¿Qué le ha pasado al amor?

¿Se puede tener una amante a los setenta y pico?, se preguntó mirándose en el espejo de cuerpo entero que se alzaba en el pasillo entre su habitación y el baño. Se puede si quieres morirte de miedo, le respondió la faceta más cruel de su razón. ¿Miedo de qué?, le replicó. Ponerse a enumerar miedos a primera hora de la mañana sería de un masoquismo de hacérselo mirar.

Empezó a bajar las escaleras forzando una sonrisa. La sonrisa le salió, ¿triste?, más bien burlona. ¿De qué se burlaba? De mí misma, te jode, se contestó. Y la burla se le volvió una mueca de ira. ¿Ira contra quién? Contra Lola Herrera, le contestó la misma que se burlaba. A alguien, a lo que fuera tenía que culpar por desatar en su mente la riada de malos pensamientos que desde ayer le alteraba los nervios. Desde ayer la culpa era de Lola Herrera por haber dicho que parecía que los viejos sobraban y la culpa era, sin duda, de Lola Herrera por tener razón. De ser eso cierto, los únicos viejos cuya conducta resultaba moralmente irreprochable eran los de ciertos pueblos Inuit que, al convertirse en inútiles para su comunidad, se dejaban morir abandonados en los desiertos de hielo del ártico sin que nadie se sintiera culpable del abandono. De lo que podría deducirse que a los viejos inútiles de los países civilizados se les debía considerar inmorales por empeñarse en seguir viviendo a costa de los que aún podían ofrecer algún beneficio a la comunidad. ¿O los verdaderamente inmorales eran los todavía no viejos que, olvidando a quienes habían preservado la especie y habían complicado su juventud criando hijos, arrinconaban a sus progenitores comunicándoles, de diversas formas, que sobraban; que ya no servían para nada más que para morirse?

¿Se puede tener una amante a los 76 años? le repitió su facultad racional cuando al abrir su email encontró en primer lugar uno de aquellos mensajes que cada mañana la resucitaban con palabras de amor, de ánimo, recordándole los últimos momentos en que habían disfrutado de una perfecta unión de alma y cuerpo; recordándole que el amor, el amor auténticamente humano, aún era posible. Todo lo que era ella, por dentro y por fuera, le contestó, «Se puede».

Pero entonces su alma volvió a exclamar «¡Dios mío!», ese ¡Dios mío! que su alma exclamaba con angustia sobreviviendo apenas bajo el peso del mundo. Antes de aquellos emails gloriosos, la radio de su habitación la despertaba cada mañana echándole encima los cuerpos de los palestinos y de seres humanos de otras etnias asesinados esa noche; de niños con el cuerpo muriéndose de hambre por falta de alimentos, de enfermedades curables por falta de curativos, con su almita famélica por falta de ilusión; echándole encima los cuerpos demacrados de quienes habían retado a la muerte huyendo de la miseria de sus países natales con la esperanza de encontrar la vida en los países donde se decía que se vivía bien; echándole encima las tragedias personales de los que vivían mal, vivieran donde vivieran; retorciéndole cuerpo y alma de ira al intuir a los redactores de radio y prensa buscando las noticias más truculentas para hacer a sus respectivos medios más atractivos porque, por lo visto, solo las truculencias atraían a la gente como la mierda a las moscas. ¿Gente? ¿Qué gente? Los homininos disueltos en audiencias; esas masas de cabezas que decidían dejar a sus cerebros libres de reflexiones para que sus glándulas pudieran disfrutar sin obstáculos el placer de sus secreciones hormonales. La radio de su habitación le aplastaba el alma cada mañana echándole encima a las almas vacías que se levantaban a sus asuntos sin sentir el peso de los asesinados, de los hambrientos, de los miserables de todas las latitudes; que se levantaban a sus asuntos como animales con cuerpos humanos cuya falta de empatía delataba su falta de humanidad.

«¡Dios mío!», volvió a exclamar. Ya no era solo la falta de empatía, era el desconocimiento, no, el rechazo, tampoco, la indiferencia por otro; era la estupidez animalesca de quienes reducían todos los valores humanos al valor del dinero y al valor del dinero otorgaban todo el valor de la fama y al valor de la fama social entregaban todos sus esfuerzos. Eran los estúpidos babeando ante individuos del género bufo convertidos en personajes dramáticos por su fama pública. Sentados en escaños que daban prestigio a sus culos, los politiqueros bufos, máximos exponentes de la bufería, calumniaban al gobierno, insultaban a sus oponentes, soltaban las mentiras más disparatadas para engañar a los estúpidos y se ponían a esperar las respuestas de los calumniados con sonrisas idiotas que los estúpidos tomaban por signos de superioridad. Y el día de las elecciones, en todas las latitudes, las hordas de estúpidos estaban otorgando con sus votos a esos bufos el poder de hacer la vida humana imposible a todos los seres auténticamente humanos y a los estúpidos también, privando a todos de la libertad necesaria para ir creando sus vidas.

Mientras tanto, en el mundo entero, una multitud de expertos en asuntos varios consumía tiempo en todos los medios tratando de explicar de dónde había salido, en apariencia de repente, tanto estúpido dispuesto a hundir el mundo y con él a todos los seres de la especie humana, entregando el poder sobre las vidas de todos a bufos de comedia de tercera que luchaban por alcanzar la categoría de malvados listos. Esos considerados expertos obsequiaban al personal un puñado de evidencias que repetían y repetían y repetían para rellenar tiempo y ganarse lo que les pagaran por repetir evidencias; por asombrar al público con explicaciones supuestamente originales de las miserias perpetuas de la humanidad que los pensadores llevaban siglos explicando, desde los primeros griegos que intentaron explicarse la inexplicable insania de la vida humana.

«¡Dios mío!», se repitió, mientras su memoria empezó a repetirle los versos del «Oh Me, Oh Life» de Walt Whitman; los que la memoria le repetía cada vez que buscaba profundas explicaciones para explicarse lo evidente.

«¡Oh, yo! ¡oh, vida!, de las preguntas recurrentes,
de la serie interminable de los infieles,
de las ciudades llenas de necios,
oh, yo mismo, reprochándome siempre,
(¿pues quién más necio, más infiel que yo?),
de los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos despreciables,
de la lucha siempre renovada,
de los malos resultados de todo,

de las multitudes afanosas y sórdidas que me rodean,
de los años vacíos e inútiles de los demás,
yo entre ellos,
de la pregunta, ¡Oh, yo!, de la pregunta triste recurrente
¿qué de bueno hay en medio de todo esto,
oh, yo, oh, vida?

Respuesta

Que estás aquí — que existe la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama, y que puedes contribuir con un verso.»

(Taducción de María Mir-Rocafort)1

Volvió a leer el mensaje que le había enviado su amante. ¿Se puede tener una amante a los 76 años?, volvió a preguntarse, esta vez retóricamente. Volvió a sonreír; esta vez sin pena, sin burla. Claro que se puede, se respondió. Como se puede escribir un verso. Como se puede mandar a paseo a necios y a expertos y a politiqueros bufos disfrazados de políticos respetables. Como se puede distinguir a un ser auténticamente humano de un hominino no evolucionado. Pero amante como cualidad, precisó, no como el sustantivo con el que la hipócrita sociedad pudibunda denigró la palabra, como convirtió a las relaciones sexuales, regalo de Dios o de la Naturaleza, en un retozo para excitar las gónadas, análogo, en el fondo, al de cualquier animal; no como el sustantivo que vistió a la pababra de prendas impúdicas como vistió de impúdico todo lo sexual relegando el tema a la charla, en la oscuridad, de asuntos vergonzosos cuando no a la de temas bestiales para pasar un rato excitándose verbalmente.

Por ser las relaciones sexuales regalo de Dios o de la Naturaleza, premio para aquellos que procuraban la conservación de la especie, el ser humano debía agradecer el orgasmo y sus preliminares y posteriores elevando esas relaciones a la cúspide de la humanidad. ¿Y cuando el objetivo de esas relaciones no podía ser la creación de otro ser?, se preguntó. Ese regalo de Dios o de la Naturaleza aún podía y debía ser agradecido porque el hecho de que persistera a cualquier objetivo orgánico demostraba la voluntad de Dios o de la Naturaleza de otorgar al ser humano la capacidad de convertir un acto suyo en una manifestación gloriosa del amor. ¿Manifestación gloriosa? ¿Del amor? ¿No sonaba la definición a frase poéticamente ampulosa?

Cerró los ojos para permitir a su memoria revivir y a su mente analizar uno de esos instantes que últimamente amenizaban su vida. Desde muy joven había concebido las relaciones sexuales como lo más intensamente humano que un ser auténticamente humano podía desear y realizar. Las relaciones sexuales podían y debían ser la máxima manifestación de la empatía, del amor al otro que distinguía a la auténtica humanidad. La percepción de las más mínimas reacciones del cuerpo del otro cuando el propio cuerpo y la propia mente tenían toda su atención concentrada en las reacciones de ese otro cuerpo, iban dirigiendo el propio hacia donde más podía complacer, hacia donde el cuerpo del otro le decía, le pedía en silencio dónde y cómo necesitaba, quería ser más complacido. Y luego llegaba la recompensa a agradecer y ese agradecimiento podía transformarse en palabras, en frases que los aburridos podían considerar tonterías juveniles, tal vez por haberse aburrido en su propia juventud. Pero, ¿y si no había otro cuerpo? ¿Y si un ser humano se había entregado a la masturbación venciendo la vergüenza inculcada por siglos de manipulación disfrazada de norma religiosa o social? Resultaba tan evidente el fracaso vital de quien no se amara a sí mismo como a su prójimo que quien se negara la masturbación por imposición religiosa o social revelaba un trastorno que aconsejaba tratamiento.

¿Y otra vez su ¡Dios mío!? Un regalo sublime de Dios o la Naturaleza despreciado, ensuciado por millones que preferían educar su sexualidad o potenciarla mirando o ejercitando pornografía, la negación más repugnante y a veces hasta peligrosa de la sexualidad humana. ¿Es la degeneración de las costumbres lo que ha ido debilitando el amor a uno mismo y al prójimo que hoy amenaza con hacerlo desaparecer?, se preguntó. ¿Es la desaparición del amor el aviso de la extinción del ser humano?, volvió a preguntarse con la preocupación frunciéndole las cejas.

No, no puede ser, concluyó, rotunda. Al amor no le pasa, no le ha pasado, no le puede pasar nada. Al amor, como siempre, le mueven los actos, no las palabras. Vive en silencio, en el alma del hombre, macho y hembra, y crea desde allí, vive creando y, como en el primer capítulo del Génesis vio Dios que todo cuanto había creado era bueno, Dios sigue viendo que es bueno cuanto siguen creando sus vástagos. Sí, parecía que el mundo se estaba desmoronando en el fango, como siempre. Como siempre, ¿se diría que no tiene salvación? Pero los vástagos de Dios o de la Naturaleza seguían recreando lo que se derrumbaba; lo seguían recreando por amor y con amor, como siempre también. Otra vez, Walt Whitman le dijo a su memoria: «Puedes contribuir con un verso».

Volvió a leer el mensaje de su amante. Sintió que la inspiración le humedecía los ojos. Inspirada como estaba, le contestó el mensaje con el verso más poético y sincero que se le ocurrió: «Te echo de menos».

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Aquí una de las canciones favoritas de mi infancia para no dejar a este artículo sin música.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

Un comentario en “¿Qué le ha pasado al amor?

  1. Querida amiga, al amor le pasa que está muy devaluado.

    Una sociedad que permite que personajes tan despreciables dirijan los destinos de miles de millones de seres humanos, ha olvidado por completo lo que es el amor.

    La reducción a la que someten a la palabra los inanes, es la consecuencia de la pérdida absoluta de empatía y compasión. El amor se convierte en algo carnal, únicamente, algo tasado, medido y vendido en redes sociales que se han convertido en la antítesis de la razón, de la inteligencia y de la vida.

    Sé que no todo es tan abrumadoramente desastroso, quedan almas limpias que sí saben discernir entre un amor puro y el becerro de oro. Las hay, claro que las hay, pero cuesta trabajo encontrarlas y una vez halladas conviene cultivarlas, mimarlas y compartir sentimientos profundos con ellas.

    Ahí te quiero ver, amiga mía, enamorada, ¡pues claro! ¿Quién ha dicho que hay una edad para dejar de enamorarse?

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