Sueño de amor

Del sueño erótico de la mañana anterior, ni rastro; solo la certeza de haber tenido un sueño erótico. Su memoria no se había quedado ni con las caras de los participantes. Claro, ¿cómo las iba a registrar si al cuerpo dominante solo se le veía la cabeza por detrás? Al cuerpo debajo de ese no se le veía nada. ¿Hombre y mujer? ¿Dos hombres? ¿Dos mujeres? ¿Uno de los dos era ella? Joder, ni eso. La ira que la había descompuesto con la última noticia con que la radio intentaba amargarle la mañana, había borrado en negro todo el recuerdo. Y de repente, en su imaginación había aparecido un cura con casulla morada.

Morada se le había quedado a ella la mente con la noticia. ¿La mente? No. El lugar donde estallaban las emociones, los sentimientos. La ciencia lo situaba en el cerebro. De repente las glándulas empezaban a segregar sustancias que lo alteraban todo. Todo muy neurofisiológico. Todo reduciendo al hombre, macho y hembra, a su condición animal. ¿Y si no en el cerebro, dónde? En un lugar todavía más oscuro donde las cosas ni se explicaban ni se entendían; donde todo se sentía sin palabra alguna que interrumpiera al sentimiento. En el alma, podría decirse para entenderse. La noticia de la radio le había llegado al alma pintándoselo todo de morado. En su imaginación, un cura con casulla morada se disponía a dar la comunión. Ella se acerca al cura cuando le toca. El cura saca del cáliz la «sagrada forma». Está a punto de ponérsela en la boca cuando ella, con una sonrisa de ironía desafiante, le espeta: «Soy lesbiana. ¿No me va a negar la comunión?»

Vaya escándalo. En el pueblo no se hablaría de otra cosa hasta el año entrante y más allá también. Como la anécdota se ventilara en la radio, se iba a enterar hasta el Vaticano. Como se habría enterado esa mañana cuando la radio informó a los cuatro vientos que un cura le negaba la comunión a una pareja de homosexuales, y la noticia se ampliaba contando que en siete diócesis españolas se impartían terapias de deshomosexualización. «¡Por amor de Dios!» «Por amor de nada, coño», se gritó por dentro. «¿Qué, coño, tendrá Dios que ver con eso?» «Pero vamos a ver», la interpeló su Pepito Grillo. «¿Te confesarías lesbiana ante todos los fieles del pueblo?» «Claro que no», contestó airada. «La estupidez o algo peor del cura ese me ha alterado el entendimiento». La memoria le recordó una escena. Unos días después de casarse con la mujer con quien había convivido veinticinco años; de casarse en ceremonia pública seguida de sonada fiesta a la que medio pueblo se había asomado desde donde pudiera verse, se le acercó una vecina que apenas conocía de vista y le descerrajó una pregunta, «¿Usted es lesbiana?» Sin pensárselo respondió, «No, soy profesora de inglés». No fue una ocurrencia del momento. Durante veinticinco años había meditado el asunto y lo había comentado con amigos varias veces. ¿Cómo podía uno definirse con la etiqueta de su orientación sexual, lesbiana, gay? Tras veinticinco años de convivencia, la sexualidad solía manifestarse solo una vez por semana, con suerte. Solo una vez por semana, con suerte, se manifestaba su orientación sexual. Lo de profesora de inglés, sin embargo, la marcaba durante ocho horas diarias y más, de lunes a sábado; el trabajo implicaba a sus facultades, su criterio, hasta su sistema emocional. A la hora de decirse y decir lo que era, ¿cómo aceptar definirse y que la definieran por lo que hacía un ratito en la cama de vez en cuando? Y sin embargo, millones en el mundo entero permitían que los definieran y se definían hasta con una sola letra; L o G o T o B o Q+. El signo de más que no falte para no excluir injustantemente a zoofilos y a saber dios que más incluyendo asexuales, se decía. Qué juicio más estrecho, qué criterio más pobre el que conducía a un ser humano a definir y juzgar a otro ser humano por su sexualidad. Y llegando al colmo de los colmos, los creyentes de alguna religión le endilgaban a su dios su criterio y su juicio y castigaban en su nombre a todo aquel que vulnerara la norma que daba lugar al sacrosanto consorcio de la familia, institución económica que cada cultura entendía a su manera.

Una vez había aparecido en su mente una pregunta vital, la memoria solía devolvérsela cada vez que algo le recordaba el asunto, y la pregunta le llegaba arrastrando, casi siempre, otras preguntas. A quienes se ocupaban y se preocupaban pensando en la sexualidad de los demás, ¿no se les ocurría preguntarse cómo podía la sexualidad ajena afectar a la sexualidad propia? ¿En qué podía afectar la sexualidad de los demás a la propia vida atormentándola con el odio, como en el caso de la homofobia, o con un dolor perpetuo, como en el caso de los padres que repudiaban la homosexualidad de sus hijos? Ya eran ganas de amargarse la vida juzgando la vida ajena. ¿Pero juzgar la vida ajena no era una tendencia autodestructiva que explicaría la infelicidad del hominino desde la aparición de su conciencia social? Jugando a opinar para no dejar tantas preguntas sin respuesta, ella opinaba, cada vez que surgía el asunto, que el juicio negativo a la homosexualidad ajena delataba la lucha interior de un individuo contra sus propias tendencias ocultas, lucha que en el caso de la homofobia llegaba al trastorno mental. ¿Entonces estás en contra del orgullo LGTBQ+, de sus asociaciones y sus manifestaciones?, le preguntaban cuando se terciaba. «Coño, no», contestaba subiendo el tono, «estoy en contra de que me planten a mi una etiqueta para ir por la vida marcada por los prejuicios de los demás. Cada cual que haga lo que mejor le parezca». Toma ya, concluía ella misma.

Pero el asunto no terminó ahí. En su memoria apareció una procesión de inocentes condenados por jueces usurpadores de la Justicia que se arrogaban el derecho a juzgar y a pronunciar sentencia. Estaba aquella compañera de universidad a la que se negaba relación con las normales por haberse declarado a una normal y que acabó con su ostracismo suicidándose. Estaba aquella parienta que vivía ocultando su relación con otra mujer y que acababa no sabiendo qué hacer con su vida. Estaban los cuerpos colgantes de los jóvenes homosexuales ahorcados por la justicia fanática en los países donde el nombre de Dios se utilizaba para matar. Estaba ella, frente a su ordenador, leyendo en su mente la frase lapidaria que algunos pensadores repetían de siglo en siglo; Homo homini lupus est. Ella siempre la concluía pidiendo perdón a los lobos.

La noticia, sus elucubraciones, la crueldad impasible de su memoria le habían dado otra vuelta de tuerca al nudo que le apretaba la garganta; el nudo que cada día agrandaban miles de palestinos de Gaza, vivos y muertos y tantas otras víctimas de la crueldad inhumana que cada día encontraban un hueco en las noticias de todos los medios. Pero ella, se recordó a sí misma, después de luchar durante casi toda su vida por no rendirse a la vida que le había tocado en suerte, había encontrado el modo de no irse de este mundo sin haber descubierto la felicidad, sin que la felicidad la ayudara a provocarse la alegría. Que el cura ese y los siete obispos de las siete diócesis que tal vez disfrutaban imaginando terapias de deshomosexualismo se fueran al infierno en que creían y se tenían merecido. A ella, las barbaridades ajenas ya no podían derrumbarle la felicidad ni apagarle la alegría. Había conseguido la ayuda invencible de su imaginación. A quien sabe utilizar su imaginación, nunca le falta nada, se recordó.

Escribió en su libro de notas tres líneas para un artículo comentando la noticia sobre el cura y los obispos depravados que pensaba escribir más tarde. Imponerse un horario estando jubilado era, sin duda, una soberana estupidez. ¿Qué le pedía el cuerpo? ¿Qué le pedía el alma? Irse de este mundo al mundo de la imaginación, único lugar en el que todos los hombres se sentían hermanos, en el que un sueño simplemente erótico podía convertirse en un sueño de amor. Puso una de sus películas favoritas; esas que no se cansaba de ver porque siempre le enseñaban algo nuevo, y por el camino de la imaginación, se fue.

Khatia Buniatishvili, uno de los amores que hace años me acompaña en mi imaginación, toca aquí Liebestraum 3, Sueño de amor 3, de Franz Liszt, ideal para acompañar esos momentos en que el amor se hace sentir sin palabras.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

2 comentarios sobre “Sueño de amor

  1. Amiga María, ¿qué sería de nosotros sin la imaginación?

    Cuando digo nosotros me refiero a aquellos que no encajamos de todo en este mundo medido, pesado y tasado por los convencionalismos de unos pocos que marcan la vida de otros muchos.

    Nunca han sido buenos tiempos para la lírica, estos tampoco lo son, es por ello que necesitamos tanto del arte: la música, la pintura, la poesía… para no ahogarnos en la mediocridad y la cretinez de una sociedad donde la oligarquía dominante nos dice qué ver, qué oir y qué pensar.

    Voces como la tuya nos hacen olvidar, porque nos lo recuerdas, la vacuidad social y ayuda a que nuestra imaginación nos trasporte a lo onírico, a la ansiada felicidad.

    Abrazote.

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