El trumpismo en España

1 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Americanos, hace años os recibimos con alegría; os imitamos, aprendimos a cantar, a bailar y algunos hasta a hablar en inglés. En este nuevo siglo, estamos a punto de perder los últimos pelos de la dehesa. Ahora semos, como decía Ozores, más que europeos. Ahora semos más americanos que nunca. ¿Que no? A ver. Las derechas suben en las encuestas. Osease, que en España ya hay millones tan trumpistas como los senadores republicanos de América. Toma ya. Viva el tronío de ese gran pueblo con poderío. Y viva España que es la que torea mejores «corrías», y que a moderna no le gana nadie porque sigue y seguirá siendo, con todo el orgullo de los españoles de verdá, el país de Don Pablo, el alcalde; el país de gloriosa memoria; el país de mi mare, de mi suegra y de mi tía.

Ante la irrupción del neologismo trumpismo en la política de los Estados Unidos de América y, por ende, del mundo entero, se impone empezar este artículo con una sucinta explicación del término. Como dijo y diría el legendario alcalde de Villar del Río, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar. Se llama trumpismo a una forma de hacer política sin política. Esto parece una contradicción lógica, pero es otra cosa. El político trumpista hace que hace política porque pertenece a un partido político y para hacer política le pagan. Pero, como sabe todo el mundo, el fin primordial de algunos partidos políticos no es hacer política, es obtener votos para recibir las subvenciones públicas que se pagan por votos, subvenciones que suponen el 80% del capital de las formaciones políticas. En plata y en corto, que para subsistir, los partidos políticos necesitan votos como sea. El político trumpista es el que ha descubierto que a la mayoría de los ciudadanos, la política se la trae al pairo y que para obtener los votos de ciudadanos apolíticos y antipolíticos lo más inteligente es no meter política en los discursos, es decir, no hablar ni de los principios ni de la ideología ni de los programas que dictarán el gobierno de un candidato o que dictan el gobierno de un incumbente. Lo más trumpista es que candidatos o incumbentes no tengan ni principios ni ideología ni programa, pero si los tienen, el trumpista sabe que los tiene que callar. ¿De qué hablan entonces en sus discursos? De todo aquello que pueda agitar a los apolíticos y antipolíticos, como disparates, mentiras, insultos. No es de extrañar que cada vez más españoles agradecidos voten a las derechas. Las derechas se han ganado el honor de pertenecer al más puro trumpismo americano gracias a su aguda comprensión de la psicología nacional.

Repasemos la historia del neologismo para entenderlo mejor. Donald J. Trump no inventó el trumpismo, le puso nombre. Las tres derechas trumpistas de este país tampoco inventaron nada, merecieron el apelativo gracias a José María Aznar, genial precursor del trumpismo en España cuando Trump no era más que un nombre asociado al negocio inmobiliario y a un reality show. Si España tuviera los recursos y el relieve internacional de los Estados Unidos de América, la política del disparate, la mentira y el insulto se conocería hoy como aznarismo. Pero el mundo que se llama desarrollado es así de injusto. Trump jugaba con los millones de dólares que le dejó su papá y a Aznar le dejó el suyo solo pesetas que con el euro se encogieron. La fortuna de Aznar en euros jamás llegará a los billones de Trump en dólares que, aunque hoy aparezcan en la columna de deudas, siguen cantando mucho más que los milloncicos de burgués acomodado que pueda tener Aznar. Y en la secta del neocapitalismo, ya se sabe, solo el dinero permite ascender por la escalera jerárquica hasta llegar al triunfo. Trump fue de la televisión a la presidencia. Aznar ha seguido la vía opuesta; de la presidencia a la televisión donde puede exhibir cuando quiere expresiones de malhumorado peligroso que luego en las redes sociales le devuelven su gloria fugaz. Pero Trump todavía no ha renunciado a la gloria perpetua porque sigue gobernando con mano de hierro a los suyos, amenaza volver a la Casa Blanca dentro de cuatro años y los republicanos saben que quien no le apoye y le obedezca, no sale en la foto, como decía un político de aquí.

Por culpa de esa injusticia capitalista, la diferencia entre Trump y Aznar, por poner un ejemplo más asequible, es la que existe entre el Mozart de La flauta mágica y el Moreno Torroba de Luisa Fernanda. Esta comparación en cuanto a fama, sin intención de desmerecer. Trump tenía millones, un tupé arcangélico y era presidente de los Estados Unidos. Aznar no tenía ninguna de las tres cosas, pero nadie como él sorprendió a la esfera internacional poniendo los pies con zapatos encima de la mesa de un presidente de la primera potencia del mundo y contestando preguntas de los periodistas con un acento mejicanotejano inimitable. Aznar tenía, además, los atributos cuadrados. Nadie como él se atrevió, se había atrevido ni se atreverá a calificar a una banda terrorista que estaba matando inocentes de Movimiento vasco de liberación. Después de aquello, sus discípulos entendieron bien el mensaje y Rajoy empezó a hablar de platos que eran platos y vecinos que era alcaldes o viceversa y Casado se sacó título y máster en lo que tardó su community manager en ponerlos en su currículum y García-Egea y Rafael Hernando hacen sonreír a los tuiteros con sus disparates y Díaz Ayuso, con los suyos, parte de risa a prensa y público dentro y fuera del país. Con estas gracias, han conseguido millones de votos y dicen las encuestas que más conseguirán.

Pero hacer gracia no basta para alcanzar el título de trumpista. Hay que ser y parecer nacionalista, racista, xenófobo y misógino. Hay que atreverse a insultar al adversario sin miedo a una querella criminal. Hay que transformar a discreción la geografía y la historia de España y entretenerse practicando tiro al blanco con fotos de la gente que te gustaría eliminar o arengar a los simpatizantes para despertarles el instinto asesino. Casado se queda corto porque a sus guionistas no se les ocurre otra cosa que insultos al gobierno y sus insultos ya suenan a chistes viejos. Hay en el Partido Popular algunos aspirantes a merecer el título; Díaz Ayuso y Álvarez de Toledo, por ejemplo, pero son mujeres y tendrán que esperar a que la jerarquía de los que mandan en la sombra se dé cuenta de que sus hombres no dan la talla.

Hoy por hoy, los auténticos aprendices de trumpistas en España son los de Abascal. Solo los de Santiago Abascal se atreven a decir barbaridades con el desparpajo de Donald Trump, pero de Trump les falta la técnica histriónica de muecas y gestos que le convirtió en un celebrity de televisión. La cara de mala leche de Ortega Smith, aburre. Los pectorales pujando por salirse de la camisa de Abascal sugieren que la prenda se compró pequeña o que se ha encogido. Tienen un buen banquillo, eso sí, que incluye a la Monasterio, por ejemplo, pero la Monasterio, aunque apunta maneras, está demasiado verde. Nada que ver todavía con Marjorie Taylor Greene, trumpista a morir que se ha revelado como estrella de todo el trumpismo desde que ganó un escaño de Representante en Estados Unidos acusando a los demócratas de pedófilos y caníbales, posando en Facebook con un fusil para matar socialistas y pidiendo en Twitter que alguien se decidiera a meterle un tiro en la cabeza a Nancy Pelosi, Presidenta de la Cámara de Representantes, demócrata, claro. Aquí todavía no hay ningún trumpista que se atreva a tanto, pero si a alguno, por curiosidad, se le ocurre buscar los votos con que la Greene ganó en un distrito de Georgia, puede que se desprenda de los últimos reparos que le puedan quedar.

Y para que no me digan que de las tres derechas de este país me dejo a Ciudadanos, explicaré por qué no me extiendo en ese partido. Los de Ciudadanos no se pueden incluir en el club de los trumpistas porque hay días que sí y hay días que no y hay autonomías en las que son y otras en las que no son y su comportamiento errático parece más cosa de física cuántica que de política. El ciudadano medio no está por la labor de hacer una investigación científica antes de votar, así que a Ciudadanos cada vez son menos los que les votan. Además, para los tiempos que corren, Arrimadas resulta sosísima.

De todo lo anterior se deduce fácilmente que cuando los trumpistas llegan al poder, constituyen gobiernos deshumanizados que procuran deshumanizar a la sociedad para que la sociedad no descubra su condición intelectual y moral y no exija otra cosa. Sus triunfos demuestran que hay millones de individuos, en América y en Europa, a los que se les puede confinar en una realidad paralela porque acaban creyendo cualquier disparate que se les repita siempre que el disparate les provoque segregación de hormonas placenteras. Según The Washington Post, Trump logró colar más de 30.000 mentiras en cuatro años con la asistencia de la prensa trumpista y de la prensa seria que le daba bola porque Trump les daba audiencia. Ahora toda la prensa seria americana manifiesta su temor a que Trump vuelva dispuesto a cargarse a la democracia de una vez. ¿Y en España? ¡Al loro! Según reconocidos psiquiatras y psicólogos, la pandemia está causando serios trastornos mentales y los individuos mentalmente trastornados son los más predispuestos a dejarse llevar a los mundos felices de las derechas.

Trump no creo el trumpismo. Se encontró con una América rota por un racismo ancestral y una xenofobia creciente que daba el pego en el mundo a base de remiendos. Trump rompió los remiendos y América se descubrió ante el mundo y ante sí misma en toda su miserable desnudez. Trump no pervirtió al Partido Republicano. Hace mucho tiempo que el Partido Republicano empezó a escorar hacia la extrema derecha, dejando de creer en la democracia. Y fue ese Partido Republicano el que creó a Trump.

¿Y en España? ¡Al loro! Por las izquierdas y por las derechas salen voces que, cada vez con menos reparo y menos vergüenza, predican en populista y del populismo de cualquier signo al trumpismo, solo hay un paso.

Se aproximan las elecciones catalanas. Cataluña ha vivido durante años sometida a la falsedad de unos dirigentes que exigen libertad y democracia para la mitad de los catalanes que quieren la independencia. ¿Y la otra mitad? ¿No tiene derecho la otra mitad a rechazar la división del país y de la sociedad para complacer los ideales de quienes quieren separarse de España? Los que se empecinan en imponer su voluntad separatista peti qui peti son trumpistas. Se da en Cataluña el fenómeno de que algunos partidos de izquierdas están dispuestos a dar sus votos a las derechas independentistas para seguir incordiando al personal con el procés. Coalición nada inocua cuando todo lo que ofrece es el proceso interminable de perseguir una quimera mientras hacen política sin política, es decir, trumpismo. No hace falta que alguien deje de ser apolítico o antipolítico para no caer en esa trampa. Basta recordar, recordar lo que ha pasado y lo que todos han vivido en Cataluña durante los últimos diez años y preguntarse, antes de votar, si uno quiere seguir sufriendo los recortes de todo lo que nos han recortado los que no tienen tiempo para gobernar; si uno quiere seguir viviendo en una sociedad partida por la mitad como la que nos han impuesto.

Ojalá toda esta historia termine en España como la película de Berlanga. Ojalá Mr. Marshal pase de largo sin ensuciarnos el pueblo. Ojalá sustituyamos los trajes y sombreros y vestidos de una época de pena por una soberana peineta dirigida al trumpismo universal. Porque somos españoles; porque no nos parió nuestra madre para que nos la den con queso ni los trumpistas americanos, ni los aprendices de trumpistas españoles, ni los populistas de ningún signo, ni los independentistas catalanes, coño.

Hagámoslo, Illa, hagámoslo

7 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

He visto y escuchado el debate de todos los candidatos a president de la Generalitat y la presentación de la campaña del PSC de Lleida. En este último evento hablaron Judith Alcalá, Eva Granados, Oscar Ordeig y, como guinda, Pedro Sánchez. Salvador Illa en el debate y todos los demás en la presentación hablaron de política, de los problemas de los ciudadanos, de las necesidades de los ciudadanos, del programa y de los proyectos que los socialistas ofrecen para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Y mientras más hablaban, más pensaba yo que mal, muy mal. En la era del trumpismo, de la política sin política, de los partidos que se entienden como tribus cerradas en sus cuevas y obsesionadas exclusivamente con la defensa de la tribu y la cueva de cada cual, ¿adónde van los que todavía entienden la política como la gestión de los recursos orientada al bien común y por gestión entienden la unión de todas las tribus en la defensa de los intereses de todos? Van hacia el mundo como debería ser, está claro, como está claro que en momentos en los que predomina el egocentrismo de algunos políticos y el masoquismo de los ciudadanos, esta orientación está absolutamente demodé.

Es más que evidente que, en los momentos tenebrosos que estamos sufriendo, es una locura que cada cual intente iluminarse con su sola vela. La política del sálvese quien pueda solo puede conducir a que no pueda nadie, a que todos nos quedemos a oscuras y a la intemperie. En una pandemia, con consecuencias fatídicas para la salud y los bolsillos, el individuo necesita al estado quiera o no quiera; es decir, necesita a la política; o sea, necesita a políticos entregados en cuerpo y alma a sacar a los ciudadanos del fangal en el que la mayoría se encuentra hundida hasta el cuello. ¿Cómo es entonces que en esta situación de extremo peligro para el bolsillo y para la vida la mayoría pasa o reniega de la política abandonando su vida y su bolsillo en manos de extraños de los cuales no quiere saber nada? Será porque la mayoría ha caído en la trampa de los periodistas que en nombre de la equidistancia intentan convencer a todos de que todos los políticos son iguales. Esta falacia, además de peligrosa, es malintencionada. La intención más evidente es hacerle propaganda a la abstención; el peligro consiste en que menoscaba a la democracia. Si todos los políticos son iguales, ¿para qué tomarse la molestia de votar? Si la mayoría no votara, la democracia acabaría convirtiéndose en un arcaísmo griego de los tiempos de imaginaciones utópicas. De lo que se deduce lógicamente, que el ciudadano que pasa o reniega de los políticos, es decir, que rechaza a los únicos que pueden organizar la asistencia y el rescate que le salvará el bolsillo y la vida, adolece de un cierto tipo de masoquismo. El historiador económico Carlo Cipolla definía la estupidez como una tendencia a hacer daño sin obtener a cambio ningún beneficio propio. La persona que renuncia a su responsabilidad de ciudadano, siendo la responsabilidad primordial del ciudadano elegir a las personas que le parecen más idóneas para organizar la sociedad, hacen daño al resto de la comunidad y, además, se hace daño a sí mismo. A estos, Cipolla los califica de súper estúpidos.

Pues bien, la recesión de 2008 provocó en el mundo entero una pandemia de super estupidez. La mayoría buscó la salvación en los partidos de derechas creyendo que los políticos de derechas son los que más saben administrar el dinero. Y tenían y tienen razón. Solo que las derechas administran el dinero en beneficio de las grandes empresas y de sus bolsillos y que eso significa, en realidad, salarios más bajos y peores condiciones de trabajo y recortes en dinero público para la sanidad y la educación públicas y ninguna ayuda para los económicamente más vulnerables. Es decir, que la mayoría de los ciudadanos votó contra sí mismos y sus familias, como si el miedo a la ruina total les hubiera vuelto locos, impulsándoles a esperar ayuda de aquellos a quienes no importaba en absoluto su ruina total. ¿Cómo se explica esto? Cuando la situación sobrepasa la capacidad del individuo para enfrentarse a las circunstancias adversas para intentar controlarlas y superarlas, su mente vuelve a un estado infantil que le impulsa a delegar la responsabilidad de solucionar los problemas en quien para él adquiere la figura del adulto protector. Es evidente que en una crisis social y económica, el adulto protector debería ser el estado, dejando de lado la alergia a las interferencias del estado en la economía privada que afecta a los que creen en lo que dicen las derechas. Pero al igual que en la Jerusalén bíblica en tiempos de crisis salían los profetas como setas vaticinando todas las desgracias imaginables, en estos momentos trágicos salen populistas de todos los signos prediciendo desastres si no les votan a ellos; ofreciéndose como los únicos adultos protectores que pueden conducir a la manada.

Hay populistas de todos los signos. Siempre y en todas partes hay espabilados que se proclaman redentores de todos los pecados y castigos humanos y divinos que asolan a una comunidad. La ideología no les importa. Lo que les importa es captar a todos aquellos que necesitan creer en un salvador. En la Rusia de los desesperados por la miseria de principios del XX, los populistas prometían igualdad absoluta de todos. La igualdad absoluta del comunismo consistía en hacerlos a todos igual de pobres y esclavos del estado, mientras todos los privilegios se reservaban para las élites del Partido Comunista. Después de más de setenta años de profunda desigualdad en libertad y privilegios, los rusos volvieron a caer en manos de un populista más al estilo de los autócratas occidentales. Como un Stalin redivivo, Vladimir Putin ejerce la política del todo para él y para los que él quiera. En eso es una copia calcada de Donald Trump. Emociona por su patetismo leer tuits de comunistas viejos que todavía defienden que Rusia es comunista y que Putin es un Lenin resucitado. Al otro lado del espectro político, por establecer alguna diferencia, tenemos en España a los populistas del PP y de Vox. No se puede hablar en estos partidos de una personalidad carismática capaz de arrastrar a las masas. Todos sus líderes son demasiado mediocres. Los populistas, en el caso de las derechas españolas, son la masa de los líderes de sus partidos, y sus prédicas se fundan en argumentarios que repiten todos a una como quien recita el catecismo. ¿Y en Cataluña?

Hace ya muchísimos años que casi la mayoría de los catalanes entregaron sus almas al populismo independentista. En este sí que no hay ni trazas de ideología. Creer en la independencia es como creer en un artículo de fe, y luchar como sea por conseguirla, aunque la lucha se limite a votar por los partidos que la defienden, es señal de ser miembro bona fide de la comunidad de los auténticos catalanes. Los catalanes no independentistas no son auténticos catalanes y, por lo tanto, a efectos de la secta, no cuentan para nada aunque son la mitad de la población de Cataluña. Los partidos independentistas, por lo tanto, presentan la política y las políticas como elementos secundarios. Por encima de todo está la independencia sin la cual no se puede hacer política porque las políticas dependen del estado español. Hace poco, una populista independentista sentenció que el virus habría causado menos muertes en Cataluña si Cataluña hubiera sido independiente. Que el ministro de Sanidad, entonces Salvador Illa, fuese catalán y que el gobierno de España hubiese hecho llegar al govern de la Generalitat todas las ayudas que ha hecho llegar a todas las Comunidades Autónomas, no cuenta. El ministro de Sanidad, entonces Salvador Illa, no es un miembro bona fide de la comunidad de auténticos catalanes; no es independentista; es socialista, es decir, que para él la independencia no es más importante que la mayoría de los catalanes. Lo mismo puede decirse de todo el gobierno español, claro. Lo que nos conduce a otro rincón del fondo del asunto; el más peligroso. Puesto que el credo de los partidos independentistas es que la independencia está por encima de todo, todo se tiene que supeditar a la independencia, hasta la verdad.

El populista independentista puede mentir, como todo el mundo, pero sin límite, sin cargo de conciencia, sin ninguna consideración que le pueda avergonzar. La mentira crucial, la mentira que les permite conservar la comunidad de fieles y captar votos es que la independencia es posible. Deshacer esta mentira con argumentos requiere otro artículo o hasta un ensayo larguito, y este artículo va de otra cosa. Lo que sí conviene recordar en cualquier circunstancia, sobre todo en tiempo de elecciones, es que renunciar a la verdad conduce a vivir en una realidad paralela donde se ignoran los hechos y se pierden, por lo tanto, las posibilidades de solucionar los problemas. Cerremos por ahora el tema con la reflexión de un congresista del Partido Republicano de Estados Unidos que tuvo la valentía de oponerse a la gran mentira de Donald Trump, mentira que estuvo a punto de destruir la democracia del país más poderoso del mundo. «El liderazgo no se trata solo de ser elegido; no se trata de votos. Se trata de liderar en los momentos más oscuros, tanto si eres elegido como si no. Si solo te concentras en ganar unas elecciones, pierdes el contacto con tu política«, dice el congresista Adam Kinzinger. Elegir a políticos concentrados en liderar, en sacarnos del agujero donde a duras penas vamos sobreviviendo es, hoy por hoy, asunto de vida o muerte; literalmente.

Durante el año en que Salvador Illa fue ministro de Sanidad, no conozco a nadie que haya visto en él a un político buscando votos. Día tras día se le vio luchando con todos los recursos de su mente y todos los recursos materiales del gobierno contra una infección de proporciones indescriptibles. Se le vio liderando la peor crisis que ha sufrido España desde la Guerra Civil. También durante este año no hemos dejado de oír críticas de populistas de derechas y de los independentistas catalanes contra cualquier cosa que Illa dijera o decisión que tomara. Salvador Illa, como Fernando Simón, fueron víctimas de todas las críticas que merecía el virus y sus consecuencias, hasta de la difamación cuando los populistas no encontraban manera de camuflar sus mentiras. Tanto se repitieron esas mentiras que una parte importante de la población se las tragó y las repitió sin saber siquiera lo que decían. Una de las mentiras favoritas por incluir todo lo malo sin tener que especificar ningún hecho era y todavía es que la gestión del ministro fue nefasta. Cada vez que la escucho me saco de encima al que critica preguntándole, ¿por qué? Todavía no he recibido ninguna respuesta con hechos específicos.

Que las críticas se han recrudecido desde que Salvador Illa es candidato a president de la Generalitat es tan explicable que no vale la pena decir nada más. Prefiero quedarme con el recuerdo más agradable que me dejará su candidatura. Iba yo a mediodía de hace unos días a la terraza donde escribo un rato mientras me tomo una cerveza, cuando me sorprendieron los carteles electorales en las farolas. El que más me sorprendió fue el de Salvador Illa. Bajo la cara del profesor que todos tenemos por serio y correcto, el lema de campaña decía en letras grandes: HAGÁMOSLO. Vino a mi memoria de inmediato una canción de los tiempos de mi madre, canción de uno de los mejores y más famosos compositores americanos, Cole Porter. La canción se llama Let»s do it/Hagámoslo. Enseguida recordé la música y la letra. «Hagámoslo», dice la canción. «Lo hacen los pájaros, lo hacen las abejas, lo hacen hasta las pulgas educadas. Hagámoslo». ¿A quién se le habría ocurrido un eslogan tan sugerentemente erótico para un señor tan anticuadamente serio como Salvador Illa?, me pregunté sonriendo. Me respondió el último verso de la estrofa: «Enamorémonos». Y como si me lo estuviera explicando el mismo Illa desde su foto, entendí perfectamente que el eslogan le iba como un guante hecho a su medida. Hagámoslo, me decía. Volvamos a enamorarnos de la vida, del mundo, de un mundo de justicia, de salarios justos, de servicios públicos para todo el que los necesite. Hagámoslo, volvamos a enamorarnos de un mundo donde no nos amarguen las noticias y las imágenes de los que pasan hambre, de los que tienen que emigrar, de las familias desahuciadas, de los jóvenes desesperados porque no encuentran trabajo, de los ancianos dependientes abandonados a su suerte porque no reciben las ayudas a la dependencia y de los ancianos que no tienen pensiones dignas que les permitan pasar tranquilos y sin necesidades la última etapa de sus vidas. Quiero volverme a enamorar, le dije a Illa, del agricultor, del ganadero, de los que se ocupan de todas las ramas del turismo dando trabajo a los jóvenes de aquí para que puedan vivir dignamente sin tener que emigrar de su tierra lleidatana. Hagámoslo, Illa, hagámoslo. Haz que volvamos a enamorarnos de un país bien liderado; un liderazgo enfocado en las necesidades de la gente, de gente que se implique en su gobierno con la ilusión y la esperanza de los enamorados. Volvamos a enamorarnos de un mundo que tendremos que reconstruir entre todos mientras cada día nos enamoramos más del trabajo de reconstruirlo; nos enamoramos más de la vida. Hagámoslo.

7 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Salvador Illa, el único que puede volver a juntar a todos los catalanes

13 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Esta mañana escuché en la radio una entrevista a Oriol Junqueras y me volvió a la memoria un día aciago, el 10 de octubre de 2017. Un puñado de políticos pasaron la mañana de aquel día intentando convencer a Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, de que debía convocar elecciones, mientras otros, entre ellos el vicepresidente, Oriol Junqueras, intentaban convencerle de que esa tarde proclamara la independencia de Cataluña en el Parlament.

Junqueras le convenció. Puigdemont proclamó solemnemente la independencia de Cataluña desde la tribuna de un Parlament vacío a medias porque se habían marchado los diputados constitucionalistas incluyendo a los del Partido de los Socialistas de Cataluña. Una multitud de independentistas que esperaban en la calle prorrumpieron en aplausos y gritos de júbilo. El júbilo les duró ocho segundos; los que tardó Puigdemont en suspender la independencia que acababa de proclamar. Todos sabemos lo que la aventura le costó a Oriol Junqueras.

Esta mañana, al escucharle, sentí la misma pena que siempre me causa pensar que un hombre bueno está en prisión por equivocaciones que no merecían un castigo tan severo. Y de pronto, Junqueras empezó a mentir y hasta a difamar a Salvador Illa, candidato del PSC a presidente de la Generalitat en las elecciones del domingo. Y no pude evitar preguntarme, ¿puede una buena persona difamar a otro para privarle del triunfo y conseguir el triunfo en su lugar?

Hacerse esta pregunta hoy en día tratándose de políticos es de una ingenuidad de alma de cántaro. Los intereses personales han conseguido superar a los valores morales, a las convicciones, a los escrúpulos, hasta a la convivencia. Los politiqueros egocéntricos, los del peor egoísmo centrado exclusivamente en cargo y bolsillo, han pervertido la política, han convertido lo que era el arte de gestionar los recursos a favor del bien de los ciudadanos en un trapicheo repugnante que llega a rozar el delito, en algunos casos, y a consumarlo sin ningún reparo en otros.

Esto ha ocurrido siempre, decimos hoy ya curados de espanto, acostumbrados al descaro, a la desvergüenza con la que los politiqueros nos piden el voto para robarnos derechos, libertades y dinero. Ha ocurrido siempre, decimos con resignación y nos desentendemos de esos políticos y de sus políticas convirtiendo nuestro voto, cuando toca votar, en una confesión de impotencia. ¿Por qué votamos, entonces? Porque el que razona y reflexiona sabe que vivir bajo la opresión de una dictadura es incomparablemente peor que vivir en una democracia por imperfecta que esta pueda ser o parecer. Porque tenemos en nuestra manos un cierto control sobre los politiqueros que les impide desmadrarse por completo. Porque cada cuatro años, más o menos, al que se haya desmadrado demasiado le podemos cambiar por otro.

Toca votar este domingo en Cataluña y resulta que ni la peste que amenaza vidas y haciendas ha conseguido que los politiqueros se contengan por un mínimo respeto a la tragedia que de un modo u otro y más o menos estamos sufriendo todos. Desde el momento en que se anunció que Salvador Illa sería el candidato del PSC a la presidencia, todos los otros candidatos se centraron en lanzarle diatribas acusándole de ineptitud como ministro de Sanidad, lo cual podría ser opinable, y acusándole, además, de todas las faltas y culpas, leves y gordas, que a cada uno de ellos se le pasaba por la cabeza sin detenerse siquiera ante el pozo negro de la difamación.

El contraste entre la corrección de Salvador Illa con su constante llamamiento a la unidad y la rabiosa y también constante hostilidad de sus competidores, todos contra él, resultó brutal. En primer término, confirmó a todo aquel que puso un poco de atención a las campañas electorales el grado de tensión, de crispación, de ira y en casos extremos de odio que divide a nuestra sociedad. Confirmó que las campañas, en vez de utilizarse para informar al ciudadano de las ideas, proyectos, programas que el político ofrece para gobernarle, se utilizan para conseguir votos cueste lo que cueste aunque cueste silenciar a la propia conciencia. Confirmó que los políticos independentistas que aspiran a gobernarnos desprecian hasta tal punto a la mitad de los ciudadanos de su país que no quiere la independencia; hasta tal punto nos desprecian que sin ningún reparo prometen, con rotundidad de juramento, que sea como sea van a lograr que Cataluña se separe de España.

Para dar un barniz de legalidad al asunto y para que no nos sintamos tan ignorados, piden al gobierno de España un referéndum. Piden un referéndum a sabiendas de que los requisitos para esa consulta pasan por la aprobación de una mayoría cualificada del Congreso que no se puede dar porque los partidos constitucionalistas jamás votarán por la segregación de un territorio del país. Pero siguen prometiendo referéndum o independencia unilateral, dos imposibles, sabiendo sin duda alguna que son imposibles.

¿Por qué lo hacen obligándolos a todos a cargar con las consecuencias de gobiernos que se excusan en la independencia para no gobernar; que se excusan en la independencia para mantenernos a todos en un impasse perpetuo que nos impide evolucionar, que nos va dejando atrás mientras otras comunidades insertas en la realidad evolucionan? La respuesta a estas preguntas surge fácilmente con otra pregunta. ¿Qué nos ofrecerían los partidos independentistas si no nos ofrecieran la independencia? Si Cataluña, por arte de magia, amaneciera un día independiente, los políticos independentistas no tendrían argumentos para captar votos porque en toda su vida profesional no han ofrecido otra cosa que independencia. Los políticos independentistas desaparecerían.

La desaparición de cargo y sueldo es la peor amenaza que persigue al politiquero de cualquier signo. ¿Quiere eso decir que todos los políticos independentistas, incluido Oriol Junqueras, son politiqueros de ese tipo? De ninguna manera. Entre los políticos y los votantes independentistas hay personas honestas que sufren por algo mucho más grave que la ambición de poder, de títulos y de dinero. Hay personas que padecen de fanatismo, uno de los peores trastornos que puede sufrir un individuo. El fanatismo hace que la víctima se cierre las puertas de su propia razón y pierda con ello la capacidad de percibir la realidad y analizarla. El fanático vive en su propia realidad; una realidad que se ha construído, que se va construyendo al margen de su facultad racional. Por eso, todo esfuerzo para hacerle entrar en razón resulta inútil.

Fueron inútiles todos los trastornos que todos los catalanes tuvimos que sufrir en 2017 con el falso referéndum que nos montaron y con todas las secuelas que aún permanecen en nuestra memoria. Oriol Junqueras fue una de las víctimas de esa locura, pero en vez de razonar y reflexionar, su punto y seguido fue proclamar que lo volverán a hacer.

Y apareció Salvador Illa, un pensador que por encima de todo decidió pensar en la mejor política posible para superar la tragedia sanitaria, económica y social que estamos sufriendo todos; un pensador que comprende que una sociedad rasgada por la desigualdad, dividida por predicadores de imposibles y por predicadores del neocapitalismo brutal y por predicadores de la supremacía blanca y de otras barbaridades infrahumanas no puede progresar, no puede evolucionar. Y ese pensador se pasó su campaña electoral compartiendo con los ciudadanos sus pensamientos especificados en un programa de gobierno; convenciendo a los ciudadanos de que ese programa era posible; de que podríamos salir del impasse y trabajar juntos por conseguir lo que necesitamos y lo que queremos.

A muchos, encontrarnos de pronto con quien nos hace un claro en la selva negra para que volvamos a descubrir el camino luminoso de la salvación, con un mapa para que no se pierda nadie, nos ha hecho pensar.

13 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Esta no es nuestra España

23 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Cuando la economía se volvió loca, hace muchos años ya, la mayoría de los afectados por la depresión perdió la brújula. La sociedad empezó a girar en un pozo negro. Y dentro de esa masa que llamamos sociedad, cada cual empezó a girar, a girar y a girar con su propia inconsciencia, cada vez más lejos del aire y de la luz que la mente humana necesita para vivir. Tal vez siempre fue así, pero hoy, gracias a todos los medios de información de que disponemos, las aguas negras de la mente, propia y de extraños, ya no se ocultan; se desbordan ante nuestros ojos en toda su repugnante fetidez. Un día, en los Estados Unidos, es una horda de racistas que defiende la supremacía de los blancos asaltando su capitolio con la intención de matar a los legisladores que defienden la justicia. Otro día, en nuestro país, es otra horda que destroza cuanto encuentra a su paso por la calle para defender el derecho a insultar, a amenazar, a atacar al contrario. Otro día, en muchos países, son millones votando para entregar el poder a enemigos de los valores humanos. Cada día, en todas partes, giramos y giramos y giramos entre cifras de enfermedad y muerte que pocos escuchan, y millones ahogan su esperanza girando, girando, girando en la inmundicia sin atreverse siquiera a patalear, a empinarse, a luchar con uñas y dientes por salir a la luz. Millones han reducido sus vidas a girar, a girar y girar en el mismo sitio, como las aspas de un molino, esperando que el tiempo desmorone sus vidas inútiles.

Sin metáforas, con hechos. En 2017, millones de americanos convirtieron en presidente de la primera potencia mundial a un payaso, en el sentido peyorativo del término; un hombre cuya vida profesional se había reducido a trapicheos inmobiliarios, negocios turbios y programas de televisión. No tenía la menor idea de lo que era la política ni cómo funcionaban la legislación y la administración por carecer totalmente de conocimientos y de experiencia en esos ámbitos. Durante cuatro años, Donald Trump convirtió la Casa Blanca en lo que en España llamaríamos, en sentido figurado, un corral de comedias. Pasaba allí de todo menos cuanto tuviera que ver con la dignidad de un palacio de gobierno. Encerrado en el Despacho Oval, Trump no despachaba; tuiteaba y veía televisión. Pero su lugar preferido era el Jardín de las Rosas donde, tras un atril y un micrófono y ante un público de periodistas, volvía a sentirse estrella. Solo la protección divina, la suerte o algunos asesores vigilantes evitaron que en esos cuatro años se produjera un conflicto internacional de proporciones inimaginables. Lo que no pudieron evitar fue el retroceso de libertades y derechos que estuvo a punto de transformar a la gran nación americana en una gran república bananera.

En 2020, Trump perdió las elecciones y casi tienen que sacarle a rastras del sillón presidencial, pero no hay ningún analista político americano que no afirme rotundamente que con la salida de Trump del poder no se ha acabado el trumpismo. El trumpismo no se ha terminado porque no nació con Trump. El histrionismo y la desvergüenza de Trump solo le dieron su nombre a las llagas inmundas que infectan a América desde su fundación. Llagas que han perdurado sin remedio bajo un maquillaje de falso cristianismo, de avances tecnológicos, de modernidad, de mercadeo y espectáculo. El «América primero» con el que Trump enardecía a sus huestes significaba en realidad odio a los negros, robados de Africa por traficantes de exclavos para venderlos a los propietarios de plantaciones que con ellos conseguían mano de obra gratuita a perpetuidad y acumular grandes fortunas. Significaba odio al asiático que había llegado de obrero a finales del siglo XIX y que los sueldos de miseria que ganaba y sus facciones señalaban como perteneciente a una raza inferior. Significaba odio al latino que huía de la violencia, la persecución y la miseria con la esperanza de lograr una vida digna en un país que se imaginaba idílico. Significaba que la tierra de Dios era la América de los blancos, fieles devotos de la Biblia y de las buenas costumbres, socialmente bien considerados por su puritanismo hipócrita y sus cuentas bancarias saludables.

Lo único que hizo Trump fue acostumbrar los ojos de los blancos racistas a sus llagas morales hasta hacer que las consideraran adornos del paisaje; acostumbrar sus narices al hedor de esas llagas hasta confundirlo con el olor de su tierra. Había costado años de lucha demostrar que el racismo era el trastorno de mentes incapaces de percibir la humanidad del otro diferente por carecer de la empatía que distingue al ser humano del que no lo es aunque físicamente lo parezca; es decir, del homo sapiens no evolucionado. Lo que hizo Trump fue limpiar al racismo de toda culpa y convencer a sus huestes de que ser racista era signo de pertenecer a una raza superior, la raza blanca de los primeros colonizadores de América y, por lo tanto, motivo de orgullo. Los avances conseguidos en los últimos años en los derechos de los negros, de las mujeres, de los homosexuales había silenciado a racistas, machistas y homófobos; les había obligado a ocultarse y hasta a cuestionar la moralidad de sus tendencias infames; les había obligado a pagar por esas tendencias reconcomiéndose de culpa y de vergüenza. Trump desculpabilizó el odio irracional de esos millones de americanos que aliviaban sus fracasos culpando a los más débiles. Trump les devolvió el orgullo de ser lo que ellos entendían por americanos, y por eso, hoy se cuentan por millones los fanáticos de Trump dispuestos a perdonarle cualquier atrocidad. Trump ha perdido el poder político, pero su influencia sobre sus seguidores y su partido mantiene vivo el trumpismo y nadie se atreve a predecir su desaparición. Y no solo su desaparición de América. El trumpismo se ha convertido con ese nombre en un fenómeno mundial.

Durante la última campaña electoral, la hoy vicepresidenta Kamala Harris empezó a enumerar en un mitin las transformaciones sociales que Trump había perpetrado en el país. Terminaba cada elemento relatado afirmando a todo pulmón: «Esta no es nuestra América«. No sé cuántas veces lo repitió. Su voz y los aplausos me emocionaban, pero en algún momento, la memoria me llevó a otros mítines, a otros discursos y, finalmente, a los debates de los candidatos a presidentes de la Generalitat de Cataluña. Mi mente empezó a enumerar elementos de un conjunto cada vez más sórdido, más pestilente. Y a cada elemento me salía del alma con la rotundidad de Harris, «Esta no es nuestra España«.

Esta no es nuestra España. No es la España de aquellos que un día amanecieron en un país libre y empezaron a enterarse de lo que era sanidad gratuita, educación y cultura para todos, igualdad de derechos para hombres y mujeres; aquellos que un día tuvieron que defender esas conquistas con su sangre; aquellos que otro día, cautivos y desarmados, tuvieron que pasar el resto de su juventud y toda su madurez luchando contra la miseria económica y moral de un país aplastado por botas militares; aquellos que otro día volvieron a despertar estrenando libertad e igualdad y dispuestos a volver a dar su vida por defenderlas. Esta no es aquella España que luchaba por la supervivencia sin perder la esperanza de recuperar lo que las armas de los salvajes le habían arrebatado. Esta no es la España que consiguió recuperar libertad y derechos. ¿Qué España es esta? Esta es una España que aspira a la máxima modernidad imitando el trumpismo americano.

Resulta que hoy entretienen las noches ante el televisor las revueltas en varias ciudades de España con escenas de violencia más emocionantes que las de ficción porque son reales y transmitidas a tiempo real. ¿Por qué protestan los jóvenes? Literalmente, porque se ha metido en la cárcel a un individuo zafio y matón que se dedica a insultar, amenazar y agredir físicamente al que se le cruza, tal vez para desahogar sus frustraciones, tal vez para conseguir la notoriedad que su falta de talento le impide alcanzar. ¿Y los jóvenes se echan a la calle y atacan a los antidisturbios y destrozan todo lo que pueden para defender la libertad de expresión, dicen, de un tipo antisocial que propugna actitudes cavernícolas? Nadie que utilice su razón para analizar el asunto puede creer que los vándalos que cada noche alteran la paz y destruyen propiedades ajenas están defendiendo libertad alguna. Nadie que utilice su razón puede creer que la libertad de expresión incluya el insulto, la amenaza, el ataque físico a una persona, sea rey o mendigo. Para justificar lo injustificable, una serie de comentaristas han tirado de la psicología. Es la pandemia que está desquiciando a la juventud, opinan; es el miedo a no encontrar salida a sus frustraciones; es la falta de esperanza. Pobrecitos. Es haber perdido la fuerza y la destreza con la que sus abuelos, hombres y mujeres, se ponían los pantalones para defender su vida y la de su familia en las buenas y en las malas. Es haber crecido en una España que, gracias a la ayuda extranjera, se volvió una sociedad de nuevos ricos que procuraban proteger a sus hijos de cualquier pupa. A ver, ¿dónde estaban esos jóvenes tan motivados por la defensa de la libertad cuando empezaron a salir las noticias del frío y el hambre que están pasando las familias de la Cañada Real, por ejemplo? ¿Dónde están los intelectuales, los artistas, los famosos que defienden la libertad de expresión sin enterarse de que cuando el hambre y el frío amenazan la vida no hay libertad posible? Entonces, ¿a qué viene tanta protesta, tanta revuelta? Viene por el trumpismo, porque en el fondo de toda alteración del orden democrático subyacen las múltiples caras del trumpismo. Viene porque España se vuelve cada vez más trumpista. Esta no es nuestra España.

La semana pasada, mientras el Senado americano debatía sobre la implicación de Trump en el ataque al Capitolio y los senadores debían votar para condenarle o absolverle, un senador republicano importantísimo tuvo la santa barra de decir en televisión que el Partido Republicano no enviaba a sus senadores al Senado para que votaran según su conciencia ni por lo que consideraran correcto. Los enviaba, recalcó por si alguien no le había entendido bien, para votar según los intereses del partido. Tuve que escuchar esa confesión pública de inmoralidad varias veces para asegurarme de no haberla entendido mal. Y cada vez que la escuchaba iba recordando las mentiras, las injurias que los tres partidos de derechas dedican al gobierno de España en el Congreso sin hacer propuesta alguna que justifique el sueldo que se le paga a un congresista por hacer oposición racional. Los tres partidos de derechas socavan las instituciones; el Congreso, convirtiéndolo en una corrala de vecinos mal avenidos y el Poder Judicial, interviniendo en la elección de sus miembros y muy posiblemente en las decisiones de algunos jueces. Esto y muchas cosas más que no caben en un artículo advierten sobre el trumpismo que amenaza a España. Lo más grave, sin embargo, es la relación de algunos políticos de derechas con la secta QAnon, divulgadora de falsas noticias en las que intentan apoyar sus creencias delirantes y extremadamente peligrosas. Los de esa secta, ampliamente documentada en un medio tan fácil de leer como Wikipedia, considera a Trump como un mesías que viene a redimir el mundo. Todo esto es lo que se llama trumpismo; degeneración de la moral y de la democracia que llegó y penetra cada vez más en España. Esta no es la España que logró la transición. Esta no es nuestra España.

Un artículo solo alcanza para destacar asuntos que en muchos casos requieren análisis más profundos y, por supuesto, extensos. Un artículo vale la pena si invita al lector a reflexionar y a buscar más información. Es lo que este artículo pretende. Biden y Harris se han encontrado al llegar al poder con un estado cuya democracia se desmorona. Con un estado cuya democracia se desmorona se encontraron Pedro Sánchez y su gobierno socialista. Salvador Illa, ganador en votos de la presidencia de Cataluña, se encuentra ahora ante un territorio que amenaza ruina por el empecinamiento de los independentistas, ganadores por la suma de escaños, en posponer toda labor de gobierno al logro de un referéndum y de una independencia que saben, sin duda alguna, imposibles, y que solo sirven para que los políticos que los predican conserven cargos y sueldos. Esta amenaza de llegar a un estado fallido en el que todos perderíamos libertades y derechos debe ser acicate suficiente para que cada cual se informe y reflexione.

Lo que no puede faltar bajo ningún concepto es la esperanza que mueve a implicarse en la lucha por evitar el derrumbe total, por devolver a España el entusiasmo con que los españoles empezamos a disfrutar de la libertad y a continuar luchando por la igualdad de todos. Aquella, la España de la esperanza y el trabajo, era y tiene que volver a ser nuestra España.

23 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Sobre el nido del cuco

3 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

Por algún motivo que sólo debe saber el primero al que se le ocurrió, cuckoo»s nest, nido del cuco, es uno de los varios términos que se utilizan en inglés para referirse a los manicomios. El término y su traducción al castellano son peyorativos. Los que llamábamos manicomios hasta hace relativamente pocos años se cerraron, tal vez porque la psiquiatría se ha vuelto más científica y más humana o, lo que parece más probable, porque ya hay tanto loco suelto que tendría que haber más psiquiátricos que hospitales y, aún así, no cabrían. La mente enferma con muchísima más facilidad y frecuencia que el cuerpo, pero como los síntomas de la enfermedad mental no aparecen en los termómetros ni en las muestras de orina ni de sangre ni de heces, la enfermedad solo se detecta cuando el paciente muestra una conducta escandalosamente antisocial. ¿Y qué puede considerarse escandalosamente antisocial? Naturalmente, depende de la cultura, de las costumbres, de lo que cada enjambre social considere apropiado o no.

La buena o mala salud mental de un individuo la diagnostica la comunidad en la que vive comparándola con la conducta de la mayoría; es decir, que se considera cuerdo al que vive según la conducta convencional. De lo que se deduce que el diagnóstico de un trastorno mental es, necesariamente, relativo. La política nos ofrece ejemplos que avalan sin duda esa deducción. Por poner uno reciente y espectacular: lo convencional para un republicano de la América profunda es adorar a Trump como el máximo defensor de los valores éticos, económicos y patrióticos de la gran América, patria de Dios, y quien no comparta esa certeza es un demente, en algunos casos por posesión satánica; para un demócrata del noreste, Trump y sus seguidores están locos de atar. ¿A quién podríamos considerar perturbado cuando los miembros de ambos grupos obedecen las creencias y normas que caracterizan a su grupo?

En España, quienes se presentan como candidatos en cualquiera de las elecciones a cargos públicos tienen, por ahora, una cierta apariencia de normalidad que no asusta. No tenemos un Trump. Lo que empieza a asustar a medida que algunos partidos parecen radicalizarse cada vez más son los votantes. Aquí surge en mentes y redes sociales una pregunta que preocupa. Entre los seguidores y votantes de nuestros políticos, ¿a quiénes meteríamos en un nido del cuco?

One Flew Over the Cuckoo»s Nest, Alguien voló sobre el nido del cuco, es una novela de Ken Kesey que Milos Forman convirtió en una de las películas más literalmente importantes del cine de todo tiempo y lugar. Novela y película proclaman y defienden la libertad esencial del ser humano y denuncian el brutal ataque a esa libertad que perpetran los individuos convencionales, incapaces de entender y tolerar el individualismo porque constantemente les recuerda la cobardía que no les permite decidir el rumbo de su propia existencia. La novela nos cuenta, a grandes rasgos, que un individuo condenado a trabajos forzados se finge loco para poder cumplir su pena con mayor comodidad en un psiquiátrico. Desde el primer momento de su llegada al manicomio, ese individuo se dedica a liderar a los internos para librarles de la represión a la que les someten los personajes convencionales, aparentemente cuerdos, que gobiernan la institución. El liderazgo del falso loco es tan efectivo que provoca en los diagnosticados como enfermos una revolución de auténtica locura: el descubrimiento de su individualidad y su voluntad de ejercer el derecho a defenderla.

Soy de la generación del falso loco que un día creyó que se había alcanzado la libertad de ir construyendo la propia existencia con unas cuantas certezas y creencias fundamentales para ir abriéndose camino siempre hacia adelante sin obstáculos impuestos por normas ajenas. A lo largo de ese camino, ya muy largo, he visto caer en la cuneta o dar marcha atrás a millones de individuos frustrados; unos por la cobardía, otros por el cansancio, otros por la ambición. Dice el catecismo que los enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne. Pero el mundo, que sabe más porque se basa en la experiencia, dice que el mayor enemigo del alma y del cuerpo es el dinero. Si no se tiene, no se puede vivir una vida humana. Si se tiene muy poco, la existencia se vive en un ay de mí. Pocos se conforman con lo suficiente. Los muy pocos que tienen mucho más de lo que necesitan suelen vivir agobiados por seguir amasando para no bajar de nivel. En fin, que en el fondo de la caída en el convencionalismo más abyecto el culpable es el terror a perder el dinero mucho o poco que se tenga. Es ese terror el que acaba metiendo a casi todos en el nido del cuco; casi todos sometidos a un horario, a una disciplina, a la supervisión de casi todo lo que casi todos hacen, sometidos al control de casi todos porque casi nadie quiere que alguien se desmande para que no cunda el mal ejemplo. Entonces, ¿quiénes están en los nidos del cuco, los que padecen un trastorno mental según la ciencia o quienes aparentan cordura?

Imaginemos un nido del cuco en España, solo porque nos concierne y nos interesa más. Imaginemos que en nuestro nido del cuco, como probablemente en los de todo el mundo, hay varios pabellones en los que se agrupa a los afectados según la índole de su trastorno. Imaginemos.

Más de tres millones y medio de españoles votaron en las generales de 2019 por Vox y por Vox votaron casi doscientos dieciocho mil catalanes en las de su comunidad el mes pasado. ¿Puede estar en su sano juicio quien elige para gobernar un país o una comunidad a un partido político que ataca al extranjero, al pobre, al negro, al musulmán, al judío, al que los líderes del partido digan que hay que echar de la tribu por cualquier razón que al líder se le ocurra; un partido que pretende restringir la libertad de las mujeres, centralizar el gobierno, eliminar la sanidad y la educación públicas, aliviar de impuestos a los ricos y aplastar de impuestos a los pobres, ordenar a los padres lo que pueden enseñar a sus hijos y lo que no? ¿Puede estar en su sano juicio quien elige para el Congreso y el Senado a hombres y mujeres que desconocen la función de ambas instituciones y confunden la tribuna con el escenario de un mitin en el que hay que divertir al personal dando caña al contrario? ¿Puede estar en su sano juicio quien quiere vivir digiriendo mala leche de la mañana a la noche? Diríase que en el pabellón de los afectados por Vox mal conviven quienes resienten que el homo sapiens sea un animal social, y cabría suponer que es un pabellón de solitarios en el que cada cual rumia en silencio su propia amargura. Pero en un nido del cuco nada sigue una lógica predecible. Los internos de este pabellón agradecen la compañía de quienes sufren el mismo trastorno porque esa compañía les hace creerse normales, convencionales, perfectamente integrados en un grupo en el que todos se convencen mutuamente de que tienen razón. Y como todos tienen razón, todos defienden sus razones a gritos y palabrotas sin ningún conflicto. ¿Puede estar en su sano juicio el votante de Vox? Depende de lo que se entienda por un juicio sano. Pero, ¿por qué se integran en ese pabellón? Unos porque tienen mucho dinero y Vox promete ayudarles a seguir llenando sus carteras sin interferencias y otros porque tienen muy poco y Vox les promete que les ayudará a tener más.

3 de marzo de 2021-María Mir-Rocafort

Huele a podrido

10 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

El domingo 7 de marzo, la cadena de televisión americana CBS emitió, en horario de máxima audiencia, la entrevista de Oprah Winfrey, la más importante entrevistadora de todos los tiempos, a los Duques de Sussex, Megham Markle y el príncipe Harry, nieto de la reina británica. Hasta aquí lo propio de revistas del corazón. Tomándolo por asunto propio de revistas del corazón, los más importantes analistas políticos iban a perderse el programa. Cuando Megham Markle empezó a largar sin tapujos ni rodeos sobre su experiencia con la familia real y la prensa inglesa, los móviles de los analistas volaron de una costa a la otra de los Estados Unidos y de una punta a otra del mundo. Con loable compañerismo, los analistas políticos empezaron a avisar a sus colegas de que no se perdieran el programa. La entrevista no iba de asuntos del corazón, iba de otra demostración, esta explosiva, de que en todos los rincones del mundo la sociedad se está pudriendo.

La sociedad se está pudriendo o ya estaba podrida, pero hasta hace muy poco, ocultaba su podredumbre con cuerpos limpios y perfumados bajo ropa y zapatos de marca. Hace relativamente poco, la prensa, la amarilla y la de todos los colores, empezó a revelar todas las llagas que los pulidos cuerpos ocultaban y todos empezamos a darnos cuenta de que vivimos en una leprosería moral. El relato de Megham Markle, avalado por su marido, lanzó al mundo la realidad de sociedades aparentemente civilizadas podridas por dos de las más inmundas lacras sociales: la misoginia y el racismo. Solo le faltó hablar de la injusticia de la pobreza, esa lacra ignominiosa que los muy ricos imponen sobre los más débiles para parasitar su energía, su vida.

¿Por qué ese súbito interés por descubrir la porquería? ¿Acaso la prensa ha experimentado una milagrosa conversión a la verdad y es la verdad lo que nos están contando en un ejercicio apostólico para convertirnos a la religión de la verdad? Ojalá, pero ya casi no quedan ingenuos tan ingenuos como para tragarse la veracidad de semejante conversión.

La bomba informativa de Megham Markle y su marido estalló el día en que todos los noticieros americanos mencionaban que el juicio a Derek Chauvin, policía de Minneapolis que asfixió hasta la muerte a George Floyd, un detenido negro, quedaba pendiente de la elección del jurado. El humo del estallido cubrió la noticia. Lo que le pase a un policía por matar alevosamente a un negro no puede compararse en importancia con el disgusto que el relato de los Duques de Sussex causarían a la familia real británica. Importancia de los importantes 1, importancia de la vida de un negro 0. Eso sí, la prensa se escandalizó ante la revelación de que el virus del racismo infectaba también a la familia real británica. Según Megham y Harry, a miembros de esa familia preocupaba de qué color sería la piel del hijo que esperaba la pareja considerando que la madre es mulata; preocupación que al parecer manifestaron a Harry. ¡Qué horror!, pensarían las personas decentes. Pero, pero, pero, y los infrahumanos que de personas solo tienen la apariencia, ¿qué pensarían? ¿Habéis visto? Hasta la familia real más familia real del mundo civilizado es racista, luego el racismo no puede ser inmoral. La revelación, por lo tanto, pudo servir para denostar al racismo de boquilla y para justificar el racismo a millones. En los Estados Unidos ya pueden cantar triunfo los supremacistas blancos y toda la caterva de congresistas republicanos que ante ellos se arrodillan en busca de su voto. ¿Y en España? Más leña para el fuego que los individuos de la ultraderecha atizan para quemar a los inmigrantes negros y marrones.

La bomba informativa de Megham Markle y su marido estalló la noche antes del Día Internacional de la Mujer. Este año, los misóginos contaron con la ayuda inestimable del coronavirus que impidió las manifestaciones reivindicativas de las mujeres en muchos lugares y en otros redujo la asistencia por miedo al contagio. ¡Cómo habrán sonreído ante la frustración de las feministas! De todos modos, antes del virus, esos machos de la especie que no respetan ni a sus madres y esas hembras de la especie que reniegan de sí mismas por complacer a los machos ya contaban con la inestimable ayuda de la prensa. Se quejó Megham en la entrevista de la misoginia de los tabloides británicos. Aquí, muy pocos periódicos y comentaristas se atreven a revelar abiertamente su naturaleza desnaturalizada. Se ha conseguido al menos que la misoginia esté muy mal vista. Pero los políticos misóginos y la prensa que les regala altavoces ya encuentran la forma de darle la vuelta al asunto para sembrar dudas sobre las reivindicaciones de las mujeres. Curiosa y sorprendentemente, la más importante de esas reivindicaciones, la reivindicación del derecho a la invulnerabilidad del cuerpo de una mujer, su derecho a la vida, cuenta universalmente con un obstáculo formidable que nadie, absolutamente nadie, en ninguna parte, cuestiona. La única solución que todos, absolutamente todos los seres humanos inteligentes vislumbran y aconsejan contra la violencia de género es la educación. Lo que debe parecer genial a los violentos porque, ¿cuánto se tarda en revertir siglos de menosprecio de la mujer mediante una educación adecuada a niños y adolescentes? Si la integridad física de una mujer y hasta su vida depende de los efectos de la educación, ya podemos seguir contando maltratadas y asesinadas durante muchísimos años.

Era yo una adolescente cuando leí en la prensa una noticia que me impresionó. Un japonés iba por un callejón en Nueva York cuando cuatro individuos robustos empezaron a seguirle y se lanzaron sobre él acorralándole contra un muro. Llevaban armas blancas. En cuestión de segundos, los cuatro acabaron reventados contra el suelo. El japonés escapó y al llegar a la avenida, detuvo a una patrulla de la policía que pasaba por allí. A la policía le dio tiempo a detener a los cuatro atracadores. Resultó que el japonés, bajito y delgado, era cinturón negro de artes marciales, creo recordar que de judo. La noticia saltó a los principales diarios y el judo se puso de moda en América. Cada vez que oigo o leo la noticia de que han asesinado a una mujer, la memoria me trae a aquel japonés.

Es un hecho comprobable e indiscutible que la concentración de testosterona en el plasma sanguíneo de un hombre adulto es diez veces mayor que la concentración en el plasma de una mujer adulta. La testosterona incrementa la masa muscular y ósea de los hombres, es decir, su fuerza, y su producción diaria es veinte veces mayor en los hombres que en las mujeres. Dicho en plata, la masa muscular y ósea del cuerpo de una mujer no le permite defenderse del puñetazo de un varón. Sabiendo esto, ¿cómo es posible que a nadie se le ocurra que el único modo de evitar la llamada violencia de género es incluir la defensa personal en los currículums de niñas y adolescentes en edad escolar y ofrecer gratuitamente clases de defensa personal a las mujeres de cualquier edad? Incluir la defensa personal en la educación conseguiría además transmitir los valores humanos que inspiran las artes marciales. El macho que pega a una mujer o es un perturbado o un ser desvalorizado cobarde que descarga sus frustraciones contra una persona que sabe más débil que él. Por lo general, ese tipo de machos no se atreve a pegar a otro macho porque sabe que le devolvería el golpe. ¿Se atrevería a pegarle a una mujer que, como aquel japonés, podría reventarle contra el suelo en cuanto le levantara la mano? Siendo tan fácil la solución a la tragedia de la violencia que muchas mujeres tienen que sufrir, a veces me pregunto si los políticos y las feministas quieren, en realidad, acabar con esa lacra o prefieren alargar su existencia para poder denunciarla y no quedarse sin tema.

Hace unos días, una amiga del pueblo me planteó diversas situaciones mediante preguntas. La que más me impactó fue, ¿qué pasaría si se creara un partido político solo de mujeres o solo de jóvenes? No era la situación ni el momento para iniciar una discusión, así que ni intenté responderla. Lo que me vino a la mente fue la pelea de actualidad entre feministas, trans, queer y no sé qué más sobre la ley de igualdad y la imagen de los jóvenes que pierden el tiempo destrozando mobiliario público en manifestaciones violentas o cantando con el brazo en alto en manifestaciones de la ultraderecha. Es evidente que la putrefacción social no se cura dividiéndose en grupos para defender las convicciones y reivindicaciones de cada grupo.

¿Tiene cura la putrefacción social? La tiene y depende, exclusivamente, de la Política con mayúscula; de la administración más correcta y justa de los recursos de los países para lograr sociedades igualitarias en las que la pobreza no prive a nadie de la evolución como ser humano. Depende de que la educación se funde en valores humanos indiscutibles y que fundándose en esos valores transmita todos los conocimientos. Depende de enseñar a la mayoría a expresar su más rotundo y veraz rechazo a la desinformación, a las noticias falsas, a los comentarios que introducen valores infrahumanos de soslayo. Depende de que los educadores se atrevan de una vez a enseñar la diferencia entre machos y hembras de la especie homo sapiens y hombres y mujeres que alcanzan la plena evolución que los convierte en seres humanos.

¿Y mientras tanto? Y mientras tanto mas de 70 millones de americanos votaron por un individuo misógino, racista, xenófobo y aporafóbico para que rigiera a la mayor potencia del mundo. Donald Trump estuvo en la Casa Blanca durante cuatro años destruyendo la política social que hacía admirable a los Estados Unidos y dejando en ridículo a la nación ante el mundo entero con sus gestos y discursos de payaso y su no saber estar, y encima le votan 70 millones. Esos millones son los responsables de que hoy la sociedad americana apeste más que una pocilga. Las pocilgas son espacios físicos que se pueden limpiar. Pero no hay perfume que oculte la peste de las pocilgas morales. Eso sí, la esperanza no se perdió y al fin, las siguientes elecciones las ganó Joe Biden por casi 75 millones de votos. La esperanza y la decencia siguen triunfando.

Impresionó a la mayoría de los españoles que la suma de las tres derechas ganara cuatro autonomías. Después de la corrupción del Partido Popular que solo una moción de censura pudo eliminar de nuestras vidas, ¿cómo es posible que millones hayan votado a partidos misóginos, racistas, xenófobos y agorafóbicos? La sociedad española apesta, apestan las llagas de todos esos males que nos abruman. Pero hoy amanecimos con el anuncio de una moción de censura al gobierno del PP en la Comunidad de Murcia, a la que siguió la disolución de la Asamblea de Madrid y la convocatoria de elecciones, a la que siguió una moción de censura en la comunidad de Castilla León. Y el que se siente amparado por su fe contra todo miedo se pregunta, ¿será que una luz divina ha iluminado finalmente a la mayoría de las almas que vivían sometidas a ideologías oscuras que hacen daño a los que las profesan y a quienes les rodean? ¡Bendito sea el Dios de todas las criaturas!

10 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

El masoquismo de los votantes

15 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort (publicado en La Hora Digital)

Una de las dos Españas ha de helarte el corazón, dijo Machado. La sentencia parece muy lejana en el tiempo. Eran tiempos de guerra, de una España matando a la otra. Hoy parece que solo matan los asesinos ordinarios, asunto de la policía. Pero solo parece. Las vidas de los españolitos de una España siguen estando en peligro en manos de la otra España. Porque no solo se mata un cuerpo agrediendo a sus órganos vitales. Al cuerpo de un hombre se le puede matar impidiéndole vivir una vida humana. Y eso es lo que hacen los politiqueros que alimentan sus cuentas bancarias robando el alimento y la paz de los medio pobres y de los pobres; los politiqueros que protegen a sus benefactores con leyes que les permiten alimentar sus cuentas bancarias a costa de los medio pobres y de los pobres; los politiqueros que defienden sus cargos y sus sueldos utilizando a los españolitos pobres y medio pobres como carne de cañón para ganar sus batallas. Y eso puede suceder en una democracia porque los españolitos votan a los politiqueros. Hoy cabe una paráfrasis del poema de Machado. Hoy Machado diría, «Españolito que votas al que te exprime, de los politiqueros te libre Dios».

En Murcia, la politiquería de un partido condenado por el Tribunal Supremo por beneficiarse de negocios corruptos ofreció esta semana a toda España otro ejemplo de depravación impune. A cambio de tres consejerías con sendos sueldos de 76.000€, el Partido Popular consiguió los votos que necesitaba para evitar la moción de censura. Le vendieron esos votos tres politiqueros de Ciudadanos, el partido que encarna el ejemplo más genuino de la expresión catalana hacer la puta y la Ramoneta, expresión del siglo XIX que significa tener dos caras, aparentar una cosa y ser la otra. Nadie sabe hoy de qué pie cojea Ciudadanos ni adónde se dirige con su cojera. Lo que plantea un enigma indescifrable. ¿A qué votan los que votan a Ciudadanos? Ya que se desconocen su cambiante ideología y programas, sólo cabe suponer que a Ciudadanos les vota el votante que sólo vota por hacer la puñeta a los demás. El problema, el tragicómico problema, es que cuando ese voto acaba beneficiando al partido corrupto y al partido podrido de misoginia, homofobia, xenofobia y aporofobia, el votante sólo se hace la puñeta a sí mismo y a su familia.

En Madrid, la España más España de todas las Españas, en la imaginación de su politiquera mayor, su politiquera mayor disuelve la Asamblea y convoca a elecciones. ¿Cómo se le puede ocurrir a la Sra. Isabel Díaz Ayuso exponerse a unas elecciones después de casi dos años de política tan desastrosa que no hay ignorante que ignore las muertes que ha causado, la ruina a la que han contribuido sus disparates, su abandono de las tareas que impone su cargo para ocupar su tiempo haciéndose fotos como si su profesión fuera el modelaje? Ayer, haciendo un esfuerzo de voluntad para vencer la indignación, me tragué un largo artículo de Concha Minguela, directora de este diario, enumerando los disparates de Díaz Ayuso, tantos y tan gordos, que en las redes sociales han merecido el nombre de ayusadas. El artículo es una excelente enumeración y explicación de las ayusadas que Madrid ha sufrido en el año y medio de gobierno de esa mujer genial, genial porque hace falta un sobresaliente y extremado genio creador para no soltar discurso ni tomar decisión alguna sin meter una parida. Y dicen ciertas encuestas que Díaz Ayuso volverá a ganar las elecciones por mayoría casi absoluta, lo que le permitirá volver a gobernar con los votos de Vox. ¿Cómo es posible? ¿Qué le pasa a los votantes de Madrid?

Estaba yo tomándome mi cerveza de medio día, bajo el amable sol pirenaico, cuando pensé en Madrid, uno de mis amores; en los politiqueros que amenazan a los madrileños; en los votantes que se preparan para volver a hundirlos a todos, incluyéndose a sí mismos. ¿Qué le pasa a los madrileños?, me pregunté. ¿Qué les ha pasado durante tantos años votando a ladrones? ¿Qué les hizo doblar el espinazo ante Franco y pasar horas haciendo cola para ver su cadáver cuando al final el alma negra se le fue a otra parte? Las preguntas me devolvieron el recuerdo de una anécdota que me dejó marcada con su horror para siempre. Un día me contó mi madre que, siendo ella una niña, la mujer que la cuidaba la llevó de paseo al cementerio de la Almudena. Junto a un muro yacían varios cuerpos de fusilados la noche anterior. Mientras mi madre esperaba, la mujer fue quitando a los cadáveres los cinturones, los zapatos, las medallas, todo cuanto pudiera tener algún valor. La mujer volvió a la casa con mi madre y una bolsa llena de objetos que una vez habían pertenecido a seres humanos asesinados por el odio. Mi madre se atrevió a preguntarle para qué quería todo aquello. La mujer le contestó, «¿Para qué lo voy a querer, tonta? Para venderlo.» La pobreza de esa mujer, me contó mi madre, era tan extrema que solo podía comer sobras una vez al día.

La pobreza mata, mata lentamente la dignidad, los valores, las ilusiones, la esperanza, las ganas de vivir. La experiencia de la pobreza se incrusta en el alma y en el alma se vuelve miedo, un miedo cotidiano que se siente a cada paso, que impregna el ambiente que rodea al pobre, que contagia a los suyos y que puede ir pasando de generación en generación. A Madrid, como a casi todo lugar de España, la guerra le incrustó el miedo en el alma y los traidores que causaron la guerra se encargaron de que ese miedo perdurara y se agravara durante décadas. La economía mejoró con el tiempo y muchos pobres se convirtieron en medio pobres. Pero a pesar del piso hipotecado, del coche y de los aparatos domésticos a pagar en letras, nadie se libró del miedo que les había convertido en pobres de espíritu.

Una de las facetas de la pobreza de espíritu es el masoquismo. Una de las facetas del masoquismo es negarse a tomar decisiones que puedan hacer que el masoquista se supere en cualquier ámbito. Otra de sus facetas, la más peligrosa, es la estupidez. La estupidez mueve al estúpido a hacer daño a los demás sin obtener ningún beneficio a cambio o hasta haciéndose daño a sí mismo. Es evidente que quien vota a un partido que recorta la sanidad, la educación y todas las ayudas públicas que previenen la pobreza o es un rico muy rico que sabe que ningún politiquero se atreverá a tocar su riqueza, o es un medio pobre masoquista incapaz de vencer su pobreza de espíritu. ¿Y quién vota al partido de los matones que conciben el mundo como un ring de lucha libre y se divierten oyendo a sus politiqueros estrella derribar verbalmente a la lona a las mujeres, a los inmigrantes, a los pobres, es decir, a los más débiles? ¿Quién vota a esos politiqueros matones con la esperanza de verlos un día derribandolo todo de verdad, en vivo y en directo, y no solo en un mitin? Esos son los estúpidos, sin duda, que no piensan que ellos y los suyos estarán entre los derribados, y adolecen, además, del masoquismo más perverso; el sadomasoquismo.

Según las encuestas, en España hay millones de medio pobres masoquistas y sadomasoquistas. ¿Y los pobres de solemnidad? A esos, los politiqueros les han quitado hasta las ganas de votar.

Los Estados Unidos de la gran América se convirtieron en el hazmerreír del mundo cuando los estúpidos sadomasoquistas del país le dieron el gobierno a un payaso ignorante que en casi cuatro años estuvo a punto de cargarse el mundo. Esos enfermos de ignorancia, racismo y xenofobia volvieron a votarle cuatro años después demostrando que cuando el sadomasoquismo llega a cierto punto de gravedad, no tiene cura. Pero los seres racionales del país entendieron que ningún ciudadano responsable podía quedarse sin votar para librarse del peligro del payaso diabólico, y resultó que esos seres racionales eran mayoría y consiguieron dar la presidencia a un político. Ayer domingo, todos los americanos que cualificaban recibieron en sus cuentas bancarias el dinero destinado a librar a la mayoría de la pobreza en el mayor esfuerzo económico del gobierno por combatir los efectos de la pandemia en todos los órdenes. El milagro se logró gracias a la lucha de un político y de todos los políticos de su partido, trabajadores de la Política con mayúsculas, contra todos los politiqueros que se oponían a salvar a sus conciudadanos.

¿Qué pasará en Murcia? No hay votos que garanticen el triunfo de una moción de censura. ¿Y en Madrid? Si hay elecciones, en estos momentos sólo Dios sabe la índole de la mayoría de los votantes.

26 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

El valor del populismo

Isabel Díaz Ayuso con el expresidente José María Aznar testigo que ha declarado ante el juez por el caso de la ‘caja B’
de corrupción del Partido Popular

28 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

Habrán notado mis lectores asiduos que hace varios artículos que no me ocupo de las andanzas específicas de los politiqueros. Eso se lo dejo a los periodistas y a los comentaristas de politiquerías. Mi mayor preocupación, casi obsesión diría, son los votantes; esos seres anónimos capaces de votar a un partido corrupto hasta la médula o de meter en las instituciones a otro partido que rezuma odio al más puro estilo fascista. Obligada por una mínima elegancia, procuro ahorrarme los adjetivos que acuden a mi mente para calificar a esos irresponsables cada vez que una encuesta altera la paz de mi alma. Esta semana, sin embargo, una abogada de altísimo copete de la gran nación americana, una de las abogadas del equipo de Donald Trump, me ha dado un golpe en la mente con tal fuerza, que la más difusa idea de un votante me deja muda por un súbito ataque de pánico seguido de una aguda depresión. Esto sí que es el colmo, me repito alucinada, mientras la montaña en la que habito ya no me parece lo suficientemente lejana y solitaria como para sentirme en ella a salvo de la humanidad; específicamente de esa humanidad que las democracias convierten en votantes, es decir, en esa gente que tiene en sus manos elegir a quienes nos van a gobernar.

Durante esta semana, todos los medios de comunicación del mundo entero y las redes sociales se han hecho eco de las palabras de Sidney Powell, una abogada que por defender a Trump, llegó a culpar en una rueda de prensa a Hugo Chavez de haber provocado el fraude electoral que dio la presidencia a Joe Biden. Que Chavez hubiera fallecido en 2013 no tenía para ella ninguna importancia. La sarta de mentiras que fue predicando por mítines y juzgados de todo el país da para un libro, pero entre todas ellas destaca una que le ha valido una demanda por difamación que puede costarle la ruina. Powell acusó a la gran empresa Dominion, proveedora de las máquinas de votación y tabulación de votos de Estados Unidos y Canadá, de haber manipulado esas máquinas, en coordinación con Chavez, para no contar los votos a favor del Partido Republicano. Dominion ha demandado a la difamadora y le pide mil trescientos millones de dólares por los daños sufridos a su reputación.

Hasta aquí todo más o menos normal tomando en cuenta que la mentira se ha apoderado de los discursos de los politiqueros superando en importancia toda consideración retórica. ¿Qué hace entonces insuperablemente original el discurso de Powell en su propia defensa ante el tribunal que la juzga? Powell se defiende diciendo que «Ninguna persona razonable creería que sus afirmaciones eran verdaderas (sic)». O sea, que no se la puede juzgar por mentir, porque sus mentiras eran tan gordas que la culpa tendría que recaer sobre el que se las creyera. O sea, ¿qué culpa tiene el que miente de que alguien sea tan irracional como para creerle? Si este argumento sienta precedente, mentir dejará de ser delito, aún mintiendo en un tribunal bajo juramento, y se convertirá en delito la credulidad.

También esta semana desfilaron por un juzgado nuestro los antiguos presidentes del Partido Popular, ya condenado en firme en otra sentencia por lucrarse con una trama de corrupción. Todos afirmaron no saber nada de la contabilidad del partido ni de lo que su contable registraba en sus listas ni de dónde salía ni adónde iba el dinero registrado. Vale. Puesto que ninguna persona razonable puede considerar como afirmación verdadera que el presidente de un partido no tenga ni pajolera idea de sus finanzas, todo el que se la crea, incluyendo a los jueces, es culpable de irracionalidad y por lo tanto incapaz de juzgar y, por lo tanto y sobre todo, debería considerarse incapaz de votar.

Algunos se quejan de que, en Cataluña, los partidos independentistas mienten al prometer otro referéndum de autodeterminación o la proclamación unilateral de independencia. Pero los tres partidos independentistas sumaron votos suficientes para gobernar. Avergüenza y deprime pensar que en Cataluña pueda haber tanto irracional. Aunque a alguien puedan servir de consuelo los setenta y cuatro millones de americanos que creyeron a Trump sus mentiras y votaron por él, persisten la vergüenza y la pena al recordar el refrán, «Mal de muchos, consuelo de tontos«. ¿Tantos años machacando con el referéndum y la independencia han acabado por atontar a la mitad de los catalanes, antaño orgullo y ejemplo del resto de España y del mundo por su racionalidad, por su nivel intelectual, por su facultad creativa? ¿Diez años de gobiernos ineptos concentrados en tapar los efectos de su ineptitud con banderas y cantos de inde-penden-ciá no han bastado para despertar del trance hipnótico a los crédulos que prefieren vivir de una fantasía antes que dejarse de puñetas y ponerse a trabajar, como decía mi abuelo pallarés?

Algo raro está pasando, algo que al creyente ortodoxo y al supersticioso le hace sospechar la intervención de potencias infernales. Vuela por el mundo un virus con la manifiesta intención de acabar con la vida de todo el que encuentra a su paso. Identificado está y a por él van las vacunas. Pero mientras el virus físico enferma y mata a plena luz perceptible, un ente metafísico está poniendo el mundo patas arriba para que ningún ser auténticamente humano pueda vivir a gusto en él. De pronto la ética y la moral con que hemos ido evolucionando hasta hace muy poco ya no sirven en este mundo híbrido en el que cada vez cuesta más distinguir la realidad que sale por una pantalla, de la realidad efectiva; la realidad que, real y efectivamente, afecta nuestra existencia. Ahora resulta que el que miente es inocente de toda culpa y es pecador el que le cree. Por lo que una sencilla deducción nos lleva a sentenciar que los millones de votantes que en las Américas, en Europa, en Oriente han votado por politiqueros que amparan sus desmanes en la mentira, merecen los castigos que esos politiqueros les imponen por el pecado de haberles creído. Todo muy claro y muy justo. Pero entonces, ¿por qué tienen que sufrir el mismo castigo las personas inteligentes, responsables y solidarias que no se dejan engañar?

Temblando están los madrileños que no se han dejado engañar, mientras su presidenta, su gobierno y los mandamases de su partido pueden tumbarse al sol y emborracharse a la luna esperando con alegre calma el 4 de mayo. Dicen las encuestas que una considerable mayoría de madrileños pasa de las mentiras, de los disparates, de las extravagancias, de la ineptitud de sus gobernantes y de todos los muertos que su ineptitud ha causado. Dicen que Díaz Ayuso y Casado y los suyos ya pueden decir y hacer y posar cuanto quieran. Cuando se ponen en ridículo, hacen sonreír; cuando sueltan disparates de mal alumno de primaria, causan risa; cuando dicen barbaridades de barra de bar contra el presidente del gobierno y sus ministros, revuelcan la adrenalina cervecera; en cualquier caso y circunstancia, divierten al personal. ¿Cómo no se les va a votar? Que sigan los catalanes discutiendo con sus caras agrias si independencia sí o no y para cuándo. Madrid, la capital de la España más española, gracias a Isabel Díaz Ayuso, la chulapa mayor, se ha convertido en el centro de la libertad de toda Europalibertad para divertirse y enfermar y morirse como a cada cual le dé la gana. Para ocuparse de vacunas, hospitales, cementerios y cosas de esas ya está el gobierno central. Cierto que dice la ley que la sanidad es cosa de las comunidades autónomas. Pero que no vayan a Madrid los aguafiestas con sus verdades. La verdad ha dejado de amargarle la vida a la gente porque la mayoría de la gente ha aprendido a acabar con ella negando su existencia. A ver, ¿no es preferible animar a los deprimidos ciudadanos contándoles que la economía se recupera y que los extranjeros vienen buscando cultura y que las terrazas llenas de gente alegre demuestran que todo va bien? ¿Que es mentira? ¿Y qué? ¿No es preferible engañarse a morirse de asco?

Las terrazas llenas de gente alegre me han recordado un pasaje del Decamerón de Bocaccio. «¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates y Esculapio hubiesen juzgado sanisimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde, cenaron con sus antepasados en el otro mundo!» A Bocaccio le inspiró el Decamerón la peste bubónica que asoló a Europa en el siglo XIV. A muchos, parece, la pandemia que hoy nos asola no inspira otra cosa que el desprecio a la vida; a la propia y a la ajena. La mayoría se quiere vacunar, sí, y serán vacunados, y un día volveremos a la calle, a las terrazas, a los restaurantes y puede que hasta a la cultura para regocijo de quienes recuerden la mentira del alcalde de Madrid, que su gracia tenía. ¿Habrá cambiado el mundo cuando ese día llegue o se habrán encargado los votantes de que todo siga como estaba durante y antes de la pandemia gracias a su pasión por las mentiras y su rechazo a los cenizos que aún se aferran al valor de la verdad? Quien sabe. Lo que importa a quien todavía dispone de un mínimo de sensatez es cuidarse, aprovechar el tiempo libre para pensar su vida como la quiere vivir y, cuando llegue el momento de volver a la normalidad, mandar al carajo a los politiqueros que quieren estafarle.

28 de marzo de 2021 – María Mir-Rocafort

El valor de la mentira

Isabel Díaz Ayuso en la terraza de un bar en Madrid

5 de abril de 2021 – María Mir-Rocafort

Son muchos, cada vez más, dicen, los que intentan arrastrarnos a aquel pasado en el que los españoles vivíamos sin sorpresas. Todo ocurría como estaba mandado. Las familias planeaban las vacaciones, el regreso de las vacaciones, el trabajo y otra vez las vacaciones sin temer que un cataclismo alterase su rutina. No había campañas electorales ni tiroteos de bandas rivales en las calles ni quema de contenedores ni asaltos a sedes de partidos ni peleas ni discusiones callejeras entre adversarios ideológicos. No había nada que cuestionase el poder homogeneizador de Franco. Había descarriados que estropeaban la masa de vez en cuando, grumos que sobresalían pidiendo libertad o actuando como si la hubiera. Rápidamente aparecía la cuchara de palo para deshacerlos, y si alguno se resistía, acababa en el suelo de una cárcel o en una fosa. Pero el tiempo y los adelantos han cambiado a la gente, han cambiado a la mayoría con tal radicalidad, que la mayoría se resiste radicalmente a volver a aquella época idílica, a aquella paz de los sepulcros.

El viernes era Viernes Santo. En aquellos tiempos de la santa paz, era día de penitencia y abstinencia; día de música sacra en la radio y de películas de romanos en la televisión. Quien tuviese siete iglesias cercanas visitaba los siete Monumentos de rigor rezando algo y elogiando o criticando luego el montaje. Estaba tan mal visto incumplir en todo o en parte la tradición, que nadie la incumplía por miedo a ser tomado por un grumo. En este año del Señor, sin embargo, el florido mes de abril empezó con fuegos artificiales.

En Cartagena, alguien lanzó un cóctel molotov a la sede de Unidos Podemos. En la gran América, un individuo entró con su coche en terrenos del Capitolio, se estrelló contra una valla de protección, bajó del coche esgrimiendo un cuchillo, mató a un oficial de la policía y fue abatido por otros oficiales. En Bilbao, una multitud de forofos pasó la tarde del viernes quemando contenedores en la calle y lanzando botellas a los policías. Juerga, jaleo, peligro, destrucción, muerte. Estos incidentes y algunos más parecen conducirnos a la antiquísima conclusión de que todo tiempo pasado fue mejor, más tranquilo y hasta más bonito, con esculturas de un hombre, clavado en una cruz por nuestros pecados, pasando por las calles con acompañamiento de música que aprieta la garganta y exprime los lagrimales para que parezca que todo creyente sensible llora por los pecados que crucificaron a ese hombre ensangrentado de quien dicen que procede el perdón y que nos perdona si lloramos por nuestros pecados una vez al año. Este año, ni Cristo salió a la calle. En la calle, además de los revoltosos, estaban los descreídos pasándoselo de santa madre en terrazas y otros lugares aptos para la diversión porque los únicos grumos que afean la masa en este milenio son los que no tienen dinero para gastar.

Libertad pedían aquellos grumos valientes de otros tiempos que lo arriesgaban todo por fermentar a una masa dormida a palos. ¿Libertad para qué?, hoy se preguntan las gentes de bien atemorizadas por las imágenes de desmadre violento que ven en sus pantallas. Y los politiqueros nostálgicos de los tiempos del poder absoluto de las derechas les responden que esa es la libertad que quieren los sociocomunistas bolivarianos que todo lo destruyen, sobre todo las cuentas bancarias de los medio pobres porque su intención primordial es subir los impuestos para arruinar al mundo entero. Y eso sí que causa y extiende el pánico. Entonces, ¿no tendrían bastante los líderes nostálgicos de las derechas con amenazar en campañas, ruedas de prensa, tertulias, intervenciones en el Congreso con lo de la subida de impuestos para aterrorizar al personal y convencer a todo adulto normal de que votar por las izquierdas es abocarse a la ruina? ¿No es tener la cartera vacía o la cuenta bancaria en números rojos o las dos cosas lo peor que le puede pasar a todo adulto normal en nuestra era de poder absoluto del dinero? Sí, sin duda. Ya dijo uno de los que más saben que el pobre no existe; que confesar en público la pobreza es dejar de existir. Pero a los nostálgicos del poder absoluto de las derechas no les basta con el miedo a los impuestos que puedan inocular en los medio pobres. ¿Por qué?

En una democracia, como todos sabemos, el éxito de los líderes políticos depende de su habilidad para convencer a los votantes. Convencer exige ciertas técnicas y el dominio de ciertas técnicas depende del entrenamiento que al líder proporcionan sus asesores de comunicación.

Pues bien, todo asesor de comunicación eficaz y al día sabe que las ideas no tienen poder suficiente para emocionar; que en una época en la que impera la comunicación audiovisual, lo que no se ve ni se oye no emociona. La mentira de la subida generalizada de impuestos tardaría mucho en calar si las izquierdas no paran de repetir que subirán los impuestos únicamente a los más ricos. Una mentira contra una verdad tiene un recorrido lento, y los nostálgicos del poder de las derechas tienen prisa. ¿Qué hacer entonces? Ruido, mucho ruido. Ruido de insultos, de acusaciones horrendas. ¿Pero no es eso lo mismo que mentiras contra verdades? No si se acompañan con caceroladas y manifestaciones cortando calles, con incendios de contenedores, con pintadas y cócteles molotov contra las sedes de los partidos de izquierdas, con grupos de tipos fornidos y violentos amagando bronca contra los asistentes a mítines de izquierdistas.

Las mentiras calan si se repiten sin parar, eso lo sabe todo el mundo. Pero calan aún más profundamente y a toda velocidad si se introducen en las mentes más cándidas a lo bestia. Desde los comienzos del partido NAZI en la Alemania de Hitler, sus oradores se encargaron de la divulgación de mentiras contra el Partido Comunista y los partidos socialdemócratas. Pero lo que más intensamente impresionó al vulgo fueron los desfiles de los grupos paramilitares del partido y sus ataques sangrientos contra los participantes en mítines izquierdistas. Las salvajadas nazis, con sus consecuencias de millones de muertos, fueron tan espectaculares que en la historia escrita y oral aparecen como los artífices de todos los males que asolaron a la Europa de su tiempo.

Pero no fueron los nazis los primeros que crearon en Alemania grupos paramilitares. Los primeros partidos que crearon grupos paramilitares y atentaron contra la República de Weimar después de la Primera Guerra Mundial fueron algunos partidos conservadores. Fueron esos partidos los primeros que declararon la guerra a muerte contra comunistas y socialdemócratas, metiéndolos a todos en el mismo paquete ideológico¿Por qué? La explicación es muy sencilla. El objetivo primordial del conservadurismo es la conservación de los privilegios de sus líderes y de sus protectores. El objetivo primordial de la socialdemocracia es procurar a todos los ciudadanos una vida digna en una sociedad fundada en la igualdad de derechos y oportunidades. La igualdad de derechos y oportunidades defendida por las leyes es siempre una amenaza contra aquellos que se niegan a ceder sus privilegios particulares.

Y ya falta poco para el 4 de mayo. La sarta de disparates, insultos, acusaciones falsas de la presidenta de la comunidad, repetidas y jaleadas por líderes de los tres partidos de derechas, suenan desde el principio de la legislatura por los altavoces de radios y televisiones afines. Pero por si las mentiras, las falsas acusaciones, la difamación contra miembros del gobierno y líderes de partidos izquierdistas no hubieran calado bastante en las mentes de los votantes ilusos y desinformados, los asesores aconsejaron a la presidenta pasar a la acción. En primer lugar, el shock de la convocatoria de elecciones puso de punta todas las orejas. En segundo, la genialidad de un eslogan que ponía en mayúsculas gigantes la gloriosa palabra LIBERTAD emocionó a los más sensibles. En tercer lugar, pero primero en importancia, a los madrileños se les ofreció realmente la experiencia de sentirse libres, más libres que los demás españoles, absolutamente libres de hacer lo que les diera la gana sin la coacción de los científicos y sanitarios que amargan la vida a todos predicando solidaridad y sensatez. Claro que lo de acompañar la libertad con su falaz contraposición con el socialismo o el comunismo es una estupidez que sólo puede impresionar a estúpidos, pero si esa libertad se ve, se palpa, se vive en las calles atiborradas de paseantes, en las terrazas llenas de bebedores y comensales, en las fiestas en locales y pisos turísticos donde se bebe y se baila en alegre promiscuidad sin mascarillas asfixiantes ni distancias antisociales, no es de extrañar que los ciudadanos con derecho al voto en Madrid agradezcan su libertad a su presidenta el 4 de mayo votando para que repita, no sea que la seriedad del candidato socialista les vuelva a confinar a todos si las cifras de hospitalizados y muertos se vuelven a disparar. ¿Y qué decir de los dueños de bares y restaurantes y discotecas y pisos turísticos? Seguramente no habrá ni uno que no vote por su presidenta porque, si pudieran, hasta la manteaban.

Es dudoso que el discurso razonable o que estrategia alguna pueda vencer la popularidad de la autorización al desmadre o simplemente a olvidar la negra peste que nos está amargando la vida. Ni siquiera los escrúpulos contra la eutanasia y el asesinato. La peste está metiendo a tantos en el pozo negro de la depresión, que no hay reparo que impida que las almas busquen el alivio de la compañía, la diversión o la juerga, aunque esos momentos de inconsciencia le puedan costar la vida al inconsciente o puedan llevarle a su casa cargado con el virus que puede costar la vida a los que más quiere o a los que más debe. Todos saben que Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado y todo los suyos mienten; que se han pasado toda la legislatura mintiendo y que cada promesa sobre la proximidad de un tiempo mejor es la mentira más burda de todas. Pero con la verdad absolutamente desvalorizada por los triunfos que exhiben quienes han triunfado gracias a la mentira, la mentira es hoy el valor que triunfa porque es lo que hace felices a los tontos y tontos los hay por millones.

5 de abril de 2021-María Mir-Rocafort

Contra el odio, la voluntad

Presentación de la campaña electoral del PP liderado por Isabel Díaz Ayuso para presentar la presidencia de la Comunidad de Madrid

12 de abril de 2021 – María Mir-Rocafort

Anoche volví a ver una película escalofriante. No hay en ella monstruos ni efectos especiales ni coches desbocados persiguiéndose ni crímenes ni violencia de ninguna clase. Va de un viaje por la mente de Bertie, un infeliz tartamudo aquejado de inseguridad y timidez patológicas al que el destino o lo que sea obliga a convertirse en Rey del Reino Unido y de la Mancomunidad Británica. Va de la lucha de ese hombre, torturado desde niño por su discapacidad, y la de otro hombre, un hombre corriente que, haciéndose pasar por logopeda, intenta ayudarle para que pueda hacer frente a su vida pública. Alguien diría que en esa película no pasa nada, pero, para el espectador atento, pasa de todo, porque nada puede resultar más espectacular y emocionante que ver cómo la voluntad va imponiendo su poder hasta transformar el carácter y, por ende, las vidas de esos dos hombres. Esa transformación, gracias a la omnipotencia del poder de la voluntad, parecería increíble si no supiéramos que los hechos que narra la película fueron hechos reales. Una escena en particular me cortó la respiración las dos veces que la vi. Estaba el tartamudo Bertie rumiando su inseguridad y el golpe brutal de su destino mientras miraba las noticias en una pantalla de cine instalada en palacio, cuando en la pantalla aparece Adolf Hitler chillando un discurso, vomitando palabras de odio a toda velocidad y sin tartamudear. La expresión de la cara del excelente actor que encarna a Bertie permite captar que, en ese momento, ese hombre comprende que no puede darse el lujo de seguir regodeándose en sus miserias privadas. El histérico que grita en la pantalla tiene poder suficiente para destruir a Europa con sus ejércitos. Él, Bertie, ya para siempre Jorge VI, Rey, tiene el deber de conducir a su pueblo a la victoria contra los que pretenden entronizar al odio satánico en el mundo. En ese momento, Bertie se convierte en soberano de su propio cuerpo, de su propia mente, de sus propias convicciones y de sus propios actos, impelido y protegido por el poder de su voluntad.

Esta semana, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha dicho una gran verdad. Vino a decir que los españoles estamos sometidos al matraqueo de un discurso guerracivilista, atribuyendo ese discurso al presidente del gobierno. Ni con toda la mala voluntad del mundo puede alguien interpretar en los discursos formales o informales de Pedro Sánchez la crispación, la intención de alterar la paz en España. Entonces, ¿de dónde sale el discurso guerracivilista que percibe Isabel Díaz Ayuso?

España está dividida en dos bandos, como en el 36, es cierto; dos bandos partidos por un odio que parece pedir sangre. Un bando se apropia de conceptos y valores como el respeto a los privilegios del que más tiene, el de la familia como Dios manda, el del Dios de la única religión verdadera que todo auténtico español reconoce en la Iglesia Católica, Apostólica y Española que, por voluntad divina, es la única que tiene el derecho de imponer su voluntad porque tiene en sus manos las conciencias y, por ende, las voluntades de todos sus fieles. Este bando, defensor de valores inmortales, acusa al otro bando de socio comunismo, una ideología política extranjera que, como sabe toda persona de bien, atenta contra todos los valores antedichos que todo auténtico español defiende.

Lo que no ha dicho nunca ni dirá la presidenta de la Comunidad de Madrid es que en esos conceptos y valores se esconde la discriminación, la crispación, el odio que estuvieron incendiando las mentes desde el triunfo en las urnas de la República en el 31, hasta que en el 36 sublevaron a la mayoría del ejército contra sus compatriotas del bando que llamaban rojos. Lo que no dirá nunca es que en el 39, los mismos conceptos y valores en versión germánica fueron aplastando, con las botas del ejército alemán y sus aliados, a todos los europeos que no compartían los patrióticos conceptos y valores del tirano del Tercer Reich.

Lo que no dice Isabel Díaz Ayuso ni dice el presidente de su partido, Pablo Casado Blanco, es que ante la imposibilidad de ganar el poder en las urnas, se impone dividir el país en bandos irreconciliables, engañar a los miserables para que vean en los conservadores a la gente buena que les librará de su miseria intelectual, moral y económica, y para que en los socialistas vean a los malos, capaces de quitarles todo lo que tienen para dárselo a los pobres vagos y a los extranjeros. Lo que no dicen es que, incapaces de convencer a los miserables para que les voten ofreciéndoles un programa que garantice su salvación; un programa avalado por una trayectoria de trabajo por la igualdad y el bien de todos, a los conservadores ya no les queda otra para ganar elecciones que recurrir a la mentira y a la crispación. Si las convicciones no bastan para dirigir el voto, que lo dirija el odio.

Son muchos los que, habiendo leido u oido hablar a sus mayores o viendo en películas la mentira y el odio que arrastraron a los españoles a la guerra civil y las horrendas consecuencias que tuvieron que sufrir durante años, se preguntan, perplejos, qué nos ha pasado; cómo hemos vuelto a las puertas del infierno; por qué. De esto sí que no se puede culpar al virus. Hace años que el partido que más odio exuda y provoca logró colocarse en Andalucía, aunque fuera del gobierno, en posición de ordeno y mando, y siguió subiendo y ordenando y mandando en varias comunidades, y dicen que será en Madrid donde más subirá. ¿Nos hemos vuelto locos los españoles o es que antes de la pandemia del virus sufrimos una epidemia de miseria que nos atontó?

Pero es que esta atmósfera enrarecida no se concentra solo en España. El odio vuelve a volar a sus anchas por todo el orbe sin que nadie sepa cómo volvió esa bandada negra ni cuándo desaparecerá. Un vistazo por el exterior puede dejar el vello de cualquier persona normal convertido en punchas de puercoespín. ¿Qué está pasando?

El pretexto de civilizar a pueblos que se consideraban inferiores llevó a los europeos a colonizar tierras desconocidas para ellos, y la ambición de explotar esas tierras condujo al exterminio de sus dueños. Hoy, los descendientes de esos europeos tienen la ignorancia supina y la desvergüenza de considerarse superiores a los indios, dueños de las tierras que ocuparon los blancos en América, y superiores a los negros, personas que los blancos secuestraron para hacer fortuna vendiéndolos y utilizándolos como esclavos para hacerse ricos sin tener que trabajar. Hoy, el racismo ha vuelto a brotar como la mala hierba en países en los que, tras muchos años de lucha, se creía exterminado. ¿Por qué? Porque de la conciencia de los blancos no ha habido perdón humano ni divino que haya borrado la culpa de la colonización, del exterminio de los dueños de las tierras que usurparon, del secuestro y la tortura de hombres, mujeres y niños africanos. La culpa pesa mucho. Aunque el culpable crea haberla borrado de su conciencia, su aguijón sigue castigando al culpable aunque el culpable no sepa ni por qué se castiga.

En los Estados Unidos, cualquier catedrático, cualquier experto en cualquier área, cualquier analista político de raza india o negra deja en ridículo por comparación de racionalidad y conocimientos al que fue presidente del país hasta antes de ayer. Sin embargo, Donald Trump, con su racismo, sigue contando con millones de admiradores entre los miserables que, al parecer, necesitan sentirse racistas para sentirse personas. El racismo es otro de los tentáculos del odio, pero hay más. Hay quien necesita sentirse xenófobo por la misma razón y quien necesita mostrar su odio por los homosexuales para que nadie, ni él mismo, dude de su normalidad. Donald Trump vive de hacer el ridículo repitiendo sus llamamientos al odio y ahora estafando a los miserables que responden a sus desesperadas peticiones de donativos para hacer frente a los múltiples problemas económicos y jurídicos que le están amenazando con la ruina. Y los miserables le están enviando dinero. La única explicación posible es que hay miserables que necesitan odiar a los demás para no odiarse a sí mismos. ¿Será eso lo que ha ocurrido a los líderes del PP en España para que sus discursos y su actuación en el Congreso ya no se distingan de los discursos y la actuación de los predicadores del odio más matones?

Sabemos que las palabras expresan la realidad tal como la hemos construido en nuestra mente. Eso nos coloca frente a dos alternativas: construir en nuestra mente la realidad según nosotros mismos percibimos y analizamos los hechos o permitir la entrada en nuestra mente a la realidad que otras mentes se han construido según sus propias necesidades, creencias, conveniencias o caprichos, al margen de los hechos que se pueden comprobar. O aceptamos las medidas para prevenir el contagio del virus, por ejemplo, o creemos que el virus no existe, que es la creación de una mente diabólica que quiere controlarnos. O analizamos fría y concienzudamente lo que ofrecen los partidos políticos y la credibilidad que merece la trayectoria de sus líderes o aceptamos como realidad las mentiras con que intentan emocionarnos; las mentiras con las que nos instigan a odiar.

La elección entre una alternativa u otra depende exclusivamente de nuestra voluntad. Es nuestra voluntad la única que decide si damos crédito a nuestras propias facultades y actuamos según nuestro propio criterio o si abdicamos de nuestro propio juicio otorgando a otros el derecho a juzgar por nosotros. Lo que nada ni nadie puede negar es que las consecuencias de esa elección afectan a quien elige y pueden, además, afectar a quienes tiene a su alrededor y más allá.

No sabemos cuántos negacionistas habrán sucumbido a la infección del virus. Sabemos que el odio sigue costando en el mundo entero millones de vidas humanas que hubieran podido salvarse si al odio se hubiera enfrentado la voluntad de los seres humanos decididos a defender a toda costa su racionalidad y su derecho a actuar según su propio criterio racional.

12 de abril de 2021 – María Mir-Rocafort