La desaparición de la vergüenza

Apertura del Año Judicial

Hace mucho tiempo, la vergüenza, sintiéndose cada vez más postergada, desapareció de la sociedad escondiéndose en el alma de unos cuantos que hoy podrían considerarse anticuados. La vergüenza, como si se avergonzara de sí misma, parece que hubiese desaparecido. ¿Qué pasó con esa emoción ancestral que ruborizaba las mejillas al caballero tenido por hombre de bien al que se le descubría un acto deshonroso o a una señora de limpia fama si un golpe de viento le volaba la falda exponiendo sus pantorrillas al escándalo público?  Ha sido un avance que hombres y mujeres puedan ir por la calle en verano con camisetas de saldo que se pegan a la piel destacando los huesos de los flacos, los rollos de grasa de pechos y vientres rellenos,  el abombamiento de barrigas cerveceras.  Ha sido un avance porque, en muchos aspectos, ha democratizado la estética de la vestimenta. Pero haber perdido la vergüenza que encorsetaba los cuerpos de nuestros antepasados no es lo mismo que ignorar las consideraciones morales que determinan la conducta de un individuo decente; no es lo mismo que  haber perdido la vergüenza que avisa con sensaciones físicas y psíquicas para evitar la ignominia. Cuando esa vergüenza moral desaparece, los individuos se quedan sin freno humanizador.

Da gusto contemplar el acto de apertura del año judicial. Los jueces con sus togas, sus togas con elaboradas puñetas, los impresionantes collares de oro del rey, del presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, del ministro, hoy ministra, de Justicia nos llevan a una época de elegancia, época de veneración por la belleza poética de los símbolos; nos reafirman, con su solemnidad, en la permanencia de valores inmutables. ¡Qué sensación más agradable de orden, cordura, humanidad nos hubiese quedado si después de hacerse la foto y cantar un himno, por ejemplo, esas autoridades tan bien vestidas  hubieran desfilado hacia sus casas o hacia donde pensaran comer sin abrir la boca! Pero, ¡ay!, empezaron los discursos y con ellos la deprimente sospecha de la desaparición de la vergüenza.

Ya sabemos que el CGPJ lleva más de mil días caducado. ¿A qué olería un yogur con la misma fecha de caducidad? La comparación es irreverente, pero es que ya no hay nada en el poder judicial que mueva a la reverencia. Sabemos también que Carlos Lesmes, presidente, además, del Supremo, llegó a sus cargos judiciales después de haber servido durante años en el gobierno de José María Aznar. No es solo que Lesmes sea conservador, es que es conservador del PP. Y el discurso de la apertura le salió, naturalmente, como a buen conservador del PP.

Lesmes hizo honor a la verdad más incuestionable al decir que el CGPJ debía ser renovado con urgencia. Pero, ¿cómo calificar su llamamiento a que la institución judicial se deje fuera de «la lucha partidista», a que «las fuerzas políticas concernidas alcancen en las próximas semanas el acuerdo necesario para la renovación»? ¿No sabe Lesmes que en la renovación de CGPJ no hay lucha porque en el ring solo hay un partido dando puñetazos al aire? ¿No sabe Lesmes que todos los obstáculos para evitar la renovación del CGPJ mientras gobierne el partido socialista los ha puesto el PP? ¿No sabe Lesmes lo que sabe hasta el tonto del capirote? ¿Cuántas causas por corrupción le quedan al PP en los tribunales? Con todo eso encima, ¿va a permitir que le quiten su artera apropiación del poder judicial? ¿Va a permitir el PP renovaciones con mayorías progresistas que amenacen con borrar de las papeletas a su partido corrupto? Hasta los pobres infelices que votan a conservadores sin saber lo que están votando contestarían al discurso de Lesmes con un sonoro «No me jorobes», probablemente seguido por una carcajada; pero los pobres infelices no se ponen a oír discursos de apertura del año judicial. Lástima, porque se habrían tronchado cuando Lesmes dijo con profunda seriedad y sin el más mínimo rubor que la «no renovación de CGPJ resulta insostenible». Imagino a esos infelices ante una cerveza en su bar de la ciudad o del pueblo gritando, «¿Y por qué no dimitís todos, coño?» Eso me saca una sonrisa fugaz. Porque la desaparición de la vergüenza es algo muy serio, y cuando te la recuerda una toga con puñetas y medalla de oro es para echarse a temblar.  

Pablo Casado, quien le aconseja o le manda y toda la hueste de su partido están demostrando a todo el país y parte del extranjero que uno de los requisitos indispensables para inutilizar a un poder del estado es embotar la vergüenza. Es así de sencillo. ¿De qué sirve torturarse los sesos estudiando la estructura de Montesquieu sobre la división de poderes para entender que la libertad de los ciudadanos de un país depende de los frenos, contrapesos y controles que evitan el poder absoluto de una sola persona o de las personas que constituyen un órgano de gobierno? Lo que hay que hacer es asegurarse el control de todos los posibles controladores mediante mayorías de compinches que voten siempre, sin vergüenza, lo que les manden los que mandan. Y una vez conseguida esa mayoría, justificar cualquier y todos los votos sin vergüenza.

Los líderes del PP llevan todos los años de caducidad del CGPJ justificando su negativa a votar por la renovación de sus miembros presentando ante la opinión pública una excusa tras otra, sin vergüenza. Que si no vota para poder renovar es porque en el gobierno hay comunistas bolivarianos; es porque el gobierno indulta a quienes el PP no quiere que indulte; es porque el sistema para la elección de sus miembros que ellos mismos establecieron ahora no les viene bien, etc. De nada sirve que se les demuestre racionalmente  la falacia de sus excusas. Para exigirse la racionalidad, la veracidad, la honestidad  de palabras y actos hace falta, entre otras cosas, la vergüenza, y la vergüenza ha desaparecido de las derechas. Y no solo aquí. Uno se queda lelo oyendo los discursos de los legisladores del Partido Republicano de los Estados Unidos defendiendo leyes antidemocráticas, defendiendo los caprichos antidemocráticos de un demente como Donald Trump. El poco avispado se pregunta, ¿es que no les da vergüenza? El espíritu de los tiempos les contesta que la vergüenza se quedó en un pasado que ya no volverá; que toca ponerse al día; al día de un cinismo sin vergüenza.

Al día se pusieron hace tiempo los periodistas, comentaristas y analistas  de derechas, y los ambidextros también.  Mandan los que mandan que si no queda más remedio que criticar a las derechas, amigas íntimas de los poderes económicos, hay que atribuir, a renglón seguido, los mismos defectos y errores al gobierno aunque sea imposible atribuirlos con hechos. Basta convencer, sin vergüenza, de que todos son iguales, para que la opinión pública se sienta en libertad de elegir las mentiras que menos rabia le dén. 

Mientras más mentiras sueltan y más gordas los que comentan la situación política en los medios, más audiencia consiguen. El cinismo atrae a oyentes y telespectadores como signo de modernidad. Luego millones de esos oyentes y telespectadores votarán por el candidato que más ha mentido sin vergüenza, ese que les ha hecho reír en las pantallas mintiendo con un descaro que delata tener unos atributos muy grandes y bien puestos. Votar a los que parecen curas predicando es de los tiempos del aburrimiento. Estamos en la época en que miles de jóvenes, saltando como monos borrachos, alegran las pantallas de televisión aunque causen envidia a los que ya no pueden con sus cuerpos ni podrían superar un coma etílico.   

En fin, que mientras queden políticos, analistas y votantes que no estén dispuestos a sacrificar la vergüenza porque reconocen su relación con el orgullo, con la sensación impagable de sentirse  orgullosos de sí mismos, y esa sensación no la quieren sacrificar, aún podemos dejar que vuele la esperanza.  Pero, ¿conseguirán los políticos y los medios sinvergüenzas que un día desaparezca la vergüenza como freno moral, que se transforme en una antigualla que sólo afecte a los nostálgicos pusilánimes que aún consideran a la honestidad como una  de las cualidades que distinguen a los seres humanos de las bestias? Dependerá, claro, del número de seres humanos que no se dejen bestializar.     

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

2 comentarios sobre “La desaparición de la vergüenza

  1. Artículo en el que María Mir-Rocafort, explica a la perfección una sentencia de Albert Einstein:
    Hay dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez humana, y de lo primero no estoy seguro.
    Dicho lo cual no tengo nada que añadir a lo que dice María, lo suscribo de la base a la cruz.
    Malos tiempos para la lírica y para los que no hemos sido reconvertidos en sinvergüenzas.

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