
La nueva normalidad de un gobierno anormal
(Publicado en La Hora Digital el 28 de junio de 2020)
Hace varios días que oigo y leo a presentadores, analistas y tertulianos burlarse del término nueva normalidad; calificarlo de disparate, de horrible neologismo, hasta de espeluznante. Con la cara de tonta que me dejó tan virulento rechazo a un nombre precedido por un epíteto común y corriente que se limita a calificar de nueva a la normalidad que hoy se impone, empecé a preguntarme por qué tanta alharaca.
Vamos a ver, ¿qué es normalidad? Cualidad o condición de normal, dice la RAE, ¿qué va a ser? Vale. ¿Y qué significa normal? Otra vez según la RAE, normal es lo habitual, lo ordinario, lo que se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano. Muy bien. Y en términos sociológicos, ¿quién fija esas normas? Superficialmente, antes de meternos en berenjenales políticos, digamos que las normas que rigen el comportamiento que una sociedad considera normal, son las que acepta e impone la mayoría de los individuos de esa sociedad. O sea, que la sociedad considera normal a las normas que la mayoría considera normales, y al revés, considera anormal el comportamiento que no corresponde a esas normas. O sea, que al final se trata de una cuestión de pura estadística. ¿Así de sencillo? Así de sencillo. Teóricamente no hay nada más que decir. De acuerdo, pero la mayoría no siempre ha aceptado las mismas normas. Las normas cambian, como cambian los individuos con el tiempo. Luego lo que era normal puede dejar de serlo. Es decir, la normalidad puede hacerse vieja y ser sustituida por una normalidad nueva, ¿no?
Hasta aquí mi interrogatorio socrático porque al llegar a este punto, mi mente se llenó con un aluvión de ejemplos. Me limito a los más recientes. Hace relativamente poco tiempo, se consideraba normal la sumisión de la mujer al marido y de la familia, a los preceptos de la Iglesia. A partir de la muerte del Caudillo, esa normalidad pasó a considerarse anticuada, retrógrada. Se impuso una nueva normalidad. Se normalizó, por ejemplo, que los jóvenes salieran de fiesta los sábados a última hora de la noche y llegaran a sus casas entrada la mañana de los domingos. Nueva normalidad. Se consideró normal que los jóvenes fueran a ligar a las discotecas donde el volumen de la música impide mantener una conversación, es decir, comunicarse hablando. Aún así, es normal que se ligue y que ligar culmine en relaciones sexuales en un coche o donde se pueda si los involucrados carecen de vivienda propia. Al margen de juicios morales, estéticos o de otro tipo, esa conducta se considera normal. Nueva normalidad. A mi edad he sido testigo de tantas nuevas normalidades que no entiendo el revuelo armado por quienes hoy consideran a lo de nueva normalidad un neologismo inaceptable. ¿Neologismo de qué? Me lo expliquen, por fa, como se dice en la jerga hoy considerada normal.
Saltando al presente, resulta que de pronto dos anormalidades han anormalizado nuestras vidas: una pandemia y un gobierno anormal.
El gobierno, constituido por anormales, ha tomado en seis meses medidas anormales, anormales por ser contrarias a la normalidad imperante. El gobierno se da cuenta de su anormalidad y lo reconoce. No piensa rectificar, no piensa volver a la normalidad que teníamos antes del cambio de gobierno y así lo manifiesta en un decreto ley que esboza una nueva normalidad. Esa nueva normalidad se refiere a una serie de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para seguir enfrentándose a la pandemia, pero también a unas medidas que indican, sin lugar a dudas, la intención del gobierno de transformar la vieja normalidad impuesta por el Partido Popular aprovechando la Gran Recesión de 2008, en una nueva normalidad que imponga valores humanos contrarios a la deshumanización del capitalismo salvaje.
No voy a repetir en qué consistió la normalidad durante la era Rajoy. Lo saben de sobra bancos, empresarios y millones de víctimas de la reforma laboral. Sobre lo que vale la pena reflexionar en estos momentos es si los valores pueden imponerse; si imponerlos no suena antidemocrático. Vamos a ver. La Iglesia, protegida por Franco, impuso las creencias y la moral del nacional catolicismo que impregnó la existencia de todo individuo, de la sociedad entera durante cuarenta años. Pero esas normas las impuso una dictadura, se puede argüir. Sí, y la mayoría las aceptó por obligación, pero las hizo suyas como si las hubiera decidido la conciencia de cada individuo. No hizo falta meter en cada barrio un comité de vigilancia que impusiera el cumplimiento de las normas, como hacían el comunismo soviético y sus satélites ideológicos. En cada casa había policías políticos que velaban por que la familia no se apartara de la normalidad; no cayera en lo que estaba mal visto. Unos por convicción y otros por miedo, la mayoría aceptó e impuso a los demás las normas que dictaban el gobierno y la Iglesia. Solo las familias desestructuradas, pobres, claro, y los rebeldes por convicción iban a su aire. Pero los pobres no cuentan y los rebeldes acababan en la Dirección General de Seguridad o, con suerte, en el exilio. Lo curioso es que tres años de guerra bastaran para hacer que la mayoría olvidase la libertad y los derechos que había podido disfrutar durante la república. La explicación salta por evidente: el miedo dobló todos los espinazos. Pero no solo fue el miedo, fue también la decepción ante la inseguridad, el desorden, el caos en el que hundieron el país unos irresponsables que confundían la libertad con el derecho a hacer lo que les viniera en gana sin respetar la libertad de los demás. La libertad y los derechos, la nueva normalidad, habían llegado de la mano de las izquierdas. Y las izquierdas ofrecieron el espectáculo de una pelea de gallos en las que no faltaron ni la sangre ni la muerte. La mayoría de los españoles aceptó de buen grado el orden y la paz que impusieron los que habían causado la guerra.
Esa historia de anormalidades y normalidades que a muchos suena a batallas del abuelo quiere repetirse hoy camuflada de modernidad, pero con trazos surrealistas. Cuando Pedro Sánchez decide embarcar al Partido Socialista en la aventura de un gobierno de coalición con la izquierda, entonces populista, de Unidas Podemos, nadie puede dudar de su anormalidad. En el extremo opuesto, las derechas parecen unirse en una especie de Frente Popular al revés. Parece que quieren imponer las normas económicas y sociales de la era franquista, pero peleándose contra el gobierno y entre sí con la violencia y la grosería de las peleas de gallos de las izquierdas de otros tiempos. ¿Qué normalidad ofrecen? Por el momento, nadie lo sabe muy bien. El gobierno anormal deja la gallera a los nuevos gallos y se pone a gobernar con orden y sensatez. Pablo Iglesias renuncia a sus ideas y a sus prisas de bombero y a sus discursos incendiarios y se concentra en las tareas que exige su ministerio. Yolanda Díaz, comunista ella, resulta una Ministra de Trabajo ejemplar. Por una parte, decide y aplica las políticas progresistas que exigen sus convicciones, pero con una cordura, una prudencia que el vulgo suele asociar al conservadurismo. Los otros dos ministros de UP se han adaptado sin problemas a un gobierno de coalición como si hubieran gobernado en coalición toda la vida. Pedro Sánchez trabaja. No tiene tiempo para sesiones de fotos ni eventos electoralistas. Trabaja e informa sobre su trabajo en el Congreso y en conferencias de prensa. El pico a pico con las derechas no es lo suyo. Los gallos le retan con auténtico salvajismo sin conseguir que se defienda con la misma ferocidad. Los españoles le eligieron para que gobernara y eso es lo que hace, gobernar. Las derechas y los medios afines no se tiran de los pelos por no ir enseñando clapas en sus cueros cabelludos, pero su desconcierto, su furia y su impotencia chillan en cada una de sus manifestaciones. Porque ante la realidad de un gobierno progresista que gobierna sin perder el tiempo, a las derechas y medios afines no les queda otro recurso que el de la mentira: el gobierno está dividido; el gobierno no gobierna; el caos se impone. Pero tan insólita se ha vuelto la realidad que vivimos, que nadie les cree por más que se esfuercen en colar bulos. ¿Qué está pasando aquí?, se preguntan atónitos. Pues nada. Se trata, simplemente, de la nueva normalidad.