La política en el alma

Concluídas las elecciones en Cataluña y a pocos días de iniciar la campaña para las elecciones al parlamento europeo, puedo dedicar un tiempo para seguir escribiendo mis memorias. ¿A quién pueden interesar mis memorias? Interesaron a un editor que me ofreció por email un adelanto  si las escribía, y mi necesidad del adelanto me empujó a empezar a escribirlas. Lo que el editor no sabía es que no hay necesidad alguna que me obligue a salir de mi pueblo, de la montaña solitaria donde mi padre culminó sus esfuerzos profesionales construyendo una casa de cuento de hadas. Esa casa recompensa cada día mis esfuerzos de toda la vida dándome una vejez que ni en mis sueños más optimistas había imaginado. De aquí me sacan con los pies por delante, digo cada vez que se tercia, para devolver aquí mis cenizas y enterrarlas en el monumento en el que las cenizas de mi abuela y de mi padre persisten mezcladas con esta tierra para siempre. Sé que no hay editor en su sano juicio que publique la obra de un autor que se niega a embarcarse en la promoción de su obra. Sabiéndolo a ciencia cierta, ¿por qué sigo escribiendo esas memorias que me causan más dolor que otra cosa? Tal vez porque quiero  irme a la otra dimensión libre de ese tipo de dolores. Además, me impulsa cada día a seguir escribiéndolas unas palabras que una noche me dedicó Salvador Illa sin saber que esas palabras me abrían una llaga muy vieja y hurgaban en ella. Recuerdo esas palabras cada día y cada día sigo escribiendo como si compartiera la maldición de Sísifo, pero sin resignarme. Cada día escribo con la ilusión de que mis reflexiones sirvan a alguien para algo.           

Una noche de hace un tiempo, me invitaron a una cena del PSC en Sort. Presidía Salvador Illa. A los postres, Illa pronunció un discurso. Como todos los discursos de Illa, sus palabras sonaban a cascada de aguas claras deslizándose por una montaña. Hablaba de valores humanos; de una política fundada en valores humanos como la que concibiera la mente de Aristóteles en sus momentos más lúcidos. Hablaba de esa Política con mayúscula que gobierna gobernada por el bien común, pero, superando siglos de prejuicios, llegaba al dogma natural de que todos los seres humanos son iguales. Dada la siniestra realidad del politiqueo actual, era un alivio escuchar a un político auténtico ofreciendo un gobierno de seres humanos para seres humanos. Hasta que, de repente, de la boca de Illa salió mi nombre.

   Oí mi nombre. ¿Cómo sabía Illa mi nombre si apenas habíamos hablado una vez durante pocos minutos? Recordé otra noche en un teatro del pueblo. En un mitin del PSC, iba a hablar Ernest Lluch. Yo estaba en primera fila. Antes de empezar el evento, Ernest Lluch se me acercó y me pidió, con suma sencillez, que le dijera a qué personalidad del pueblo podía referirse en su discurso. Por razones obvias, no he olvidado su cara, muy cerca de la mía, que poco después la sinrazón nos quitó a todos para siempre. Al oír mi nombre en el discurso de Illa supuse que le habría preguntado a alguien lo mismo que Lluch me había preguntado a mi y me salió una sonrisa. Sí, en Sort soy una personalidad, pero no por méritos propios. Soy una personalidad heredada. Todos me conocen por el seudónimo que mi padre hizo famoso en medio mundo; me conocen por María Fassman. Eso también me hace sonreír porque no me molesta. No me habría molestado que Illa cambiara mi apellido por el seudónimo que hacía  muchos años tenía asumido. Pero Illa, mencionandome por nombre y apellido, pronunció, sin saberlo, una frase para mi maldita; «A Maria le gusta escribir».

    Empecé a escribir a los siete años, seguramente como pasatiempo. Poco después, sin embargo, seguí escribiendo porque los adultos más significativos para mí me convencieron de que no servía ni serviría nunca para hacer otra cosa. Como tantos escritores jóvenes, durante una época soñé ganar un Nobel. Pero, como la mayoría de esos soñadores, me estrellé de bruces contra la realidad. Mi carrera literaria me hizo ganar elogios toda mi vida, pero el capitalismo no permite vivir de elogios. Mis primeros escritos remunerados salieron firmados por otros que no eran yo; fui algún tiempo lo que se llama con el feo nombre de «negro». Tenía ya 35 años cuando una editorial me encargó escribir una obra en tres tomos sobre el poder de la mente. La escribí, la publicaron, me la pagaron muy bien, pero mi nombre salía en letra pequeña en página distinta a la del título poniéndome, no como autora, sino como directora de la obra. Tuve que seguir de «negro». De vez en cuando, escribía algo para mí. Algún intento hice de conseguir editor, pero al primer rechazo, no intentaba nunca dar a un trabajo mío una segunda oportunidad. Supongo que me dejé influir por una de esas escenas que se graban indelebles en la memoria. Un día apareció uno de los «jefes» que me pagaba por hacerle de «negro» y me pescó escribiendo algo para mí. Le di un papel que había escrito y le pedí su opinión. El interfecto cogió el papel y, sin leerlo, hizo una bola en su mano y lo tiró al suelo. Tenía razón, pensé, él me estaba pagando por otra cosa. 

   Si Salvador Illa hubiera conocido esos antecedentes, habría sabido que nunca he escrito por gusto; he escrito siempre por obligación. Aún ahora, con techo y necesidades básicas resueltas, sigo escribiendo por obligación y con la inquietud que causa un trabajo arriesgado. ¿Por qué?

   Parece que un monstruo sobrenatural hubiera arrancado de la historia todas las páginas posteriores a la segunda mitad del siglo XX. De pronto nos levantamos una mañana rodeados por aludes de fango del fascismo que amenazan sepultar las mentes de la mayoría. Como a principios del siglo pasado, por todas partes han resucitado Mussolinis, Hitlers, Francos que intentan insuflar en las mentes más débiles antivalores infrahumanos. La diferencia entre aquellas personalidades diabólicas y sus émulos actuales, es que aquellos arrastraban multitudes por sus pintas y sus cualidades histriónicas mientras que los políticos fascistas actuales son remedos grises, mediocres, incapaces de hilvanar discursos sin disparates. ¿A quienes pueden influir esos personajillos que hoy se camuflan bajo el término dieciochesco de «derechas»? Diríase que a cerebros disueltos por una epidemia de zombismo probablemente causada por la sustitución de vidas auténticamente humanas por las vidas falsas de millones hipnotizados por pantallas. Hoy por hoy, son estos cerebros zombificados los que constituyen el peligro mortal que acecha a la humanidad. ¿Exageración? 

   El fascista Netanyahu consiguió que le votaran para gobernar y desde su gobierno dirige a las tropas que han asesinado a más de 35.000 palestinos y que no van a parar hasta que consigan borrar del mundo a toda esa etnia. El fascista Putin asesina a ucranianos con la intención de convertir en rusos a los que sobrevivan. Esos asesinatos y muchos más en muchas otras partes del  mundo entero llenan las pantallas cada día ofreciendo minutos de excitante secreción glandular que contribuye a la zombificación de la mayoría. Mientras tanto, la mayoría zombificada del mundo entero sigue a sus asuntos ignorando la sed, el hambre, la muerte de hermanos de especie que sufren lo indecible por haber nacido en un lugar equivocado. Las mayorías afortunadas siguen disfrutando de su suerte como si la mala suerte de otros no les pudiera alcanzar. ¿Ingenuidad?

   Dicen las encuestas que las «derechas» suben en intención de voto en medio mundo; la democrática Europa incluida. ¿Tan zombificada está la mayoría que es capaz de entregar el poder a quienes por política entienden la crispación, el insulto, la mentira, la amenaza, todo lo negativo, en fin, que puede convertir un país en un espacio inhabitable de enemigos contra enemigos? Milei, por ejemplo, sin haber metido a Argentina en una guerra, por el momento, está estrangulando lentamente a los desposeídos de su tierra con medidas típicamente fascistas. Ese también llegó a la presidencia por los votos de los zombificados. Y, por no ir más lejos,  la mayoría de los votos de los zombificados hizo ganar en votos a los fascistas de nuestro país, en municipales y generales. ¿Qué ganaron en autonomías y ayuntamientos?  Ganaron en menos impuestos para los más ricos, menos beneficios para las mujeres, ningún beneficio para extranjeros pobres, ningún beneficio de sanidad o educación para nativos pobres tampoco, censura de cualquier idea por cualquier medio contraria a la de los gobiernos fascistas; ganaron, además,  en hacer la vida imposible a quien no pensara en fascista y resultara, por lo tanto, una mancha en el paraíso fascista que sus políticos pretenden crear para disfrutar a sus anchas y sin obstáculos de todas las ventajas de un paraíso terrenal. 

   Los votantes no zombificados tuvimos la suerte de que Pedro Sánchez exprimió al máximo su aguante y sus dotes de persuasión para conseguir mayoría parlamentaria para gobernar. Los catalanes tuvimos la suerte de que a Salvador Illa le escuchara una mayoría de ciudadanos no zombificados y la suerte de que Illa tiene la misma contención y las mismas dotes de persuasión que Sánchez para conseguir formar gobierno.  Pero, ¿se puede confiar el destino de millones a la suerte sin sentir miedo?

   Me vi obligada a escribir por pura necesidad alimenticia. Hoy me veo obligada a escribir por exigencias de la fraternidad. Por mi fe creo firmemente que todos los seres de mi especie son mis hermanos. Y por mis hermanos me siento obligada a escribir con la esperanza de que lo que escribo pueda ayudar a muchos a salvar sus cerebros de la zombización y a estimular la esperanza de los que ansían un mundo más humano. Escribir es lo único que sé hacer; el único medio que cada día me permite justificar mi vida.     

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

Un comentario en “La política en el alma

  1. María Mir-Rocafort nos tiene acostumbrados a abrirse en canal para expresar, con gran maestría, sentimientos que todo ser humano digno de llamarse así tiene.

    Escribir en los tiempos de la cólera no es fácil. Los discursos sosegados y sensatos se apagan, no pocas veces, con el griterio desaforado de los ignorantes, de los politiquillos y sus medios afines, esos que solo buscan el poder y el dinero a costa de lo que sea menester.

    Polítiquillos recién llegados a la política nacional, Feijóo es un claro exponente de ello, consigue en dos años un patrimonio de 600 mil euros con unos ingresos, declarados, de 140 mil euros anuales. En este monto no figura el valor de los inmuebles que posee.

    La alcaldesa de Marbella tiene un patrimonio de más de 12 millones de euros, declarados. Su carrera profesional fue de médica de familia hasta 1994 que entra en política.

    La presidenta de la CAM, Isabel Díaz Ayuso solo declara la nuda propiedad de un piso y unos ingresos de 103 mil euros anuales, por cierto, un 20% más que el presidente del Gobierno.

    Pero Ayuso tiene una magnífica fórmula para, supuestamente, recolectar dinero público para su particular hucha, algo tan viejo como el mundo: un testaferro.

    Dejando de lado el dinero, mi pregunta, me la hago siempre que oigo a alguno de estos politiquillos: ¿Qué aportan a la sociedad, qué hacen por los demás, y por los demás no me refiero a los Quiron y la compaña, hacen algo positivo, tienen una idea clara de como llevar las rindas de un país, una CA o un ayuntamiento?

    Siempre me respondo lo mismo: No, en absoluto, nada, todo es ruido, furia y viento.

    Afortunadamente tenemos un presidente de Gobierno, unos políticos en la izquierda, que sí se ocupan de las preguntas que yo me hago, que sí mejoran la vida de sus conciudadanos para los que gobiernan. No roban, no se ponen sueldos de ejecutivo de multinacional, son empáticos y prefieren hacer a gritar y patalear.

    El asunto de escribir, amiga mía, lo tocaré otro día, estoy seguro de que te va a interesar.

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