
Publicado en mi blog «Algo que contar»
Nací de padres fuera de lo común. Tal vez por eso he pasado mi larga vida intentando comprender a los que se suponen mortales comunes. No lo he conseguido y supongo que ya no lo conseguiré.
Por diferentes motivos y de diferentes formas, la política marcó mi infancia y, por lo tanto, mi vida entera. No por influencia familiar. La relación de mis padres con la política dependió siempre del azar y tuvo más de azarosa que de normal. La mía, podría haberla predecido una pitonisa. No tiene más base racional que un capricho de Moira o Fatum o Destino, si esa deidad, como se quiera llamar, no fuera una excusa para librarnos de la responsabilidad que nos impone el libre albedrío. En cualquier caso, empecé en la universidad a estudiar Ciencia Políticas y he terminado compartiendo mi opinión política en redes, en blogs y en diarios digitales. Nunca se me ocurrió pasar de ahí.
Me contó mi madre una anécdota que no recuerdo en absoluto. La cuento como ella me la contó porque resulta necesaria para entender ciertas cosas. Un día mis padres celebraron una comida en su casa. Cuando los invitados se marchaban y mis padres los acompañaban a la puerta, pasaron por la sala y allí estaba yo, sentada en el suelo leyendo un periódico. Tenía cuatro años. Los invitados se detuvieron ante lo que les pareció una escena divertida. Todos rieron, todos exclamaron elogios. Uno, digo yo que con ganas de aguar la fiesta, me preguntó qué estaba leyendo. Le leí de carrerilla un titular de la página que tenía abierta. Cuenta mi madre que todos se quedaron pasmados y que los más pasmados fueron ella y mi padre. Nadie supo nunca quién me enseñó a leer. Yo siempre lo he sospechado para no caer en la irracionalidad. Por su trabajo en el teatro, mis padres llegaban de madrugada a su casa o al hotel, dependiendo de dónde estuviéramos. Dormían hasta muy tarde y yo estaba siempre a cargo de una cuidadora. O me enseñó a leer una de esas señoras, lo más racional, o nací con una facultad de fenómeno de feria como mi abuela y sus hijos; facultades que la ciencia no consigue explicar y, como yo tampoco les encuentro explicación, prefiero no pensar en ello. La verdad es que, a estas alturas de mi vida, me da igual. En cuanto a mi afición a los periódicos, supongo una explicación muy sencilla; no tenía libros.
Mi afición a la lectura de periódicos y luego a los libros cuando los tuve libró a mis padres de los inconvenientes de soportar los ruidos y carreras de una criatura normal. Podían llevarme a reuniones y comidas de mayores con la certeza de que yo no saldría del silencio mientras me pusieran un periódico o un libro en las manos. Mi padre me llevaba siempre a sus tertulias de café. Hasta que ninguno de los dos pudo llevarme a parte alguna porque se separaron cuando yo era muy pequeña; volvieron a juntarse por exigencias de un contrato; volvieron a separarse meses después y acabaron divorciándose. Yo fui a parar a un internado del que salía en vacaciones; vacaciones tan poco comunes como poco común había sido mi vida hasta entonces.
La separación y el divorcio de mis padres ocurrió en América. Mi padre insistió cuanto pudo en que mi madre y yo volviéramos a Barcelona para que yo pudiera llevar una vida normal con mis abuelos, mis tíos, mis primos. Pero mi madre, que sin saberlo ni proponérselo era la mujer más auténticamente feminista que he conocido en mi vida, se negó rotundamente a volver a la España oscura en la que había conocido la muerte, el hambre, la represión, el desprecio a la mujer. Ella se quedaba conmigo en lo que era, aparentemente, tierra de libertad, y si mi padre quería verme, tendría que desplazarse hasta donde el destino -otra vez el destino- llevara a mi madre.
Mi padre apareció en Lima porque mis primeras vacaciones me tocaron en Perú. Estábamos mi madre y yo en un hotel de lujo y lo que percibí entonces o después, a nivel inconsciente, claro, fue la intención de la mujer de presumir ante su ex marido de lo bien que se había montado la vida sin él. Al anunciarme que mi padre vendría a verme, mi madre me ordenó que le hablara en inglés. Pero, ¿cómo iba yo a comunicarme con mi padre en un idioma que él desconocía? Supongo que no le hice caso porque mi madre se vio obligada a comunicarle a mi padre que la nena sabía inglés. «Dile algo a tu padre en inglés, nena». Algo habré dicho, supongo. No recuerdo la reacción de mi padre, si de alguna manera reaccionó. Mi padre no estaba para gracietas. Traía entre ceja y ceja convencer a mi madre de que volviera conmigo a Barcelona, lo que originó una discusión. Aquí se me apaga la memoria y se me vuelve a encender en un cine al lado de un hombre altísimo y fornido que no había visto nunca y que, por algún motivo, me había llevado al cine. Nunca le perdoné al individuo que me llevara a ver una película que me hizo llorar desde el principio y hasta muchos días después, cada vez que me acordaba. Tuvo el hombre la suerte de que yo no lloraba a gritos. Las lágrimas me caían en silencio. «¿Nos vamos?», me preguntó en un momento dado. Le miré y vi que a aquel hombretón le caían las lágrimas también. Nos fuimos y, aunque no pude superar la tristeza, le agradecí que pasara un buen rato comprándome helado y golosinas. Al volver al hotel, me enteré de que el individuo era un detective o algo así al que habían contratado para que mi padre no pudiera raptarme. No le dí ninguna importancia al asunto porque en mi mente se había grabado para siempre la escena en la que Bambi se queda huérfano porque un cazador ha matado a su madre.
Las próximas vacaciones me tocaron en Caracas. Mi padre fue a buscarme al hotel en el que estaba con mi madre y pude salir con él. No se volvió a mencionar a Barcelona y a su familia, pero recordé lo del rapto porque, mientras estuve con mi padre, dos hombres nos seguían a todas partes. Mi madre me explicó muy pronto a qué se debía su miedo a perderme. Según la ley de Franco, si yo pisaba territorio español, la patria potestad pasaba a mi padre que podía negarse a dejarme salir del país. «Lo que quiere tu padre es obligarme a volver a España para tenerme esclavizada con su familia». Eso, entonces, no lo entendí, pero tampoco pregunté. Lo que entendí fue que el asunto se arregló haciendo firmar a mi padre un documento en el que se comprometía a dejarme salir de España cuando se me acabaran las vacaciones. Desde entonces, pude estar más tiempo con él y volver a conocer a la familia de Barcelona que casi había olvidado. Menos aquel día en Caracas. Años después supe que aquellos dos hombres que nos siguieron durante el día que mi padre pasó en esa ciudad no tenían nada que ver con los miedos de mi madre; tenían que ver con la política. Fue la política lo que aquella vez no me dejó pasar unos días con mi padre.
Que Venezuela había sufrido una dictadura y acababa de estrenar democracia gracias a un golpe de estado lo sabía por los periódicos y por una escena que, gracias a los periódicos, pude entender perfectamente.
Pocos días antes de llegar mi padre, me vi en la terraza de la casa de unos amigos de mi madre. Había varios adultos, casi todos mujeres, todos de pie mirando al cielo. De pronto empezaron a gritar: «Adiós, mi general». Las mujeres lloraban. Gritos y llantos los provocaba un avión o un helicóptero, no recuerdo el aparato, que, por lo visto llevaba al general de todos ellos. Mi madre también lloraba. No sé si le pregunté quién era el general o si me lo dijo ella sin preguntarle. «Ahí va Pérez Jiménez hacia el exilio. Le han derrocado», me dijo. ¿Cómo sabía esa gente que Pérez Jiménez iba en aquel aparato? Tenían en la casa una radio muy rara que no solo se escuchaba, sino que se podía hablar por ella y comunicarse con el que estuviera hablando al otro lado. Aquella radio había dicho que Pérez Jiménez saldría en breves momentos de no recuerdo dónde haciendo que todos los asistentes corrieran a la terraza para despedirle.
Días después llegó mi padre y años después supe que los hombres que nos seguían eran de algo así como la Secreta. Mi padre se había distinguido unos años antes por sus relaciones con la dictadura y el nuevo gobierno seguía sus pasos para asegurarse de que no intentara nada malo. No creo que mi padre tuviera nunca intención alguna de meterse en política porque de política no me habló hasta que yo tenía más de treinta años cumplidos para preguntarme a quién había que votar y por qué, pero la fama deja, por lo visto, una marca indeleble. En aquellas vacaciones solo pude pasar un día con él porque aquella «secreta» se encargó de meterle en un avión para sacarle del país esa misma noche.
Lo que hoy más recuerdo, lo que he recordado siempre con la claridad de un recuerdo reciente es la escena del grupo en la terraza mirando al cielo y despidiéndose de su general. Su general, Marcos Pérez Jiménez, se había distinguido, entre otras cosas, por la represión inmisericorde de sus adversarios políticos. Poco después, informada por la prensa, como siempre, empecé a preguntarme cómo había personas que lloraban por su deposición y su exilio. Eso tardé muchos años en comprenderlo y, a estas alturas, no estoy segura de comprenderlo del todo. Solo sé, y eso sí lo he aprendido, que en todas las épocas y todos los países, siempre ha habido personas que, por diversos motivos, han sido dianas de los fascistas; gente dispuesta a permitir que el fascista de turno destruya sus valores, destruya su humanidad convirtiéndoles en súbditos serviles de los mandamases.
Un altísimo porcentaje de rusos aprueba hoy las atrocidades que comete un criminal de guerra como Putin. En América, en Europa, en España, por no irme tan lejos como el extremo oriente, millones siguen y votan a individuos que niegan la libertad, es decir, la cualidad con que fuimos creados seres humanos. Lo que significa que votan contra su humanidad. ¿Hay ser humano alguno que pueda comprenderlo? Yo no. Aunque sí he encontrado con los años una explicación a la conducta de mis padres en relación con fascistas. Pero esa es otra historia.
Hermosa historia, Maaría. La forja de un pensamiento político que pervive en ti y nos trasmites en cada artículo.
En mi caso mi llegada a la política fue también temprana. Yo vivía en esa España de la que hablas, la España de la dictadura del sátrapa general Franco.
Debo confesar que mi padre era militar de carrera, mi madre libre pensadora. De ambos aprendí lo que significaba la libertad y el sano patriotismo.
Me eduqué en una docena de centros religiosos, estuve tres años interno en los Escolapios de Monforte de Lemos.
Los contínuos cambios de ciudad a los que nos vimos sometidos con cada ascenso de mi padre me sirvieron para conocer media España, regiones y lugares tan distintos unos de otros, eso me enriqueció enormemente, abrió mis sentidos a un mundo que, siendo España, era diferente en lenguas y costumbres de su gente.
Nunca tuve la más mínima duda de dónde debía posicionarme, siempre del lado de los más débiles y oprimidos por la bota fascista que pisoteaba todo el suelo patrio.
En el referendum para aprobar la Costitución de 1978 presidí una mesa electoral, en las primeras elecciones democráticas volví a presidirla. En esas primeras voté al partido de Tierno Galván, el PSP. Cuando ese partido se fusionó con el PSOE he votado ininterrumpidamente al PSOE.
He tenido la fortuna de vivir una vida en la que nunca pasé estrecheces cuando eran muchos millones los que si lo hacían. He tenido amigos en toda la escala social, desde multimillonarios a pobres de solemnidad, a unos y otros siempre les mostré cuales eran mis ideas; no pocas veces ello tuvo malas consecuencias para mi, pero cuando tus ideales, tu moral y tu ética están firmemente asentadas, nadie te hace desistir de ellas.
A mí, como a ti, nos cuesta trabajo entender que sátrapas y psicópatas metidos en política puedan recibir los votos de quienes van a someter, pero creo que eso no lograré entenderlo nunca.
Gracias, amiga, por esa sinceridad en tus escritos, esa empatía que derrochas a raudales, por esa razón te admiro y te aprecio tanto.
Abrazote, María Mir-Rocafort.
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Esperemos, en buena lid, a conocer los hechos de fuentes imparciales, antes de emitir veredictos propiciado por una sola, con evidentes intereses inconfesables.
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Si dudemos que en las guerras la primera que matan es a la verdad y en este caso putinesco parece que hay mucho oculto, el coronel Pedro Baños ha tenido que esconderse para no ser incinerado el o su familia a fuego lento, recomiendo ver este documental de Cuba información, no hay juicio justo sin fiscal y defensor y aquí solo oímos al fiscal y desencadenado, no me fío un pelo, aquí en el mejor de los casos son todos muy malos. https://www.youtube.com/watch?v=oeEdFJIBJYk
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