Empecemos a remendar

España está rota, afirmé y me reafirmo. No es una opinión; es un hecho evidente que solo puede negar quien no haya oído o no haya puesto atención al debate de investidura; al menos a un fragmento.  Con un brevísimo fragmento bastaba para percibir, con toda claridad, una España partida en dos.

Empezó el debate el  candidato a la investidura con un discurso homologable al de un político de un país civilizado. Expuso, sin estridencias ni dramatismo, lo que le tocaba exponer: su programa para hacer frente a los problemas del país. Le siguió el llamado a ser jefe de la oposición, y con su discurso se desató el infierno. De las bancadas de las derechas del hemiciclo empezaron a salir demonios viejos. Ni una sola referencia al programa de gobierno que había presentado el candidato. Insultos, predicciones agoreras, descalificaciones in crescendo hasta culminar en una sentencia inapelable: si Sánchez lograba ser investido, su gobierno sería ilegítimo.

Queriendo deslegitimar a Pedro Sánchez, los discursos de los tres líderes de las bancadas de las derechas negaron la validez de la Constitución, de la democracia, y hasta pusieron en entredicho al Jefe del Estado. Se hizo así evidente que no serían los secesionistas vascos, catalanes, gallegos los que romperían España. Se hizo evidente que España está rota. La rompieron aquellos dispuestos a lo peor para imponer sus propios intereses; esos que se aferran a su trozo de España para evitar por todos los medios  que alguien intente remendar, unir el país.

La aparente lucha por la unidad de España que lleva a los de las bancadas de las derechas a demonizar a los separatistas es tan falsa como el lema que ensuciaba el escudo franquista con una sangrante mentira: “Una  Grande Libre”. Que España, los españoles,  no eran libres entonces es una insultante obviedad. Que España nunca fue grande, otra; nunca lo fue porque, contra los españoles que intentaban que España fuera una, siempre ha habido algunos dispuestos a impedir su unidad. Durante todo el debate de investidura, los de las bancadas de las derechas demostraron ostensible, indudablemente, que ellos son los únicos separatistas que constituyen un peligro real para la unidad de España, de los españoles.

Esta aterradora evidencia, las horrendas experiencias que han tenido que sufrir los españoles a costa de quienes rompen España para defender sus propios intereses, nos advierte de la necesidad vital de recordar.  Necesidad vital de que lo hijos y los nietos de quienes sufrieron los horrores de la guerra tengan muy presentes los horrores que tuvieron que vivir sus padres, sus abuelos, para que puedan identificar y desenmascarar a los que pretenden engañarnos con discursos aparentemente patrióticos. Engañarnos a todos. No es cierto que en aquella España rota por la guerra solo sufrían los pobres, como podrían hacer pensar a las nuevas generaciones los reportajes en los que aparecen españoles destrozados buscando un refugio o el exilio. También hubo ricos que cayeron bajo bombas destinadas a matar rojos.  Cuando el odio destruye todo signo de humanidad, nadie se salva de la destrucción, ni siquiera los vencedores. Hay que recordar, porque el peligro de volvernos a destruir no ha desaparecido. Ayer corría por las redes un vídeo en el que una joven, activista de no sé qué, le espetaba al diputado de Teruel Existe: “Si hay que fusilarte, lo haremos”. Otra vez sangre, miseria, muerte. No hay territorio alguno que merezca la aniquilación de un ser humano por defender la independencia, la unidad, cualquier idea que, por los motivos que sean, se le pueda ocurrir a mente alguna.   

Necesitamos recordar para enmendar, tanto como necesitamos mirar hacia adelante para ponernos todos a remendar. Porque los auténticos garantes de la unidad de España somos todos los españoles trabajando unidos para superar todas las barreras que pretendan impedir nuestro bienestar.  El hoy presidente del gobierno terminó su discurso en el debate llamando a la esperanza. Que esa esperanza no se quede en una palabra, depende de todos los españoles, depende de que todos los españoles nos despojemos de banderías y egoísmos para trabajar por una España en la que todos podamos vivir a gusto. Así de sencillo.  

España está rota

Tengo que empezar contradiciendo al presidente del gobierno. Dijo Pedro Sánchez. “España no se rompe”. Y digo yo y cualquiera que tenga dos oídos, dos ojos y dos dedos de frente que España está rota.

No la rompieron los independentistas vascos ni catalanes ni gallegos.  La empezaron a romper hace siglos los que expulsaron de España a españoles musulmanes cuyos antepasados habían llegado a la península cientos de años antes; a españoles judíos descendientes de aquellos que, según la diversidad de las fuentes, se habían establecido en Hispania siglos antes de Cristo o en los primeros siglos de nuestra era. Los españoles musulmanes y los españoles judíos de entonces habían aportado a su España, tan suya como nuestra, a lo largo de siglos, la riqueza invaluable de su pensamiento poético, científico; filosófico, en fin, en el sentido etimológico e histórico del término.  ¿Quién tuvo la ocurrencia de expulsar de España a aquellos españoles que contribuían a su esplendor? ¿Quién empezó a romper a España, es decir, a los españoles, echando del territorio a quienes contradecían su forma de entender el país?  

Sobre un hermoso corcel galopa en la memoria otro español a unificar a España expulsando a los españoles que profesan una religión distinta a la católica. Era católico, tan católico que a la Iglesia entregaba la fuerza de sus brazos blandiendo su espada contra los españoles infieles; tan católico que, cuatro años después de expulsar de su patria a los españoles judíos y musulmanes, recibieron del Papa, él y su mujer, el título de Reyes Católicos.  Como saben todos los que hayan pasado por la escuela, Fernando el católico culminó la llamada Reconquista en 1491. ¿O ya no enseñan eso en las escuelas?

Sobre otro hermoso corcel, apareció un día en las pantallas de los televisores y ordenadores de este país otro guerrero dispuesto a reconquistar la Reconquista que los españoles traidores a la memoria de la España gloriosa han cubierto con el negro carbón del olvido. Parece que el guerrero confunde fechas. La Reconquista a la que defiende no es la que en el siglo XV cubrió de gloria a los Reyes Católicos. Es una palabra acuñada por románticos nacionalistas en el siglo XIX para glorificar la gesta de quienes privaron a España de sus mejores intelectos. Esos nacionalistas forzaron y torcieron hechos reales para cubrir su historia de oropel. Los nacionalistas suelen ser fanáticos y el fanatismo está siempre reñido con el análisis racional de la realidad.

Al guerrero de las pantallas no le importan las fechas. Como aquel Alonso Quijano al que enloquecieron las hazañas portentosas de los prodigiosos caballeros que protagonizaban sus libros, Santiago Abascal entró en el universo de la intemporalidad y allí galopa desde entonces luchando contra infieles para ganarse el título de Caudillo Católico de todos los españoles; es decir, para reconquistarnos a todos y convertirnos en fieles defensores de la españolidad. No existe, para Abascal y los suyos, el presente. El cambio climático, la violencia de género y cosas por el estilo son accidentes que no pueden afectar la inmutabilidad de su esencia. Su esencia es el ansia de poder y hacia él cabalga con el arrojo de un héroe mítico al que no pueden detener ni lluvias ni vientos, es decir, elementos de la realidad, tales como razones o personas. Por eso, para Abascal y los suyos tampoco existe el pasado, algo etéreo muy fácil de modificar a capricho.

¿Pero qué es la españolidad? Dice el diccionario que es la cualidad de lo que tiene carácter español. Podemos hacernos una idea de cómo eran aquellos  españoles que fueron expulsados de su tierra por no ser católicos, leyendo sus obras y milagros. Pero esos no pueden servirnos de ejemplo porque los defensores de la españolidad  decidieron  que esos no eran españoles. Entonces, ¿qué es lo que tiene carácter español? Si buscamos un ejemplo en los defensores de la españolidad contemporáneos, carácter español tienen aquellos que ayer pudieron verse y oírse en el Congreso de los Diputados defendiendo a España desde la bancada de Vox. Entonces, ¿lo que define el carácter español es la irracionalidad, la intolerancia, la intransigencia, el matonismo? El discurso de Abascal y los gritos de sus  huestes transportaban a tiempos de los visigodos cuando aún no se había inventado el tenedor. Entonces, ¿solo tiene carácter español quien vive en el pasado? En un pasado imaginario de trincheras y catapultas y gritos de guerra y alegre camaradería de borrachos contando sus hazañas en torno a las hogueras de los campamentos.

Podemos encontrar otro ejemplo en la bancada de Pablo Casado y sus  populares. Ni el discurso de Casado ni los gritos, insultos y groserías de los suyos difirieron de los del grupo de Abascal. Parece, pues, que la única diferencia entre un grupo y el otro es la rivalidad entre sus adalides por hacerse con el poder. Y con esto parece que nos acercamos más a una conclusión. Esta evidencia parece decir o querer demostrar que, en el fondo de ideas y modos, lo que mueve y define al español muy español es el ansia de ejercer el poder sobre algún semejante: el hombre sobre la mujer, el padre sobre los hijos, el juez sobre los juzgados, el líder sobre los liderados, el legislador sobre los que legisla, la Iglesia sobre sus fieles.

Pero, ¿es ese y únicamente ese el carácter español? Ayer, a la izquierda de las bancadas de los defensores de la españolidad, se oía y se veía otra España. Una España que hubiera ilusionado a aquellos españoles que tuvieron que irse con su ciencia  a otra parte cuando los vencedores decretaron que España era una y sagrada sometida a una única forma de relacionarse con Dios: la que ordenaran los dogmas, la tradición y los poderosos de la Santa Madre Iglesia.

Ayer se hizo incuestionable la afirmación de que España está rota. Empezó a romperse hace siglos cuando los primeros defensores de la españolidad empezaron a defender su concepto de España a hachazos. El hacha no ha parado de romperla desde entonces.  Hubo un momento en que pareció dar una tregua a los españoles para que pudieran remendar su país.  Pero al parecer, fue un espejismo. Tan rota quedó España después de la guerra civil y los hachazos que vinieron después, que cuarenta años no han bastado para remendarla. Los pedazos de esa  España rota es lo que quieren volver unir a la fuerza los defensores de la españolidad expulsando del territorio a todos los españoles que se nieguen a acatar sus designios.

¿Y cuáles son los designios de los otros españoles, de esos que no encajan en lo que entienden por carácter español los defensores de la españolidad? En las bancadas de la izquierda se habló ayer de tolerancia, de entendimiento, de trabajo constante por el progreso; se habló de devolver el poder a todos los españoles, a todos los habitantes de un territorio que llaman España y que en ese nombre condensan sus ambiciones,  su lucha cotidiana, su ilusión, su esperanza.

Subió a la tribuna el candidato a presidente del gobierno  y con sus últimas palabras desmintió el optimismo de las primeras que había pronunciado. España no se rompe, había dicho, como si no supiera, como sabemos todos, que está rota. Aceptada tácitamente esa evidencia, Pedro Sánchez se lanzó a hablar con pasión de la esperanza. Esperanza de unir finalmente a España, a los españoles, fundada, no en ilusiones;  fundada sólidamente en la determinación de todos los españoles dispuestos a convertir la españolidad en el esfuerzo diario por mejorar día a día la casa en la que vivimos todos para que todos podamos vivir en ella en  paz plenamente dedicados a la tarea que es el fin de nuestra existencia; la búsqueda de la felicidad.   

¡Fuera de la charca! ¡Adelante!

Un día antes de terminar el año, por la mañana, como todas las mañanas, empecé el día oyendo noticias, entrevistas, tertulias políticas, pobre de mí. Iba por la última tertulia que oigo cada mañana cuando, de pronto, en mi mente sonó una canción que me había obsesionado durante un tiempo hace muchísimos años. Me llamó la atención que la memoria hubiese decidido recuperar precisamente esa canción del fondo de su trastero y que me ofreciera, no solo la música, sino la letra como si me la acabase de aprender. Olvidé a los tertulianos. 

A la música y la letra incorporé mi voz cantando bajito. Recordé por qué esa letra me había obsesionado en aquel entonces y entendí por qué ese otro yo, que vive escondido en nuestra alma y que llamamos subconsciente para entendernos, había decidido volver a ponerme aquel disco en ese preciso momento. Mi mente lleva mucho tiempo girando hasta el mareo cuando pienso en la política y leo artículos políticos y escucho a analistas políticos y a expertos varios hablar de la situación política, opiniones políticas que giran y giran y giran repitiendo, repitiendo, repitiendo los mismos argumentos en un círculo cerrado en el que no entra nunca idea nueva alguna. Concluí que mi memoria, por orden de mi subconsciente, le estaba poniendo música de fondo a la tertulia y a mi mareo.

The windmills of your mind, (Los molinos de tu mente), se llamó la canción en inglés cuando la convirtieron en banda sonora de una película y ganó el oscar. Michel Legrand compuso la música y el que escribió la letra en francés la llamó Les moulins de mon cœur. Fueron sus letristas americanos los que, con más sentido científico, decidieron poner a girar las palabras en la mente dejando el corazón para lo que sirve, que es otra cosa. En mi mente sigue girando hoy esa letra y ni el acuerdo de coalición entre PSOE y Unidas Podemos ha conseguido detener el remolino. Será porque hoy también, como todos los días, he escuchado tertulias en las que, hasta para comentar el nuevo pacto, los opinantes siguieron dando vueltas en torno a los mismos argumentos. Cuesta mucho modificar un hábito.

Empieza la letra de la canción con una palabra que lo resume todo con rotundidad: “Redondo”. “Redondo como un círculo en una espiral/ como una rueda dentro de una rueda/ sin acabar ni empezar/en un carrete que no deja de girar”.

No se puede echar toda la culpa sobre periodistas, analistas y opinantes diversos por no salir del círculo de la repetición. Hace años que la política española empezó a girar “como un carrusel que gira/dibujando círculos en torno a la luna”. Abajo, un hombre, una mujer, levanta la vista hacia la luna de vez en cuando; fija los ojos en la pantalla de un televisor y ve, girando en torno a esa luna, el carrusel de caras rodeadas de cámaras. Es otro mundo, tan distinto a su mundo, con otros habitantes, tan distintos a él mismo o a ella misma y a la gente que conoce, que los asuntos que preocupan a esos habitantes no tienen nada que ver con los suyos.

Por la mente de ese hombre, de esa mujer empiezan a girar facturas de pago urgente, el seguro del coche que está al caer, la tarjeta del Metro que tendrá que sacar mañana, mañana toca hacer compra porque para comprar cada día no hay tiempo y a ver cómo se estira el dinero porque, aunque ya está avanzado el mes, falta una eternidad de días para el día de cobro. El hombre y la mujer siguen mirando a los políticos que aparecen en la pantalla sonriendo o muy serios, pero no les ven porque en su mente giran y giran y giran sus asuntos y los políticos no son divertidos y no distraen, menos mal que después viene un programa con otros personajes también de otro mundo distinto, pero hablan de cosas divertidas que sí distraen, como peleas entre parejas y romances que empiezan o que terminan, los políticos aburren cuando hablan de política y los problemas no dejan de girar y girar en la cabeza, a menos que salgan unos políticos que insultan y dicen disparates, esos sí distraen, pero, para qué aburrirse escuchando a los que hablan de política de verdad, para qué ponerles atención si la atención se va a los problemas y no hay modo de parar la noria mientras “las manillas del reloj van barriendo los minutos” que faltan para que llegue el desastre que uno vive temiendo que destruya, en un instante, la frágil seguridad que sostiene su vida.

Para qué aburrirse escuchando a los [políticos] que hablan de política de verdad, para qué ponerles atención si la atención se va a los problemas y no hay manera de parar la noria…

Un día, llegó el desastre “como una bola de nieve rodando montaña abajo”. Los políticos, buscando el modo de que el desastre no afectara a los de su mundo, encontraron la solución echándoles la bola a los de abajo que, aunque tuvieran muy poco, era un poco multiplicado por millones. Al hombre, a la mujer, le costó más distraerse, ¿cómo pagar el alquiler con el sueldo reducido?, ¿cómo pagar el alquiler con el subsidio de paro?, ¿cómo pagar el alquiler sin trabajo y sin subsidio?, ¿cómo pagar las medicinas y todo los demás con pensiones congeladas o con la subida de un euro mensual? Del mundo de los políticos no llegaban respuestas. El mundo de los políticos giraba “como una manzana, silenciosamente, en el espacio”. El desastre no les afectaba. Habían salvado a los bancos y a algunas empresas. Podían descansar tranquilos.

Mientras tanto, los de abajo circulaban por “un túnel que sigue por otro túnel/ bajando por un agujero a una caverna/ donde el sol no ha brillado jamás”. Desde allí no pueden incordiar a los de arriba. Los de arriba siguen cobrando sus sueldos, siguen confiando en conservar su puesto en su mundo cuando su sueldo de políticos se les acabe, dando vueltas en “puertas giratorias que giran constantemente” mostrando generosidad infinita en el pago de favores. Mientras tanto, los de abajo seguían intentando aliviar su agobio por un rato distrayéndose en los mundos del televisor. Muchos catalanes encontraron diversión en la independencia de Nunca Jamás, mientras otros se divertían dando vivas a España. Los de abajo vivían ensimismados con “los círculos “de una piedra lanzada en un arroyo” y por miedo a romper los círculos y encontrarse con algo peor, seguían alimentando con sus votos a los mismos de arriba porque cuesta mucho romper un hábito que es “como un círculo en una espiral/como una rueda dentro de una rueda/ sin acabar ni empezar/ en un carrete que no deja de girar/ mientras las imágenes se desenrollan/ como los círculos que encuentras/en los molinos de tu mente».

Este lunes, Pedro Sánchez, presidente del gobierno en funciones y Pablo Iglesias, secretario general de Unidas Podemos, aparecieron en las pantallas anunciando a los españoles un pacto de gobierno que rompe los círculos que parecían eternos y traza una flecha que se dirige en línea recta, rauda, hacia el futuro. Muchos corrimos a la redes para compartir nuestra esperanza. En eso estábamos cuando los defensores de los círculos hicieron un último esfuerzo para devolvernos a la charca calificando el pacto de traición, de infamia. Pero ¿quién va a hacerles caso? Las charcas solo gustan a los sapos que van saltando de círculo en círculo croando siempre la misma canción de los sapos porque no pueden cantar otra cosa. Y como esos sapos, algunos comentaristas ignoraron la flecha y volvieron a recordar y a comentar la frase de Pedro Sánchez sobre su insomnio que los comentaristas hicieron célebre comentándola desde el 11 de noviembre hasta el día de hoy; otros comentaristas se entregaron a confesar su más amargo pesimismo.

La única esperanza de los políticos y comentaristas que quieren que sigamos girando en la miseria -moral la de algunos, económica la de los más vulnerables- es que los catalanes de quienes depende la investidura de Sánchez aborten el pacto en el último momento. Pero no todos los catalanes siguen girando en el círculo de la independencia. Ni la cárcel ha podido con la honestidad y el compromiso social de Oriol Junqueras, ni el dolor con el entusiasmo de un Tardá o de Rufián. Parece que Esquerra Republicana de Cataluña ha logrado saltar del círculo en el que los catalanes llevan años girando sin esperanzas y probar el camino de la flecha, al menos para saber a dónde lleva.

Tras la flecha, millones esperamos el momento en que todos podamos avanzar en línea recta dejando atrás los círculos malolientes en los que pretendían estancarnos los que, con los de abajo estancados, viven mejor. Como la investidura se tuerza, volveremos a votar y esta vez serán muy pocos los que quieran seguir dando vueltas en sus charcas.

Feliz año nuevo a todos los que esperan y a los que no esperan nada, también. Avanzarán aunque sea de remolque porque todos avanzaremos.

INOCENTES Y CULPABLES

Hace unos años llegué a la conclusión de que los primeros culpables de lesa humanidad pusieron los primeros eslabones de la cadena trágica que a todos nos ha oprimido desde el principio de los siglos. No hay culpable que no pueda alegar atenuantes que justifiquen su culpabilidad. “Hago daño porque a mí me hicieron mucho daño y por eso soy malo”.

Si repasamos hacia atrás hasta los primeros eslabones de esa cadena, resulta que tampoco hay inocentes. Dice la Iglesia que Jesús de Nazaret fue el único libre de pecado, en su naturaleza humana, claro. Dios, uno y trino según la Iglesia, concibió en el Paraíso la trampa que a todos los hijos de los hombres gravó con el pecado original y sus consecuencias. Ese pecado, que le cayó encima a la primera pareja sin comérselo ni bebérselo porque los pobres no tenían conciencia del bien y del mal, causó, entre otras calamidades, la envidia de Caín y el primer parricidio. O sea, que según el retorcido segundo relato de la creación del Génesis, el primer eslabón de la cadena de miserias lo puso Dios. No el Dios que creó a los seres humanos a su imagen y semejanza, por supuesto. El Dios creado por seres humanos retorcidos a imagen y semejanza suya. Pues bien, otra vez según la Iglesia, toda la prole de Adán y Eva habida y por haber nace con el pecado original en los genes y, por lo tanto culpable y, por lo tanto merecedora de perdón por tener que arrastrar durante toda su existencia la carga de un pecado no cometió.  

Un día, en el colmo del recochineo, a alguien se le ocurrió celebrar el día de los Santos Inocentes gastando bromas, más o menos pesadas, al prójimo. La palabra inocente se instauró  desde entonces, o tal vez antes, como sinónimo de ingenuo, de incauto, palabras que sugieren tonto, lo que significa que solo los tontos pueden considerarse inocentes. No pasaba nada serio cuando las inocentadas servían para sonreír o reírse un rato. Pero un día, un culpable por sabe Dios qué daño le habían hecho a su mente, desató en España una guerra que eliminó a cientos de miles de españoles  y, habiéndola ganado, gobernó a los supervivientes como si fueran tontos convenciéndoles de que eran tontos. Tontos eran porque estaban vivos y no represaliados, lo que significaba que eran inocentes del pecado imperdonable de ser rojo. La Iglesia perdonó a Franco porque, al fin y al cabo, todos somos pecadores y Dios es infinitamente misericordioso y, seguramente, Franco se confesó.

Dicen hoy algunos que eso pasó hace muchos años y que no hay razón para revolver el pasado. Ya. Hoy, Día de los Inocentes de 2019, siglo XXI, el de la supermodernidad, se levanta uno y se pone a leer la prensa  y acaba sin entender en qué siglo vive, y si se esfuerza un poco por reflexionar sobre su propia conciencia, no encuentra en su mente otra cosa que un enorme signo de interrogación.

Porque resulta que pululan por ahí unos machos muy machos, tan machos como aquel que desató la guerra y la ganó porque tenía un ejército de machos muy machos. Esos machos por antonomasia siguen las directrices y el ejemplo de su caudillo intentando convencer a los tontos de que los extranjeros pobres son un problema y de que las mujeres que no están dispuestas a limitarse a cocinar y a coser son un problema también y de que también es un problema, y el más grave, la cantidad de gente a la que se le ocurre tener derecho a la libertad. Uno pensaría que esos machos son tontos porque con una doctrina tan de mostacho, barba y miriñaque no va haber hoy por hoy quien les haga caso. Pero resulta que se presentan a unas elecciones y aparecen más de tres millones de españoles que les votan. Que millones hicieran caso a Franco, se entiende.  Más de la mitad de los españoles estaba derrotada y muerta de hambre y el individuo tenía armas de fuego, tanques y hasta aviones extranjeros. ¿Pero qué excusa puede haber hoy para que tanta gente quiera volver a convertir a España en un espectáculo de tiempos de cómicos de la legua? O los machos del partido de los machos tienen poderes hipnóticos o la bandera de España con la que se arropan causa efecto apotropaico o Franco tenía razón sobre la facultad intelectual de los españoles -en términos generales, por supuesto.

Porque resulta que el segundo partido de España, con muchos más millones de votantes, vive pendiente de lo que dicen los del partido de los machos para robarles cámara diciéndola más gorda. Su jefe, un chico joven que parecía de lo más razonable, hasta acabó dejándose bigote y barba para ser confundido entre los más machos.

Y resulta que cuando las mamás dejaron de comprar Barbies a sus hijas porque las hijas se dieron cuenta de que la muñeca era una tontita que solo se preocupaba por su vestuario, el segundo partido y el que era el tercero lanzaron políticas tipo Barbie para conquistar, no a las niñas, sino a los padres. Los modelos más vistosos de la muñeca son Díaz Ayuso y Arrimadas. Arrimadas tiene un memorión y repite discursos bien estructurados enseñando carteles y todo. Algunos periodistas se atreven a decir que es brillante y que las cámaras la aman. Díaz Ayuso dice unos disparates garrafales que en un monólogo cómico arrancarían aplausos. Los suyos rompen a aplaudir con entusiasmo cuando suelta un disparate en sus monólogos pretendidamente serios. Lo más de lo más es que Arrimadas ganó las elecciones autonómicas de Cataluña y no supo qué hacer, así que se fue a Madrid. Y Díaz Ayuso ganó la presidencia de Madrid gracias a los votos del partido de los machos y parece que tampoco sabe qué hacer.          

Y resulta que en Andalucía gobiernan los mismos gracias a los votos del mismo partido y en la alcaldía de Madrid también. Y resulta que de seguir la sanidad andaluza como va, los enfermos andaluces sin recursos tendrán que recurrir a curanderos. A los madrileños les va un poco mejor. Su alcalde corrige sus errores recurriendo a políticas socialistas. Se atribuye los aciertos como si se le hubieran ocurrido a él, pero bueno, peor sería el desastre si aplicara sus desastrosas ideas. Hay, además, otra autonomía gobernada por los mismos tres; Castilla-León. Ayer, los leoneses conmovieron a España exigiendo su independencia. ¿Otro merdé a la catalana? No,no. El procés leonés es constitucional, dicen. Por lo menos nos libramos de presos y de Torras y de Puigdemones.

A ver, se pregunta la mente obnubilada por tanto personaje y acontecimiento inexplicable; ¿qué está pasando aquí? Dijo un prestigioso economista que el neoliberalismo lleva años debilitando la democracia.  ¿Es eso? ¿Es que ha caído en las redes de los populistas servidores del Dinero tanto tonto que la democracia, aquejada de anemia  crónica, está a punto de palmarla para dar paso a totalitarismos neoliberales?

La mente, agobiada y aterrorizada, se niega a seguir por el camino de reflexiones profundas. Tenemos un presidente y un gobierno en funciones que son demócratas sin discusión, digan lo que digan los demás. Tiene el gobierno un presupuesto que, cuando se aplique, desfará los entuertos causados por el neoliberalismo salvaje del PP. Así que a otra cosa porque, de empeñarse uno en analizar racionalmente esta situación de locos, acaba tonto; víctima tonta proclive a dejarse engañar por los pescadores de tontos; culpable del hundimiento de España dispuesto a pasarse cuarenta años o los que haga falta declarándose inocente porque la culpa la tienen siempre los demás.     

Las navidades de las víctimas

Estúpido, según Carlo M. Cipolla, es aquel que hace daño a los demás sin obtener a cambio ningún beneficio. Oriol Junqueras y sus compañeros de prisión son estúpidos. Son tan estúpidos como los jueces del Tribunal Supremo que condenaron la estupidez de Junqueras y los otros líderes independentistas a largos años de prisión, pasándose por el forro toda consideración humana y, como ayer declaró el Tribunal Superior de Justicia Europeo, ignorando la norma  del Parlamento Europeo sobre la inmunidad de los diputados elegidos, norma que España, como país europeo, no se podía saltar.  

La estupidez llevó a los jueces españoles a emperrarse en mantener encerrados a toda costa a unos estúpidos que no suponían  para la sociedad otro peligro que montar manifestaciones festivas, hacer proclamas delirantes, exigir la independencia de Cataluña a un estado que de ninguna manera la puede conceder, sin reparar en consideración racional alguna, ni siquiera en el hecho de que más de la mitad de los catalanes no quiere la independencia. ¿Merece esa estupidez cárcel a toda costa, aún a costa de poner en entredicho la justicia y la eficiencia profesional del Tribunal Supremo de un país democrático?  Los únicos que responden que sí a esta pregunta son los políticos que anteponen el sagrado nombre de España a cualquier otra consideración y que utilizan ese nombre, con vehemencia franquista,  para justificar todo lo bueno y todo lo malo que ese nombre representa.

La estupidez de los políticos independentistas y de los jueces del Supremo está afectando gravemente el prestigio del sagrado nombre de España y el del sagrado nombre de Cataluña por igual. Entre los unos y los otros han montado un vodevil que podría partir de risa al más serio, si no fuera porque hay algo infinitamente más sagrado  que cualquier sagrado nombre sobre la faz de la tierra: las personas. La estupidez de los unos y los otros está comprometiendo el bienestar de los catalanes, el bienestar de todos los españoles; dicho en román paladino, nos están jorobando a todos los que estamos a punto de zozobrar con un país cuya democracia está a punto de irse al garete. O sea, que a los jueces del Tribunal Supremo y a los políticos independentistas y a los políticos evocadores de la dictadura, las personas de carne y hueso que damos vida a Cataluña, que damos vida a España entera, les importamos menos que un rábano.    

Esto vale también por el listo que montó el follón y huyó a Bélgica con unos cuantos fieles antes de que la justicia le pescara. Pero Carles Puigdemont no es estúpido. Según la definición de Carlo M. Cipolla, Carles Puigdemont es malo, distinguiéndose la maldad por hacer daño a los demás para obtener un beneficio. Y vaya si lo obtuvo. Mientras sus compañeros estúpidos pisaban cárcel, Puigdemont se instaló en una mansión que nadie sabe quién paga transformada en sede de la inexistente República de Cataluña. Gracias a una excelente propaganda, Puigdemont se convierte en presidente de Cataluña en el exilio y desde el exilio dirige los hilos del independentismo como gurú exaltado por su aureola de mártir. Y ahora le toca de rebote un escaño en el Parlamento Europeo gracias a la lucha de los abogados de Oriol Junqueras por defender su condición de parlamentario. Vaya suerte. Oriol Junqueras seguirá en la cárcel mientras Puigdemont, una vez obtenida la inmunidad, se instalará en lo que él llama Cataluña Nord,  para, desde allí, seguir impartiendo a su martirizado país las miríficas directrices que emanen de su privilegiada inteligencia. Y los ingenuos, víctimas por igual de estúpidos y malos, según Cipolla, seguirán comprando a Puigdemont   todo el humo que quiera venderles; le seguirán votando.

¿Y el resto de España, qué? Ingenuos, estúpidos y malos, que en España hay de todo, como en todas partes -perdón por el ripio-; ingenuos, estúpidos y malos seguirán votando por los políticos que, para defender cargo y sueldo, serían capaces de hundir a España con todos los españoles dentro. ¿Y esos políticos, qué son? Los hay malos y estúpidos. Abascal y los suyos, por ejemplo, van esparciendo el odio, atacando a todo lo atacable, incluyendo libertades y derechos de los más vulnerables. ¿A cambio de qué? Por el momento, de 52 diputados con sus respectivos sueldos y de las subvenciones con las que la democracia sostiene a los partidos con representación parlamentaria. ¿Y Casado y Arrimadas? Por el momento, caen en la definición de estúpidos aunque, por lo que dicen, se desesperan por emular a Abascal a ver si, convertidos en malos malísimos, consiguen los beneficios que aporta la maldad.

En la clasificación de Cipolla queda un grupo al que el filósofo y economista llama inteligentes. Inteligente es aquel  que hace el bien a los demás para beneficiarse a su vez. En estos momentos, los españoles, todos los españoles, tenemos la suerte de contar, en el gobierno en funciones, con políticos inteligentes cuyo programa se orienta a restaurar las leyes que garantizaban nuestro bienestar y que políticos malos y estúpidos derogaron, y a seguir legislando en beneficio de todos los ciudadanos del país. Pero esa suerte pende de un hilo. Esa suerte, nuestra suerte, depende de que políticos ingenuos y políticos estúpidos  comprendan que si no entregan sus votos a los inteligentes para que puedan gobernar, España, todos los españoles incluidos, caeremos en manos de los malos, capaces de cualquier cosa por conseguir su propio provecho, y en manos de estúpidos aprendices de malos, capaces de cualquier cosa por conseguir lo que los malos consiguen. ¿Hay en España tantos ingenuos y estúpidos como para entregarse y entregarnos a todos a quienes amenazan transformar nuestra existencia en la existencia de primitivos que luchan por sobrevivir con la lanza en alto y el miedo en las tripas, sabiendo que nadie les ayudará? Está por verse. Por el momento, solo nos queda esperar.    

Los independentistas presos no podrán pasar unas fiestas felices. Tendrán que conformarse con escuchar los discursos emotivos que les enviarán sus fieles bajo pancartas con sus fotografías, antes de marcharse a sus casas a disfrutar en familia las fiestas que los presos no podrán disfrutar. Desde el fondo de la parte mala que tiene mi alma, como la de todo el mundo, deseo a los jueces del Tribunal Supremo, a Puigdemont y los suyos y a todos los políticos malos de España que pasen unas fiestas anímica, emocional y físicamente idénticas a las que pasarán los presos independentistas. 

Mi parte buena desea que pasen unas felices fiestas todos los que puedan permitírselas y que los que no pueden encuentren quien les ayude a superarlas lo mejor posible. Mi parte inteligente nos desea a todos, y me incluyo, que una luz natural o sobrenatural ilumine las mentes de todos los políticos de quienes depende la salvación de España, es decir, de todos los españoles, incluyendo a todos los que viven y trabajan en nuestro país, cualquiera que sea su origen.   

Las navidades de las víctimas

Estúpido, según Carlo M. Cipolla, es aquel que hace daño a los demás sin obtener a cambio ningún beneficio. Oriol Junqueras y sus compañeros de prisión son estúpidos. Son tan estúpidos como los jueces del Tribunal Supremo que condenaron la estupidez de Junqueras y los otros líderes independentistas a largos años de prisión, pasándose por el forro toda consideración humana y, como ayer declaró el Tribunal Superior de Justicia Europeo, ignorando la norma  del Parlamento Europeo sobre la inmunidad de los diputados elegidos, norma que España, como país europeo, no se podía saltar.  

La estupidez llevó a los jueces españoles a emperrarse en mantener encerrados a toda costa a unos estúpidos que no suponían  para la sociedad otro peligro que montar manifestaciones festivas, hacer proclamas delirantes, exigir la independencia de Cataluña a un estado que de ninguna manera la puede conceder, sin reparar en consideración racional alguna, ni siquiera en el hecho de que más de la mitad de los catalanes no quiere la independencia. ¿Merece esa estupidez cárcel a toda costa, aún a costa de poner en entredicho la justicia y la eficiencia profesional del Tribunal Supremo de un país democrático?  Los únicos que responden que sí a esta pregunta son los políticos que anteponen el sagrado nombre de España a cualquier otra consideración y que utilizan ese nombre, con vehemencia franquista,  para justificar todo lo bueno y todo lo malo que ese nombre representa.

La estupidez de los políticos independentistas y de los jueces del Supremo está afectando gravemente el prestigio del sagrado nombre de España y el del sagrado nombre de Cataluña por igual. Entre los unos y los otros han montado un vodevil que podría partir de risa al más serio, si no fuera porque hay algo infinitamente más sagrado  que cualquier sagrado nombre sobre la faz de la tierra: las personas. La estupidez de los unos y los otros está comprometiendo el bienestar de los catalanes, el bienestar de todos los españoles; dicho en román paladino, nos están jorobando a todos los que estamos a punto de zozobrar con un país cuya democracia está a punto de irse al garete. O sea, que a los jueces del Tribunal Supremo y a los políticos independentistas y a los políticos evocadores de la dictadura, las personas de carne y hueso que damos vida a Cataluña, que damos vida a España entera, les importamos menos que un rábano.    

Esto vale también por el listo que montó el follón y huyó a Bélgica con unos cuantos fieles antes de que la justicia le pescara. Pero Carles Puigdemont no es estúpido. Según la definición de Carlo M. Cipolla, Carles Puigdemont es malo, distinguiéndose la maldad por hacer daño a los demás para obtener un beneficio. Y vaya si lo obtuvo. Mientras sus compañeros estúpidos pisaban cárcel, Puigdemont se instaló en una mansión que nadie sabe quién paga transformada en sede de la inexistente República de Cataluña. Gracias a una excelente propaganda, Puigdemont se convierte en presidente de Cataluña en el exilio y desde el exilio dirige los hilos del independentismo como gurú exaltado por su aureola de mártir. Y ahora le toca de rebote un escaño en el Parlamento Europeo gracias a la lucha de los abogados de Oriol Junqueras por defender su condición de parlamentario. Vaya suerte. Oriol Junqueras seguirá en la cárcel mientras Puigdemont, una vez obtenida la inmunidad, se instalará en lo que él llama Cataluña Nord,  para, desde allí, seguir impartiendo a su martirizado país las miríficas directrices que emanen de su privilegiada inteligencia. Y los ingenuos, víctimas por igual de estúpidos y malos, según Cipolla, seguirán comprando a Puigdemont   todo el humo que quiera venderles; le seguirán votando.

¿Y el resto de España, qué? Ingenuos, estúpidos y malos, que en España hay de todo, como en todas partes -perdón por el ripio-; ingenuos, estúpidos y malos seguirán votando por los políticos que, para defender cargo y sueldo, serían capaces de hundir a España con todos los españoles dentro. ¿Y esos políticos, qué son? Los hay malos y estúpidos. Abascal y los suyos, por ejemplo, van esparciendo el odio, atacando a todo lo atacable, incluyendo libertades y derechos de los más vulnerables. ¿A cambio de qué? Por el momento, de 52 diputados con sus respectivos sueldos y de las subvenciones con las que la democracia sostiene a los partidos con representación parlamentaria. ¿Y Casado y Arrimadas? Por el momento, caen en la definición de estúpidos aunque, por lo que dicen, se desesperan por emular a Abascal a ver si, convertidos en malos malísimos, consiguen los beneficios que aporta la maldad.

En la clasificación de Cipolla queda un grupo al que el filósofo y economista llama inteligentes. Inteligente es aquel  que hace el bien a los demás para beneficiarse a su vez. En estos momentos, los españoles, todos los españoles, tenemos la suerte de contar, en el gobierno en funciones, con políticos inteligentes cuyo programa se orienta a restaurar las leyes que garantizaban nuestro bienestar y que políticos malos y estúpidos derogaron, y a seguir legislando en beneficio de todos los ciudadanos del país. Pero esa suerte pende de un hilo. Esa suerte, nuestra suerte, depende de que políticos ingenuos y políticos estúpidos  comprendan que si no entregan sus votos a los inteligentes para que puedan gobernar, España, todos los españoles incluidos, caeremos en manos de los malos, capaces de cualquier cosa por conseguir su propio provecho, y en manos de estúpidos aprendices de malos, capaces de cualquier cosa por conseguir lo que los malos consiguen. ¿Hay en España tantos ingenuos y estúpidos como para entregarse y entregarnos a todos a quienes amenazan transformar nuestra existencia en la existencia de primitivos que luchan por sobrevivir con la lanza en alto y el miedo en las tripas, sabiendo que nadie les ayudará? Está por verse. Por el momento, solo nos queda esperar.    

Los independentistas presos no podrán pasar unas fiestas felices. Tendrán que conformarse con escuchar los discursos emotivos que les enviarán sus fieles bajo pancartas con sus fotografías, antes de marcharse a sus casas a disfrutar en familia las fiestas que los presos no podrán disfrutar. Desde el fondo de la parte mala que tiene mi alma, como la de todo el mundo, deseo a los jueces del Tribunal Supremo, a Puigdemont y los suyos y a todos los políticos malos de España que pasen unas fiestas anímica, emocional y físicamente idénticas a las que pasarán los presos independentistas. 

Mi parte buena desea que pasen unas felices fiestas todos los que puedan permitírselas y que los que no pueden encuentren quien les ayude a superarlas lo mejor posible. Mi parte inteligente nos desea a todos, y me incluyo, que una luz natural o sobrenatural ilumine las mentes de todos los políticos de quienes depende la salvación de España, es decir, de todos los españoles, incluyendo a todos los que viven y trabajan en nuestro país, cualquiera que sea su origen.   

Se equivocó la paloma

Se equivocó la paloma, la gaviota, el charrán o el que sea el pájaro que eligió el Partido Popular para su logo. Alguien que mire al cielo y vea con envidia a un pájaro volar libre, ¿puede asociarlo con una doctrina que encadena? El llamado liberalismo, viejo o neo, encadena al pobre a su miseria; al medio pobre a su lucha por huir de la pobreza; al rico a la tiranía de renunciar a todo lo que no sea conservar su riqueza y aumentarla a toda costa. Dice el liberalismo, viejo o neo, que el estado no debe intervenir regulando, frenando la ambición de los ricos; que no debe intervenir asistiendo a los pobres para que puedan vivir como personas libres de las cadenas que impone la miseria. Pero no libra el liberalismo, viejo o neo, a los pobres de su obligación de contribuir al sostenimiento del estado con sus impuestos. Se equivocó la paloma.

Se equivocó la paloma. Se equivocó al pregonar desde el logo del Partido Popular una libertad que nadie puede creerse desde la reforma laboral, la ley mordaza y otras cadenas camufladas de ley y orden.

Se equivocó la paloma al responder con el desprecio a siete millones de españoles de la autonomía más próspera de España. Se equivocó al condenar a largos años de cárcel a quienes no hicieron otra cosa que equivocarse en el modo de defender su tierra. ¿Cómo?  ¿Qué el Tribunal Supremo se equivocó? Se equivocó como la paloma haciendo creer a millones que la paloma dictaba las condenas. Y cada vez son más los que quieren partir el territorio y poner muros a su trozo porque la paloma se equivocó.

Se equivocó la paloma como el miserable, la víctima de la miseria, que votó por las cadenas que le impiden volar hacia el agua y el alimento.

Se equivocó la paloma que voló en pos de una bandera y de pasodobles taurinos y de machos con escopetas sin saber que las banderas ciegan y los toros embisten y las escopetas matan. Se equivocó la paloma.

En la cumbre de una rama duerme el nombre de una España que de españoles no entiende porque lo que es solo un nombre, no puede entender de nada. Y en una orilla, duerme la paloma esperando, esperando que muchos se equivoquen y vuelvan a subirla a la cumbre donde el norte es sur y el mar es cielo y la noche, mañana porque la verdad ya no importa a nadie.

Se equivocó la paloma y espera que la acompañen los que quieren seguirse equivocando.

Y llegó un tal Pedro Sánchez

Hoy tendrán que perdonarme que escriba este artículo desde mi propia experiencia personal. Algún lector pensará que son cosas que solo me interesan a mí. He decidido escribirlas porque concibo la esperanza de que puedan interesar a otras personas que, como yo, estén convencidas de que vivir, lo que se dice vivir, es buscar y crecer buscando.

Crecí con miedo al socialismo. En aquel entonces, donde me tocó crecer, no se distinguía entre la socialdemocracia y el socialismo marxista que oprimía a los proletarios de los países comunistas. El contacto con seres humanos a los que la pobreza convertía en inferiores, inferiores  a quienes solo nos acercábamos a ellos para recabar sus servicios y para ganarnos el aplauso de nuestro propio ego, el de nuestros iguales y, de paso, el cielo por ayudarles con migajas de caridad; ese contacto, más bien descubrimiento, me hizo comprender con el tiempo en qué consistía ser un inferior.

No todas las personas con apariencia humana tienen el mismo grado de humanidad. En la escala de la evolución, en el nivel más alto se encuentra el individuo de la especie capaz de forjarse un criterio a base de valores éticos, siendo el valor fundamental el reconocimiento de la grandeza suprema y esencial de un ser humano, al margen de accidentes étnicos, económicos y sociales. Consideramos malo a quien carece de ese criterio; lo que nos hace perdernos en disquisiciones tratando de explicarnos la maldad. Objetivamente, quien no logra distinguir la grandeza de su propia especie distinguiendo esa grandeza en los otros y respetando en los otros la suya propia es, sencillamente, un homo sapiens estancado en un grado de evolución inferior, un ser primitivo.

Quiso mi suerte que llegara a comprender algo tan elemental cuando tenía que elegir carrera. Ese algo hizo que me interesara por la política. Ese algo, también,  me fue inclinando hacia el socialismo, un socialismo fundado en dos principios esenciales: el respeto a la libertad de todos los seres humanos, al margen de sus facultades intelectuales y de su grado de evolución; el trabajo por la igualdad sin la cual la auténtica libertad no es posible.

No me sedujo el socialismo del primer PSOE de la transición. Su política me pareció demasiado contaminada por el politiqueo. No voté por Felipe González hasta 1996, y en ese momento lo hice por descarte para evitar que la llamada derecha ganara las elecciones. La primera vez que voté con convicción, con ilusión y con esperanza fue en 2004. Me convenció un tal Zapatero por dedicar su campaña a exponer las medidas sociales que tomaría, de llegar al gobierno. El protagonista de esa campaña no era el partido; el partido era solo un medio. El protagonista de esa campaña era el ciudadano; el ciudadano iba a ser el fin de  una política orientada a conseguir la igualdad, igualdad de libertades, de derechos, de oportunidades para poder ganarse una vida digna. En 2008 volví a votar por Zapatero con mayor convicción, ilusión, esperanza y con una gran alegría por no haberme equivocado la primera vez.

Y entonces llegó la crisis y todos sabemos lo que pasó. A Zapatero le echaron la culpa de todas las catástrofes mundiales olvidando cuanto había logrado su primera legislatura. El miedo cegó a los ciudadanos. La mayoría renunció a toda esperanza y se echó a los pies de los que prometían la salvación. El resultado fue una sociedad sometida que, a cambio de una promesa paternalista de protección, aceptó que creciera la desigualdad, que millones de conciudadanos fueran cayendo en los márgenes del camino para no levantarse más, que la libertad y los derechos se convirtieran en el lujo de quien pudiera pagárselos. La política se embarró con las heces de la corrupción, mientras los ciudadanos callaban, embarrados con las heces del miedo.

Y llegó un tal Pedro Sánchez. Le miro, le escucho y casi no me lo creo. Aquella noche aciaga en que salió de la sede de su partido vilipendiado y derrotado por los suyos, le auguré el futuro que seguramente hubiese sido mi futuro en sus circunstancias. Yo hubiese cogido mi coche y mi familia y me hubiese largado hasta llegar lo más lejos posible de la mezquindad del politiqueo. Pero Sánchez, afortunadamente para todos, está hecho de otra pasta. Sánchez cogió su coche y se fue a conversar con sus compañeros de partido para convencerles de que la política socialista, la política orientada a trabajar por los demás,  no era una entelequia, era una posibilidad si todos renovaban su compromiso con el auténtico socialismo. La mayoría le creyó y le devolvió la secretaría general.

Sánchez pudo llevar el mismo mensaje por España entera, y la mayoría de los españoles le creyeron aunque casi toda la prensa y los adversarios políticos, incluso algunos de los suyos intentaron destruirle con una campaña brutal. Los que perdieron las elecciones hicieron todo lo posible por que Sánchez perdiera la investidura. Y otra vez Sánchez volvió a la carretera con el mismo mensaje de igualdad y fraternidad, de auténtica política al servicio de los gobernados. Y volvió a ganar. ¿Dónde estaría yo, me pregunto, si teniendo su edad y sus conocimientos hubiese tenido que aguantar las dos campañas que aguantó ese hombre? Seguramente lejos, muy lejos de tantos insultos y tantas mentiras; lejos de la prensa dirigida por los poderes financieros para eliminar a la amenaza socialista; lejos de los millones que siguen votando contra los ciudadanos, incluidos ellos mismos; lejos de quienes votaron a aquellos que, aprovechándose del miedo de los cobardes, prometían arrebatar las libertades y los derechos a los más débiles transformando a los españoles en una tribu de individuos primitivos estancados en fobias anteriores a la civilización de los seres humanos.  

Pedro Sánchez no ha huido y, por lo visto, no huirá a ninguna parte. Ayer entró tan tranquilo en el despacho el rey y salió con el encargo de intentar la investidura. Poco después, ante los periodistas, enumeró sus intenciones inmediatas y, como siempre, los puntos clave de su futuro gobierno. ¿No sabe Pedro Sánchez que pierde el tiempo enumerando medidas que la prensa no va a difundir? Claro que lo sabe, pero no le importa. Como en su primera campaña, habla a los ciudadanos, no a los poderes fácticos. Habla como si su investidura fuera posible. ¿No sabe que todos los partidos con representación en el Congreso tienen su voluntad dirigida exclusivamente a los intereses de sus partidos y que la gobernabilidad del país, o sea, el futuro de los ciudadanos les trae al pairo? Lo sabe, claro que lo sabe, pero tiene todas sus facultades ocupadas en trabajar hasta el último momento por dar a los españoles un gobierno dirigido por valores socialistas y no tiene tiempo que perder calculando. Yo, que sí calculo, no consigo animarme el optimismo.

¿Qué pasará si obligan a Pedro Sánchez a convocar nuevas elecciones? Harta del mundanal ruido del politiqueo, solo sé y me interesa lo que me pasará a mí. Y a mí me pasará que volveré a votar por ese hombre de acero de otro planeta con la certeza de que si Pedro Sánchez no puede formar gobierno, nos vamos todos al carajo.

¿Y si se acaba la risa?

España se parte y los independentistas catalanes no tienen nada que ver. España, Cataluña incluida,  está partida en dos mundos cuyos habitantes no se tocan ni se hablan. Arriba, la esfera en la que vive la élite política y la élite económica que la gobierna; abajo, los ciudadanos. No se tocan porque los políticos solo aparecen en fotos y pantallas y los financieros prefieren no aparecer. No se pueden comunicar, porque hablan lenguajes  diferentes.

Hay, además, en la esfera inferior, unos ciudadanos con nombre propio que destacan por ofrecer, aparentemente, una conexión entre los dos mundos. Son los periodistas. Se supone que el periodista recaba información de los políticos para informar a los ciudadanos de lo que pasa en las alturas y de lo que dicen y hacen los que viven allí. Ocurre, sin embargo, que la prensa, como los políticos, depende de los financieros que la financian, por lo que la información, que debería ser veraz e imparcial, sufre la contaminación de  intereses particulares.

El resultado de esa segregación en dos mundos es un absoluto desprecio mutuo. El político es, para la mayoría de los ciudadanos, un individuo egocéntrico, ambicioso, al que se le presume voluntad de mentir y tendencia a la corrupción.  Los ciudadanos son, para el político,  una masa manipulable que cada algunos años adquiere importancia porque se convierte en votos. En cuanto a los periodistas, la influencia de políticos y financieros en sus trabajos se ha hecho tan evidente que los ciudadanos ya no se fían ni de su veracidad ni de su imparcialidad. Esta situación, humanamente funesta, es la ideal para las élites financieras. Con una ciudadanía ocupada exclusivamente en sus asuntos, los políticos pueden hacer lo que les mandan los financieros y los financieros lo     que más les convenga sin temer al control ni a la rebelión.

Puede decirse que la división entre estos dos mundos ha existido  siempre; bajo distintos regímenes y, en democracia, sea cual sea el partido que gobierne. Y puede decirse que esto ocurre en todos los países del mundo. En la costra con que la experiencia va recubriendo el alma adulta, una de las primeras capas la forma la desconfianza en los gobernantes. ¿Por qué destacar que esto está ocurriendo en España precisamente ahora como si se tratara de un fenómeno insólito?

En España, ahora, la ruptura entre gobernantes y gobernados ha abierto una grieta muy profunda por la que se han colado unos populistas sin escrúpulos  con el objetivo  de destruir la democracia. Se les llama franquistas, fascistas, nazis, epítetos que inducen a pensar en épocas pasadas y superadas. Craso error. Abascal y los suyos no son reliquias veneradas por fanáticos nostálgicos de tiempos mejores, aunque esos fanáticos han sido los primeros en caer en sus redes. Vox es un fenómeno de rabiosa actualidad, tan actual como la tecnología dedicada al lavado de cerebros con la que empresas de ámbito global están deshumanizando a las personas para crear una sociedad de androides programados para gastar todo lo que cobran por su trabajo, a fin de conservar y aumentar la riqueza de la élite financiera.

En España, la crisis, gestionada por el Partido Popular, el de los financieros,  instiló el pánico en los ciudadanos  hasta el punto de hacerles aceptar la corrupción; los recortes en sueldos, en derechos y libertades; lo que hiciera falta con tal de conservar el trabajo que les garantizara techo y comida. Los que no sucumbieron al desastre dando con sus huesos más allá del umbral de la pobreza, se aferraron tan obsesivamente a lo que tenían que el resto del mundo dejó de existir, incluyendo en ese mundo inexistente hasta a sus vecinos de escalera. Garantizado el pan, la mayoría buscó distracción en el circo del fútbol y otros deportes, y una minoría bastante numerosa la encontró en la política transformada en circo.

En circo transformaron la política los periodistas dedicados a ese ámbito, siguiendo el criterio de las empresas: eso vende o no vende. Los programas y las medidas de gobierno no venden. Venden los escandaletes y, en su defecto, palabras e imágenes que causen polémica. Tanto éxito tuvo el invento que los políticos no tuvieron ningún inconveniente en convertirse en payasos y muchos ciudadanos a los que la política no interesaba, se apuntaron al espectáculo gratuito por pura diversión.  

¿Qué pasa cuando la política deja de ser la gestión de los recursos en beneficio del bien común para transformarse en espectáculo de cuarta? Pasa lo que está pasando; que los habitantes del mundo de arriba parecen haber perdido el juicio, mientras los del mundo de abajo se parten de risa. ¿Cuántos de esos espectadores votaron en las últimas elecciones generales a tontas y a locas para seguir divirtiéndose? ¿Cuántos lo hicieron de la misma manera por los mismos motivos en Andalucía, en Madrid, en Murcia, en Castilla y León, en varios ayuntamientos? ¿Se lo pasaron bien votando al PP, a Ciudadanos, a Vox, pagándoles con su voto la diversión que les produjeron sus disparates? Con toda seguridad, a los habitantes de esas autonomías y de esos ayuntamientos la risa se les habrá deformado en una mueca de amargura, sobre todo si han necesitado en los últimos meses asistencia sanitaria o un colegio determinado para sus hijos. Jo, ahora sí que se acabó la broma, se dirán.

Si la chifladura de Esquerra Republicana de Catalunya evita que Pedro Sánchez pueda formar gobierno y hay que ir a nuevas elecciones y ante el fracaso de la izquierdas, ganan las derechas porque los ciudadanos vuelven a votar en broma, a muchos españoles se nos va a acabar el circo; a muchos, el pan y a todos, las ganas de reír.  

Nuestras vidas en manos de los medios

Maria Mir-Rocafort (Publicado en La Hora Digital el 8 de noviembre de 2019)

Al grano y sin contemplaciones.

Si hay que ir a nuevas elecciones, podría suceder que Vox tenga en sus manos que las tres derechas sumen para formar gobierno. O sea, a los españoles nos podría caer encima un gobierno que en cuatro años destruya los derechos y las libertades que hemos ido conquistando a lo largo de cuarenta años. Es un hecho que el programa de Vox propone unas medidas infrahumanas. Es un hecho que esas medidas se han empezado a aplicar en Andalucía y en la Comunidad de Madrid.

¿Quién tiene la culpa de la subida espectacular de Vox? Oído esta mañana en una tertulia radiofónica: la culpa la tiene Pedro Sánchez.

Es un hecho que en todos los medios, todos, las precampañas y las campañas de abril y de noviembre han sido campañas contra Pedro Sánchez y el PSOE. Pedro Sánchez y el PSOE son los enemigos a batir. ¿Enemigos de quién? Enemigos de las empresas que sostienen a los medios.

Es un hecho que una mano negra de múltiples dedos ha estado haciendo lo posible y lo imposible para evitar que llegue al gobierno un partido con un programa social que anteponga los intereses de los españoles a los de las élites de los poderes fácticos.

¿Pueden los medios condicionar las elecciones? ¿Pueden los medios decidir el gobierno que condicionará la vida de todos los españoles durante los próximos cuatro años? Pueden.

A los mítines van solo los simpatizantes de los partidos. Al público general solo nos llegan frases sueltas de los candidatos que proporcionan titulares llamativos. Lo que nos llega a todos es lo que se emite en radio, en televisión, los titulares de los periódicos. Esos contenidos son los que llegan al cerebro de todos todo el día y todos los días. Son esos contenidos los que se elaboran para crear opinión; la opinión de todos. Esos contenidos han elaborado lo que ha sido una campaña sistemática para crear una opinión contraria a Pedro Sánchez y el PSOE.

¿A quién más le interesa que Sánchez pierda las elecciones o que no saque diputados suficientes para formar gobierno? A los políticos independentistas catalanes, por supuesto. Esos necesitan un gobierno en España que destruya libertades y derechos para seguir pregonando la condición de víctimas de los catalanes, para seguir manteniendo su revolución en las calles, para que los ciudadanos de Cataluña les sigan haciendo en la calle su trabajo para que ellos puedan seguir viviendo a cuerpo de rey a costa de los ciudadanos. Saben que la independencia es imposible, claro que lo saben. Pero a ellos la independencia no les interesa. ¿Qué harían en una Cataluña independiente? Les interesa vivir del sentimiento de independencia; les interesa mantener encendida la llama de un anhelo y la ira de una frustración porque en eso les van empleos y sueldos. Un gobierno dialogante apagaría fuegos, desinflaría voluntades revolucionarias, derrotaría a los que viven del drama de una nación oprimida. Un gobierno dialogante sería para ellos una amenaza que hay que derrotar. ¿Cómo? Atacando a Pedro Sánchez y al PSOE en todos los medios catalanes.

Esta mañana, en una emisora de radio, el conocido presentador de una conocida tertulia presentó al periodista encargado de resumir los programas de los partidos diciendo que ese periodista era el único que se los leía. Excelente mensaje subliminal. Si ni los grandes cerebros que había en esa tertulia se molestan en leer un programa electoral, será que no vale la pena perder el tiempo leyéndolos. El periodista que sí tenía la obligación laboral de leerlos y resumirlos, despachó el asunto en dos minutos y medio soltando las propuestas de cada partido como si fueran titulares y a velocidad de bólido. Me costó seguirle y algo me perdí.

Pues sí, nuestras vidas están en manos de los medios porque son los medios los que crean o modifican la opinión de los votantes, y son los votantes los que deciden el gobierno del que depende la calidad de la vida de cada uno de nosotros, de la de todos.