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Un asunto muy serio

El líder del PP, Pablo Casado, se reúne con Aziz Ajanuch, presidente del partido Reagrupamiento Nacional Independiente (RNI) Fuente:LaHoraDigital
24 de mayo 2021 – María Mir-Rocafort

Empiezo en el mismo punto en el que dejé mi artículo anterior; con Nina Simone. Nina Simone se exilió voluntariamente de  Estados Unidos en 1969 tras el asesinato de Martin Luther King.  Aquel fue el último palo que mató a los gloriosos sesenta y dejó en su lugar un mundo cada vez más cínico, más decadente, más infrahumano. Los asesinatos de John Kennedy y su hermano Robert habían destruido todo sueño de su  Camelot, del país de utópica justicia social que ambos concebían y prometían. Quedaba Luther King con su lucha por una América libre de la infrahumana lacra del racismo. Cuando le mataron,  se murieron los sueños. Ya no quedó nada más que la certeza de que vivíamos en una selva de animales salvajes dueños de todos los árboles, a los que teníamos que vivir sometidos para poder comer. Hace unos días, hombres, mujeres y niños fueron cayendo en Gaza bajo los bombardeos de Israel; hombres, mujeres y niños buscaron desesperadamente llegar a la tierra de leche y miel que Ceuta les hacía imaginar.  Hoy, Israel ha dejado de matar en Gaza, y Marruecos ha cerrado su frontera para que no sigan pasando  miserables. Los muertos, las casas destruidas, los miserables que han sido devueltos al país de la miseria con sus sueños apaleados hasta la inconsciencia ya solo son cifras que no alteran las emociones a nadie. Nina Simone eligió exiliarse para siempre en Francia. Los seres humanos, verdaderamente humanos, hoy no saben dónde exiliarse.   

Lo de Gaza y lo de Ceuta ha dejado a los  auténticos seres humanos hechos polvo emocionalmente y con un lío mental considerable. 

Por un lado, Biden tiene que apoyar a Israel sancionando la matanza de palestinos indefensos y la destrucción de otra parte de su franja, ya casi destruida por años de ataques y de imposiciones infrahumanas. Biden tenía que apoyar a Israel porque Estados Unidos ha sido el único apoyo lo suficientemente fuerte que ha evitado que se cumpliera el juramento de los vecinos árabes que se comprometieron hace muchos años a echar a los israelitas al mar. Dirigidos por el poder de una derecha salvaje, los israelitas se defienden matando y destruyendo. Su dios y su instinto de supervivencia les llaman a una defensa asesina.

Lo de Ceuta ha dejado ojipláticos a la mayoría de los españoles. Resulta que el gobierno de España no tiene derecho a prestar ayuda sanitaria a quien le parezca sin pedir permiso al rey de Marruecos, porque si al rey de Marruecos no le gusta el enfermo que se está asistiendo, abre la frontera para que pasen a España miles de los miserables que viven en la miseria porque al rey de Marruecos y a las élites que le sustentan les importa un rábano la miseria de los miserables de su país. Quien allí no encuentre para comer que se vaya, a ver si en otro país le dan.  

Diríase que esto era lo peor que le faltaba a un gobierno asediado por la pandemia y por una situación política que sin duda inspiraría una de sus pesadillas a Tenesee Williams, padre de escorpiones rabiosos que exhibían en los  escenarios la potencialidad del odio y el rencor. Pero no, no era lo peor. Lo peor fue descubrir o constatar que dentro de nuestras fronteras, el odio, el rencor, la envidia de los enemigos del gobierno de España podían alcanzar con su lengua venenosa a los mismísimos cimientos del país; que los enemigos del gobierno de España albergaban tanto resentimiento en su seno, que se habían convertido en enemigos de España.

Que el nacionalismo es miope y excluyente lo sabe cualquiera que haya reflexionado sobre el asunto con racionalidad; como sabe cualquiera que una nación que llamamos nuestra por ser el territorio en el que nacimos o adoptamos para vivir, tiene cualidades de hogar, nos introduce en una gran familia, nos hace herederos de su memoria. Si un extranjero menosprecia o insulta a los españoles, difícilmente habrá español alguno que no se sienta ofendido por poco nacionalista que sea. 

Pues resulta que el principal partido de la oposición, en su afán ya casi demente por derrocar al gobierno de España, ha menospreciado a todos los españoles procurando que no alivie nuestra situación económica el dinero que tiene que llegarnos de la Unión Europea; ha amenazado la integridad territorial de España confabulándose con líderes de partidos marroquíes que quieren recuperar para Marruecos las ciudades de Ceuta y Melilla. Esto último merecería el juicio de traición y las consecuencias penales que se derivan del delito. Quien lo perpetró merecería,  sin contemplaciones, el epíteto de traidor. Si no fuera  porque la persona o personas involucradas tienen el eximente de la estupidez, de la más supina ignorancia y tal vez de algunos trastornos de mayor enjundia.          

¿A quién se le ocurre alardear de sus gestiones ante organismos extranjeros para que el dinero europeo no llegue a España? Al jefe de la oposición, Pablo Casado Blanco. ¿A quién se le ocurre alardear de que su jefe, Pablo Casado Blanco, se enteró antes que el presidente de gobierno de la intención de Marruecos de abrir la frontera de Ceuta, gracias a sus reuniones con líderes de los partidos marroquíes que quieren que Ceuta se anexione a Marruecos? El segundo de Pablo Casado Blanco. O sea, que los líderes del principal partido de la oposición no solo traicionan los intereses de España si no que lo hacen en tribunas con micrófonos abiertos y en programas de televisión; o sea, en público y alardeando de su traición como si fuera un gran triunfo. Esto supera, no ya la más ignorante de las ignorancias, sino diversos grados de trastorno mental.

Pero no debería extrañarnos.  El líder republicano de la minoría del Senado de la primera potencia y más antigua democracia del mundo confiesa en tribuna y con micrófono abierto que su principal cometido es bloquear el 100% de las iniciativas del presidente del país. O sea, que las leyes que posibiliten el bienestar de sus electores no son asunto suyo ni de su partido; y lo dice en público como para quedar bien.  El estado de Arizona, gobernado por el Partido Republicano, ha entregado todos los votos y máquinas tabuladoras de votos a una empresa llamada Cyber Ninja, sin ninguna experiencia en la auditoría de votos, para que audite los votos y certifique la victoria de Donald Trump, analizando los papeles a la busca de indicios de bambú para demostrar que hay países asiáticos implicados en el fraude electoral. El jefe del asunto lo dice así en televisión. Y podríamos seguir páginas enteras enumerando disparates; disparates que conocen todos los medianamente informados. Pero lo que en España, en Estados Unidos y en tantos otros países preocupa y mucho a los ciudadanos cuerdos es el grado de demencia que afecta a los líderes de las derechas, a sus seguidores y, lo que es peor, a los votantes a quienes contagian su locura. 

¿La mayoría está dispuesta a poner su vida en manos de gobiernos de dementes? El no tan pesimista tiene la tentación de decir que no será tanto, pero las últimas elecciones de la Comunidad de Madrid le desmienten. Todo es posible. Es posible hasta que se ganen elecciones en un futuro no muy lejano regalando en la puerta de los colegios electorales un chupachup o cualquier cosa a quien vote por uno de los partidos de derechas. ¿Imposible? Estos ojos que han de disolver la tierra vieron hace muchos años como el Partido Estadista Republicano de un estado asociado a los Estados Unidos ofrecía una mano de plátanos a quien les votara. Buena idea si en el país hubiese habido hambre, pero el caso era que, en aquella época, casi todo el mundo tenía una platanera en su terreno. El partido en cuestión perdió las elecciones, pero a mi se me quedó en la memoria la propaganda de un partido contrario. Decía: «Cojan los plátanos y voten a quién les dé la gana«. 

Tal como está la situación en nuestro país, que es naturalmente el que más nos interesa, cabe aconsejar a los cuerdos que no dejen de ver y oír a los líderes de las derechas en mítines y entrevistas por radio y televisión. Yo les aconsejaría hasta que tomen notas para constatar luego los datos que han pronunciado. Quien no se tome a risa lo que digan por considerar sus disparates asunto muy serio, tendrán, de todas formas, garantizada la sorpresa. No hay persona cuerda que no se sorprenda del grado de estupidez e ignorancia que algunos líderes políticos son capaces de exhibir sin ápice de vergüenza. La explicación más racional que a uno se le ocurre para entender el fenómeno es que los susodichos están convencidos de que los de sus audiencias son aún más ignorantes y más estúpidos que ellos. 

Lo más tranquilizador es que, aunque esa audiencia fiel sea multimillonaria, siguen siendo mayoría los que conservan su cordura por respeto a sí mismos. 

24 de mayo de 2021 – María Mir-Rocafort

Para eso son los amigos

El viernes amtepasado recibí la llamada de un amigo de mi padre que, con los años, se ha convertido en uno de mis mejores amigos en el pueblo. Llamaba para invitarme a una fiesta sorpresa que preparaban para celebrar, esa misma noche, el 50.º aniversario de su hija menor. Mi reacción inmediata fue de pánico.

Las noches de los viernes son para mi y la persona con quien comparto mi vida, mi amor, el principio de nuestros sagrados fines de semana; fines de semana que convierten mi casa en un santuario en el que no entra nada ni nadie que pueda poner en peligro el amor y la paz con los que queremos vivir. Pero de ninguna manera podía faltar a una fiesta que, estaba segura, sería de gran importancia para mi mejor amiga. 

Mi amor lo entendió como yo; llegó a casa y me esperó, contenta de que estuviera compartiendo un par de horas con personas afines. Cuando volví, cenamos y compartimos experiencias de mi fiesta y de una cena suya, también  con amigos, esa semana. Todos los hermanos de mi amiga habían sido alumnos míos y estaban allí con sus cónyuges y sus hijos; estaban allí sus padres, sus tíos y un montón de amigos más entre los que pude reconocer a más antiguos alumnos. Todos teníamos una sana necesidad de divertirnos, de compartir  unos momentos de comunidad con auténticos seres humanos.

En cuanto llegué a casa, mi amor apagó la radio cerrando la entrada a todas las desgracias que se convierten en noticias para satisfacer el morbo de quienes encienden medios y redes para que les exciten las glándulas haciéndoles superar, por un rato, el aburrimiento de sus vidas. Nos pusimos a cenar con música de fondo; la música de los «mixes» que las dos vamos montando en YouTube. Salió una de nuestras canciones favoritas, «That`s what friends are for» «Para eso son los amigos». 

Sí, para eso son, para hacernos olvidar la barbarie de un mundo lleno de enemigos de todo lo humano. Para hacernos olvidar a los millones que votaron para dar el poder supremo sobre vidas y haciendas, en Estados Unidos y gran parte del mundo, a un anciano desquiciado. Para evitar que pensemos en los millones que, en nuestro país, van a votar como descerebrados que los estrategas fascistas entrenan para que otorguen el poder a los ricos fascistas  permitiéndoles robar carteras a los pobres y medio pobres. Para hacernos olvidar la ambición salvaje de unas bestias monstruosas, por su apariencia de personas y su realidad interior de animales depredadores, que han convertido a Ucrania, Gaza, Sudán y tantos otros lugares en mataderos de niños y adultos. Para hacernos olvidar a los millones que en los países más desarrollados viven buscando distraerse de sus propias miserias gastando su vida, su dinero  al margen de los marginados, ignorando la tragedia de millones condenados a muerte por quienes quieren convertir a los seres creados humanos en cajeros que reciben lo que les echen y devuelven lo que sobra después de descontar lo que les conviene. 

Los  amigos son para recordarnos que nuestra especie fue creada para crear; que el triunfo al alcance de quien lo busque en la creación de nuestras propias vidas y en nuestra colaboración a crear las vidas de los demás, depende exclusivamente de nuestros esfuerzos por evolucionar como seres humanos, es decir, por ayudar al crecimiento de nuestra empatía escuchando al otro, apoyando al otro, aliviando la soledad de los otros, incluyendo la nuestra, mediante la manifestación desinhibida y universal  de nuestro afecto.

Gracias Neus Comes Pon por dedicar tu vida a la política en el sentido aristotélico- servicio a los demás- huyendo  del politiqueo inútil de quienes quieren alejar las mentes de la verdad. Gracias por hacérmelo pasar tan bien en tu fiesta. 

That’s What Friends Are For – Dionne Warwick (Sub español e inglés) 

El orgullo de ser raro

Mirando hacia la cama, se puso una camiseta y un tejano que había elegido el día anterior con la intención de lucirse. Vio que su amante se despertaba, se desperezaba, la miraba, la veía y sus ojos, aún somnolientos, se iluminaban con una sonrisa. Se estiró la camiseta para que su amante pudiera leer lo que decía. Decía, en letra caligráfica, «This is the beginning of loving yourself». Unos dos años atrás, esa camiseta, en el cuerpo de la mujer de su hijo, le había llamado la atención por ese texto. Prácticamente se la robó porque, sin vergüenza alguna, le pidió a su nuera que se la regalara. Pero el entusiasmo le había durado muy poco. Pronto se dijo que una sencilla camiseta blanca con un texto y una rosa roja, combinada con unos tejanos, no era un atuendo adecuado para una vieja de setenta y pico. La camiseta fue a parar al armario y allí durmió unos dos años hasta que la noche anterior, una mujer rejuvenecida la había recordado de pronto y la había elegido para ponérsela al día siguiente.

-¿Te la acabas de comprar? -le preguntó su amante.

Le contestó contándole el origen de la camiseta y la razón del largo encierro a la que la había condenado. La sonrisa de su amante se intensificó iluminada por un toque de triunfo. No dijo nada, pero ella pudo leer en sus ojos el orgullo de saberse parte importante del gran descubrimiento; el descubrimiento de una mujer rejuvenecida por haberse dado cuenta de que cada día era el comienzo de amarse a sí misma. La parte más importante, pensó ella, la había descubierto la psiquiatra, sin duda, pero ella también había crontribuido.

Las mañanas de los domingos, soltando ante su psiquiatra los recuerdos de lo que más la había herido, podían haber resultado auténticas torturas de no ser porque los ojos y los labios de la psiquiatra se iluminaban y sonreían con el amor de la amante que a ella la había chiflado desde el primer día. Y eso que después de las primeras sesiones ella la importunaba con la misma estúpida pregunta: «¿Qué ha visto en mi, vieja decrépita y traumada, una mujer como tú, para haberte enamorado de mi ?» «He visto, agazapada en tu alma, a una niña que piensa, con su mente privilegiada, para no sentir el ansia del amor que no ha tenido nunca», le contestaba su amante en la versión reducida que ella guardaba en su memoria y que recordaba para levantarla en cada uno de sus frecuentes bajones «Tengo una mente privilegiada», se repetía riéndose de sí misma. «Y tengo diez años perpetuos. Todo lo que me pasa es falta de amor». Y cuando el amor empezó a llegarle todos los viernes a la 20:30 con casi puntualidad británica, y con ella se quedaba hasta los domingos a las 10:30 más o menos, la niña se quedó sin razones para encogerse en un rincón y salió a jugar con las abejas y las mariposas a plena luz del día.

¿Dónde estaba yo?, le preguntó una vez a su siquiatra al escucharse a sí misma relatar cómo no había caído nunca en que las mujeres eran discriminadas y los homosexuales rechazados. «En el mundo paralelo que tu mente creó porque el mundo real se te volvió insoportable cuande eras muy pequeña», le contestó su siquiatra. «Pero yo me enteraba de todo», protestó. «Escribía artículos analizando la política, la sociedad». «Tu facultad racional analizaba el mundo exterior según el criterio que había montado tu mente instruida por tu alma. Ese criterio te decía lo que el mundo de los seres humanos debería ser, y tu razón te advertía de que no lo era. A esa contradicción reaccionabas escondiéndote en ese mundo que llamas alma donde tu imaginación te permite concebir el mundo ideal que tu Dios, al crearlo, vio que era bueno»

Cada día era el comienzo de amarse a sí misma, se repitió mientras bajaba las escaleras sintiendo en su cintura las manos de su amante asegurándose de que no cayera. Abajo la esperaba el andador que le permitía caminar sin la amenaza del vértigo provocado por el síndrome de Mènieré. En otro momento, tal vez le hubiera soltado a su amante la misma pregunta estúpida que la atormentaba constantemente; «¿Cómo es posible que te hayas enamorado de mí?» Pero hoy no. Hoy era el comienzo de un amor real a sí misma; real, no provocado por consejos de autoestima; real por habérselo provocado una frase que se había repetido como un mantra toda su vida y por haber practicado, toda su vida, lo que aquella frase le ordenaba: «No te rindas».

-Hoy el desayuno lo hago yo -dijo en tono imperativo.

-Como tú quieras -su amante le respondió.

-Y, oye, hay algo que he querido preguntarte toda la semana. ¿Me llevarías a bailar esta noche? Es el Día del Orgullo.

-Es lo mismo que iba a preguntarte yo. ¿Quieres que vayamos a bailar?

-Quiero

Había vivido treinta años con una mujer y se había casado con ella a plena luz del día y ante la mitad del pueblo sin plantearse siquiera que estaba haciendo algo socialmente rechazable. Se negaba a considerar la validez de las letras LGTBQ+ porque se negaba rotundamente a vivir con una etiqueta pegada a la frente. Cuando el fin de semana anterior su psiquiatra le había despejado sus dudas sobre el género demostrándole que era evidentemente queer y explicándole el significado de ese calificativo, la revelación le había quitado de encima el peso que siempre imponen las incognitas y le había provocado la alegría de saber algo más sobre sí misma. Y esa noche iría a celebrar por primera vez el día de su orgullo. Con la cintura sujeta por las manos fuertes de su amante, sus piernas, sanas y aún ágiles, bailarían celebrando el comienzo de amarse a sí misma de verdad.

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Una de mis canciones favoritas porque siempre me anima, y mi deseo de que anime a todos los compañeros que la escuchen

Y tú, ¿qué eres?

Creyó que aquel informe, ensayo, borrador para artículo o lo que fuera llegaba a una conclusión que concluía los interrogatorios. Pero los domingos, su psiquiatra le sigue preguntando; le sigue haciendo preguntas que son bisturís para que siga abriéndose en canal, y a la vez pinzas para que siga extrayendo de su alma objetos extraños arrojados por otros y por su propio descuido. «¿Para qué?», se atrevió a preguntarle. «Para que te veas tú limpia de todo, digna de amarte como hay otros que te aman».

Y el domingo anterior se había visto limpia, tan limpia de todo que hasta llegó a imaginarse limpia de ropa, en cueros. En cueros imaginarios le soltó a su psiquiatra cómo se sentía cuando no había nadie a su alrededor que la juzgara; nadie que la juzgara según las normas establecidas por la comunidad de los hombres, machos y hembras, voceros y víctimas de los legisladores; nadie que la juzgara digna o no del amor de los otros.

La psiquiatra le preguntó entonces a qué atribuyó y sigue atribuyendo el rechazo que percibe en los demás. No tuvo que pensar mucho para responderle que, siendo una mujer, su cerebro o lo que fuera la había obligado desde siempre a razonar con la mente de un hombre.

«¿Te sientes hombre?» preguntó la psiquiatra. No, por Dios, le contestó, y empezaron a salir por su boca las peores características que atribuía a la masculinidad provocándose sonrisas y arrancándole risas a la psiquiatra. «¿Cómo puede una mujer aceptar la superioridad de una criatura salida de su vagina a la que ha tenido que alimentar y limpiar culo y mocos durante algunos años y pasarse el resto de su vida consolándole las lágrimas, si el interfecto no encuentra a otra mujer o a un hombre que se las limpie? «

«¿Te sientes mujer?» la psiquiatra volvió a preguntarle. «Menos», respondió rotunda, y empezó a enumerar las características de la mujer que se conformaba con lo que creía era su destino de costilla del varón, y de la mujer que se rebelaba siguiendo las directrices de un feminismo determinado por ideologías políticas.

«¿Qué te sientes que eres, entonces?» «Seré andrógino», respondió echando mano de una teoría que durante muchos años le había servido para entenderse mejor; «andrógino según una versión simplificada del mito de Aristófanes en «El banquete» de Platón; criatura compuesta, hombre por delante y mujer por detrás o al revés, partida por la mitad por la cobardía de los dioses». La psiquiatra soltó una risa sorda. «¿Y eso no contradice tus declataciones anteriores sobre hombres y mujeres?» «Sí, por eso hace un tiempo que me siento perdida en cuestión de género», confesó. «¿Y si resulta que eres un andrógino sin simplificación, alguien que no se reconoce género limitante según conceptos de la sociedad y normas de los legisladores?» le preguntó la psiquiatra cuando dejó de reír.

«Entonces, ¿que soy?», preguntó ella con la expresión más idiotizada que nunca. Con la expresión de indiferencia con que los buenos profesores ofrecen a sus alumnos teorías popularizadas en las que no creen, la psiquiatra le soltó, «Tal vez, no-binaria». «¿Y eso qué es?», preguntó revelando su ignorancia sin miedo ni vergüenza. «Un término de moda para referirse a la persona que se identifica con un tercer género, con más de un genero o sin género alguno o que fluctúa entre un género y otro». «¡Qué lío!» respondió con franca inocencia. «Pues no te líes», le dijo la psiquiatra. «¿Recuerdas la ilusión con la que me contaste qué le había contestado Dios a Moisés cuando Moisés le preguntó su nombre?» «Sí», contestó con una sonrisa de nostalgia, «Eye asher eye, dijo Dios que era su nombre.» «Sí,» siguió la psiquiatra, «Traducido libremente por <Yo soy el que soy> o por <Yo me convertiré en quien quiera convertirme> o <Yo seré lo que quiera ser> o <Yo creo todo lo que quiero crear>». Ella iba a decir «Eso», pero no le salió la palabra. El alma se le había quedado muda, como muda la dejaba la sorpresa ante un descubrimiento. La psiquiatra la miraba cejijunta, seria, pero con una sonrisa bailándole en los ojos, y «Pues eso», dijo como si le adivinara el pensamiento. «Pues eso», repitió ella con la expresión todavía más idiotizada. «Siempre te he oído decir que, como hijos de un Creador, nuestra misión en esta vida es crear», siguió la psiquiatra. «Cierto, eso me dice mi fe». «Y seguro que te dice también que llevamos el nombre del Dios en el que crees grabado en el alma, tal vez eternamente, porque es el nombre que quiere que se repitan sus hijos, herederos de ese nombre». «Sí». «Pues eso».

«Pues eso», se repitió entendiendo por primera vez en toda su profundidad lo que estaba entendiendo. «Pero, espera», se interrumpió, sacudida de repente por una duda, «¿Y en la cama?» «El género no tiene nada que ver con las relaciones sexuales», le respondió la psiquiatra. «A una persona, del género que sea, le puede apetecer a veces llevar la voz cantante y otras veces, apetecerle que le canten, ¿o no?» «O sí», respondió con franqueza. «Lo que siempre apetece», siguió la psiquiatra, «es lo que tú llamas sexo empático, pero como yo quiero enterarme bien de lo que significa tu definición, ¿por qué no lo dejamos para el domingo que viene? ¿Te parece?»

Le pareció perfecto si además contaban con tiempo suficiente para demostrarle su teoría con una sesión práctica.

Con el culo al aire

«¿Estás segura?», se preguntó a punto de modificar el bosquejo que tenía preparado para el artículo que pensaba empezar a escribir. «Te vas a quedar con el culo al aire», le advirtió el Pepito Grillo de su conciencia. «¿Y a mi qué?», le contestó sintiendo el alivio inmensurable que le habían regalado los años; la libertad. El artículo nuevo bajo la nueva perspectiva tenía que empezar en el momento en que su psiquiatra, después de desahogar el ansia de una semana sin verse, le había entregado unos papeles para que los leyera en el acto. Era una especie de informe sobre su salud mental.

Había empezado a leer el informe, ¿ensayo?, ¿notas para un artículo?, como colega a la que una amiga psiquiatra hubiese solicitado su opinión sobre una paciente. Tardó casi nada en comprender que la paciente era ella. Y entonces la mente se le quedó sin palabras. De vez en cuando, levantaba los ojos de los papeles para mirar a la mujer que tenía delante con el estupor que la había dejado muda. Seria, inexpresiva, la mujer la miraba a ella. Y ella volvía a los papeles sintiendo cuanto decían como un juicio sumarísimo que nadie podría cuestionar.

A punto de elegir qué y cómo extraería de esos papeles material para su nuevo artículo, la memoria la llevó a la tarde en que, sentada en la terraza del Costa Negra, lugar de sus alivios semanales, dejando a sus ojos vagar ociosos por carretera y montañas, vio llegar a un coche desde el Port del Cantó y aparcarse al lado del bar. Vio bajar a una mujer que entró en la terraza y enseguida la miró y no dejó de mirarla mientras elegía para sentarse la mesa al lado de la suya. La mujer la saludó, nada raro, todos se saludaban, y en tono de pregunta dijo su nombre y su apellido; nada raro tampoco, a ella la conocía todo el pueblo por cara y nombre. Lo raro empezó cuando aquella mujer le confesó que desde hacía unos quince años se había convertido en seguidora semanal de sus artículos y ardiente admiradora suya; cuando empezó a desgranar las ideas fundamentales que expresaban aquellos artículos con una capacidad de análisis y una memoria de ideas y extractos hasta superior a la suya. Lo rarísimo fue que, cuando el tiempo se les echó encima, se vio indicándole a la mujer el camino a su casa; le molestaban las visitas. Lo que superó la rareza fue que, una semana más tarde, aquella mujer se presentó en su casa sin previo aviso y después de tal vez horas de conversación, vio y sintió cómo la mujer le agarraba la cara con las dos manos y dirigía su cabeza hasta ponerla sobre su hombro. A partir de ese momento, todo cuanto le ocurrió con aquella mujer tuvo la anormalidad del milagro.

Volvió al nuevo esquema que le exigía la nueva perspectiva. «Diagnóstico», escribió y subrayó: «Trastorno de ansiedad por trauma físico y psíquico». La pluma empezó a moverse impulsada por el temblor de su mano. «Causa», se obligó a escribir y subrayar, «Brutal abuso psícológico y físico desde el uso de razón hasta los dieciocho años». Abrió paréntesis para advertirse, «Dejar claro que abuso físico consistió en golpes y exposición a la sexualidad de mayores; no en abuso sexual». Dejó la pluma en el escritorio para detener el temblor de la mano. Algo empezó a oprimirle la garganta.

Volvió a verse en su memoria ante aquella mujer. Al finalizar su lectura del informe o lo que fuera, descansó la cabeza sobre su hombro y así estuvo un rato en silencio hasta que un pensamiento repentino le despertó el miedo. ¿Significaba ese informe o lo que fuera que daba su tratamiento por concluido y que ya no volvería a verla más?, le preguntó a la psiquiatra. «Lo nuestro no es tratamiento», le contestó la mujer, «Es otra cosa y es para siempre». Según su fe, el «para siempre» significaba la eternidad. Por su edad le faltaba poco para averiguar si la esperaba una vida eterna o la nada. Como psiquiatra, aquella mujer había incluido las creencias de su paciente en el informe. ¿También se abría, ante la científica, el pozo sin fin de lo que no se sabe sobre el destino final?

Volvió a su esquema. Aquel informe o lo que fuera era el compendio de la lucha de un ser humano empeñado en evolucionar contra los síntomas de la neurosis que pretendía hacer su evolución imposible; era, según su filosofía, una lucha sin tregua por humanizarse. Esa lucha la llevó muy pronto a complicarse el dolor crónico de su existencia con el dolor de todos los demás; homininos, animales y hasta objetos, recordó. Se vio a los diez años, en unas vacaciones, recogiendo muñecos que se encontraba en las basuras de la calle sintiéndolos como niños abandonados. Llegó a tener ocho, recuerda, y con ellos dormía dándoles el cariño que a ella le faltaba, hasta que el final de las vacaciones la obligó, a ella también, a abandonarlos; una pena que se agregó a otras penas y que sufrió sin que nadie se percatara de que sufría porque para todos, ella era un objeto exótico. Esos muñecos aparecían en el informe como un ejemplo más de su empatía; la empatía que, ya adulta, determinó como facultad esencial para identificar a un ser humano. Una persona aparentemente normal que careciera de empatía necesariamente tenía que carecer de humanidad. Tras comprobar con los años que la mayoría de las personas daba muestras de carecer de lo que ella consideraba una facultad inherente al ser humano, tuvo que plantearse si la carencia de humanidad privaba a esos homininos de derechos. Concluyó que no sin preocuparse más. Todos los animales tenían para ella tantos derechos como las personas.

Determinaba el informe que por la empatía había llegado al perdón, a perdonar a cuantos le habían hecho daño. Con eso no podía estar de acuerdo. Adulta ya, llegó un momento en que rechazó perdonar. Quien perdonaba asumía una posición de superioridad; se erigía en juez que decretaba la culpabilidad de otros y se atribuía la bondad de la indulgencia. No costaba mucho llegar a la conclusión de que en este mundo todos eran culpables de algo. El rencor surgía, por lo tanto, de una introspección defectuosa. Lo justo no era perdonar, era comprender; comprender que todos eran víctimas de una sociedad en la que se mezclaban seres humanos con homininos inhumanos, en la que todos tenían que sufrir, de un modo u otro, por las acciones de los demás. ¿Cómo no comprender la conducta destructiva de un adulto sometido en su infancia a los horrores de una guerra, a las privaciones de una posguerra, a una constante penuria? El sadomasoquismo de los primeros homininos había creado una cadena de sufrimiento que a todos convertía en víctimas y verdugos.

La memoria le devolvió el final de un poema suyo que había incluido en su antología personal. «¡Oh, Jerusalén, cómo olvidarte!/…Será, si alguna vez te olvido,/ el día en que mi diestra ya no tenga/ memoria que la anime,/el día que la lengua se me calle,/el día en que el último culpable/ justifique la última vileza/ del último inocente». Y vio a las familias de palestinos de otra época despojados de sus tierras, de sus casas por dirigentes israelitas y vio a israelitas asesinados por terroristas palestinos y vio a israelitas asesinos matando hombres, mujeres y niños en venganza y vio a millones de judíos muertos en un holocausto que habría merecido el fin del mundo. Perdonar no eximía de comprender y comprender era imposible sin amor al prójimo. Y el cura del pueblo le había dicho un día que no era cristiana, recordó. La afirmación le había provocado una sonrisa. «Ni Cristo sería cristiano considerando las barbaridades que se han perpetrado y se perpetran en su nombre», le dijo riendo. El cura no se rió.

Leyendo la conclusión del informe se habría sonrojado, pensó, de no ser porque en esa conclusión vislumbró la influencia del amor. Esa conclusión llenaba a la paciente de elogios, entre los cuales uno que le llegó al alma; admirable. Aquella mujer había llegado al amor por admiración, y la admiración de un tercero era lo último que ella hubiera imaginado recibir después de una vida habituada al desprecio desde su nacimiento. «¿Me puedes decir por qué me has dado a leer este informe ahora?», le preguntó cuando se repuso del miedo a perderla. «Porque me dijiste que al contar lo nuestro, la reacción de algunos había sido prevenirte sobre las posibles malas intenciones de una extraña y una amiga hasta te había dicho que yo era fruto de tu imaginación. Tuve miedo de que tu autoestima sufriese una recaída». Ella rió y riendo, disculpó a quienes habían hecho comentarios negativos sobre su relación. «A mi edad», dijo, «con siete enfermedades crónicas y faltándome tres dientes, ¿cómo quieres que alguien se crea que puede enamorarse de mi una mujer joven y guapa como tú?» «Joven de cincuenta, guapa y tan inteligente como para haber sido capaz de meterme bajo tu piel», contestó la mujer sonriendo. Ella la miró muy seria mientras cruzaba su mente un pensamiento que cuestionaba sus creencias. Hacia muchos años que Dios era para ella el creador del mundo y de los hombres, machos y hembras, del cual no se podía decir nada más sin inventar mitos. Y de pronto, reclamaba su fe un Dios providente.

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Perdonar no exime de comprender y comprender es imposible sin amor al prójimo. Salir a la calle y encontrar saludos y sonrisas, abrazar al amigo, ofrecer el hombro al que llora y escuchar, escuchar siempre para poder comprender es el remedio más eficaz para los males del alma.

Escúchame

La vio alejarse en su coche; la fue siguiendo con los ojos hasta que el coche desapareció. Hasta la noche del próximo viernes, le dijo, se dijo. Los días de semana se le habían convertido en días de espera, en espera y nada más. El domingo por la mañana era el día de trabajo; el día en que los ojos de aquella mujer se fijaban en los suyos con una atención imperturbable que en todo momento, durante una hora justa, le decían que sus oídos la estaban escuchando tan atentamente que podría repetir de memoria cada palabra que ella pronunciaba. Y después llegaba el momento de despedirse, de volver a esperar.

Cuando el coche desaparecía, ella se sentaba un rato en el porche de su casa a tomar el sol porque aquella mujer le había dicho que se sentara un rato a tomar el sol y ella había decidido que de ninguna manera le llevaría nunca la contraria. Se sentó en el porche, bajo el sol. La montaña se había convertido en un torrente de lilas, notó. Las lilas bordeaban el camino desde la entrada de la casa y seguían bordeando los dos caminos montaña arriba. Las lluvias de un par de días habían vestido todo el terreno de primavera. ¿Estaban ahí esas lilas el domingo anterior?, se preguntó. ¿Estaban ahí cuando ella, hablando y hablando a la mujer que la escuchaba, llegó a la llaga más profunda de su alma y hablando y hablando se abrió en canal cicatrices viejas y el dolor fue tan intenso que empezó a llorar y siguió llorando con lágrimas y sollozos, como no había podido llorar en décadas? Si las lilas ya estaban, no las vio. «Llora», le dijo la mujer, y ella lloró y lloró durante dos días con sus noches. Cuando se cansó de llorar, se sintió limpia y, como una niña orgullosa de una proeza, lo primero que le dijo a la mujer el viernes siguiente fue, «Lloré tanto que me siento limpia». La mujer sonrió. Sabía cómo ella debía sentirse. «No te voy a recetar ni una sola pastilla», le había dicho en la primera sesión. «Todo lo que te pasa lo vamos a arreglar entre tu y yo». Y los viernes por la noche y los sábados, mañana y noche, y los domingos cuando apenas amanecía iban arreglando lo que le pasaba a ella y aprendiendo a comprender y soportar lo que le pasaba al mundo entero, dándole gracias a Dios o a la Naturaleza en la cama. Pero lo que empezó a arreglarlo todo no fue el descubrimiento de unas relaciones sexuales como las que había deseado desde su primera juventud sin conseguir nunca otra cosa que convencerse de que sus deseos jamás podrían transcender a su imaginación. Lo que empezó a reconstruirle con auténtica eficacia todo cuanto una vida inhumana le había destruido fue algo mucho más sencillo; tan sencillo y tan rápido como un milagro; los ojos de esa mujer la reconocían, la miraban con reconocimiento y, sobre todo, sus oídos la escuchaban. Y ella sentía que esos ojos y esos oídos le abrían la entrada al alma de una extraña donde al entrar se sentía reconocida, acogida, comprendida, amada, nueva.

Pero ahora era domingo y empezaba la espera, solo la espera. Desde su silla en el porche se puso a mirar al monumento que se alzaba a un lado del jardín, donde estaban enterradas las cenizas de su abuela paterna y de su padre. «Ja ho podeu veure. Un miracle, dic jo», les dijo. Su fe, la fe elegida y defendida por su propia voluntad le decía que bajo aquel monumento coronado por un busto de su padre solo había cenizas de su padre y de su abuela; solo cenizas. Su fe, la fe que consideraba un derecho al que su voluntad nunca renunciaría, le decía que las almas de su abuela y de su padre, inmortales, estaban a su lado aunque en otra dimensión que no podía percibir. Les hablaba muchas veces mirando al monumento porque, por su educación, tendía a mirar a quien se estuviera dirigiendo, pero sabía, por su fe sabía, que las almas de su abuela y de su padre no estaban bajo aquella piedra esculpida; estaban a su lado, escuchándola.

Ultimamente, además, en ese monumento no buscaba solo a las almas de los suyos, buscaba otra cosa. Su psiquiatra, su amante, la mujer a la que se había comprometido a no llevar nunca la contraria, le había recomendado que su memoria rescatara a la niña que había sido, que hablara con ella, que escuchara con atención lo que esa niña le contara. Y por uno de los múltiples secretos de la mente, ella sentía que a aquella niña que ella había sido solo podría encontarla allí, junto a las cenizas de su abuela y de su padre. Pero resucitar a aquella niña le costaba demasiado, tal vez porque era lo que más le dolía. Cada vez que intentaba recordarla dejando vagar a sus ojos por el monumento, los árboles que lo flanqueaban, el parterre donde su hijo siempre sembraba flores para su abuelo idolatrado, su memoria procuraba rescatar a esa niña y la veía siempre igual, sentada en cualquier parte en silencio, observando en silencio a los que hablaban. Nadie le hacía ningún caso. Y ella, adulta, sentía un deseo doloroso de decirle a esa niña, viva imagen de la soledad, «Cuéntame qué piensas. Te escucho». Pero para escuchar a aquella niña ya era demasiado tarde. Esa niña había ido creciendo en cafés con su padre que hablaba con otros hombres mientras ella leía un libro o dibujaba en silencio con lápices que su padre le compraba para poder llevársela a todas partes sabiendo que la niña estaría quieta y callada; había ido creciendo sola en aviones sentada junto a extraños que casi nunca le hablaban , solo le hablaba de vez en cuando una azafata que de vez en cuando iba a verla y le preguntaba si estaba bien, hasta los trece años, edad en que se acababa el convenio para que las azafatas se ocuparan de los niños solos, edad en que sola en los aviones ya no le hablaba nadie; esa niña había ido creciendo en internados donde muy pronto no quiso hacer amigas porque muy pronto aprendió que al año siguiente iría a otro colegio, a otro país y que de aquella amiga que había logrado en ese curso solo le quedaría la añoranza; hasta el día en que a aquella niña, con diez años, un extraño examen determinó que padecía de una enfermedad que llamaban superdotación y entonces ya no tuvo que evitar hacer amigas porque las chicas de los colegios ya no se le acercaban, ya no tuvo que anhelar el afecto y la atención de algún adulto porque entonces comprendió por qué ningún adulto le había dado nunca afecto y atención, porque se lo había explicado su madre cuando, con once años, le preguntó por qué nadie la trataba como a una niña, «Porque hablas como si tuvieras veinte años», le contestó su madre sin mirarla, con un cierto desprecio en su voz, y ella entendió que el síndrome de la superdotación la convertía en una vieja y se dio cuenta de que a nadie le gustaban los viejos, ni a ella, a ella le gustaban los niños, pero a los niños no les gustaba hablar con ella. Ninguno sabía nada de Albert Camus ni de Lin Yutang, recordó con una sonrisa triste.

Mirando al monumento sin ver nada, aquella mañana decidió hacer caso a la mujer que, con su atención, parecía estar pariéndola de nuevo. Decidió hablarle a aquella niña por primera vez, costara lo que le costara. «Tienes que habértelo pasado muy mal», le dijo por decir algo. «Y se me ocurre que, a lo mejor, por un diagnóstico equivocado». ¿Y si esa pobre niña no era superdotada? ¿Y si todas sus rarezas obedecían al síndrome de Mènieré causado por una operación del oído que le habían practicado cuando tenía un año para curar una otitis grave? A lo mejor, si sus padres se hubieran dado cuenta la habrían tratado de otra manera. «¿Tú crees?», le dijo la niña, transfigurada de pronto en una niña vieja. «A los niños de hoy no les compran libros ni lápices de colores para callarlos, les dán móbiles. Lo que importa es callarles.» Lo que importa es callarles, se repitió, callar a todo el mundo. ¿Qué sería del mundo si nadie se callara?, se preguntó. «Tienes que habértelo pasado muy mal», le repitió empezando a sentir en su memoria las voces de los niños aterrorizados bajo bombas asesinas en medio de las ruinas de Ucrania, de Palestina y Dios sabría de dónde más. Y, de pronto, entre la multitud de niños desarrapados, sucios, llorosos que en su imaginación huían de las bombas de una guerra que entonces la memoria proyectó en Madrid, reconoció una cara, la cara de una niña desarrapada, sucia, llorosa que la había acompañado toda su vida; era la cara de su madre niña, de la madre que había amargado la infancia y la adolescencia de su hija contándole sus recuerdos, contándole su horror de niña bajo las bombas, torturada por el miedo y por el hambre, contándole las humillaciones de su adolescencia, abusada sexualmente a cambio de pasteles, contándole su miedo por el futuro de un hijo de madre soltera fruto de uno de aquellos abusos, contándole el dolor incurable por la muerte a los cinco años de aquel hijo que amaba como nunca se había amado a sí misma. Esa mujer había obligado siempre a su hija a escuchar todas las penas y horrores de su memoria y a perdonar cuanto dolor pudiese causarle porque el perdón que pedían los ojos de su madre exigía a la hija perdonar.

«Tú también te lo pasaste muy mal», le dijo la niña que ella había sido, «pero lo resolviste de otra manera». Sí, lo había resuelto intentando dar amor con la esperanza de que alguien se lo recompensara. Su intento fracasó, tal vez porque no supo cómo dar amor, y aquella esperanza se convirtió en desilusión. «Juzgas tu vida como una serie interminable de fracasos», le dijo un día su psiquiatra, su amante, «¿pero a quién elogias más que a nadie en tus artículos?, le preguntó. «Al ser humano, al ser auténticamente humano», le respondió sin pensarlo. «¿Y para ti, qué hace de un hominino un ser auténticamente humano, como también dices en tus artículos?» «La empatía» contestó otra vez en el acto. «¿Y no ha sido la empatía lo que te ha llevado a compadecer hasta a las ratas?»

Algo, lo que fuera, había recompensado sus esfuerzos por comprender, más que perdonar, comprender a cuantos le hacían daño y compadecer, compadecer a todo ser vivo. Allí estaba ella, esperando con ilusión adolescente los besos y caricias que no había tenido nunca. Antes de pocos días volvería a tener, además, lo más importante, unos oídos dispuestos a escuchar lo que ella tuviera que decir porque, por primera vez, había en el mundo alguien a quien ella importaba más que nadie. ¿Y aún se atrevía a decir que su esperanza se había transformado en desilusión?

Después de que la sorpresa que le causaban sus propias conclusiones dejara su mente en silencio un rato, se levantó de la silla sin apenas notar la dificultad. Cogió su bastón. Echó otra mirada al monumento. «Quédate ahí», le dijo mentalmente a la niña de su memoria. «Tú y yo tenemos que seguir hablando».

Llegó a su estudio. Se sentó en su butaca frente a su ordenador. Lo encendió. Su red social le dijo que tenía mensajes privados pendientes. Abrió el primero. Le escribía una soldado ucraniana, necesariamente joven, que hacía poco había empezado a seguirla. Una mujer necesariamente joven que se estaba preparando para entrar en combate y que ya en el primer mensaje le había contado que en el primer bombardeo ruso había perdido a su marido y a su hija. El hijo que le quedaba estaba en Kiev con su abuela, esperando más bombas. Como vivían esperando bombas niños y adultos palestinos en Gaza. El alma le exclamó el «Dios mío» de siempre por no encontrar otra cosa que exclamar. Y en ese «Dios mío» iban el dolor, la furia, la impotencia de siempre. El dolor de los que sufrían; la furia por la indiferencia de cuantos, pudiendo detener a los asesinos, preferían no complicarse la vida; la impotencia que solo se desahogaba clamando a Dios sin saber, como no podía saber nadie, si Dios escuchaba. Ella tenía quien la escuchara en la tierra. Estaba Colom, el chófer del taxi que la traía y la llevaba desde que la direccion General de Tráfico le había quitado el carnet de conducir por enfermedad crónica. Ese hombre, ya amigo, la escuchaba un rato y, cuando ella se callaba, empezaba a contarle chistes para hacerla reír. Estaba Olga, la trabajadora familiar que le había asignado el Consell y que velaba por sus necesidades básicas una hora cada día. Antes de empezar a arreglar la casa, Olga se sentaba con ella en el estudio y la escuchaba. Y ella, sintiéndose escuchada, le contaba cómo iban sus cosas; algunas ideas del artículo que estaba escribiéndo; asuntos prácticos que exigían una atención que ella era incapaz de darles. Olga le resolvía esos asuntos prácticos cuando estaba a su alcance y, además, comentaba sus ideas y ofrecía consejos que casi siempre le iluminaban el entendimiento. Y estaba, por encima de todos, su amante.

¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los padres escucharan a sus hijos en vez de buscar subterfugios para callarles?, se preguntó. ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si las parejas tuvieran por máxima prioridad escucharse? ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los jefes escucharan a sus subordinados? ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los políticos tuvieran por norma elegir a unos cuantos ciudadanos anónimos a quienes escuchar asuntos personales que transcendieran demandas sociales; asuntos que recordaran a los políticos sus propias necesidades psicológicas escuchando las necesidades psicológicas de seres anónimos? ¿No se conseguiría transformar el mundo en un lugar más habitable para todos si se intentara obligar a los enfermos mentales obsesionados con el poder que se erigían en tiranos y algunos en asesinos; obligarles a recibir terapia psiquiátrica antes de permitirles ejercer cualquier cargo que les otorgara poder? ¿No se conseguiría transformar el mundo en un lugar más habitable para todos si a todos los votantes de cualquier edad se les exigiera aprobar un test sobre actualidad del país, conocimiento de la ideología y programa de partidos y candidatos; un test que incluyera un examen de sus propias facultades mentales y de su estado emocional antes de permitir que con su voto decidieran el bienestar o todo lo contrario de todos los demás?

¿Y quién te ha dicho a ti que todos los homininos quieren vivir en un mundo más habitable?, le preguntó su razón.

La última pregunta merecía una conversación con su psiquiatra, su amante. «Te escucho», le diría, porque ella no tenía nada claro qué responder.

¿Qué le ha pasado al amor?

¿Se puede tener una amante a los setenta y pico?, se preguntó mirándose en el espejo de cuerpo entero que se alzaba en el pasillo entre su habitación y el baño. Se puede si quieres morirte de miedo, le respondió la faceta más cruel de su razón. ¿Miedo de qué?, le replicó. Ponerse a enumerar miedos a primera hora de la mañana sería de un masoquismo de hacérselo mirar.

Empezó a bajar las escaleras forzando una sonrisa. La sonrisa le salió, ¿triste?, más bien burlona. ¿De qué se burlaba? De mí misma, te jode, se contestó. Y la burla se le volvió una mueca de ira. ¿Ira contra quién? Contra Lola Herrera, le contestó la misma que se burlaba. A alguien, a lo que fuera tenía que culpar por desatar en su mente la riada de malos pensamientos que desde ayer le alteraba los nervios. Desde ayer la culpa era de Lola Herrera por haber dicho que parecía que los viejos sobraban y la culpa era, sin duda, de Lola Herrera por tener razón. De ser eso cierto, los únicos viejos cuya conducta resultaba moralmente irreprochable eran los de ciertos pueblos Inuit que, al convertirse en inútiles para su comunidad, se dejaban morir abandonados en los desiertos de hielo del ártico sin que nadie se sintiera culpable del abandono. De lo que podría deducirse que a los viejos inútiles de los países civilizados se les debía considerar inmorales por empeñarse en seguir viviendo a costa de los que aún podían ofrecer algún beneficio a la comunidad. ¿O los verdaderamente inmorales eran los todavía no viejos que, olvidando a quienes habían preservado la especie y habían complicado su juventud criando hijos, arrinconaban a sus progenitores comunicándoles, de diversas formas, que sobraban; que ya no servían para nada más que para morirse?

¿Se puede tener una amante a los 76 años? le repitió su facultad racional cuando al abrir su email encontró en primer lugar uno de aquellos mensajes que cada mañana la resucitaban con palabras de amor, de ánimo, recordándole los últimos momentos en que habían disfrutado de una perfecta unión de alma y cuerpo; recordándole que el amor, el amor auténticamente humano, aún era posible. Todo lo que era ella, por dentro y por fuera, le contestó, «Se puede».

Pero entonces su alma volvió a exclamar «¡Dios mío!», ese ¡Dios mío! que su alma exclamaba con angustia sobreviviendo apenas bajo el peso del mundo. Antes de aquellos emails gloriosos, la radio de su habitación la despertaba cada mañana echándole encima los cuerpos de los palestinos y de seres humanos de otras etnias asesinados esa noche; de niños con el cuerpo muriéndose de hambre por falta de alimentos, de enfermedades curables por falta de curativos, con su almita famélica por falta de ilusión; echándole encima los cuerpos demacrados de quienes habían retado a la muerte huyendo de la miseria de sus países natales con la esperanza de encontrar la vida en los países donde se decía que se vivía bien; echándole encima las tragedias personales de los que vivían mal, vivieran donde vivieran; retorciéndole cuerpo y alma de ira al intuir a los redactores de radio y prensa buscando las noticias más truculentas para hacer a sus respectivos medios más atractivos porque, por lo visto, solo las truculencias atraían a la gente como la mierda a las moscas. ¿Gente? ¿Qué gente? Los homininos disueltos en audiencias; esas masas de cabezas que decidían dejar a sus cerebros libres de reflexiones para que sus glándulas pudieran disfrutar sin obstáculos el placer de sus secreciones hormonales. La radio de su habitación le aplastaba el alma cada mañana echándole encima a las almas vacías que se levantaban a sus asuntos sin sentir el peso de los asesinados, de los hambrientos, de los miserables de todas las latitudes; que se levantaban a sus asuntos como animales con cuerpos humanos cuya falta de empatía delataba su falta de humanidad.

«¡Dios mío!», volvió a exclamar. Ya no era solo la falta de empatía, era el desconocimiento, no, el rechazo, tampoco, la indiferencia por otro; era la estupidez animalesca de quienes reducían todos los valores humanos al valor del dinero y al valor del dinero otorgaban todo el valor de la fama y al valor de la fama social entregaban todos sus esfuerzos. Eran los estúpidos babeando ante individuos del género bufo convertidos en personajes dramáticos por su fama pública. Sentados en escaños que daban prestigio a sus culos, los politiqueros bufos, máximos exponentes de la bufería, calumniaban al gobierno, insultaban a sus oponentes, soltaban las mentiras más disparatadas para engañar a los estúpidos y se ponían a esperar las respuestas de los calumniados con sonrisas idiotas que los estúpidos tomaban por signos de superioridad. Y el día de las elecciones, en todas las latitudes, las hordas de estúpidos estaban otorgando con sus votos a esos bufos el poder de hacer la vida humana imposible a todos los seres auténticamente humanos y a los estúpidos también, privando a todos de la libertad necesaria para ir creando sus vidas.

Mientras tanto, en el mundo entero, una multitud de expertos en asuntos varios consumía tiempo en todos los medios tratando de explicar de dónde había salido, en apariencia de repente, tanto estúpido dispuesto a hundir el mundo y con él a todos los seres de la especie humana, entregando el poder sobre las vidas de todos a bufos de comedia de tercera que luchaban por alcanzar la categoría de malvados listos. Esos considerados expertos obsequiaban al personal un puñado de evidencias que repetían y repetían y repetían para rellenar tiempo y ganarse lo que les pagaran por repetir evidencias; por asombrar al público con explicaciones supuestamente originales de las miserias perpetuas de la humanidad que los pensadores llevaban siglos explicando, desde los primeros griegos que intentaron explicarse la inexplicable insania de la vida humana.

«¡Dios mío!», se repitió, mientras su memoria empezó a repetirle los versos del «Oh Me, Oh Life» de Walt Whitman; los que la memoria le repetía cada vez que buscaba profundas explicaciones para explicarse lo evidente.

«¡Oh, yo! ¡oh, vida!, de las preguntas recurrentes,
de la serie interminable de los infieles,
de las ciudades llenas de necios,
oh, yo mismo, reprochándome siempre,
(¿pues quién más necio, más infiel que yo?),
de los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos despreciables,
de la lucha siempre renovada,
de los malos resultados de todo,

de las multitudes afanosas y sórdidas que me rodean,
de los años vacíos e inútiles de los demás,
yo entre ellos,
de la pregunta, ¡Oh, yo!, de la pregunta triste recurrente
¿qué de bueno hay en medio de todo esto,
oh, yo, oh, vida?

Respuesta

Que estás aquí — que existe la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama, y que puedes contribuir con un verso.»

(Taducción de María Mir-Rocafort)1

Volvió a leer el mensaje que le había enviado su amante. ¿Se puede tener una amante a los 76 años?, volvió a preguntarse, esta vez retóricamente. Volvió a sonreír; esta vez sin pena, sin burla. Claro que se puede, se respondió. Como se puede escribir un verso. Como se puede mandar a paseo a necios y a expertos y a politiqueros bufos disfrazados de políticos respetables. Como se puede distinguir a un ser auténticamente humano de un hominino no evolucionado. Pero amante como cualidad, precisó, no como el sustantivo con el que la hipócrita sociedad pudibunda denigró la palabra, como convirtió a las relaciones sexuales, regalo de Dios o de la Naturaleza, en un retozo para excitar las gónadas, análogo, en el fondo, al de cualquier animal; no como el sustantivo que vistió a la pababra de prendas impúdicas como vistió de impúdico todo lo sexual relegando el tema a la charla, en la oscuridad, de asuntos vergonzosos cuando no a la de temas bestiales para pasar un rato excitándose verbalmente.

Por ser las relaciones sexuales regalo de Dios o de la Naturaleza, premio para aquellos que procuraban la conservación de la especie, el ser humano debía agradecer el orgasmo y sus preliminares y posteriores elevando esas relaciones a la cúspide de la humanidad. ¿Y cuando el objetivo de esas relaciones no podía ser la creación de otro ser?, se preguntó. Ese regalo de Dios o de la Naturaleza aún podía y debía ser agradecido porque el hecho de que persistera a cualquier objetivo orgánico demostraba la voluntad de Dios o de la Naturaleza de otorgar al ser humano la capacidad de convertir un acto suyo en una manifestación gloriosa del amor. ¿Manifestación gloriosa? ¿Del amor? ¿No sonaba la definición a frase poéticamente ampulosa?

Cerró los ojos para permitir a su memoria revivir y a su mente analizar uno de esos instantes que últimamente amenizaban su vida. Desde muy joven había concebido las relaciones sexuales como lo más intensamente humano que un ser auténticamente humano podía desear y realizar. Las relaciones sexuales podían y debían ser la máxima manifestación de la empatía, del amor al otro que distinguía a la auténtica humanidad. La percepción de las más mínimas reacciones del cuerpo del otro cuando el propio cuerpo y la propia mente tenían toda su atención concentrada en las reacciones de ese otro cuerpo, iban dirigiendo el propio hacia donde más podía complacer, hacia donde el cuerpo del otro le decía, le pedía en silencio dónde y cómo necesitaba, quería ser más complacido. Y luego llegaba la recompensa a agradecer y ese agradecimiento podía transformarse en palabras, en frases que los aburridos podían considerar tonterías juveniles, tal vez por haberse aburrido en su propia juventud. Pero, ¿y si no había otro cuerpo? ¿Y si un ser humano se había entregado a la masturbación venciendo la vergüenza inculcada por siglos de manipulación disfrazada de norma religiosa o social? Resultaba tan evidente el fracaso vital de quien no se amara a sí mismo como a su prójimo que quien se negara la masturbación por imposición religiosa o social revelaba un trastorno que aconsejaba tratamiento.

¿Y otra vez su ¡Dios mío!? Un regalo sublime de Dios o la Naturaleza despreciado, ensuciado por millones que preferían educar su sexualidad o potenciarla mirando o ejercitando pornografía, la negación más repugnante y a veces hasta peligrosa de la sexualidad humana. ¿Es la degeneración de las costumbres lo que ha ido debilitando el amor a uno mismo y al prójimo que hoy amenaza con hacerlo desaparecer?, se preguntó. ¿Es la desaparición del amor el aviso de la extinción del ser humano?, volvió a preguntarse con la preocupación frunciéndole las cejas.

No, no puede ser, concluyó, rotunda. Al amor no le pasa, no le ha pasado, no le puede pasar nada. Al amor, como siempre, le mueven los actos, no las palabras. Vive en silencio, en el alma del hombre, macho y hembra, y crea desde allí, vive creando y, como en el primer capítulo del Génesis vio Dios que todo cuanto había creado era bueno, Dios sigue viendo que es bueno cuanto siguen creando sus vástagos. Sí, parecía que el mundo se estaba desmoronando en el fango, como siempre. Como siempre, ¿se diría que no tiene salvación? Pero los vástagos de Dios o de la Naturaleza seguían recreando lo que se derrumbaba; lo seguían recreando por amor y con amor, como siempre también. Otra vez, Walt Whitman le dijo a su memoria: «Puedes contribuir con un verso».

Volvió a leer el mensaje de su amante. Sintió que la inspiración le humedecía los ojos. Inspirada como estaba, le contestó el mensaje con el verso más poético y sincero que se le ocurrió: «Te echo de menos».

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Aquí una de las canciones favoritas de mi infancia para no dejar a este artículo sin música.

Como si la muerte no existiera

Respondiendo al aviso de la campanita de WordPress abrió los mensajes. Como siempre en primer lugar, el comentario a su último artículo de uno de sus amigos del alma. Le dice, «Escribes desde las entrañas, desde lo más profundo de tu memoria, de esas vivencias que, a veces, no queremos recordar, pero sin proponérnoslo, aparecen sin que podamos evitarlo, unas veces para agradarnos, la mayor parte para mortificarnos…».

Releyó el comentario varias veces. La primera impresión le tocó el alma como con la punta de un alfiler. «Escribo desde las entrañas, dice David. O sea, ¿me desnudo?», se preguntó con una incómoda sensación de pudor. «Desde lo más profundo de mi memoria, sí», se contestó. «¿Y qué?». Y nada, porque antes de reconstruir hay que barrer escombros y a quien no le gustaran sus esfuerzos por limpiar, que se ocupara de sus propios asuntos, se dijo.

Bendita libertad de la vejez cuando a uno le sirve hasta para librarse del pudor. Ojalá pudiera uno librarse con la misma facilidad de…Iba a decir de la memoria, pero se contuvo. En su memoria apareció la cara de pena de la Mnemosyne de Rossetti que la había impresionado en su adolescencia desde la foto de un libro. Pensando en el Alzheimer de su madre, un día concluyó que más valía soportar el suplicio de malos recuerdos que perder la vida en el olvido. Y la diosa de la memoria pareció agradecer su conclusión.

Cerca de la vejez, su presente fue perdiendo importancia mientras su memoria le imponía recuerdos. Total, en su presente ya casi no pasaba nada que valiera la pena vivir, ni siquiera recordar después. Para sentir la vida, en su presente vivían los políticos y politiqueros que animaban las noticias y llenaban sus artículos. Porque las ganas de vivir no se le habían jubilado, obligaba a su mente a seguir trabajando, opinando sobre esos personajes que, con sus decisiones, afectaban la vida de todos los demás. Hasta que se dio cuenta de que la inhumanidad de algunos de esos personajes salía por la radio y en el ordenador como los tentáculos venenosos de un monstruo dedicado a emponzoñar las almas. 7.291 ancianos agonizando solos hasta la muerte en residencias convertidas en campos de exterminio por el capricho infame de una politiquera con ínfulas de modelo. 228 seres de la especie humana engullidos por el fango. Cada día miles destruidos por bombas asesinas, aquí y allá. Y aquí y allá mujeres, generadoras de vida, convertidas en pretextos para minutos de silencio homenajeando sus muertes. Y un día una bofetada que pudo resultarle mortal. La mayoría de los electores de la primera potencia mundial habían elegido para gobernarles y para arbitrar al mundo a un fantoche perturbado. ¿Podía uno creer que la humanidad fuera capaz de salvarse a sí misma?

Nunca antes había permitido que la realidad atacara con sus armas mortíferas a su esperanza. Ni siquiera había podido con su esperanza el miedo que con ella parecía haber nacido debilitando sus nervios. Ni siquiera la idea perpetua de la muerte que la había afligido desde su nacimiento por haber nacido de un vientre ya torturado a perpetuidad por la muerte de un hijo. Ni siquiera en sus noches de terror, cuando asaltaba su memoria infantil el recuerdo de la muerte siempre posible que las monjas estimulaban con descripciones del purgatorio y del infierno. Ni siquiera cuando el nacimiento de su propio hijo reanimó en su alma el miedo a una muerte siempe posible y ese miedo la mantenía despierta por las noches observando al niño entre los barrotes de la cuna. Ni siquiera analizar toda su lucha en la arena de su coliseo con la mirada de un perdedor había conseguido aniquilar su esperanza. A los peores augurios respondía imaginando soluciones, hasta obligándose a creer en milagros. Hasta que un día, ahogada por el hedor de un mundo que intuía en descomposición, llegó a pensar que su esperanza se extinguía dejándola, finalmente, a merced de la muerte antes de la muerte.

¿Esperanza de qué, para qué?, preguntó la parte destructora de su razón. Y vio en su imaginación a una ola negra que avanzaba dispuesta a cubrirlo todo. ¿Todo? Su voluntad despertó a su memoria. «Sacra Vulgata» le gritó un recuerdo. «Et creavit Deus hominem ad imaginem suam: ad imaginem Dei creavit illum, masculum et feminam creavit eos.» Creó Dios la luz, el firmamento, los mares y la tierra y a todas las criaturas que los habitan. Y luego creó al hombre, macho y hembra, le creó, gritó su voluntad. «Viditque Deus cuncta quae fecerat, et erant valde bona». Vio Dios que todo cuanto había creado era bueno, todo bueno, siguió gritándole el alma. Y como tantas veces, al llegar aquí, la conclusión rotunda que nadie le podía cuestitonar. El creador no destruye su propia obra sabiendo que era buena. La muerte no existe, no puede existir.

¿La muerte no existe? El cuerpo se apaga, como una máquina ya inservible, para siempre. Pero el Creador que creó al hombre, macho y hembra, a su imagen no los puede destruir. Por lo tanto, el alma que anima al cuerpo no puede dejar de existir. ¿Y si la ciencia tiene razón? ¿Si cuando las funciones vitales llegan a su término, del hombre, macho y hembra, de lo que un hombre ha sido no queda nada más que unos restos que hay que enterrar para que no estorben mientras se pudren? Pero, ¿de que nos sirve dar a nuestra facultad racional el poder de reinar sobre todas nuestras otras facultades limitándonos a soportar la realidad de las cosas como son sin esperanza de cambiarlas a mejor? ¿De qué nos sirve sufrir una vida condenada a esperar a la muerte siempre posible y en cualquier caso inevitable? ¿De qué nos sirve la imaginación si no es para vivir como si la muerte no existiera, como si fuéramos hijos de un Creador que quiso darnos la imaginación para vivir creando nuestra vida, como Dios, amando lo que hemos creado viendo que es bueno? ¿De qué nos sirve la imaginación si ni siquiera podemos concebir un amor eterno? Se dio cuenta de que la emoción le estaba apretando la garganta. Volvió al comentario para suavizar el apretón. Qué lejos la había llevado el comentario del amigo que siempre comentaba sus artículos y que ella publicaba siempre en Facebook porque lo que escribía David Otero Arias siempre merecía ser leído. Pero los ojos se le fueron a una pared desnuda donde no había nada que ver y su memoria aprovechó la pantalla para proyectarle su recuerdo más reciente. Cogió el cuaderno de notas que esperaba siempre abierto en su escitorio. En la última página escrita, un poema, el primer poema que ayer se había atrevido a escribir después de muchos años. Lo releyó; con cierto miedo, con cierta vergüenza, pero apelando a su voluntad, lo releyó.

«Detuviste tus pasos de viajera piadosa/para compadecerte de unas míseras ruinas/y soñando, tal vez, vanas reconstrucciones/tus dedos juguetearon con unas piedras sucias./Y quisieron tus manos detener el reguero/de fango ignominioso que vertía la tierra/y diste tus caricias a piedras empapadas/con el llanto de siglos creyéndolo reciente. /Respondió a tus caricias una voz apagada/»Sólo puedo ofrecerte una pared derruida/escombros malolientes de un mundo rancio», dijo/»Sólo quiero quererte», respondiste./Y fue el amor en medio de las ruinas./En medio de las ruinas nació ese amor que nace/donde le da la gana». 

El amor es eterno, se dijo, como el alma. Hijo de la voluntad, el amor nace, como la esperanza, donde le da la gana, se siguió diciendo. Solo el amor y la esperanza dejan vivir como si la muerte no existiera, se decía cuando amor y esperanza le fallaban. La muerte no existe y el amor con que fuimos creados no puede dejar de existir, concluyó.

El peligro de la resignación

Fue a buscar churros congelados a la nevera abierta. De la nevera abierta, llena desde hacía cuatro días con la gran compra mensual, no salía ningún mal olor. Por fortuna, una borrasca o algo así mantenía la temperatura ambiente de la cocina por debajo del más crudo invierno conocido.

Echó los churros en la sartén encendida; el café con leche, en un cazo en el hornillo de al lado. No sentía la preocupación que la había agitado un instante al descubrir que se le había estropeado la nevera. La noche anterior, la memoria le había inundado mente y alma con la banda sonora de Cinema Paradiso. Varias veces había intentado apagar con palabrotas esa música que vibraba en su cerebro; cada vez que se había despertado durante la noche y la memoria le había devuelto los primeros compases. Coño, ¿quieres parar?, se gritaba por dentro. ¿Por qué, demonios, anoche? ¿Qué espíritu maligno había resucitado a Morricone en Internet sin que ella se lo pidiera? ¿O se lo había pedido? ¿Para qué? ¿Para ablandarse el alma y no dejar que se la endurecieran las circunstancias? Cinema Paradiso, decadencia y muerte de lo más querido. Cuando sus ojos ya se habían quedado sin lágrimas, esa música era de las poquísimas cosas que aún se los humedecía. Con esa música de fondo, llegaba a su imaginación un ser amado, cuya cara no importaba, que la cubría de besos pidiéndole perdón por haberla abandonado. Volver a revivir recuerdos de algo que nunca pasó, ¿penoso síntoma de senilidad? Hay que joderse, se dijo, cuando al despertarse esa mañana y sentarse en la cama y buscar en la mesa de noche cigarros y encendedor, volvió a sonar en su memoria la música de Morricone y esa música le volvió a agitar el alma y el alma agitada, a hacerla confundir memoria con imaginación. No te digo, se dijo para quitarse hierro, una mañana con sueños eróticos y al día siguiente romántica perdida desmelenándose por lo que pudo haber sido y no fue. ¿Qué le aconsejarías a la vieja?, se preguntó. Psiquiatra; iría si no fuera por el pánico que le provocaba la idea de que la internaran. En la dictadura no la hubieran internado en un manicomio; la hubieran internado en una cárcel. Daba igual. Lo que le producía pánico era que le robaran la libertad. Su libertad era ya el único amor que le quedaba.

Como todos los días, fue a su estudio con su desayuno. Blanditos los churros calentados en una sartén. Caído y perdido el mando de encender el horno, ya no tenía horno. Todo se va estropeando, pensó. Ella como todo. Todo, incluyendo el mundo. Qué imbecilidad. Qué imbecilidad pensar que un psicópata clownesco podía destruir al mundo por sentarse en el sacrosanto despacho de la primera potencia mundial. Mirando los morros de Trump en el ordenador, fruncidos por la expresión cabreada de un niño engreído, volvió a parecerle inexplicable que tantas mentes pensantes otorgaran a ese personaje grotesco la posibilidad de cargarse al mundo. A menos que se entendiera que el mundo estaba habitado por una mayoría de imbéciles. ¿Más imbéciles que una pobre vieja, para colmo vieja pobre, que agotaba sus últimos dias sobre la tierra intentando, desesperadamente, salvar al mundo con un blog de artículos? Desesperadamente con la esperanza de obrar milagros. Eso solo le había pasado al pobre Jesús de Nazaret, el Ungido, el salvador de un mundo corrupto, un mundo que a su muerte se siguió corrompiendo en su nombre, en nombre de un supuesto Mesías que durante siglos sirvió para matar en su nombre a herejes y seguidores de otros mesías.

¿Cuántos siglos llevaba la maldad, la diabólica mala leche de la maldad intentando cargarse al mundo? Desde el principio de los homininos. No. Al principio, el hombre, nuevo sobre la tierra, mataba para comer. Fue más tarde que empezó a matar para conseguir una caverna mejor que la que tenía, una hembra mejor que la que ya había hecho suya. Eso, si se pensaba en machos. Las hembras debían tener otros medios para suplir la inferioridad de su fuerza física puesto que en algunas tambien nació y creció la maldad. ¿Sería la maldad condición genética de los homininos? Y si no, ¿cuándo y cómo nació el deseo irreprimible de hacer daño al otro para satisfacer lo que fuera? De las respuestas a esas preguntas nacieron los demonios. ¿Y si uno se negaba a creer en demonios porque quería creer que el Creador, contemplando su obra, había visto que todo era bueno? ¿Qué pensaría hoy el Creador?, pensó. Si el Creador pensaba, se dijo por ser fiel a su fe, a su religarse a su Dios con la promesa de no intentar jamás adivinarle, hominizarle a capricho de su voluntad.

«Dios, Dios», clamó en cuanto apareció en su ordenador la página de la primera radio que consultaba cada mañana con titulares y fotos que negaban hasta lo único que se permitía creer. «Otra vez el empeño en destruir el mundo», pensó sintiendo un cansancio que salía de su mente y se deslizaba por todo su cuerpo como un hilo de jugo saliendo de una adormidera. En la foto de Trump, la memoria le puso una foto de Hitler. La maligna crueldad de su memoria le recordó lo que tantas veces pensaba cada vez que un mal recuerdo aparecía para torturarla. Maligna crueldad recordándole siempre que no tenía buenos recuerdos de los que echar mano. Hitler, horrorizándola por primera vez a los diez años cuando un adulto muy ignorante o con muy mala leche le regaló «The Rise and Fall of the Third Reich» y ella agradeció el regalo prometiéndose que nunca se dormiría sin leer diez páginas hasta acabar aquel libro de bolsillo gordísimo. Y lo acabó. Hitler, el genocida, asesino de millones de judíos, hoy resucitado por un judío genocida que vengaba la muerte de todos los judíos asesinando palestinos. «Dios, Dios», volvió a clamar ya sin fuerzas, «¿Se había empeñado el hombre, macho y hembra, en devolverle a Dios el regalo de la tierra, la tierra ya demasiado usada y estropeada?

Se echó hacia atrás en su butaca para sentir que algo había en este mundo que le sujetaba la cabeza adolorida. En su cabeza, en su mente, que nadie sabía donde estaba, en su memoria, en su imaginación, las notas de Morricone, piano, piano. A veces imaginaba la existencia de un pensamiento universal que dignificaba a la especie humana. La música acompañaba las creaciones del hombre, macho y hembra, con notas que salían de la memoria, de la imaginación, del alma, de las glándulas, de lo que el hombre era o anhelaba ser. Música capaz de transformar a homininos en seres humanos que con cuerdas y teclas y voz cantaban su humanidad. Y letras. El bulo que se habían inventado los malos en su segundo relato de la creación decía que el macho había nacido del fango y la hembra de una costilla sangrienta del varón. Ella creía que el hombre, macho y hembra, prefectamente iguales salvo en el cuerpo, habían nacido de un verso pronunciado por su Creador. Y la fe dependía de la voluntad de cada cual; la fe era un derecho y cada cual tenía derecho a creer lo que le diera la gana.

Ese pensamiento universal que llenaba las almas de música y versos, guiaba las manos de quienes seguían creando al mundo sobre lienzos. Andrea del Sarto, le recordó la memoria; el Andrea del Sarto pintor pintado en un poema de Robert Browning. ¿Y ahora adónde, coño, quería llevarla la memoria? Aula desangelada con muebles modernos en los 60′. Una profesora insoportable les echa encima la tarea de escribir un análisis sobre el poema a entregar dos semanas antes de fin de curso. En el aula son cinco más ella, cuatro estudiando master, una preparando doctorado. Y ella en segundo, con diecisiete años. ¿Por qué la habían sacado del bachillerato a los quince para meterla, a los dieciséis, en la universidad, perdida entre chicas que estrenaban mayoría de edad dispuestas a encontrar el amor de su vida y chicos estrenando igual con el mismo propósito? ¿Por qué una vez allí la habían sacado del aula de segundo de literatura para meterla en otra con cinco que ya habían acabado el primer tramo de sus carreras y que la miraban con una burla en los ojos que no intentaban disimular? A los diez años, sentada en su pupitre sin meterse con nadie, oye a la monja pronunciar su nombre y comunicar a la clase de cuarto que los resultados del test de CI que les habían hecho acababan de llegar y que entre las niñas de esa clase había una superdotada. Y entonces sonó su nombre. Y entonces, como si la monja hubiera dicho que a esa niña le habían diagnosticado lepra, todas las compañeras dejaron de hablarle y se alejaban cuando, en el recreo, la veían acercarse. Todas no, recuerda. Tuvo una amiga también rechazada por rara porque era canadiense y se iba a su casa los fines de semana. Ella nunca decía donde había nacido y su perfecto acento británico engañaba.

Y ahora, ¿por qué esos recuerdos? ¿Por qué esa vuelta atrás como si el tiempo fuera algo sólido que permitía volver, como a una casa vieja? Casa vieja llena de malos recuerdos. La pregunta tenía una respuesta fácil; culpa del editor que le había ofrecido adelanto si escribía sus memorias. Mentira. Culpa de ella que se había dejado deslumbrar por la promesa de unos cuantos billetes que le permitirían ir a la peluquería con más frecuencia sin agobio. En el fondo, lo mismo que los medio pobres del mundo entero tratando de olvidar sus angustias presentes volviendo a las casas viejas, como si el olvido de lo que ocurre y de lo que ocurrirá fuera la única posibilidad de vivir en paz entre facturas y planes que se comían los exiguos ahorros de quienes los tenían. Y ella, resignada ya a su pensión; sin planes posibles, ¿viviendo ya en las casas viejas por haber perdido toda esperanza de una casa nueva? No, eso no. Que se queden los americanos con sus Mc Carthys, los israelitas con su tefillah, los hungaros y los rusos metidos bajo el zapato de un padre protector, los alemanes llevando flores a Hitler, los españoles haciendo cola para volver a ver el cadáver de Franco, se gritó por dentro con auténtica furia. Ella, olmo viejo bien plantado, aferrada a la esperanza hasta su final aquí; olmo seco exhibiendo sus últimas ramas verdes aunque el milagro de otra primavera solo brillara en su fe, ella seguiría esperando lo que le diera la gana esperar porque la esperanza, como su fe, solo dependían de su voluntad y su voluntad la había llevado siempre a huir de la resignación como del más asesino de los demonios.

Que no falte la música

Sueño de amor

Del sueño erótico de la mañana anterior, ni rastro; solo la certeza de haber tenido un sueño erótico. Su memoria no se había quedado ni con las caras de los participantes. Claro, ¿cómo las iba a registrar si al cuerpo dominante solo se le veía la cabeza por detrás? Al cuerpo debajo de ese no se le veía nada. ¿Hombre y mujer? ¿Dos hombres? ¿Dos mujeres? ¿Uno de los dos era ella? Joder, ni eso. La ira que la había descompuesto con la última noticia con que la radio intentaba amargarle la mañana, había borrado en negro todo el recuerdo. Y de repente, en su imaginación había aparecido un cura con casulla morada.

Morada se le había quedado a ella la mente con la noticia. ¿La mente? No. El lugar donde estallaban las emociones, los sentimientos. La ciencia lo situaba en el cerebro. De repente las glándulas empezaban a segregar sustancias que lo alteraban todo. Todo muy neurofisiológico. Todo reduciendo al hombre, macho y hembra, a su condición animal. ¿Y si no en el cerebro, dónde? En un lugar todavía más oscuro donde las cosas ni se explicaban ni se entendían; donde todo se sentía sin palabra alguna que interrumpiera al sentimiento. En el alma, podría decirse para entenderse. La noticia de la radio le había llegado al alma pintándoselo todo de morado. En su imaginación, un cura con casulla morada se disponía a dar la comunión. Ella se acerca al cura cuando le toca. El cura saca del cáliz la «sagrada forma». Está a punto de ponérsela en la boca cuando ella, con una sonrisa de ironía desafiante, le espeta: «Soy lesbiana. ¿No me va a negar la comunión?»

Vaya escándalo. En el pueblo no se hablaría de otra cosa hasta el año entrante y más allá también. Como la anécdota se ventilara en la radio, se iba a enterar hasta el Vaticano. Como se habría enterado esa mañana cuando la radio informó a los cuatro vientos que un cura le negaba la comunión a una pareja de homosexuales, y la noticia se ampliaba contando que en siete diócesis españolas se impartían terapias de deshomosexualización. «¡Por amor de Dios!» «Por amor de nada, coño», se gritó por dentro. «¿Qué, coño, tendrá Dios que ver con eso?» «Pero vamos a ver», la interpeló su Pepito Grillo. «¿Te confesarías lesbiana ante todos los fieles del pueblo?» «Claro que no», contestó airada. «La estupidez o algo peor del cura ese me ha alterado el entendimiento». La memoria le recordó una escena. Unos días después de casarse con la mujer con quien había convivido veinticinco años; de casarse en ceremonia pública seguida de sonada fiesta a la que medio pueblo se había asomado desde donde pudiera verse, se le acercó una vecina que apenas conocía de vista y le descerrajó una pregunta, «¿Usted es lesbiana?» Sin pensárselo respondió, «No, soy profesora de inglés». No fue una ocurrencia del momento. Durante veinticinco años había meditado el asunto y lo había comentado con amigos varias veces. ¿Cómo podía uno definirse con la etiqueta de su orientación sexual, lesbiana, gay? Tras veinticinco años de convivencia, la sexualidad solía manifestarse solo una vez por semana, con suerte. Solo una vez por semana, con suerte, se manifestaba su orientación sexual. Lo de profesora de inglés, sin embargo, la marcaba durante ocho horas diarias y más, de lunes a sábado; el trabajo implicaba a sus facultades, su criterio, hasta su sistema emocional. A la hora de decirse y decir lo que era, ¿cómo aceptar definirse y que la definieran por lo que hacía un ratito en la cama de vez en cuando? Y sin embargo, millones en el mundo entero permitían que los definieran y se definían hasta con una sola letra; L o G o T o B o Q+. El signo de más que no falte para no excluir injustantemente a zoofilos y a saber dios que más incluyendo asexuales, se decía. Qué juicio más estrecho, qué criterio más pobre el que conducía a un ser humano a definir y juzgar a otro ser humano por su sexualidad. Y llegando al colmo de los colmos, los creyentes de alguna religión le endilgaban a su dios su criterio y su juicio y castigaban en su nombre a todo aquel que vulnerara la norma que daba lugar al sacrosanto consorcio de la familia, institución económica que cada cultura entendía a su manera.

Una vez había aparecido en su mente una pregunta vital, la memoria solía devolvérsela cada vez que algo le recordaba el asunto, y la pregunta le llegaba arrastrando, casi siempre, otras preguntas. A quienes se ocupaban y se preocupaban pensando en la sexualidad de los demás, ¿no se les ocurría preguntarse cómo podía la sexualidad ajena afectar a la sexualidad propia? ¿En qué podía afectar la sexualidad de los demás a la propia vida atormentándola con el odio, como en el caso de la homofobia, o con un dolor perpetuo, como en el caso de los padres que repudiaban la homosexualidad de sus hijos? Ya eran ganas de amargarse la vida juzgando la vida ajena. ¿Pero juzgar la vida ajena no era una tendencia autodestructiva que explicaría la infelicidad del hominino desde la aparición de su conciencia social? Jugando a opinar para no dejar tantas preguntas sin respuesta, ella opinaba, cada vez que surgía el asunto, que el juicio negativo a la homosexualidad ajena delataba la lucha interior de un individuo contra sus propias tendencias ocultas, lucha que en el caso de la homofobia llegaba al trastorno mental. ¿Entonces estás en contra del orgullo LGTBQ+, de sus asociaciones y sus manifestaciones?, le preguntaban cuando se terciaba. «Coño, no», contestaba subiendo el tono, «estoy en contra de que me planten a mi una etiqueta para ir por la vida marcada por los prejuicios de los demás. Cada cual que haga lo que mejor le parezca». Toma ya, concluía ella misma.

Pero el asunto no terminó ahí. En su memoria apareció una procesión de inocentes condenados por jueces usurpadores de la Justicia que se arrogaban el derecho a juzgar y a pronunciar sentencia. Estaba aquella compañera de universidad a la que se negaba relación con las normales por haberse declarado a una normal y que acabó con su ostracismo suicidándose. Estaba aquella parienta que vivía ocultando su relación con otra mujer y que acababa no sabiendo qué hacer con su vida. Estaban los cuerpos colgantes de los jóvenes homosexuales ahorcados por la justicia fanática en los países donde el nombre de Dios se utilizaba para matar. Estaba ella, frente a su ordenador, leyendo en su mente la frase lapidaria que algunos pensadores repetían de siglo en siglo; Homo homini lupus est. Ella siempre la concluía pidiendo perdón a los lobos.

La noticia, sus elucubraciones, la crueldad impasible de su memoria le habían dado otra vuelta de tuerca al nudo que le apretaba la garganta; el nudo que cada día agrandaban miles de palestinos de Gaza, vivos y muertos y tantas otras víctimas de la crueldad inhumana que cada día encontraban un hueco en las noticias de todos los medios. Pero ella, se recordó a sí misma, después de luchar durante casi toda su vida por no rendirse a la vida que le había tocado en suerte, había encontrado el modo de no irse de este mundo sin haber descubierto la felicidad, sin que la felicidad la ayudara a provocarse la alegría. Que el cura ese y los siete obispos de las siete diócesis que tal vez disfrutaban imaginando terapias de deshomosexualismo se fueran al infierno en que creían y se tenían merecido. A ella, las barbaridades ajenas ya no podían derrumbarle la felicidad ni apagarle la alegría. Había conseguido la ayuda invencible de su imaginación. A quien sabe utilizar su imaginación, nunca le falta nada, se recordó.

Escribió en su libro de notas tres líneas para un artículo comentando la noticia sobre el cura y los obispos depravados que pensaba escribir más tarde. Imponerse un horario estando jubilado era, sin duda, una soberana estupidez. ¿Qué le pedía el cuerpo? ¿Qué le pedía el alma? Irse de este mundo al mundo de la imaginación, único lugar en el que todos los hombres se sentían hermanos, en el que un sueño simplemente erótico podía convertirse en un sueño de amor. Puso una de sus películas favoritas; esas que no se cansaba de ver porque siempre le enseñaban algo nuevo, y por el camino de la imaginación, se fue.

Khatia Buniatishvili, uno de los amores que hace años me acompaña en mi imaginación, toca aquí Liebestraum 3, Sueño de amor 3, de Franz Liszt, ideal para acompañar esos momentos en que el amor se hace sentir sin palabras.