
7 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort
He visto y escuchado el debate de todos los candidatos a president de la Generalitat y la presentación de la campaña del PSC de Lleida. En este último evento hablaron Judith Alcalá, Eva Granados, Oscar Ordeig y, como guinda, Pedro Sánchez. Salvador Illa en el debate y todos los demás en la presentación hablaron de política, de los problemas de los ciudadanos, de las necesidades de los ciudadanos, del programa y de los proyectos que los socialistas ofrecen para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Y mientras más hablaban, más pensaba yo que mal, muy mal. En la era del trumpismo, de la política sin política, de los partidos que se entienden como tribus cerradas en sus cuevas y obsesionadas exclusivamente con la defensa de la tribu y la cueva de cada cual, ¿adónde van los que todavía entienden la política como la gestión de los recursos orientada al bien común y por gestión entienden la unión de todas las tribus en la defensa de los intereses de todos? Van hacia el mundo como debería ser, está claro, como está claro que en momentos en los que predomina el egocentrismo de algunos políticos y el masoquismo de los ciudadanos, esta orientación está absolutamente demodé.
Es más que evidente que, en los momentos tenebrosos que estamos sufriendo, es una locura que cada cual intente iluminarse con su sola vela. La política del sálvese quien pueda solo puede conducir a que no pueda nadie, a que todos nos quedemos a oscuras y a la intemperie. En una pandemia, con consecuencias fatídicas para la salud y los bolsillos, el individuo necesita al estado quiera o no quiera; es decir, necesita a la política; o sea, necesita a políticos entregados en cuerpo y alma a sacar a los ciudadanos del fangal en el que la mayoría se encuentra hundida hasta el cuello. ¿Cómo es entonces que en esta situación de extremo peligro para el bolsillo y para la vida la mayoría pasa o reniega de la política abandonando su vida y su bolsillo en manos de extraños de los cuales no quiere saber nada? Será porque la mayoría ha caído en la trampa de los periodistas que en nombre de la equidistancia intentan convencer a todos de que todos los políticos son iguales. Esta falacia, además de peligrosa, es malintencionada. La intención más evidente es hacerle propaganda a la abstención; el peligro consiste en que menoscaba a la democracia. Si todos los políticos son iguales, ¿para qué tomarse la molestia de votar? Si la mayoría no votara, la democracia acabaría convirtiéndose en un arcaísmo griego de los tiempos de imaginaciones utópicas. De lo que se deduce lógicamente, que el ciudadano que pasa o reniega de los políticos, es decir, que rechaza a los únicos que pueden organizar la asistencia y el rescate que le salvará el bolsillo y la vida, adolece de un cierto tipo de masoquismo. El historiador económico Carlo Cipolla definía la estupidez como una tendencia a hacer daño sin obtener a cambio ningún beneficio propio. La persona que renuncia a su responsabilidad de ciudadano, siendo la responsabilidad primordial del ciudadano elegir a las personas que le parecen más idóneas para organizar la sociedad, hacen daño al resto de la comunidad y, además, se hace daño a sí mismo. A estos, Cipolla los califica de súper estúpidos.
Pues bien, la recesión de 2008 provocó en el mundo entero una pandemia de super estupidez. La mayoría buscó la salvación en los partidos de derechas creyendo que los políticos de derechas son los que más saben administrar el dinero. Y tenían y tienen razón. Solo que las derechas administran el dinero en beneficio de las grandes empresas y de sus bolsillos y que eso significa, en realidad, salarios más bajos y peores condiciones de trabajo y recortes en dinero público para la sanidad y la educación públicas y ninguna ayuda para los económicamente más vulnerables. Es decir, que la mayoría de los ciudadanos votó contra sí mismos y sus familias, como si el miedo a la ruina total les hubiera vuelto locos, impulsándoles a esperar ayuda de aquellos a quienes no importaba en absoluto su ruina total. ¿Cómo se explica esto? Cuando la situación sobrepasa la capacidad del individuo para enfrentarse a las circunstancias adversas para intentar controlarlas y superarlas, su mente vuelve a un estado infantil que le impulsa a delegar la responsabilidad de solucionar los problemas en quien para él adquiere la figura del adulto protector. Es evidente que en una crisis social y económica, el adulto protector debería ser el estado, dejando de lado la alergia a las interferencias del estado en la economía privada que afecta a los que creen en lo que dicen las derechas. Pero al igual que en la Jerusalén bíblica en tiempos de crisis salían los profetas como setas vaticinando todas las desgracias imaginables, en estos momentos trágicos salen populistas de todos los signos prediciendo desastres si no les votan a ellos; ofreciéndose como los únicos adultos protectores que pueden conducir a la manada.
Hay populistas de todos los signos. Siempre y en todas partes hay espabilados que se proclaman redentores de todos los pecados y castigos humanos y divinos que asolan a una comunidad. La ideología no les importa. Lo que les importa es captar a todos aquellos que necesitan creer en un salvador. En la Rusia de los desesperados por la miseria de principios del XX, los populistas prometían igualdad absoluta de todos. La igualdad absoluta del comunismo consistía en hacerlos a todos igual de pobres y esclavos del estado, mientras todos los privilegios se reservaban para las élites del Partido Comunista. Después de más de setenta años de profunda desigualdad en libertad y privilegios, los rusos volvieron a caer en manos de un populista más al estilo de los autócratas occidentales. Como un Stalin redivivo, Vladimir Putin ejerce la política del todo para él y para los que él quiera. En eso es una copia calcada de Donald Trump. Emociona por su patetismo leer tuits de comunistas viejos que todavía defienden que Rusia es comunista y que Putin es un Lenin resucitado. Al otro lado del espectro político, por establecer alguna diferencia, tenemos en España a los populistas del PP y de Vox. No se puede hablar en estos partidos de una personalidad carismática capaz de arrastrar a las masas. Todos sus líderes son demasiado mediocres. Los populistas, en el caso de las derechas españolas, son la masa de los líderes de sus partidos, y sus prédicas se fundan en argumentarios que repiten todos a una como quien recita el catecismo. ¿Y en Cataluña?
Hace ya muchísimos años que casi la mayoría de los catalanes entregaron sus almas al populismo independentista. En este sí que no hay ni trazas de ideología. Creer en la independencia es como creer en un artículo de fe, y luchar como sea por conseguirla, aunque la lucha se limite a votar por los partidos que la defienden, es señal de ser miembro bona fide de la comunidad de los auténticos catalanes. Los catalanes no independentistas no son auténticos catalanes y, por lo tanto, a efectos de la secta, no cuentan para nada aunque son la mitad de la población de Cataluña. Los partidos independentistas, por lo tanto, presentan la política y las políticas como elementos secundarios. Por encima de todo está la independencia sin la cual no se puede hacer política porque las políticas dependen del estado español. Hace poco, una populista independentista sentenció que el virus habría causado menos muertes en Cataluña si Cataluña hubiera sido independiente. Que el ministro de Sanidad, entonces Salvador Illa, fuese catalán y que el gobierno de España hubiese hecho llegar al govern de la Generalitat todas las ayudas que ha hecho llegar a todas las Comunidades Autónomas, no cuenta. El ministro de Sanidad, entonces Salvador Illa, no es un miembro bona fide de la comunidad de auténticos catalanes; no es independentista; es socialista, es decir, que para él la independencia no es más importante que la mayoría de los catalanes. Lo mismo puede decirse de todo el gobierno español, claro. Lo que nos conduce a otro rincón del fondo del asunto; el más peligroso. Puesto que el credo de los partidos independentistas es que la independencia está por encima de todo, todo se tiene que supeditar a la independencia, hasta la verdad.
El populista independentista puede mentir, como todo el mundo, pero sin límite, sin cargo de conciencia, sin ninguna consideración que le pueda avergonzar. La mentira crucial, la mentira que les permite conservar la comunidad de fieles y captar votos es que la independencia es posible. Deshacer esta mentira con argumentos requiere otro artículo o hasta un ensayo larguito, y este artículo va de otra cosa. Lo que sí conviene recordar en cualquier circunstancia, sobre todo en tiempo de elecciones, es que renunciar a la verdad conduce a vivir en una realidad paralela donde se ignoran los hechos y se pierden, por lo tanto, las posibilidades de solucionar los problemas. Cerremos por ahora el tema con la reflexión de un congresista del Partido Republicano de Estados Unidos que tuvo la valentía de oponerse a la gran mentira de Donald Trump, mentira que estuvo a punto de destruir la democracia del país más poderoso del mundo. «El liderazgo no se trata solo de ser elegido; no se trata de votos. Se trata de liderar en los momentos más oscuros, tanto si eres elegido como si no. Si solo te concentras en ganar unas elecciones, pierdes el contacto con tu política«, dice el congresista Adam Kinzinger. Elegir a políticos concentrados en liderar, en sacarnos del agujero donde a duras penas vamos sobreviviendo es, hoy por hoy, asunto de vida o muerte; literalmente.
Durante el año en que Salvador Illa fue ministro de Sanidad, no conozco a nadie que haya visto en él a un político buscando votos. Día tras día se le vio luchando con todos los recursos de su mente y todos los recursos materiales del gobierno contra una infección de proporciones indescriptibles. Se le vio liderando la peor crisis que ha sufrido España desde la Guerra Civil. También durante este año no hemos dejado de oír críticas de populistas de derechas y de los independentistas catalanes contra cualquier cosa que Illa dijera o decisión que tomara. Salvador Illa, como Fernando Simón, fueron víctimas de todas las críticas que merecía el virus y sus consecuencias, hasta de la difamación cuando los populistas no encontraban manera de camuflar sus mentiras. Tanto se repitieron esas mentiras que una parte importante de la población se las tragó y las repitió sin saber siquiera lo que decían. Una de las mentiras favoritas por incluir todo lo malo sin tener que especificar ningún hecho era y todavía es que la gestión del ministro fue nefasta. Cada vez que la escucho me saco de encima al que critica preguntándole, ¿por qué? Todavía no he recibido ninguna respuesta con hechos específicos.
Que las críticas se han recrudecido desde que Salvador Illa es candidato a president de la Generalitat es tan explicable que no vale la pena decir nada más. Prefiero quedarme con el recuerdo más agradable que me dejará su candidatura. Iba yo a mediodía de hace unos días a la terraza donde escribo un rato mientras me tomo una cerveza, cuando me sorprendieron los carteles electorales en las farolas. El que más me sorprendió fue el de Salvador Illa. Bajo la cara del profesor que todos tenemos por serio y correcto, el lema de campaña decía en letras grandes: HAGÁMOSLO. Vino a mi memoria de inmediato una canción de los tiempos de mi madre, canción de uno de los mejores y más famosos compositores americanos, Cole Porter. La canción se llama Let»s do it/Hagámoslo. Enseguida recordé la música y la letra. «Hagámoslo», dice la canción. «Lo hacen los pájaros, lo hacen las abejas, lo hacen hasta las pulgas educadas. Hagámoslo». ¿A quién se le habría ocurrido un eslogan tan sugerentemente erótico para un señor tan anticuadamente serio como Salvador Illa?, me pregunté sonriendo. Me respondió el último verso de la estrofa: «Enamorémonos». Y como si me lo estuviera explicando el mismo Illa desde su foto, entendí perfectamente que el eslogan le iba como un guante hecho a su medida. Hagámoslo, me decía. Volvamos a enamorarnos de la vida, del mundo, de un mundo de justicia, de salarios justos, de servicios públicos para todo el que los necesite. Hagámoslo, volvamos a enamorarnos de un mundo donde no nos amarguen las noticias y las imágenes de los que pasan hambre, de los que tienen que emigrar, de las familias desahuciadas, de los jóvenes desesperados porque no encuentran trabajo, de los ancianos dependientes abandonados a su suerte porque no reciben las ayudas a la dependencia y de los ancianos que no tienen pensiones dignas que les permitan pasar tranquilos y sin necesidades la última etapa de sus vidas. Quiero volverme a enamorar, le dije a Illa, del agricultor, del ganadero, de los que se ocupan de todas las ramas del turismo dando trabajo a los jóvenes de aquí para que puedan vivir dignamente sin tener que emigrar de su tierra lleidatana. Hagámoslo, Illa, hagámoslo. Haz que volvamos a enamorarnos de un país bien liderado; un liderazgo enfocado en las necesidades de la gente, de gente que se implique en su gobierno con la ilusión y la esperanza de los enamorados. Volvamos a enamorarnos de un mundo que tendremos que reconstruir entre todos mientras cada día nos enamoramos más del trabajo de reconstruirlo; nos enamoramos más de la vida. Hagámoslo.
7 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort