Ni puto caso

La película que más me ha impresionado desde que la vi en 1976 hasta el día de hoy fue y sigue siendo, y ahora más que nunca, Network; en España, Un mundo implacable. Salí del cine aterrorizada, muda. Mi marido de entonces, muy American republican él, me tranquilizó. “Es solo una película. Algo así jamás puede suceder en América”. En aquella época vivíamos en América, así que no teníamos por qué preocuparnos.

Pues bien, algo como aquello que me aterrorizó está sucediendo ahora allá, aquí, en todas partes. No me refiero al Covid 19 que, por lo visto, ya no atemoriza a casi nadie que no tenga un enfermo o un muerto en la familia o que no sea un sanitario consciente de lo que aún le queda por sufrir. Por lo que se está viendo en la calle, parece que la gente quiere olvidar el virus lo antes posible. La película iba de otra pandemia; del control que ejercen los medios, prensa escrita, radio y, sobre todo, televisión, sobre la mente y las emociones del público.    

No voy a contar la película. Wikipedia ofrece un relato muy completo de su argumento, YouTube da gratis el tráiler y las escenas más importantes, en inglés y en español, y la película se puede ver completa en varias plataformas. Me limito aquí a los cuatro trazos que nos importan. Una cadena de televisión americana decide despedir al presentador de su noticiero nocturno por falta de audiencia. El presentador se despide de sus espectadores anunciando que en alguno de los días que le quedan antes de marchar, va a suicidarse en vivo y en directo porque, explica más adelante, la vida es una mierda. Ese anuncio y esa conclusión hacen subir la audiencia a cifras inimaginables. La cadena revoca el despido. El presentador, aquejado de un serio trastorno mental, convierte el noticiero en un show actuando como un ciudadano desquiciado por la crisis económica que suelta, con absoluto desenfreno, lo que piensan las personas corrientes en sus peores momentos sobre la economía, la política, la descomposición de los individuos y de la sociedad. Siguen subiendo las audiencias. Los ejecutivos de la cadena se aprovechan del estado mental y emocional del presentador para ofrecer un espectáculo cada vez más demencial. Todos entran en una espiral  de locura que se detiene abruptamente cuando el poder económico y su subordinado, el poder político, se dan cuenta de que las verdades que predica el presentador estrella, verdades contra el capitalismo deshumanizador,  están calando en las mentes del público, y que ese despertar de las conciencias puede alterar el sistema y mermar su poder. El final es alucinante. La moraleja es demoledora. Nuestras mentes están controladas por los medios y nuestra libertad se ha reducido a un concepto engañoso. Somos tan libres como puede serlo un robot programado para elegir lo que está programado para elegir  y actuar como está programado para actuar.

Aterricemos en la realidad de hoy, aquí. El miedo a la enfermedad y a la muerte que nos trajo el virus nos empujó a seguir las apariciones del ministro de Sanidad y de los expertos en diferentes áreas que cada día nos explicaban en televisión el desarrollo de la pandemia. Pero el miedo fue cediendo con el confinamiento. El ministro de Sanidad y otros ministros y ministras y los expertos sanitarios y de asuntos diversos empezaron a resultar aburridos, cada vez más aburridos a medida que sus cifras y normas y explicaciones nos hablaban, con una sobriedad soporífera, de realidades ajenas a nuestros intereses inmediatos. Esas comparecencias diarias fueron perdiendo audiencias. Apareció el presidente del Gobierno un sábado para informar, y su inusitada aparición causó una emocioncilla que atrajo público. Pero ese sábado y en sábados sucesivos, el presidente se limitó a informar y a animar a los ciudadanos con una sobriedad que el común de los mortales asociaría a la sosera. Sus discursos y ruedas de prensa perdieron audiencia. Tomando en cuenta que la audiencia es el interés primordial de las radios y las cadenas de televisión, sus ejecutivos hubiesen despedido a los ministros, a los expertos y al mismísimo presidente del Gobierno de haber podido. Como despedirlos no podían, hicieron lo único que podían hacer, quitarles tiempo en antena y sustituir sus tediosas intervenciones por contenido más espectacular. Ese contenido lo ofrecen los líderes de las llamadas derechas.    

Los jefes de comunicación, o sea, de propaganda, de los tres partidos de derechas entendían perfectamente el asunto de las audiencias; lo habían entendido antes, aún, que los ejecutivos de las cadenas. Cuando allá por febrero de 2019, sus asesores le dan a Casado una lista con diecinueve insultos a Pedro Sánchez para que los recite públicamente uno detrás de otro, la diatriba no surge del ataque de furia de un asesor borracho; el tema se había estudiado y calculado con ponderación. Casado consigue lanzar sus injurias con una eficacia indiscutible y el resultado es un éxito rotundo. Los diecinueve insultos ofrecen tema espectacular a los medios. El vídeo de Casado insultando a Sánchez se  reproduce ad nauseam en televisión y el corte, en radio, mereciendo comentarios de comentaristas durante más de diecinueve días y quinientas noches. Mientras tanto, Pedro Sánchez aparece y desaparece en un suspiro diciendo algo de política a lo que nadie presta atención. Cunde la euforia en los despachos de los populares. Esa sola idea genial les ha trazado el mapa completo de su futura trayectoria. ¿Política? Qué va. El público no quiere política, quiere leña al mono y leña le van a dar aunque tengan que recurrir al Diccionario secreto de Camilo José Cela.  

Mientras tanto, los Abascales y los Riveras asisten al fenómeno con estupor, pero el estupor les dura poco. A ver, si Casado se lleva el gato al agua desgranando insultos y nada más, la cosa está clara.  ¿Para qué perder tiempo elaborando programas políticos y calculando gastos y beneficios y buscando citas citables para dar al discurso un barniz de cultura? Cuando lleguen al poder, ya podrán contratar asesores que les hagan el trabajo pesado. En campaña hay que dar a la gente lo que quiere y nada más. ¿Cuáles son los programas de televisión de mayor audiencia? Aquellos en los que quienes aparecen en pantalla se ponen a parir a gritos o ponen verde a la pareja o a la ex pareja o a la familia de la pareja o de la ex pareja o a la propia familia, que todo vale en el amor y en la guerra. Claro que, en una campaña política, el amor desentona. El amor es cosa de buenistas y el buenismo aburre. Una campaña política es una batalla sin otro objetivo que ganar la guerra y todos sabemos de toda la vida que, para ganar una guerra, vale todo.

Las tres derechas no ganaron la guerra, pero al llegar el armisticio se encontraron con que la unión de las tres les daba una  victoria inesperada en varias plazas importantes. Se vinieron arriba y, como el presentador demente de la película, se concentraron en inflamar sus discursos, pero con insultos, ultrajes, acusaciones falsas contra el presidente del Gobierno para enardecer a propios y extraños. La campaña electoral había terminado, pero esos discursos tan espectaculares podían llevarse al Congreso donde tendrían, sin duda, un efecto aún más espectacular y servirían, encima, para matar dos pájaros de un tiro: por un lado, desgastar al presidente y al Gobierno; por otro, desprestigiar al Congreso. Entonces, ¿su intención es destruir la democracia? No necesariamente. Ante la devastación de todo lo políticamente sagrado, lo más seguro es que la mayoría de los ciudadanos racionales caigan en el escepticismo y la apatía; lo que significa que la ganadora de la próxima guerra será la abstención. Puesto que los fanáticos de derechas y aquellos que han sucumbido  a la sugestión de sus espectáculos no se van a abstener, ¡fanfarrea!, ganan las derechas.      

¿Y qué pasa, mientras tanto, en los despachos de los ejecutivos de los medios y en las reuniones de los presentadores con sus equipos? Pasa que están como si les hubiera tocado la lotería. En esta época aciaga en que el tiempo de los informativos se llena con números de contagiados y fallecidos y desgracias varias relacionadas con la pandemia, y el tiempo de los magacines con tertulianos tendría que llenarse con lo mismo restando audiencias, las barbaridades que sueltan los líderes de las derechas les están suministrando el espectáculo que necesitan para distraer y conservar espectadores y oyentes. Además, se puede pinchar a los miembros del Gobierno central y de los gobiernos autonómicos y municipales pidiéndoles que comenten esas barbaridades a ver si saltan y sueltan otra barbaridad. Y una vez  cubierto el show con barbaridades, puede quedar muy bien concluir con una jeremiada quejándose del estado lamentable de la política del país.

Esto está pasando en España y en varios países europeos. Y no, no era aquella película solo una película, como decía aquel. Esto está pasando en América donde una mayoría enardecida por los medios llevó a la presidencia del país a un demente que está destruyendo poco a poco todo lo que se le pasa por el magín.

¿Estamos entonces indefensos en manos de los medios de comunicación de masas, como gusta llamarles? Hoy por hoy, no. Tenemos a mano un modo de defender nuestra libertad. Tenemos las redes sociales para desmontar mentiras, bulos, para dar nuestra opinión, para demostrar que, por poco que reflexionemos para escribir un comentario, nuestra mente aún puede defenderse de la manipulación y ayudar a que la mente de quienes nos sigan se defienda. Hoy está en nuestras manos crear opinión e impedir que nuestra opinión la manipulen mentes extrañas con intereses espurios. Hoy el cuarto poder puede estar en nuestra propia razón si nos ponemos a utilizarla. ¿Y qué hacemos con los shows de la derecha? Lo mismo que Pedro Sánchez, diría yo: ni puto caso.          

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

5 comentarios sobre “Ni puto caso

  1. Reblogueó esto en Não traz sentidoy comentado:
    En este momento en el que el populismo y la mentira campan a sus anchas destruyendo los cimientos de la convivencia y, mediante el cultivo de la desconfianza sobre las instituciones, el entramado de relaciones que sustentan la democracia, seria pertinente que quienes utilizamos las redes sociales de nos preguntásemos si:
    ¿»Tenemos las redes sociales para desmontar mentiras, bulos, para dar nuestra opinión, para demostrar que, por poco que reflexionemos para escribir un comentario, nuestra mente aún puede defenderse de la manipulación y ayudar a que la mente de quienes nos sigan se defienda»? «Hoy está en nuestras manos crear opinión e impedir que nuestra opinión la manipulen mentes extrañas con intereses espurios.»
    Nota: los signos de interrogación son una manipulación del texto de la autora, responsabilidad exclusivamente mía

    Le gusta a 1 persona

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