
En una fecha próxima a la navidad de 1970, la única cadena de televisión que había en aquella época metió en nuestras casas a un anciano de expresión bondadosa y a un entrevistador que no conseguía controlar del todo la cara y el tono de voz de tonto que utilizan la mayoría de los adultos para dirigirse a los niños muy pequeños y a los ancianos muy ancianos. Intentaba controlarlos, sí, porque con ese anciano en particular, poca broma. Suyo era el reino, el poder y la gloria y lo serían hasta el último suspiro que sus pulmones soltaran en la sacrosanta atmósfera de España.
El entrevistador empezó a hacerle preguntas y el egregio anciano a contestarlas con su vocecilla de abuelita cariñosa. No las recuerdo, tal vez porque me interesaba más la cena. Hasta que el entrevistador, con la sonrisa bobalicona del servilismo, le hizo una pregunta que me pinchó las glándulas. «Excelencia, ¿los españoles hemos sido difíciles de gobernar?» El anciano, con sonrisa paternal, respondió que no. No registré las palabras con las que prosiguió su respuesta. La roja sustancia de la ira me inundó el cerebro, los oídos y creo que hasta los ojos. De sus argumentos me quedó en sinopsis que para el bondadoso anciano, los españoles habíamos sido unos hijos y nietos muy buenecitos. En ese momento, mi orgullo maltratado sufrió una hemorragia y mi memoria se llenó de sangre, solo sangre; la sangre que ese anciano simpático había hecho derramar a los españoles cuando, siendo un cuarentón, los dividió en dos bandos asesinos y siguió encarcelando y matando a los del bando contrario al suyo porque ni la victoria había logrado saciar su soberbia, su ambición, su odio y su sed de venganza.
Pero ganar la guerra no fue el mayor triunfo de aquel Führer español. Su gran triunfo fue maleducar a dos generaciones de españoles con tal arte que, según el individuo, esa mala educación iba a durar toda la eternidad. ¿Tendría razón? Quien no distinga lo eterno de lo inmortal y además crea en la inmortalidad del alma, puede creer que sí. Quien razone más científicamente lo negará de plano. La inmensa mayoría de los seres humanos somos tan imbéciles que no falta mucho para que en este planeta, saqueado y destruido, no quede bicho viviente, maleducado o no. Lo que al menos permite albergar la esperanza de que, algún día, en este desdichado país no quede ni un solo franquista. Hoy por hoy, desgraciadamente para los españoles y para toda la humanidad, la mayoría imbécil replica, con el sarcasmo chulesco del burlador de Sevilla: «¿Tan largo me lo fiáis?»
Han pasado noventa años desde la locura de racismo y nacionalismo xenófobo que empañó de odio los años treinta del siglo pasado. A esas lacras morales y otras se agregó un masoquismo que llevó a la mayoría de los europeos a renunciar a la democracia y hasta a la libertad individual. La causa que hundió al mundo en esa inercia maligna fue la gran recesión de 1929; las consecuencias: miseria, hambre, muerte.
A quien no le suene a viejo lo que está pasando ahora mismo en España, en Europa, en América o es un milenial o un hijo de padres que no quisieron o no se atrevieron a recordar su pasado en voz alta o el producto de una educación formal que ha deshumanizado la escuela eliminando la filosofía, materializando la historia. Quien no se dé cuenta de que los populistas están utilizando la recesión de 2008 para pescar incautos pusilánimes, como lo hicieron los populistas de los años veinte y treinta, debe ser alguien que no llegó al bachillerato o que terminó el bachillerato tan ignorante como lo había empezado o un joven periodista inculto o un inculto de cualquier profesión que no tiene muy claro en qué consiste vivir una vida plenamente humana enriquecida con los logros de siglos de humanización. Nadie se ha molestado en enseñarles eso porque hace años que la educación, sobre todo la pública, solo tiene como objetivo orientar a los alumnos hacia la productividad, ignorando las necesidades intelectuales de sus mentes en favor de las necesidades del mercado de trabajo, es decir, de los empresarios. Las mentes de los pobres y medio pobres no tienen porqué tener necesidades intelectuales. Hay que maleducarles para que se ocupen solo de sus estómagos, sus canales de pago, su coche a plazos, sus vacaciones.
La moderna mala educación, planificada para corregir los errores de la educación integral que intentaron los progres con su obsesión por la igualdad, ha conseguido la paz social convirtiendo a los ciudadanos en sumisos súbditos del dinero. Planificada, sí, concienzudamente. Maleducar se convirtió hace años en un arte bajo el dominio de los artistas de la propaganda y la publicidad.
Gracias a la mala educación que se imparte en colegios públicos y pantallas de diferentes tipos, millones a lo largo y ancho del mundo parecen estar haciendo cola para meterse en una máquina del tiempo que les devuelva al pasado de los grandes hombres: Mussolini, Hitler, Salazar, y el más genial de todos, Franco. Todos ellos fueron Padres de sus Patrias, pero los dos primeros murieron ya sabemos cómo y el tercero no aspiraba a la gloria ni en vida ni después de muerto. Solo Franco tuvo tiempo suficiente y vocación para ser, además de padre, educador. Solo Franco quiso dejar todo, absolutamente todo, atado, antes de ser ascendido a la gloria de los santos. Lo hizo por sus hijos, para que ninguno de sus hijos sufriera la zozobra de sentirse libre, obligado a montarse la vida con la única asistencia de su propia razón y de su propia voluntad.
Y a fe de Dios que lo consiguió. Lo del gobierno del estado lo ató con la banda del rey. Allí donde apareciera el rey con cualquiera de sus múltiples uniformes, la plebe acudiría, entusiasta y sumisa, a aplaudirle , como aplaudían a su Caudillo, como su Caudillo les había enseñado a aplaudir. Cierto que Juan Carlos era mujeriego y aceptaba regalitos, vinieran de quien vinieran, sin preguntarse si aceptarlos era o no legal. Pero precisamente por eso, el chico garantizaba la supervivencia del statu quo. Juan Carlos era como lo había maleducado él para que respetara e hiciera respetar a todos los maleducados que le habían ayudado a maleducarlo desde su infancia. Y no había peligro alguno de que sus súbditos se rebelaran. A esos también les había maleducado él mismo desde la más tierna infancia de la nueva España católica, apostólica y romana haciéndoles creer que, a pesar de su condición de mindundis, todos los españoles fieles a Dios, a la Iglesia y a su Caudillo, eran, por la gracia de Dios, de la Iglesia y de su Caudillo, defensores de España, siendo España baluarte de los valores de occidente. Aquellos infelices que, el día siguiente al desfile de la victoria, vieron a un obispo arrodillarse ante Franco y a Franco entrar en una iglesia bajo palio como la Santa custodia, quedaron maleducados para siempre en la veneración que les hacía aclamar ¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco! con la devoción con que un creyente aclama a Dios al final del Prefacio de la misa; «Santo, Santo, Santo». ¿Que eso ocurrió hace muchos años? ¿Que los jóvenes ni lo saben ni les importa enterarse? Cierto. ¿Qué eso demuestra que Franco fracasó en su intento de mal educarnos para siempre? Falso. Franco logró inocular en todos los cerebros una orden rotunda: «No te metas en política». Los padres la transmitieron a su hijos. La inmensa mayoría de esos hijos la obedecen hoy y la transmiten a los suyos. Hagan lo que hagan los que ostenten el poder, la paz social queda garantizada para siempre por la indiferencia de la masa de los mindundis.
Casado, Abascal y Arrimadas, expertos ellos en el arte de maleducar, lo saben y por eso insultan, mienten, no se preocupan por la recta gestión política en los gobiernos en los que han logrado gobernar. Fieles a la mala educación franquista recibida, no se meten en política. Su trabajo es otro. En pleno siglo XXI, siglo del triunfo del neoliberalismo, la función del presidente de un partido político debe consistir en administrar el partido como una empresa y en conseguir el máximo de votos, es decir, de dividendos para su empresa. Las derechas populistas, aquí y en el mundo entero, saben por educación y experiencia, que los votos se consiguen maleducando. Saben que quien tiene mayores posibilidades de triunfo es el que mejor domine el arte de maleducar.
Un placer leerte y compartir tu argumentación.
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