
Fui a comprar con mi hijo para que me llevara las bolsas al coche. Frente al supermercado, una larguísima cola con cuatro personas enmascarilladas, a metros de distancia unos de otros, esperando poder entrar de uno en uno. Dentro, un puñado de clientes, con mascarillas y guantes. Los conocidos, marcando distancia como los demás, nos saludábamos con la mano, como los reyes. Mundo de enfermos de miedo medieval a la peste, miedo al otro por si acaso; cada cual solo tras las mascarillas que protegen a los pulmones del virus asesino y a los labios y los dientes de revelar defectos y expresiones desagradables; mascarillas que ocultan las sonrisas e impiden los besos y convierten a conocidos, amigos y hasta amantes en formas aparentemente humanas, pero inexpresivas.
Camino de casa, la carretera casi vacía, como casi vacías las aceras, decoraban el mundo de una distopía. A mí las distopías no me gustan. Alguna tuve que leer en la universidad y lo pasé fatal. Según Navokov, durante muchos años fui una mala lectora porque me identificaba con paisajes y personajes hasta evadirme totalmente de este mundo. Las distopías me llevaban a ambientes insufribles. Mi primer marido, cinéfilo él, me llevó una noche a ver una de esas películas ambientadas en un futuro en el que los valores humanos pertenecían a un pasado del que nadie se acordaba. Los alimentos naturales habían desaparecido y las personas, más homo sapiens que otra cosa, se alimentaban con unas pastillas ricas en proteínas elaboradas con los cadáveres de los que se iban muriendo. De esa noche hace unos cincuenta años y jamás he olvidado el nombre de las pastillitas: Soylent Green. Sufrí en silencio una depresión circunstancial que me duró varios días. Hoy me duraría, tal vez, todos los años que me quedaran de vida porque mientras más vieja, más gira mi mente con la lentitud y la persistencia de las aspas de un molino asentado en una suave colina muy poco agitada por los vientos.
Soylent Green volvió a mi memoria hace unas dos semanas cuando un tertuliano soltó la palabra distopía para definir lo que estamos viviendo. Sentí una ligera sacudida. Durante un par de días sufrí una cierta inquietud dándole vueltas al asunto, hasta que oí otra vez la palabra en la radio en boca de otro tertuliano y luego de otro y varias veces del que la había pronunciado primero. Una de las ventajas que tiene la mediocridad del periodismo y del tertulianismo actuales es que cuando uno de los profesionales del ramo tiene una ocurrencia más o menos ingeniosa, no deja de repetirla hasta que se le ocurre otra ni dejan de copiarla sus colegas. Al cabo de dos o tres repeticiones, esas ocurrencias pierden efecto como un chiste contado dos veces.
Por el momento, nuestro mundo no se ha vuelto una de esas distopías de futurólogos pesimistas ni parece llevar ese camino. Cada vez son más los que rechazan o reciclan plástico. Nos han encerrado en casa para evitar contagios, nada más. Cuando se encuentre cura o vacuna para el bicho, volveremos a las mismas calles y a nuestra promiscuidad social como han vuelto los chinos que provocaron este desastre, dejando en el nunca jamás solo la costumbre de comer animales salvajes sin garantías sanitarias, o ni eso. Never say never. La advertencia, erróneamente atribuida a Dickens, conviene a cualquier mortal ante lo impredecible del futuro.
Por razones idiosincráticas, lo del nunca digas jamás nos va a los españoles como anillo al dedo. Las emociones se nos cuelan por algún misterioso desvío de la mente hasta el centro de la razón inundándola de adrenalina y otras hormonas y empujándonos a tropezar dos y muchas veces más contra la misma piedra. La prueba más dramática de que esto es así la tenemos en los millones de ciudadanos que, en las últimas elecciones, aprovecharon la democracia para votar por el retorno a una dictadura. Unos votaron a ciegas por un partido que el nunca olvidado Caudillo aprobaría por considerarlo una versión calcada de su “democracia orgánica”. Otros votaron a otros dos partidos del mismo fondo ideológico, haciéndose creer que respetaban la ley inmarcesible de los Principios Fundamentales del Movimiento, pero actualizados, como El Quijote en versión moderna, por ejemplo, un poco movidos al centro para evitar que a sus votantes, sus propias conciencias les acusaran de anticuados.
El mundo va a seguir siendo durante mucho tiempo, más o menos, como era hace unos días, pero nuestro país parece estarse preparando para darse de bruces contra la misma roca; segundo golpe como aquel primero que lo tuvo en coma durante cuarenta largos años. Corren por las redes miles de mensajes de esos tres partidos de la fake democracia animando al personal a coger carrerilla para estrellarse. Hoy es muy fácil y hasta barato encontrar propagandistas expertos en meter basura en los cerebros como esos gusanos que entran por el oído y suben, comiéndose la carne que encuentran a su paso, hasta llegar a los sesos. La víctima empieza por creer bulos verosímiles y acaba dando por cierto cualquier disparate contra el gobierno por disparatado que pueda parecer a una persona racional. El asunto me recuerda la escena de otra película. Un campesino de tierra adentro que ha abandonado su campo para emigrar a América le cuenta a otro lo que sintió la primera vez que vio el mar. No solo le pareció lo más bello que había visto en su vida, sino que oyó su voz. La voz del mar era un grito, un grito que repetía sin parar: “Ustedes, en lugar de cerebro tienen mierda”.
¿Quiénes son esos ustedes? ¿Los líderes de esos tres partidos que repiten lo que les escriben sus propagandistas? ¿O tal vez aquellos con los cerebros carcomidos por la propaganda que ya no distinguen entre un gobierno humano de unos políticos que ofrecen todo lo contrario? ¿O los unos y los otros? Si esos unos y otros se siguen multiplicando, España no se transformará en lo que literariamente se entiende por distopía, pero sí en lo que realmente sería un lugar insufrible para vivir.
Querida amiga María Mir-Rocafort. Me ha encantado tu artículo, es ya lo habitual.
Tienes mucha razón respecto de las ocurrencias de alguno periodistas y todólogos de las tertulias, sean radiofónicas o televisivas.
Las distopías me recuerdan sociedades como la que narra El cuento de la criada de Margaret Atwood, en ella la clase media ha desaparecido y todos los ciudadanos son víctimas de un régimen dictatorial manejado por la oligarquía. Al hilo de esto, me viene el recuerdo, desagradable sin duda, de la intervención de Pablo Casado y Santiago Abascal esta mañana en el Congreso. El discurso de cualquiera de los dos se basó en injuriar al Gobierno, mentir flagrantemente y destilar un odio tan irracional como irracional eran los personajes de los comandantes del cuento que he mencionado.
Oyendolos imaginé, por un momento, lo que hubiese ocurrido con cualquiera de los dos a los mandos de esta pandemia. Borré enseguida esa imagen de mi mente, el desasosiego y el asco que me producía tal visión me llevó a apagar el televisor.
Antes de apagarlo había oído ambas intervenciones en las que en ninguna frase se habló de los ciudadanos y su bienestar, si hablaron de las empresas, los empresarios y los autónomos. A Casado no entendí cómo no se le caía la cara de vergüenza, fueron las políticas de su partido las que se encargaron de desmantelar la sanidad pública para ponerla en manos privadas, fue su partido el que creó una ley de empleo mediante la que se podía contratar por días, horas e incluso minutos, a eso lo llamaron creación de empleo. Curiosamente una de las profesiones que más se vió afectada fueron las relacionadas con la sanidad.
Bien, no quiero perderme en la entropía, teoría del desorden en las críticas, la reduciré a una solo: Neoliberalismo salvaje.
Los debates en el Congreso continúan mientras yo escribo esto, la conclusión será la misma de siempre, Pedro Sánchez es un enterrador, Pablo Iglesias directamente un asesino, la propuesta de ampliación del Estado de Alarma
se aprobará y las derechas y la ultra derecha seguirán con sus vídeos manipulados, sus insultos en redes sociales y su postureo de corbatas negras y banderas a media asta, vamos lo habitual en ellos, hacer alguna propuesta en positivo, arrimar el hombro y hacer que entre todos y todas unidos venzamos a la pandemia lo dejarán en manos de la buena gente de España y su Gobierno..
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