Como si la muerte no existiera

Respondiendo al aviso de la campanita de WordPress abrió los mensajes. Como siempre en primer lugar, el comentario a su último artículo de uno de sus amigos del alma. Le dice, «Escribes desde las entrañas, desde lo más profundo de tu memoria, de esas vivencias que, a veces, no queremos recordar, pero sin proponérnoslo, aparecen sin que podamos evitarlo, unas veces para agradarnos, la mayor parte para mortificarnos…».

Releyó el comentario varias veces. La primera impresión le tocó el alma como con la punta de un alfiler. «Escribo desde las entrañas, dice David. O sea, ¿me desnudo?», se preguntó con una incómoda sensación de pudor. «Desde lo más profundo de mi memoria, sí», se contestó. «¿Y qué?». Y nada, porque antes de reconstruir hay que barrer escombros y a quien no le gustaran sus esfuerzos por limpiar, que se ocupara de sus propios asuntos, se dijo.

Bendita libertad de la vejez cuando a uno le sirve hasta para librarse del pudor. Ojalá pudiera uno librarse con la misma facilidad de…Iba a decir de la memoria, pero se contuvo. En su memoria apareció la cara de pena de la Mnemosyne de Rossetti que la había impresionado en su adolescencia desde la foto de un libro. Pensando en el Alzheimer de su madre, un día concluyó que más valía soportar el suplicio de malos recuerdos que perder la vida en el olvido. Y la diosa de la memoria pareció agradecer su conclusión.

Cerca de la vejez, su presente fue perdiendo importancia mientras su memoria le imponía recuerdos. Total, en su presente ya casi no pasaba nada que valiera la pena vivir, ni siquiera recordar después. Para sentir la vida, en su presente vivían los políticos y politiqueros que animaban las noticias y llenaban sus artículos. Porque las ganas de vivir no se le habían jubilado, obligaba a su mente a seguir trabajando, opinando sobre esos personajes que, con sus decisiones, afectaban la vida de todos los demás. Hasta que se dio cuenta de que la inhumanidad de algunos de esos personajes salía por la radio y en el ordenador como los tentáculos venenosos de un monstruo dedicado a emponzoñar las almas. 7.291 ancianos agonizando solos hasta la muerte en residencias convertidas en campos de exterminio por el capricho infame de una politiquera con ínfulas de modelo. 228 seres de la especie humana engullidos por el fango. Cada día miles destruidos por bombas asesinas, aquí y allá. Y aquí y allá mujeres, generadoras de vida, convertidas en pretextos para minutos de silencio homenajeando sus muertes. Y un día una bofetada que pudo resultarle mortal. La mayoría de los electores de la primera potencia mundial habían elegido para gobernarles y para arbitrar al mundo a un fantoche perturbado. ¿Podía uno creer que la humanidad fuera capaz de salvarse a sí misma?

Nunca antes había permitido que la realidad atacara con sus armas mortíferas a su esperanza. Ni siquiera había podido con su esperanza el miedo que con ella parecía haber nacido debilitando sus nervios. Ni siquiera la idea perpetua de la muerte que la había afligido desde su nacimiento por haber nacido de un vientre ya torturado a perpetuidad por la muerte de un hijo. Ni siquiera en sus noches de terror, cuando asaltaba su memoria infantil el recuerdo de la muerte siempre posible que las monjas estimulaban con descripciones del purgatorio y del infierno. Ni siquiera cuando el nacimiento de su propio hijo reanimó en su alma el miedo a una muerte siempe posible y ese miedo la mantenía despierta por las noches observando al niño entre los barrotes de la cuna. Ni siquiera analizar toda su lucha en la arena de su coliseo con la mirada de un perdedor había conseguido aniquilar su esperanza. A los peores augurios respondía imaginando soluciones, hasta obligándose a creer en milagros. Hasta que un día, ahogada por el hedor de un mundo que intuía en descomposición, llegó a pensar que su esperanza se extinguía dejándola, finalmente, a merced de la muerte antes de la muerte.

¿Esperanza de qué, para qué?, preguntó la parte destructora de su razón. Y vio en su imaginación a una ola negra que avanzaba dispuesta a cubrirlo todo. ¿Todo? Su voluntad despertó a su memoria. «Sacra Vulgata» le gritó un recuerdo. «Et creavit Deus hominem ad imaginem suam: ad imaginem Dei creavit illum, masculum et feminam creavit eos.» Creó Dios la luz, el firmamento, los mares y la tierra y a todas las criaturas que los habitan. Y luego creó al hombre, macho y hembra, le creó, gritó su voluntad. «Viditque Deus cuncta quae fecerat, et erant valde bona». Vio Dios que todo cuanto había creado era bueno, todo bueno, siguió gritándole el alma. Y como tantas veces, al llegar aquí, la conclusión rotunda que nadie le podía cuestitonar. El creador no destruye su propia obra sabiendo que era buena. La muerte no existe, no puede existir.

¿La muerte no existe? El cuerpo se apaga, como una máquina ya inservible, para siempre. Pero el Creador que creó al hombre, macho y hembra, a su imagen no los puede destruir. Por lo tanto, el alma que anima al cuerpo no puede dejar de existir. ¿Y si la ciencia tiene razón? ¿Si cuando las funciones vitales llegan a su término, del hombre, macho y hembra, de lo que un hombre ha sido no queda nada más que unos restos que hay que enterrar para que no estorben mientras se pudren? Pero, ¿de que nos sirve dar a nuestra facultad racional el poder de reinar sobre todas nuestras otras facultades limitándonos a soportar la realidad de las cosas como son sin esperanza de cambiarlas a mejor? ¿De qué nos sirve sufrir una vida condenada a esperar a la muerte siempre posible y en cualquier caso inevitable? ¿De qué nos sirve la imaginación si no es para vivir como si la muerte no existiera, como si fuéramos hijos de un Creador que quiso darnos la imaginación para vivir creando nuestra vida, como Dios, amando lo que hemos creado viendo que es bueno? ¿De qué nos sirve la imaginación si ni siquiera podemos concebir un amor eterno? Se dio cuenta de que la emoción le estaba apretando la garganta. Volvió al comentario para suavizar el apretón. Qué lejos la había llevado el comentario del amigo que siempre comentaba sus artículos y que ella publicaba siempre en Facebook porque lo que escribía David Otero Arias siempre merecía ser leído. Pero los ojos se le fueron a una pared desnuda donde no había nada que ver y su memoria aprovechó la pantalla para proyectarle su recuerdo más reciente. Cogió el cuaderno de notas que esperaba siempre abierto en su escitorio. En la última página escrita, un poema, el primer poema que ayer se había atrevido a escribir después de muchos años. Lo releyó; con cierto miedo, con cierta vergüenza, pero apelando a su voluntad, lo releyó.

«Detuviste tus pasos de viajera piadosa/para compadecerte de unas míseras ruinas/y soñando, tal vez, vanas reconstrucciones/tus dedos juguetearon con unas piedras sucias./Y quisieron tus manos detener el reguero/de fango ignominioso que vertía la tierra/y diste tus caricias a piedras empapadas/con el llanto de siglos creyéndolo reciente. /Respondió a tus caricias una voz apagada/»Sólo puedo ofrecerte una pared derruida/escombros malolientes de un mundo rancio», dijo/»Sólo quiero quererte», respondiste./Y fue el amor en medio de las ruinas./En medio de las ruinas nació ese amor que nace/donde le da la gana». 

El amor es eterno, se dijo, como el alma. Hijo de la voluntad, el amor nace, como la esperanza, donde le da la gana, se siguió diciendo. Solo el amor y la esperanza dejan vivir como si la muerte no existiera, se decía cuando amor y esperanza le fallaban. La muerte no existe y el amor con que fuimos creados no puede dejar de existir, concluyó.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

2 comentarios sobre “Como si la muerte no existiera

  1. Amiga, siempre logras conmoverme, y no es fácil que me ocurra después de una larga vida que, obviando comparaciones, yo también he vivido a mi manera.

    Alabo tu gusto musical para poner el cierre a esos artículos que, como te decía, me conmueven.

    Mantenerse erguido en un mundo en descomposición y seguir adelante cuando lo que te apetece es pararte, resulta harto, complicado. Tú lo consigues y aunque sufres por lo que ves y sientes como el otoño comienza a declinar para dar paso al frío e inhóspito invierno, sigues adelante.

    «Pensando en el Alzheimer de su madre, un día concluyó que más valía soportar el suplicio de malos recuerdos que perder la vida en el olvido. Y la diosa de la memoria pareció agradecer su conclusión». Has escrito.

    Este recuerdo tuyo me llevó a uno doloroso para mí, uno que vino a ponerme la vida patas arriba, pero que afortunadamente resultó ser un error de diagnóstico.

    Cuando creí que el olvido me alcanzaría, y antes de que lo hiciese, escribí estos pequeños versos que quiero compartir contigo, en agradecimiento a los que tú has compartido conmigo y que hablan de esperanza y amor, ese amor que nace donde le da la gana.

    El olvido

    Me refugio en el silencio

    y en el ruido atronador

    de mis recuerdos.

    Me refugio en unos pasos

    que no sé dónde me llevan.

    Me refugio en el tormento

    de saber que ya no hay tiempo,

    de saber que olvidaré

    lo que he sido en un momento.

    De todo eso me escondo

    porque estoy solo y con miedo,

    que morirse estando vivo

    es olvidar los recuerdos.

    Sada 19.05.2011

    Por fortuna el poema se ha quedado en eso y no en mi póstumo testamento vital.

    Te agradezco mucho el que hayas incluido mi nombre en tu artículo, siempre has sido generosa con ello.

    Un abrazote, amiga, o como gustas escribir: GBH

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