé la gana.  

En cierta etapa de la vida, el dinero parece imprescindible para comprar tiempo y libertad. Más adelante, algunos descubren que el tiempo no se puede comprar y que el dinero tiene el poder de reducir las mentes que se le someten  a la más abyecta esclavitud. Yo guardo, muy en el fondo de mi alma, un anhelo frustrado de la libertad absoluta de los vagabundos. Por eso, quien busque aquí una repetición de lo que pasó en el Congreso, aliñada con frases más o menos ingeniosas  para dar al asunto un toque de originalidad que casi nadie consigue, no lo va encontrar. Lo que tenía que comentar al respecto lo volqué en Twitter. Para destacar la inmoralidad y la carencia de valores humanos de las derechas de este país, tantas veces demostrada que ya no hay mente racional que pueda ponerlas en duda, los caracteres de un tuit bastan y sobran. Recomiendo los de Adriana Lastra, al grano y sin ocurrencias para lucirse. Ahora y aquí, yo a lo mío.

Un día de hace muchos años, leí una novelita de Herman Hesse, escritor que la moda había elevado a la categoría de gurú porque sus ideas habían saltado desde principios del XX para conectar con la juventud de los 60. Dos guerras mundiales sangrientas y una guerra fría que amenazaba cargarse al mundo entero con bombas nucleares habían llevado a muchos de aquellos jóvenes a renegar de los valores occidentales buscando la paz en el budismo. Herman Hesse les había dibujado el mapa del camino en su novela Sidharta. La leí por no renegar de los dogmas de aquella época sin enterarme al menos de qué iban, pero el camino con Sidharta Gautama me resultó pesado porque llevaba a un destino al que yo no tenía ningunas ganas de llegar. Las filosofías exóticas no me atraían; no me han atraído nunca. Pero me interesó el autor y captó mi atención otro libro suyo que por el título no parecía querer llevarme a la India. El libro se llamaba como su personaje principal; Knulp. Knulp buscaba,  como todos más o menos, la felicidad,  y la encontraba sin salir de la Alemania de principios del siglo XX vagabundeando de pueblo en pueblo sin oficio ni beneficio, como dirían los ciudadanos respetables  de la sociedad normal.   Durante un tiempo, le envidié. Descubrí con sorpresa que me gustaría ser vagabunda. Pero en aquella época, hasta la libertad del vagabundo estaba reservada a los machos de la especie. Tuve que conformarme con acompañar a Knulp en mi imaginación y guardar en secreto la admiración que sentía por él y por su modo de entender la vida.

El librito se divide en tres capítulos, en realidad tres momentos en la vida del vagabundo. En el primero, seguí a Knulp hasta la casa de un amigo en una fría noche de finales de febrero y me quedé en ese pueblo hasta que Knulp decidió marchar. En el segundo, otro vagabundo cuenta sus recuerdos del Knulp con el que había compartido camino durante un tiempo. En el tercero, el narrador cuenta la relación de Knulp con un amigo de la infancia y con dos amigos más: él mismo y Dios. Knulp camina por un campo bajo la nieve repasando su vida. Está enfermo y tiene los años que en aquella época hacían que a una persona se la considerara  vieja.  Sus recuerdos le llevan a la conclusión de que su vida no ha servido para nada. Se lo dice a Dios y Dios le responde:

¡Qué tío más infantil! ¿No ves lo que todo eso significa? ¿No ves que tenías que ser un vagabundo para llevar a la gente, a donde quiera que fueses, un poco de la locura de un niño, de la risa de un niño para hacer que todo tipo de personas te quisieran un poco, se mofaran un poco de ti y se sintieran un poco agradecidos?…Mira, dijo Dios, yo te quería como eres, no distinto. Tú eras un vagabundo en mi nombre y fueras donde fueses llevabas a la gente establecida un poco de anhelo de libertad. En mi nombre, hiciste tonterías y la gente se burlaba de ti. En ti, se burlaban de mí, en ti me  amaban. Tú eras mi hijo y mi hermano y una parte de mí. No hay nada de cuanto has disfrutado y sufrido que yo no haya disfrutado y sufrido contigo.

Sí, dijo Knulp asintiendo. Sí, es cierto y, en el fondo, siempre lo he sabido.

Entonces, ¿no tienes más quejas?, preguntó la voz de Dios.

Ninguna más, dijo Knulp…

¿Y todo está bien?  ¿Todo está como debería estar?

 Sí, Knulp asintió. Todo está como debería estar.

En medio de una pandemia que ha matado y está sentenciando a muerte a miles de enfermos con patologías previas y a miles de viejos, el ambiente parece invitar a darle un repaso a nuestra vida. Felices los que pueden llegar a la conclusión de Knulp, aun siendo ateos. Aquel que no cree en un Dios que trasciende la naturaleza humana, no puede negar la existencia en sí mismo de un creador; de él mismo como creador de su propia vida.

¿Por qué Knulp merece al final la aprobación de Dios y de sí mismo? Yo diría que porque, a lo largo de su vagabundeo, no es la naturaleza lo que más llama su atención. El autor describe cuanto ve con los ojos de Knulp y los ojos de Knulp disfrutan de la belleza, pero no se recrean en campos y pájaros y flores; los ojos de Knulp miran y ven a las personas que encuentra en su camino. Knulp, tan humano y tan inteligente como para  reconocer y criticar sus propios errores, intenta entender a la gente, justificar, alegrar a aquellos que están tristes. Su vida ha estado siempre llena de caras con nombres, con problemas; llena de personas a quienes alegrar y consolar.

Hoy Knulp no podría ser vagabundo. El confinamiento no le dejaría caminar por donde le apeteciera.  Pero es muy posible que para escapar de un suelo y un techo obligatorios, utilizara su exquisita educación de niño bien y sus dotes de persuasión para ser aceptado como voluntario realizando alguna de las tareas necesarias en estos momentos de miedo, incertidumbre y dolor.

Y Dios, ¿qué estará pensando Dios, el del alma o el de la mente, de la ingente cantidad de Knulps, seres auténticamente humanos que han aparecido de pronto en la tierra que llamamos España para curar, ayudar, consolar a los demás? ¿Cuántos de los que veían pasar el tiempo anclados en una rutina estéril han descubierto de pronto sus ansias de libertad, al creador que llevan dentro, el deseo de vivir creando conscientemente su propia vida? ¿Cuántos que creían haber renunciado a sus sueños, que creían haber fracasado por no cumplir la expectativas propias o ajenas se habrán encontrado, tras estos días de reflexión, diciéndose o diciéndole a su Dios que todo estuvo bien; que todo tuvo sentido y que todo puede estar mejor si tienen la oportunidad de seguir viviendo?

En un programa de radio preguntaban el otro día a los oyentes a quién les gustaría abrazar cuando se acabe el motivo que nos obliga a mantener distancias. Se me ocurrieron enseguida los más cercanos, por supuesto, y entre ellos el Knulp que desde hace unos meses recaló en nuestro pueblo. Es un vagabundo que admira y defiende su derecho a la libertad tal como él la entiende. Como Knulp, siempre encuentra un amigo que le invite a una cerveza en El Coyote para conversar un rato con él. Es un chico afable, inteligente y su conversación siempre aporta algo de interés. Tuve el honor de que un día me pidiera permiso para sentarse en mi mesa. Hemos charlado muchas veces desde entonces y era, hasta hoy, el único amigo al que le conté mi vagabundeo imaginario de otros tiempos. Siempre nos despedíamos con un abrazo con la excusa de que los abrazos alargan la vida para restarle sentimentalismo al asunto. Si esta tormenta negra no le ha arrastrado a otra parte, volveremos a abrazarnos y le pienso regalar el Knulp de Hesse segura de que le sacará tantas sonrisas como me ha sacado a mí a lo largo de mucho tiempo.             

En lugar de cerebro

Fui a comprar con mi hijo para que me llevara las bolsas al coche. Frente al supermercado, una larguísima cola con cuatro personas enmascarilladas, a metros de distancia unos de otros, esperando poder entrar de uno en uno. Dentro, un puñado de clientes, con mascarillas y guantes. Los conocidos, marcando distancia como los demás, nos  saludábamos con la mano, como los reyes. Mundo de enfermos de miedo medieval a la peste, miedo al otro por si acaso; cada cual solo tras las mascarillas que protegen a los pulmones del virus asesino y a los labios y los dientes de revelar defectos y expresiones desagradables; mascarillas que ocultan las sonrisas e impiden los besos y convierten a conocidos, amigos y hasta amantes en formas aparentemente humanas, pero inexpresivas.

Camino de casa, la carretera casi vacía, como casi vacías las aceras, decoraban el mundo de una distopía. A mí las distopías no me gustan. Alguna tuve que leer en la universidad y lo pasé fatal. Según Navokov, durante muchos años fui una mala lectora porque me identificaba con paisajes y personajes hasta evadirme totalmente de  este mundo. Las distopías me llevaban a ambientes insufribles. Mi primer marido, cinéfilo él, me llevó una noche a ver una de esas películas ambientadas en un futuro en el que los valores humanos pertenecían a un pasado del que nadie se acordaba. Los alimentos naturales habían desaparecido y las personas, más homo sapiens que otra cosa, se alimentaban con unas pastillas ricas en proteínas elaboradas con los cadáveres de los que se iban muriendo. De esa noche hace unos cincuenta años y jamás he olvidado el nombre de las pastillitas: Soylent Green. Sufrí en silencio una depresión circunstancial que me duró varios días. Hoy me duraría, tal vez, todos los años que me quedaran de vida porque mientras más vieja, más gira mi mente con la lentitud y la persistencia de las aspas de un molino asentado en una suave colina muy poco agitada por los vientos.

Soylent Green volvió a mi memoria hace unas dos semanas cuando un tertuliano soltó la palabra distopía para definir  lo que estamos viviendo. Sentí una ligera sacudida. Durante un par de días sufrí una cierta inquietud dándole vueltas al asunto, hasta que oí otra vez la palabra en la radio en boca de otro tertuliano y luego de otro y varias veces del que la había pronunciado primero. Una de las ventajas que tiene la mediocridad del periodismo y del tertulianismo actuales es que cuando uno de los profesionales del ramo tiene una ocurrencia más o menos ingeniosa, no deja de repetirla hasta que se le ocurre otra ni dejan de copiarla sus colegas. Al cabo de dos o tres repeticiones, esas ocurrencias pierden efecto como un chiste contado dos veces.  

Por el momento, nuestro mundo no se ha vuelto una de esas distopías de futurólogos pesimistas ni parece llevar ese camino. Cada vez son más los que rechazan o reciclan plástico. Nos han encerrado en casa para evitar contagios, nada más. Cuando se encuentre cura o vacuna para el bicho, volveremos a las mismas calles y a nuestra promiscuidad social como han vuelto los chinos que provocaron este desastre, dejando en el nunca jamás solo la costumbre de comer animales salvajes sin garantías sanitarias,  o ni eso.  Never say never. La advertencia, erróneamente atribuida a Dickens, conviene a cualquier mortal ante lo impredecible del futuro.  

Por razones idiosincráticas, lo del nunca digas jamás nos va a los españoles como anillo al dedo. Las emociones se nos cuelan por algún misterioso desvío de la mente hasta el centro de la razón inundándola  de adrenalina y otras hormonas y empujándonos a tropezar dos y muchas veces más contra la misma piedra. La prueba más dramática de que esto es así la tenemos en los millones de ciudadanos que, en las últimas elecciones, aprovecharon la democracia para votar por el retorno a una dictadura. Unos votaron a ciegas por un partido que el nunca olvidado Caudillo aprobaría por considerarlo una versión calcada de su “democracia orgánica”. Otros votaron a otros dos partidos del mismo fondo ideológico, haciéndose creer que respetaban la ley inmarcesible de los Principios Fundamentales del Movimiento, pero actualizados, como El Quijote en versión moderna, por ejemplo, un poco movidos al centro para evitar que a sus votantes, sus propias conciencias les acusaran de anticuados.

El mundo va a seguir siendo durante mucho tiempo, más o menos, como era hace unos días, pero nuestro país parece estarse preparando para darse de bruces contra la misma roca; segundo golpe como aquel primero que lo tuvo en coma durante cuarenta largos años. Corren por las redes miles de mensajes de esos tres partidos de la fake democracia animando al personal a coger carrerilla para estrellarse. Hoy es muy fácil y hasta barato encontrar propagandistas expertos en meter basura en los cerebros como esos gusanos que entran por el oído y suben, comiéndose la carne que encuentran a su paso, hasta llegar a los sesos. La víctima empieza por creer bulos verosímiles y acaba dando por cierto cualquier disparate contra el gobierno por disparatado que pueda parecer a una persona racional. El asunto me recuerda la escena de otra película. Un campesino de tierra adentro que ha abandonado su campo para emigrar a América le cuenta a otro lo que sintió la primera vez que vio el mar. No solo le pareció lo más bello que había visto en su vida, sino que oyó su voz. La voz del mar era un grito, un grito que repetía sin parar: “Ustedes, en lugar de cerebro tienen mierda”.

¿Quiénes son esos ustedes? ¿Los líderes de esos tres partidos que repiten lo que les escriben sus propagandistas? ¿O tal vez aquellos con los cerebros carcomidos por la propaganda que ya no distinguen entre un gobierno humano de unos políticos que ofrecen todo lo contrario? ¿O los unos y los otros? Si esos unos y otros se siguen multiplicando, España no se transformará en lo que literariamente se entiende por distopía, pero sí en lo que realmente sería un lugar insufrible para vivir.