Salvador Illa, el único que puede volver a juntar a todos los catalanes

13 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Esta mañana escuché en la radio una entrevista a Oriol Junqueras y me volvió a la memoria un día aciago, el 10 de octubre de 2017. Un puñado de políticos pasaron la mañana de aquel día intentando convencer a Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, de que debía convocar elecciones, mientras otros, entre ellos el vicepresidente, Oriol Junqueras, intentaban convencerle de que esa tarde proclamara la independencia de Cataluña en el Parlament.

Junqueras le convenció. Puigdemont proclamó solemnemente la independencia de Cataluña desde la tribuna de un Parlament vacío a medias porque se habían marchado los diputados constitucionalistas incluyendo a los del Partido de los Socialistas de Cataluña. Una multitud de independentistas que esperaban en la calle prorrumpieron en aplausos y gritos de júbilo. El júbilo les duró ocho segundos; los que tardó Puigdemont en suspender la independencia que acababa de proclamar. Todos sabemos lo que la aventura le costó a Oriol Junqueras.

Esta mañana, al escucharle, sentí la misma pena que siempre me causa pensar que un hombre bueno está en prisión por equivocaciones que no merecían un castigo tan severo. Y de pronto, Junqueras empezó a mentir y hasta a difamar a Salvador Illa, candidato del PSC a presidente de la Generalitat en las elecciones del domingo. Y no pude evitar preguntarme, ¿puede una buena persona difamar a otro para privarle del triunfo y conseguir el triunfo en su lugar?

Hacerse esta pregunta hoy en día tratándose de políticos es de una ingenuidad de alma de cántaro. Los intereses personales han conseguido superar a los valores morales, a las convicciones, a los escrúpulos, hasta a la convivencia. Los politiqueros egocéntricos, los del peor egoísmo centrado exclusivamente en cargo y bolsillo, han pervertido la política, han convertido lo que era el arte de gestionar los recursos a favor del bien de los ciudadanos en un trapicheo repugnante que llega a rozar el delito, en algunos casos, y a consumarlo sin ningún reparo en otros.

Esto ha ocurrido siempre, decimos hoy ya curados de espanto, acostumbrados al descaro, a la desvergüenza con la que los politiqueros nos piden el voto para robarnos derechos, libertades y dinero. Ha ocurrido siempre, decimos con resignación y nos desentendemos de esos políticos y de sus políticas convirtiendo nuestro voto, cuando toca votar, en una confesión de impotencia. ¿Por qué votamos, entonces? Porque el que razona y reflexiona sabe que vivir bajo la opresión de una dictadura es incomparablemente peor que vivir en una democracia por imperfecta que esta pueda ser o parecer. Porque tenemos en nuestra manos un cierto control sobre los politiqueros que les impide desmadrarse por completo. Porque cada cuatro años, más o menos, al que se haya desmadrado demasiado le podemos cambiar por otro.

Toca votar este domingo en Cataluña y resulta que ni la peste que amenaza vidas y haciendas ha conseguido que los politiqueros se contengan por un mínimo respeto a la tragedia que de un modo u otro y más o menos estamos sufriendo todos. Desde el momento en que se anunció que Salvador Illa sería el candidato del PSC a la presidencia, todos los otros candidatos se centraron en lanzarle diatribas acusándole de ineptitud como ministro de Sanidad, lo cual podría ser opinable, y acusándole, además, de todas las faltas y culpas, leves y gordas, que a cada uno de ellos se le pasaba por la cabeza sin detenerse siquiera ante el pozo negro de la difamación.

El contraste entre la corrección de Salvador Illa con su constante llamamiento a la unidad y la rabiosa y también constante hostilidad de sus competidores, todos contra él, resultó brutal. En primer término, confirmó a todo aquel que puso un poco de atención a las campañas electorales el grado de tensión, de crispación, de ira y en casos extremos de odio que divide a nuestra sociedad. Confirmó que las campañas, en vez de utilizarse para informar al ciudadano de las ideas, proyectos, programas que el político ofrece para gobernarle, se utilizan para conseguir votos cueste lo que cueste aunque cueste silenciar a la propia conciencia. Confirmó que los políticos independentistas que aspiran a gobernarnos desprecian hasta tal punto a la mitad de los ciudadanos de su país que no quiere la independencia; hasta tal punto nos desprecian que sin ningún reparo prometen, con rotundidad de juramento, que sea como sea van a lograr que Cataluña se separe de España.

Para dar un barniz de legalidad al asunto y para que no nos sintamos tan ignorados, piden al gobierno de España un referéndum. Piden un referéndum a sabiendas de que los requisitos para esa consulta pasan por la aprobación de una mayoría cualificada del Congreso que no se puede dar porque los partidos constitucionalistas jamás votarán por la segregación de un territorio del país. Pero siguen prometiendo referéndum o independencia unilateral, dos imposibles, sabiendo sin duda alguna que son imposibles.

¿Por qué lo hacen obligándolos a todos a cargar con las consecuencias de gobiernos que se excusan en la independencia para no gobernar; que se excusan en la independencia para mantenernos a todos en un impasse perpetuo que nos impide evolucionar, que nos va dejando atrás mientras otras comunidades insertas en la realidad evolucionan? La respuesta a estas preguntas surge fácilmente con otra pregunta. ¿Qué nos ofrecerían los partidos independentistas si no nos ofrecieran la independencia? Si Cataluña, por arte de magia, amaneciera un día independiente, los políticos independentistas no tendrían argumentos para captar votos porque en toda su vida profesional no han ofrecido otra cosa que independencia. Los políticos independentistas desaparecerían.

La desaparición de cargo y sueldo es la peor amenaza que persigue al politiquero de cualquier signo. ¿Quiere eso decir que todos los políticos independentistas, incluido Oriol Junqueras, son politiqueros de ese tipo? De ninguna manera. Entre los políticos y los votantes independentistas hay personas honestas que sufren por algo mucho más grave que la ambición de poder, de títulos y de dinero. Hay personas que padecen de fanatismo, uno de los peores trastornos que puede sufrir un individuo. El fanatismo hace que la víctima se cierre las puertas de su propia razón y pierda con ello la capacidad de percibir la realidad y analizarla. El fanático vive en su propia realidad; una realidad que se ha construído, que se va construyendo al margen de su facultad racional. Por eso, todo esfuerzo para hacerle entrar en razón resulta inútil.

Fueron inútiles todos los trastornos que todos los catalanes tuvimos que sufrir en 2017 con el falso referéndum que nos montaron y con todas las secuelas que aún permanecen en nuestra memoria. Oriol Junqueras fue una de las víctimas de esa locura, pero en vez de razonar y reflexionar, su punto y seguido fue proclamar que lo volverán a hacer.

Y apareció Salvador Illa, un pensador que por encima de todo decidió pensar en la mejor política posible para superar la tragedia sanitaria, económica y social que estamos sufriendo todos; un pensador que comprende que una sociedad rasgada por la desigualdad, dividida por predicadores de imposibles y por predicadores del neocapitalismo brutal y por predicadores de la supremacía blanca y de otras barbaridades infrahumanas no puede progresar, no puede evolucionar. Y ese pensador se pasó su campaña electoral compartiendo con los ciudadanos sus pensamientos especificados en un programa de gobierno; convenciendo a los ciudadanos de que ese programa era posible; de que podríamos salir del impasse y trabajar juntos por conseguir lo que necesitamos y lo que queremos.

A muchos, encontrarnos de pronto con quien nos hace un claro en la selva negra para que volvamos a descubrir el camino luminoso de la salvación, con un mapa para que no se pierda nadie, nos ha hecho pensar.

13 de febrero de 2021 – María Mir-Rocafort

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

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