
El trastorno de la facultad racional empezó hacia 2008, se fue extendiendo, y en corto tiempo afectó a millones en el mundo entero. Los países más afectados fueron los más desarrollados. Había en esos países una potente clase media de pequeños empresarios y trabajadores con sueldo medio que, gracias a las tarjetas de crédito y a los préstamos, vivían como ricos, metiéndose en hipotecas, respondiendo a los reclamos de la moda, cambiando de coche cada dos años, llenando aeropuertos y hoteles de países exóticos. De repente quebró el mundo financiero y todos esos se dieron cuenta de que, en vez de medio ricos, eran medio pobres. Y su mundo empezó a derrumbarse. Cerraban las empresas que pagaban sus sueldos medios, dejándoles, de la noche a la mañana, con subsidios de desempleo. Tuvieron que cerrar las pequeñas empresas que les hacían sentirse empresarios aunque su fortuna no fuera muy superior a la de sus trabajadores más cualificados. Después de quedarse en la calle, sin trabajo a la vista y con la nevera vacía, millones tuvieron que pasar de los restaurantes a los comedores de caridad.
A consecuencia de la hecatombe, se desató una pandemia de trastornos mentales. Fueron muchos los que necesitaron y recurrieron a atención psicológica o psiquiátrica en los países donde la salud mental formaba parte de la sanidad pública. En los que no, cada cual luchaba como podía contra la depresión y los ataques de ansiedad. Para los medio pobres y los que ya se habían degradado a pobres de solemnidad, uno de los modos de procurar alivio a sus trastornos fue seguir los discursos taumatúrgicos de los populistas que empezaron a proliferar ofreciendo soluciones milagrosas.
Por aspirar a milagros o por nostalgia a lo que una vez se habían creído que eran, millones de nuevos pobres se adhirieron al neoliberalismo. ¿Qué era eso? Los populistas de derechas lo explicaban con toda claridad. Fuera impuestos. Que donde el dinero estaba mejor era en los bolsillos de la gente y que si estaban bien las empresas, volverían a dar trabajo y pagarían mejores sueldos y todo volvería a ser como cuando todos eran medio ricos.
Una multitud de trabajadores y desempleados abandonó los partidos políticos que hasta entonces habían defendido sus derechos para seguir a los partidos que defendían a financieros y empresarios porque eran ellos los que tenían el dinero y los que lo sabían administrar y los que iban a dar empleo con salarios justos porque sabían que el empleado bien pagado trabaja mejor. Además, los sueldos iban a rendir el doble porque ya no tendrían que pagar impuestos. ¿Y la educación y la sanidad públicas? Estarían mucho mejor en manos privadas porque con lo del libre mercado, escuelas, universidades y hospitales se esmerarían más por conseguir y conservar clientes. ¿Y los que no pudieran pagárselos? Para eso estaban la Iglesia y las ONG, y para que los que iban a recuperar su categoría de medio ricos pudieran tranquilizar sus conciencias donando un poquito aquí y un poquito allá. ¿Y las pensiones? Los viejos viven demasiado y no tiene sentido aumentar la pensión a quien no puede disfrutarla financiándole una vejez inútil a costa del trabajo de los jóvenes. Una de las ventajas de afiliarse a uno de esos partidos neoliberales era que sus líderes no tenían el mal gusto de hablar de la pobreza y de los pobres y de los viejos. Con esos partidos, la pobreza y los pobres y los viejos desaparecían para no amargar la vida ni de los ricos ni de los medio ricos ni de los medio pobres. ¿Puede alguien rebatir argumentos tan rotundamente lógicos? Podían rebatirse con otros argumentos que muy pocos querían escuchar porque su facultad racional ya padecía efectos postraumáticos.
Igual que ocurrió con la pandemia del Covid 19, al principio nadie advirtió la gravedad de esos efectos. En los países de la Europa oriental, la mayoría empezó a votar por populistas de derechas. Algunos analistas lo achacaron a una reacción contra los años de dominación soviética; otros, al miedo que quedaba como secuela de la gran depresión. Fuera por lo que fuese, Hungría, Polonia y otros estaban demasiado lejos para importar a los ciudadanos de las democracias occidentales. Hasta que en los Estados Unidos de América la mayoría de los estados electoralmente más importantes eligió presidente a un individuo que nadie en su sano juicio podía considerar equilibrado. Los pensamientos, palabras y obras de Donald Trump han puesto en ridículo a la primera potencia y varias veces en peligro la paz mundial. ¿Es que podía esperarse otra cosa de un personaje que durante toda su campaña había exhibido serios trastornos mentales, tan evidentes que solo podían ignorarlos otros perturbados como él? Fue entonces cuando los especialistas se plantearon la posibilidad de que en los Estados Unidos se hubiese declarado una epidemia de locura cuya señal más alarmante no era Donald Trump, sino los millones que habían votado a Donald Trump.
Y la locura se convirtió en pandemia. Millones de pobres le dieron el poder a Bolsonaro en Brasil, a la coalición demencial de Salvini en Italia, a un clon de Trump en el Reino Unido, poniendo sus destinos en manos de chiflados. España no se libró. Tras haber dado sobradas muestras de incompetencia, Mariano Rajoy fue reelegido presidente del gobierno en 2015. La desfachatez con que mentía coleccionando para la posteridad una enorme hemeroteca de mentiras desmentidas por la realidad; el desmantelamiento paulatino de la educación y la sanidad públicas; su laissez faire a las empresas causando un retroceso de décadas en los sueldos y una desigualdad social de la época pre-democrática, mientras su partido ocupaba a los tribunales con cientos de casos de corrupción, no evitó que millones de medio pobres enloquecidos volvieran a dar la mayoría a Rajoy. Y tal vez aún seguiría Rajoy en el poder si la Audiencia Nacional no hubiera condenado al PP por lucrarse de la trama Gürtel y acreditado la existencia de una caja B en el partido y dudado, en la sentencia, de la credibilidad de Rajoy, forzando a la oposición a presentar una moción de censura. A pesar de todos los pesares pasados, presentes y futuros más de cinco millones de personas volvieron a votar al PP en las elecciones de 2019, casi tres millones menos que en las anteriores, pero de todos modos, cinco contundentes millones.
Como en el descenso del número de contagiados y el ascenso del número de altas en la epidemia del Covid 19, la pérdida de votos del PP parecía indicar que la epidemia de locura, tras haber llegado a un pico, empezaba a descender, pero hoy por hoy no se puede afirmar tal cosa. Vox, con el más populista de los programas y unos discursos que compiten con los disparates de los líderes de los partidos más extremadamente irracionales y antidemocráticos del mundo, obtuvo millones de votos que le permitieron ser decisivo en la formación de varios gobiernos autonómicos incluyendo el de la capital de España. Esos millones de votos llevaron a cincuenta y siete diputados de ese partido al Congreso, convirtiendo las sesiones en espectáculos deplorables. En cualquiera de esas sesiones, los discursos de los populistas neoliberales denigran a la institución sustituyendo el debate por insultos, por una flagrante falta de respeto al gobierno, a su presidente y por ende, a la democracia. En eso consiste la estrategia de Vox y en eso consiste la estrategia del PP de Pablo Casado. Los millones de votos que consiguen los dos partidos plantean dos preguntas muy serias: o hay millones de cobardes en España que prefieren una dictadura que les ofrezca seguridad aunque tengan que renunciar a la libertad y a todos sus derechos o hay millones de españoles que han perdido el juicio. Los espectáculos de Casado con sus sesiones fotográficas y sus discursos tipo Vox en el Parlamento; los espectáculos y los disparates de Díaz Ayuso; el espectáculo de película de terror que ofrece Álvarez de Toledo en el Congreso como portavoz del PP demuestran el trastorno de esos líderes y el trastorno demuestra que no pueden estar equilibrados quienes les votan.
Hoy que no podemos perderle el miedo al Covid19 porque nos jugamos la vida, surge con mayor ferocidad el monstruo de la pandemia de locura. Tampoco se le puede perder el miedo a los millones de votantes que podrían destruir el país poniendo el gobierno en manos de perturbados. Quienes aún conservan intacta su facultad racional tienen que seguir luchando contra esa pandemia. ¿Cómo? Protegiéndose con el ejercicio de su facultad racional, desmintiendo bulos, desenmascarando a periodistas que propagan mentiras y a los que desprestigian la Política y la democracia con el truco de la equidistancia queriendo hacer creer que todos los políticos son iguales. Tenemos que luchar con la misma voluntad de supervivencia con que estamos luchando contra el virus. Tenemos un arma: las redes sociales. Y tenemos razones para no darnos por vencidos. El Ciudadanos de Albert Rivera, después de haber competido en disparates con Vox y el PP, se quedó en diez diputados. Las elecciones generales las ganó Pedro Sánchez. Una mayoría de los españoles aún no se ha contagiado de la pandemia y los contagiados aún pueden tener salvación.
Magnífico artículo, María. Una gran visión real de la pandemia política y social que padecemos.
Aún estamos a tiempo de salvarnos.
Gracias.
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Muy interesante y real.
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Artículos como el tuyo, María Mir-Rocafort, ayudan a abrir las mentes de las personas que, como muy bien dices, han perdido su facultad racional, es decir, su capacidad de razonar, de entender, pensar y decidir.
La capacidad de obrar prodigios (taumaturgia) siempre había sido una exclusiva de la iglesia, hasta que llegaron las políticas neoliberales para arrebatarles ese privilegio.
En 2008 el Estado, por mor de un gobierno neoliberal de españoles mucho españoles, nos enseñó los colmillos. Ellos gobernaban para los ricos de verdad, los bancos y «el suyo beneficio».
El hechicero de ese gobierno, M. Rajoy, incluso tenía el aspecto de un mago capaz de obrar prodigios tales como el rescatar a la banca antes de irse a ver un partido de fútbol.
Ante el asombro de propios y extraños nos dijo por activa, por pasiva y por perifrástica, que aquello era bueno para nosotros, que no nos iba a costar ni un euro, que así se mantendrían los puestos de trabajo. Para hacer efectivo lo de los puestos de trabajo creó una ley mediante la cual las empresas tenían barra libre para despedir, practicar ERES (Expedientes de regulación de empleo), vaciar la caja de la empresa y dejar en la calle a los trabajadores que tenían que acudir al FOGASA (Fondo de garantía salarial) para cobrar una exigua indemnización, lo siguiente era dirigirse a las colas del paro.
El rescatede la banca, el que no nos iba a costar ni un euro nos costó 65 mil millones de euros.
La hucha de las pensiones que dejó Zapatero en 60 mil millones de euros, se volatilizó durante los mandatos de M.Rajoy ( Ese señor del que usted me habla Rajoy dixit.
El trabajo se convirtió en un lujo, los sueldos en migajas y los contratos por minutos, horas o jornadas.
Los que, como dices, eran medio ricos pasaron a ser los que subsistían estirando la soldada para poder llegar a fin de mes. Los medio pobres se convirtieron en pobres de solemnidad, los que tenían padres, abuelos, subsistían pensión de los padres o abuelos mediante.
Con este panorama llegó Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno. Todos los buenos propósitos de enmienda del descalabro social que dejó el PP, antes de cumplir siquiera los cien días de gobierno, se toparon con la mayor crisis sanitaria mundial en más de un siglo.
El gobierno de PSOE y Podemos se puso a trabajar primero para mantenernos a salvo de la pandemia, después para que nadie se quedase atrás en la recuperación que de momento no ha llegado.
Por si lo anterior fuera poco, la oposición más desleal de Europa comenzó a difamar, mentir, insultar, crear bulos, el Congreso y el Senado se convirtieron en un pandemonium de ruido y gritos.
Los medios, al servicio siempre del amo, dieron altavoz a toda la confusión que iban creando PP y Vox.
Por más que los expertos sanitarios se desgañitaran en pedir mesura, confinamiento y distanciamiento social para combatir la pandemia, la oposición sacaba informes falsos, medias verdades y mentiras flagrantes como que el gobierno estaba atentando contra los derechos de los ciudadanos y de la democracia.
Sería divertido si esto fuera la trama de una novela, y no, no lo es, es la realidad que nos encontramos todos los días mañana, tarde y noche.
Esperemos que esta lección sirva para que algunos (muchos, por favor) recuperen el sentido de la razón.
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