(De mi blog «Algo que contar»)
Quien no haya visto u oído el último pleno del Congreso lo puede encontrar descrito y comentado en redes y diarios y radios y televisiones. No hay periodista ni comentarista que no haya desmenuzado el tema, según sus inclinaciones e intereses, repitiendo por fuerza, al cabo de dos días, lo que ya han dicho los demás. Claro que para eso les pagan. Como a mí no me paga nadie, puedo escribir lo que me dé la gana.
En cierta etapa de la vida, el dinero parece imprescindible para comprar tiempo y libertad. Más adelante, algunos descubren que el tiempo no se puede comprar y que el dinero tiene el poder de reducir las mentes que se le someten a la más abyecta esclavitud. Yo guardo, muy en el fondo de mi alma, un anhelo frustrado de la libertad absoluta de los vagabundos. Por eso, quien busque aquí una repetición de lo que pasó en el Congreso, aliñada con frases más o menos ingeniosas para dar al asunto un toque de originalidad que casi nadie consigue, no lo va encontrar. Lo que tenía que comentar al respecto lo volqué en Twitter. Para destacar la inmoralidad y la carencia de valores humanos de las derechas de este país, tantas veces demostrada que ya no hay mente racional que pueda ponerlas en duda, los caracteres de un tuit bastan y sobran. Recomiendo los de Adriana Lastra, al grano y sin ocurrencias para lucirse. Ahora y aquí, yo a lo mío.
Un día de hace muchos años, leí una novelita de Herman Hesse, escritor que la moda había elevado a la categoría de gurú porque sus ideas habían saltado desde principios del XX para conectar con la juventud de los 60. Dos guerras mundiales sangrientas y una guerra fría que amenazaba cargarse al mundo entero con bombas nucleares habían llevado a muchos de aquellos jóvenes a renegar de los valores occidentales buscando la paz en el budismo. Herman Hesse les había dibujado el mapa del camino en su novela Sidharta. La leí por no renegar de los dogmas de aquella época sin enterarme al menos de qué iban, pero el camino con Sidharta Gautama me resultó pesado porque llevaba a un destino al que yo no tenía ningunas ganas de llegar. Las filosofías exóticas no me atraían; no me han atraído nunca. Pero me interesó el autor y captó mi atención otro libro suyo que por el título no parecía querer llevarme a la India. El libro se llamaba como su personaje principal; Knulp. Knulp buscaba, como todos más o menos, la felicidad, y la encontraba sin salir de la Alemania de principios del siglo XX vagabundeando de pueblo en pueblo sin oficio ni beneficio, como dirían los ciudadanos respetables de la sociedad normal. Durante un tiempo, le envidié. Descubrí con sorpresa que me gustaría ser vagabunda. Pero en aquella época, hasta la libertad del vagabundo estaba reservada a los machos de la especie. Tuve que conformarme con acompañar a Knulp en mi imaginación y guardar en secreto la admiración que sentía por él y por su modo de entender la vida.
El librito se divide en tres capítulos, en realidad tres momentos en la vida del vagabundo. En el primero, seguí a Knulp hasta la casa de un amigo en una fría noche de finales de febrero y me quedé en ese pueblo hasta que Knulp decidió marchar. En el segundo, otro vagabundo cuenta sus recuerdos del Knulp con el que había compartido camino durante un tiempo. En el tercero, el narrador cuenta la relación de Knulp con un amigo de la infancia y con dos amigos más: él mismo y Dios. Knulp camina por un campo bajo la nieve repasando su vida. Está enfermo y tiene los años que en aquella época hacían que a una persona se la considerara vieja. Sus recuerdos le llevan a la conclusión de que su vida no ha servido para nada. Se lo dice a Dios y Dios le responde:
¡Qué tío más infantil! ¿No ves lo que todo eso significa? ¿No ves que tenías que ser un vagabundo para llevar a la gente, a donde quiera que fueses, un poco de la locura de un niño, de la risa de un niño para hacer que todo tipo de personas te quisieran un poco, se mofaran un poco de ti y se sintieran un poco agradecidos?…Mira, dijo Dios, yo te quería como eres, no distinto. Tú eras un vagabundo en mi nombre y fueras donde fueses llevabas a la gente establecida un poco de anhelo de libertad. En mi nombre, hiciste tonterías y la gente se burlaba de ti. En ti, se burlaban de mí, en ti me amaban. Tú eras mi hijo y mi hermano y una parte de mí. No hay nada de cuanto has disfrutado y sufrido que yo no haya disfrutado y sufrido contigo.
Sí, dijo Knulp asintiendo. Sí, es cierto y, en el fondo, siempre lo he sabido.
Entonces, ¿no tienes más quejas?, preguntó la voz de Dios.
Ninguna más, dijo Knulp…
¿Y todo está bien? ¿Todo está como debería estar?
Sí, Knulp asintió. Todo está como debería estar.
En medio de una pandemia que ha matado y está sentenciando a muerte a miles de enfermos con patologías previas y a miles de viejos, el ambiente parece invitar a darle un repaso a nuestra vida. Felices los que pueden llegar a la conclusión de Knulp, aun siendo ateos. Aquel que no cree en un Dios que trasciende la naturaleza humana, no puede negar la existencia en sí mismo de un creador; de él mismo como creador de su propia vida.
¿Por qué Knulp merece al final la aprobación de Dios y de sí mismo? Yo diría que porque, a lo largo de su vagabundeo, no es la naturaleza lo que más llama su atención. El autor describe cuanto ve con los ojos de Knulp y los ojos de Knulp disfrutan de la belleza, pero no se recrean en campos y pájaros y flores; los ojos de Knulp miran y ven a las personas que encuentra en su camino. Knulp, tan humano y tan inteligente como para reconocer y criticar sus propios errores, intenta entender a la gente, justificar, alegrar a aquellos que están tristes. Su vida ha estado siempre llena de caras con nombres, con problemas; llena de personas a quienes alegrar y consolar.
Hoy Knulp no podría ser vagabundo. El confinamiento no le dejaría caminar por donde le apeteciera. Pero es muy posible que para escapar de un suelo y un techo obligatorios, utilizara su exquisita educación de niño bien y sus dotes de persuasión para ser aceptado como voluntario realizando alguna de las tareas necesarias en estos momentos de miedo, incertidumbre y dolor.
Y Dios, ¿qué estará pensando Dios, el del alma o el de la mente, de la ingente cantidad de Knulps, seres auténticamente humanos que han aparecido de pronto en la tierra que llamamos España para curar, ayudar, consolar a los demás? ¿Cuántos de los que veían pasar el tiempo anclados en una rutina estéril han descubierto de pronto sus ansias de libertad, al creador que llevan dentro, el deseo de vivir creando conscientemente su propia vida? ¿Cuántos que creían haber renunciado a sus sueños, que creían haber fracasado por no cumplir la expectativas propias o ajenas se habrán encontrado, tras estos días de reflexión, diciéndose o diciéndole a su Dios que todo estuvo bien; que todo tuvo sentido y que todo puede estar mejor si tienen la oportunidad de seguir viviendo?
En un programa de radio preguntaban el otro día a los oyentes a quién les gustaría abrazar cuando se acabe el motivo que nos obliga a mantener distancias. Se me ocurrieron enseguida los más cercanos, por supuesto, y entre ellos el Knulp que desde hace unos meses recaló en nuestro pueblo. Es un vagabundo que admira y defiende su derecho a la libertad tal como él la entiende. Como Knulp, siempre encuentra un amigo que le invite a una cerveza en El Coyote para conversar un rato con él. Es un chico afable, inteligente y su conversación siempre aporta algo de interés. Tuve el honor de que un día me pidiera permiso para sentarse en mi mesa. Hemos charlado muchas veces desde entonces y era, hasta hoy, el único amigo al que le conté mi vagabundeo imaginario de otros tiempos. Siempre nos despedíamos con un abrazo con la excusa de que los abrazos alargan la vida para restarle sentimentalismo al asunto. Si esta tormenta negra no le ha arrastrado a otra parte, volveremos a abrazarnos y le pienso regalar el Knulp de Hesse segura de que le sacará tantas sonrisas como me ha sacado a mí a lo largo de mucho tiempo.
Amiga María Mir-Rocafort, me ha llegado el mensaje de tu hermoso artículo.
Yo también, supongo que como miles de seres humanos, he sentido esa necesidad de deambular por el mundo como el vagabundo de Sort y el vagabundo Knulp de Hess.
Nunca lo he hecho, aunque mi trayectoria vital haya transcurrido por infinidad de pueblos y ciudades de nuestro país, pero siempre, salvo de los 15 a 19 años en los que fuí libre de todo convencionalismo, decía que siempre he tenido que llevar una mochila, no pesada, pero sí cargada de responsabilidad, de las obligaciones de las que sin casi darnos cuenta asumimos con el paso de los años.
De haber sido vagabundo, Dios no hablaría conmigo, yo no se lo permitiría porque no lo concibo, pero sí escucharía con sumo gusto a todas esas almas plácidas y serenas que encontraría, sin duda, en el camino. De ellas me nutriría y aprendería, llegaría a mi edad siendo un hombre sabio, porque sólo los sabios saben escuchar a sus semejantes y sacar partido de ello.
Al igual que tú tienes al vagabundo de Sort, yo me tengo a mí y a mi imaginación, con ella recorro lugares nunca conocidos, conozco a personajes de todo jaez, vivo miles de aventuras, de amores y de vidas, lo hago escribiendo, creando novelas, relatos y poemas que me permiten vagabundear todo cuanto quiero.
Ese es el mundo en el que me siento realizado, el que me mantiene cuerdo y sereno, el que me ha permitido llegar a una edad provecta con los cinco sentidos llenos de vitalidad.
Doy gracias a la naturaleza por haberme hecho así, por pensar más en lo onírico que en lo material, y con todo, no perder nunca la perspectiva de la vida real.
Abrazote, amiga.
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