
El pasado mes de julio, los talibanes asesinaron a Nazar Mohammad, un famoso comediante afgano que se burlaba de ellos en las redes. La noticia le recuerda a un periodista tuitero una sentencia de Schopenhauer: «Los fanáticos detestan la comedia porque la risa espanta al miedo». Los talibanes, hoy máximos exponentes del fanatismo, han eliminado la risa de Afganistán. Todo su poder reside en el miedo. Su dios es el dios del miedo, el dios que tortura, que mata a quien contradice las órdenes que salen de las voluntades perversas de sus creadores y que sus creadores pronuncian en su nombre. Su dios es un dios de infinita maldad que aniquila a sus propias criaturas por negarse a obedecerle.
La naturaleza del Bien y del Mal ha preocupado al hombre, que sepamos, desde que empezó a escribir o a dictar lo que pensaba; tal vez mucho antes, pero no tenemos forma de saberlo. El asunto sigue deambulando por las mentes de los que piensan. Desde hace unos días aparece en las pantallas de todo el mundo una tragedia que hiere las entrañas de toda persona normal, es decir, de toda persona que sienta un mínimo de compasión por el dolor ajeno. Miles de seres humanos se agolpan contra el muro del aeropuerto de Kabul en un intento desesperado de salvar sus vidas. Ante esas imágenes horribles, nadie se pregunta qué es el bien y qué es el mal, quiénes son los buenos y quiénes los malos. Parece clarísimo. Pero, ¿cómo vamos a distinguir a los unos de los otros cuando despegue el último avión americano con los últimos afganos que consigan huir del horror que espera a los que se han quedado en tierra? ¿A quién le va a importar la tragedia de los que se queden cuando salgan de allí los americanos, los europeos y las cámaras de televisión?
El mal habrá triunfado en Afganistán en cuanto salga el último avión con refugiados por la razón incuestionable que verbalizó Edmund Burke:»Para que triunfe el mal, basta que los hombres de bien no hagan nada.» Voltaire fue más rotundo. «No hacer el bien», dijo, «ya es un mal muy grande.» Prefiero a Voltaire.
El presidente de los Estados Unidos tiene el convencimiento de hacer el bien sacando a sus tropas de Afganistán. Su decisión se funda en una razón muy convincente: no puede permitir que los americanos sigan sufriendo la pérdida de sus hijos, de sus hermanos en una guerra que se sabe interminable por las características tribales del país y el odio ancestral entre las tribus. El argumento podría interpretarse, y algunos lo interpretan, como una variante del America first (América primero) que empezó a escucharse en los discursos de los políticos demócratas y republicanos a principios del siglo XX y que sonó con más fuerza durante la época anterior a las dos guerras mundiales. Antes de la Segunda, hasta se fundó el America First Committee, una organización contraria a la entrada de Estados Unidos en la guerra, que ejerció como grupo de presión. Pero nada que ver las razones que lo inspiraron con los motivos de Joe Biden para sacar a las tropas americanas de Afganistán.
Con la empatía que delatan todos sus discursos, una empatía sincera y profundamente sentida, insólita en casi todos los políticos, Biden manifestó su decisión irrevocable de devolver a sus parientes y amigos a los soldados que aún están arriesgando sus vidas en esa guerra inútil. Y, como casi siempre, recordó a su hijo, Beau Biden, Guardia Nacional que sirvió en la guerra de Iraq y volvió sano y salvo. El cáncer se lo llevó en 2015 dejándole a su padre el orgullo de sus condecoraciones y de su ejemplo y la petición de que no abandonara su carrera política. Biden tiene su legado siempre presente como si Beau fuera el padre desaparecido y él fuera el hijo que no olvida sus enseñanzas.
El America first de Biden delata su voluntad de que, al menos sus compatriotas, no tengan que pasar por el dolor de perder a un ser querido pudiéndolo él evitar; dolor que él mismo describe como un agujero negro en el que todo lo demás desaparece. El America First Committee se oponía a la entrada de los americanos en la Segunda Guerra Mundial porque sus convicciones antisemitas y fascistas hacían a sus miembros admiradores de Hitler. Es evidente, pues, que America First no siempre quiere decir lo mismo. En ambos casos, sin embargo, el concepto resulta antipático y algo peor para los que no son americanos. El mundo entero ha podido ver en los últimos días las horribles consecuencias de la salida precipitada de las tropas americanas de Afganistán, abandonando a su mala suerte a miles de afganos condenados a la muerte o a una vida infame en su país. Las imágenes de su desesperación hacen del America First la manifestación de un egoísmo inhumano. Un concepto análogo se manifiesta en el lema oficial del país. El lema oficial de los Estados Unidos de América es In God We Trust (En Dios confiamos). ¿En qué dios? ¿Un dios tan mezquino que sólo se preocupa por el bienestar de los americanos dejando para otras nacionalidades lo que pueda quedarle de compasión? En ese dios tan patriótico depositaron su fe y su confianza los políticos americanos hace muchos años, decretando que el lema apareciera en todas las monedas y billetes del país. Curiosa relación la del dios en el que los americanos confían y el dios Dinero, fundamento de su poder. Es una relación evidentemente humana que los políticos atribuyen a la divinidad para ganar adeptos y ocultar el mal que en ella puede esconderse. El trinomio Dios, Patria y Dinero como declaración de intenciones y como propaganda es de lo mejor. Para agitar emociones y conseguir votos no puede fallar.
La reflexión sobre el patriotismo en diferentes épocas de la historia revela, a quien no sufra ceguera fanática, que poner a la patria en la cúspide de la pirámide de valores es un peligro que puede ser y ha sido muchas veces mortal. La patria es un territorio cuya importancia reside exclusivamente en las personas que lo habitan y cuyo valor sentimental depende de lo que cada cual sienta por determinadas personas de su entorno. Todas las mitologías han tenido a una diosa madre, Mut, Gea, Pachamama, porque los hombres, machos y hembras, de todas las épocas y latitudes sienten, aún inconscientemente, agradecimiento a la mujer que les ha dado la vida y la necesidad de honrarla. Es ese sentimiento el que utilizan los populistas para manipular a quienes se dejan llevar por instintos primitivos porque no piensan. La patria se predica como madre de todos y exige a todos sus hijos amor, respeto, devoción. De ese sentimiento irracional surgen el America First; la exaltación de la patria alemana del Tercer Reich, indisociable del racismo; el Make America great Again ( Haz América grande otra vez) que le sirvió a Ronald Reagan en su campaña presidencial, que Donald Trump registró como lema de la suya llenando el país con sus gorras MAGA y que ha sido explotado por los cómicos americanos consiguiendo las mayores audiencias. Por la patria se han partido la crisma millones de hombres a lo largo de los siglos. ¿Por qué dieron su vida esos héroes muertos? Por un territorio que sólo modifica, en realidad, la erosión del tiempo. Entonces, ¿la patria sólo sirve para que la utilicen los politiqueros como red para pescar almas de cántaro? Y si no, ¿para qué?
Cuesta creer que haya un número considerable de españoles dispuestos a entregar cuerpo y alma por España. El español no se toma en serio ni las abstracciones ni a los que se las toman o fingen tomárselas en serio. Aquellos españoles que se envolvían en la rojigualda para ir a la Plaza de Oriente a oírle el discurso al Generalísimo iban movidos por asuntos mucho más serios que la entelequia que se llama patria. De esos asuntos, el más importante era el miedo a pasar por desafectos y el segundo en importancia, seguramente, la extrema delgadez de sus carteras. ¿Y los que se envuelven en la bandera para asistir a los mítines de Vox y del PP?
El patriotismo teñido de rechazo a algunos compatriotas es, cuando menos, sospechoso. La patria no puede rechazar a negros ni a marrones ni a homosexuales ni a pensionistas pobres ni a pobres sin más porque la patria solo vive en sus seres vivos sin juzgar. Amar a la patria no puede ser otra cosa que amar a los compatriotas, aunque sea en sentido genérico. Y son compatriotas, como su mismo nombre indica, los que viven en el mismo territorio, en la misma patria.
Si la mayoría de los españoles se tomara la molestia de escuchar los discursos de Casado y Abascal en el Congreso y de enterarse por la prensa a qué leyes votan afirmativamente y a cuáles no, a Vox y al PP no les votaban ni los parientes porque no hay discurso ni voto suyo en la Cámara en los que no nieguen el patriotismo que predican. Abascal discursea como si odiara a todos los socialistas del mundo y del universo, si en el universo los hubiera. Casado parece odiarlos tanto que no tiene bastante con discursear como Abascal en la tribuna, y de vez en cuando se va al extranjero, presencial o telemáticamente, para poner verde al gobierno. Ya todos sabemos cómo intentó que no llegaran a España los fondos europeos y otras barbaridades más que ya da pereza enumerar. ¿Es eso patriotismo? Suerte tenemos, al menos, de que su patriotismo de politiqueros no lleve a Casado y Abascal al extremo de predicar una cruzada contra Portugal para reconquistar para España todo el oeste de la Península Ibérica. De todos modos, no hay por qué preocuparse. Si pidieran voluntarios para semejante hazaña, sólo se apuntarían los tan locos que no supieran adónde los llevaban ni lo que tendrían que hacer. Los españoles no están para cruzadas patrióticas. Un virus les persigue y la tardanza en subir el salario mínimo interprofesional, que las derechas rechazan, no les deja dormir. Con eso tienen bastante.
Tanto palo han recibido los españoles a lo largo de su historia que no se les puede culpar si olvidan la pena que causa la suerte de los afganos en cuanto las imágenes desaparecen del televisor. No se les puede culpar si votan a quien les promete libertad para sentarse en una terraza a tomarse unas cañas. No se les puede culpar si la mayoría decide no tomarse la vida demasiado en serio. Confieso que hasta no hace tanto, en mis momentos difíciles adquirí la costumbre de provocarme sonrisas viendo vídeos de animales divertidos. Hasta que en Twitter empezaron a aparecer casi a diario fotos y vídeos de Abascal, Almeida, Ayuso, Casado y el inefable Teodoro Egea. Algunos me han hecho hasta reír. Lo que me recuerda la teoría de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal, lectura que recomiendo. Pero ahora, al terminar este artículo, lo que me vuelve a la memoria es la cara del cómico Nazar Mohammad en la última foto que le hicieron dentro del coche en el que los talibanes se lo llevaban para ejecutarle. Juraría que estaba sonriendo.
He leído todo su artículo y, me ha encantado,porque dice todo lo que yo pienso,de la política de derechas,de las guerras,del mal y del bien.
Para mí,las guerras son un negocio sucio,en donde unos hombres sin alma se hacen ricos,sin importales las vidas que se quedan en el camino,que ademas son obligados a una guerra que no es su guerra.
Gracias por el artículo.
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Reblogueó esto en Não traz sentido.
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Gracias, Ricardo
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