Las navidades de las víctimas

Estúpido, según Carlo M. Cipolla, es aquel que hace daño a los demás sin obtener a cambio ningún beneficio. Oriol Junqueras y sus compañeros de prisión son estúpidos. Son tan estúpidos como los jueces del Tribunal Supremo que condenaron la estupidez de Junqueras y los otros líderes independentistas a largos años de prisión, pasándose por el forro toda consideración humana y, como ayer declaró el Tribunal Superior de Justicia Europeo, ignorando la norma  del Parlamento Europeo sobre la inmunidad de los diputados elegidos, norma que España, como país europeo, no se podía saltar.  

La estupidez llevó a los jueces españoles a emperrarse en mantener encerrados a toda costa a unos estúpidos que no suponían  para la sociedad otro peligro que montar manifestaciones festivas, hacer proclamas delirantes, exigir la independencia de Cataluña a un estado que de ninguna manera la puede conceder, sin reparar en consideración racional alguna, ni siquiera en el hecho de que más de la mitad de los catalanes no quiere la independencia. ¿Merece esa estupidez cárcel a toda costa, aún a costa de poner en entredicho la justicia y la eficiencia profesional del Tribunal Supremo de un país democrático?  Los únicos que responden que sí a esta pregunta son los políticos que anteponen el sagrado nombre de España a cualquier otra consideración y que utilizan ese nombre, con vehemencia franquista,  para justificar todo lo bueno y todo lo malo que ese nombre representa.

La estupidez de los políticos independentistas y de los jueces del Supremo está afectando gravemente el prestigio del sagrado nombre de España y el del sagrado nombre de Cataluña por igual. Entre los unos y los otros han montado un vodevil que podría partir de risa al más serio, si no fuera porque hay algo infinitamente más sagrado  que cualquier sagrado nombre sobre la faz de la tierra: las personas. La estupidez de los unos y los otros está comprometiendo el bienestar de los catalanes, el bienestar de todos los españoles; dicho en román paladino, nos están jorobando a todos los que estamos a punto de zozobrar con un país cuya democracia está a punto de irse al garete. O sea, que a los jueces del Tribunal Supremo y a los políticos independentistas y a los políticos evocadores de la dictadura, las personas de carne y hueso que damos vida a Cataluña, que damos vida a España entera, les importamos menos que un rábano.    

Esto vale también por el listo que montó el follón y huyó a Bélgica con unos cuantos fieles antes de que la justicia le pescara. Pero Carles Puigdemont no es estúpido. Según la definición de Carlo M. Cipolla, Carles Puigdemont es malo, distinguiéndose la maldad por hacer daño a los demás para obtener un beneficio. Y vaya si lo obtuvo. Mientras sus compañeros estúpidos pisaban cárcel, Puigdemont se instaló en una mansión que nadie sabe quién paga transformada en sede de la inexistente República de Cataluña. Gracias a una excelente propaganda, Puigdemont se convierte en presidente de Cataluña en el exilio y desde el exilio dirige los hilos del independentismo como gurú exaltado por su aureola de mártir. Y ahora le toca de rebote un escaño en el Parlamento Europeo gracias a la lucha de los abogados de Oriol Junqueras por defender su condición de parlamentario. Vaya suerte. Oriol Junqueras seguirá en la cárcel mientras Puigdemont, una vez obtenida la inmunidad, se instalará en lo que él llama Cataluña Nord,  para, desde allí, seguir impartiendo a su martirizado país las miríficas directrices que emanen de su privilegiada inteligencia. Y los ingenuos, víctimas por igual de estúpidos y malos, según Cipolla, seguirán comprando a Puigdemont   todo el humo que quiera venderles; le seguirán votando.

¿Y el resto de España, qué? Ingenuos, estúpidos y malos, que en España hay de todo, como en todas partes -perdón por el ripio-; ingenuos, estúpidos y malos seguirán votando por los políticos que, para defender cargo y sueldo, serían capaces de hundir a España con todos los españoles dentro. ¿Y esos políticos, qué son? Los hay malos y estúpidos. Abascal y los suyos, por ejemplo, van esparciendo el odio, atacando a todo lo atacable, incluyendo libertades y derechos de los más vulnerables. ¿A cambio de qué? Por el momento, de 52 diputados con sus respectivos sueldos y de las subvenciones con las que la democracia sostiene a los partidos con representación parlamentaria. ¿Y Casado y Arrimadas? Por el momento, caen en la definición de estúpidos aunque, por lo que dicen, se desesperan por emular a Abascal a ver si, convertidos en malos malísimos, consiguen los beneficios que aporta la maldad.

En la clasificación de Cipolla queda un grupo al que el filósofo y economista llama inteligentes. Inteligente es aquel  que hace el bien a los demás para beneficiarse a su vez. En estos momentos, los españoles, todos los españoles, tenemos la suerte de contar, en el gobierno en funciones, con políticos inteligentes cuyo programa se orienta a restaurar las leyes que garantizaban nuestro bienestar y que políticos malos y estúpidos derogaron, y a seguir legislando en beneficio de todos los ciudadanos del país. Pero esa suerte pende de un hilo. Esa suerte, nuestra suerte, depende de que políticos ingenuos y políticos estúpidos  comprendan que si no entregan sus votos a los inteligentes para que puedan gobernar, España, todos los españoles incluidos, caeremos en manos de los malos, capaces de cualquier cosa por conseguir su propio provecho, y en manos de estúpidos aprendices de malos, capaces de cualquier cosa por conseguir lo que los malos consiguen. ¿Hay en España tantos ingenuos y estúpidos como para entregarse y entregarnos a todos a quienes amenazan transformar nuestra existencia en la existencia de primitivos que luchan por sobrevivir con la lanza en alto y el miedo en las tripas, sabiendo que nadie les ayudará? Está por verse. Por el momento, solo nos queda esperar.    

Los independentistas presos no podrán pasar unas fiestas felices. Tendrán que conformarse con escuchar los discursos emotivos que les enviarán sus fieles bajo pancartas con sus fotografías, antes de marcharse a sus casas a disfrutar en familia las fiestas que los presos no podrán disfrutar. Desde el fondo de la parte mala que tiene mi alma, como la de todo el mundo, deseo a los jueces del Tribunal Supremo, a Puigdemont y los suyos y a todos los políticos malos de España que pasen unas fiestas anímica, emocional y físicamente idénticas a las que pasarán los presos independentistas. 

Mi parte buena desea que pasen unas felices fiestas todos los que puedan permitírselas y que los que no pueden encuentren quien les ayude a superarlas lo mejor posible. Mi parte inteligente nos desea a todos, y me incluyo, que una luz natural o sobrenatural ilumine las mentes de todos los políticos de quienes depende la salvación de España, es decir, de todos los españoles, incluyendo a todos los que viven y trabajan en nuestro país, cualquiera que sea su origen.   

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

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