Con el culo al aire

«¿Estás segura?», se preguntó a punto de modificar el bosquejo que tenía preparado para el artículo que pensaba empezar a escribir. «Te vas a quedar con el culo al aire», le advirtió el Pepito Grillo de su conciencia. «¿Y a mi qué?», le contestó sintiendo el alivio inmensurable que le habían regalado los años; la libertad. El artículo nuevo bajo la nueva perspectiva tenía que empezar en el momento en que su psiquiatra, después de desahogar el ansia de una semana sin verse, le había entregado unos papeles para que los leyera en el acto. Era una especie de informe sobre su salud mental.

Había empezado a leer el informe, ¿ensayo?, ¿notas para un artículo?, como colega a la que una amiga psiquiatra hubiese solicitado su opinión sobre una paciente. Tardó casi nada en comprender que la paciente era ella. Y entonces la mente se le quedó sin palabras. De vez en cuando, levantaba los ojos de los papeles para mirar a la mujer que tenía delante con el estupor que la había dejado muda. Seria, inexpresiva, la mujer la miraba a ella. Y ella volvía a los papeles sintiendo cuanto decían como un juicio sumarísimo que nadie podría cuestionar.

A punto de elegir qué y cómo extraería de esos papeles material para su nuevo artículo, la memoria la llevó a la tarde en que, sentada en la terraza del Costa Negra, lugar de sus alivios semanales, dejando a sus ojos vagar ociosos por carretera y montañas, vio llegar a un coche desde el Port del Cantó y aparcarse al lado del bar. Vio bajar a una mujer que entró en la terraza y enseguida la miró y no dejó de mirarla mientras elegía para sentarse la mesa al lado de la suya. La mujer la saludó, nada raro, todos se saludaban, y en tono de pregunta dijo su nombre y su apellido; nada raro tampoco, a ella la conocía todo el pueblo por cara y nombre. Lo raro empezó cuando aquella mujer le confesó que desde hacía unos quince años se había convertido en seguidora semanal de sus artículos y ardiente admiradora suya; cuando empezó a desgranar las ideas fundamentales que expresaban aquellos artículos con una capacidad de análisis y una memoria de ideas y extractos hasta superior a la suya. Lo rarísimo fue que, cuando el tiempo se les echó encima, se vio indicándole a la mujer el camino a su casa; le molestaban las visitas. Lo que superó la rareza fue que, una semana más tarde, aquella mujer se presentó en su casa sin previo aviso y después de tal vez horas de conversación, vio y sintió cómo la mujer le agarraba la cara con las dos manos y dirigía su cabeza hasta ponerla sobre su hombro. A partir de ese momento, todo cuanto le ocurrió con aquella mujer tuvo la anormalidad del milagro.

Volvió al nuevo esquema que le exigía la nueva perspectiva. «Diagnóstico», escribió y subrayó: «Trastorno de ansiedad por trauma físico y psíquico». La pluma empezó a moverse impulsada por el temblor de su mano. «Causa», se obligó a escribir y subrayar, «Brutal abuso psícológico y físico desde el uso de razón hasta los dieciocho años». Abrió paréntesis para advertirse, «Dejar claro que abuso físico consistió en golpes y exposición a la sexualidad de mayores; no en abuso sexual». Dejó la pluma en el escritorio para detener el temblor de la mano. Algo empezó a oprimirle la garganta.

Volvió a verse en su memoria ante aquella mujer. Al finalizar su lectura del informe o lo que fuera, descansó la cabeza sobre su hombro y así estuvo un rato en silencio hasta que un pensamiento repentino le despertó el miedo. ¿Significaba ese informe o lo que fuera que daba su tratamiento por concluido y que ya no volvería a verla más?, le preguntó a la psiquiatra. «Lo nuestro no es tratamiento», le contestó la mujer, «Es otra cosa y es para siempre». Según su fe, el «para siempre» significaba la eternidad. Por su edad le faltaba poco para averiguar si la esperaba una vida eterna o la nada. Como psiquiatra, aquella mujer había incluido las creencias de su paciente en el informe. ¿También se abría, ante la científica, el pozo sin fin de lo que no se sabe sobre el destino final?

Volvió a su esquema. Aquel informe o lo que fuera era el compendio de la lucha de un ser humano empeñado en evolucionar contra los síntomas de la neurosis que pretendía hacer su evolución imposible; era, según su filosofía, una lucha sin tregua por humanizarse. Esa lucha la llevó muy pronto a complicarse el dolor crónico de su existencia con el dolor de todos los demás; homininos, animales y hasta objetos, recordó. Se vio a los diez años, en unas vacaciones, recogiendo muñecos que se encontraba en las basuras de la calle sintiéndolos como niños abandonados. Llegó a tener ocho, recuerda, y con ellos dormía dándoles el cariño que a ella le faltaba, hasta que el final de las vacaciones la obligó, a ella también, a abandonarlos; una pena que se agregó a otras penas y que sufrió sin que nadie se percatara de que sufría porque para todos, ella era un objeto exótico. Esos muñecos aparecían en el informe como un ejemplo más de su empatía; la empatía que, ya adulta, determinó como facultad esencial para identificar a un ser humano. Una persona aparentemente normal que careciera de empatía necesariamente tenía que carecer de humanidad. Tras comprobar con los años que la mayoría de las personas daba muestras de carecer de lo que ella consideraba una facultad inherente al ser humano, tuvo que plantearse si la carencia de humanidad privaba a esos homininos de derechos. Concluyó que no sin preocuparse más. Todos los animales tenían para ella tantos derechos como las personas.

Determinaba el informe que por la empatía había llegado al perdón, a perdonar a cuantos le habían hecho daño. Con eso no podía estar de acuerdo. Adulta ya, llegó un momento en que rechazó perdonar. Quien perdonaba asumía una posición de superioridad; se erigía en juez que decretaba la culpabilidad de otros y se atribuía la bondad de la indulgencia. No costaba mucho llegar a la conclusión de que en este mundo todos eran culpables de algo. El rencor surgía, por lo tanto, de una introspección defectuosa. Lo justo no era perdonar, era comprender; comprender que todos eran víctimas de una sociedad en la que se mezclaban seres humanos con homininos inhumanos, en la que todos tenían que sufrir, de un modo u otro, por las acciones de los demás. ¿Cómo no comprender la conducta destructiva de un adulto sometido en su infancia a los horrores de una guerra, a las privaciones de una posguerra, a una constante penuria? El sadomasoquismo de los primeros homininos había creado una cadena de sufrimiento que a todos convertía en víctimas y verdugos.

La memoria le devolvió el final de un poema suyo que había incluido en su antología personal. «¡Oh, Jerusalén, cómo olvidarte!/…Será, si alguna vez te olvido,/ el día en que mi diestra ya no tenga/ memoria que la anime,/el día que la lengua se me calle,/el día en que el último culpable/ justifique la última vileza/ del último inocente». Y vio a las familias de palestinos de otra época despojados de sus tierras, de sus casas por dirigentes israelitas y vio a israelitas asesinados por terroristas palestinos y vio a israelitas asesinos matando hombres, mujeres y niños en venganza y vio a millones de judíos muertos en un holocausto que habría merecido el fin del mundo. Perdonar no eximía de comprender y comprender era imposible sin amor al prójimo. Y el cura del pueblo le había dicho un día que no era cristiana, recordó. La afirmación le había provocado una sonrisa. «Ni Cristo sería cristiano considerando las barbaridades que se han perpetrado y se perpetran en su nombre», le dijo riendo. El cura no se rió.

Leyendo la conclusión del informe se habría sonrojado, pensó, de no ser porque en esa conclusión vislumbró la influencia del amor. Esa conclusión llenaba a la paciente de elogios, entre los cuales uno que le llegó al alma; admirable. Aquella mujer había llegado al amor por admiración, y la admiración de un tercero era lo último que ella hubiera imaginado recibir después de una vida habituada al desprecio desde su nacimiento. «¿Me puedes decir por qué me has dado a leer este informe ahora?», le preguntó cuando se repuso del miedo a perderla. «Porque me dijiste que al contar lo nuestro, la reacción de algunos había sido prevenirte sobre las posibles malas intenciones de una extraña y una amiga hasta te había dicho que yo era fruto de tu imaginación. Tuve miedo de que tu autoestima sufriese una recaída». Ella rió y riendo, disculpó a quienes habían hecho comentarios negativos sobre su relación. «A mi edad», dijo, «con siete enfermedades crónicas y faltándome tres dientes, ¿cómo quieres que alguien se crea que puede enamorarse de mi una mujer joven y guapa como tú?» «Joven de cincuenta, guapa y tan inteligente como para haber sido capaz de meterme bajo tu piel», contestó la mujer sonriendo. Ella la miró muy seria mientras cruzaba su mente un pensamiento que cuestionaba sus creencias. Hacia muchos años que Dios era para ella el creador del mundo y de los hombres, machos y hembras, del cual no se podía decir nada más sin inventar mitos. Y de pronto, reclamaba su fe un Dios providente.

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Perdonar no exime de comprender y comprender es imposible sin amor al prójimo. Salir a la calle y encontrar saludos y sonrisas, abrazar al amigo, ofrecer el hombro al que llora y escuchar, escuchar siempre para poder comprender es el remedio más eficaz para los males del alma.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

2 comentarios sobre “Con el culo al aire

  1. Amiga María,

    ¿Qué decir ante lo que acabo de leer? Se me ocurren varios calificativos, pero ninguno estaría a la altura de esa prosa que tan bien manejas.

    Un Dios próvido… y ahí, al final de tu escrito, me he quedado pensativo: ¿Próvido de providad, de abundancia, próvido de prudente?… Claro que probidad con b es honestidad. Bien, sea como sea, tienes razón, los males del alma se curan con empatía, con saber compartir, comprender y ayudar al prójimo, y no, no es necesario que eso nos lo explique ninguna religión, es algo inherente a la condición humana cuando en realidad eres humano y no un semoviente inhumano de los que tanto abundan.

    El acto de generosidad que realizas cada vez que abres tu corazón y lo plasmas negro sobre blanco he de reconocer que me conmueve. No es lo frecuente, más bien al contrario, todos procuramos cubrirnos con el caparazón de la indiferencia para no quedar expuestos al criterio de los demás, evidentemente no es tu caso.

    No a mucho una psiquiatra me dijo, ante lo que yo le contaba, que el odio es un sentimiento tan humano como el amor, odia, me dijo. Nunca lo he conseguido, porque no me siento cómodo con ese sentimiento. Tú has elegido siempre el amor, ese amor que nace espontáneo de la empatía, ese amor que te hace un buen ser humano, una buena persona. En ese camino quiero encontrarme siempre contigo, amiga.

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    1. Conmovedor tu comentario, amigo del alma. Siempre he encontrado en ti comprensión. Lo de Dios creo que no lo has entendido bien. Digo providente en el sentido de «dispuesto para proveer de lo necesario» RAE. Estoy recibiendo tanto de lo que necesitaba, que estoy empezando a creer que ese Dios impersonal en el que creía,es un Dios providente. GBH

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