
Introducción
Oscuridad de noche. En la penumbra, unos escalones que suben o bajan hacia o desde una plaza. Un único foco de luz ilumina a un hombre sentado en un escalón. En una mano del hombre, una trompeta; en la otra, un trapo. Está limpiando la trompeta. De noche, rodeado de oscuridad, a la intemperie, limpiando una trompeta sentado en el escalón de una plaza, ese hombre no puede ser otra cosa que un miserable. El hombre piensa. La voz de su pensamiento suena de fondo. Dice que tenía un amigo verdadero. Dice que sabe que nunca volverá a tener un amigo así. Dice que su amigo decía que «nunca estarás totalmente acabado mientras tengas una historia que contar y alguien a quien contársela.» Cuando haya vendido la trompeta, piensa, su última posesión y su último recurso, aún le quedará algo que contar. Porque está vivo, porque su vida no se ha acabado ni se quiere acabar. Contará su historia al primero que quiera escucharla aunque sabe que nadie va a creer ni una palabra de lo que cuente. Contará cómo llegó a escuchar la música de los dioses y, aunque no le crean, ya encontrará la manera de atrapar su curiosidad para seguir contando. El miserable de la película empieza a contar lo que pensaba, lo que sentía, lo que piensa, lo que siente.
Es de día. Luz de día en la sala de visitas de una residencia de ancianos. Una anciana sola juega un solitario. Entra una mujer de mediana edad y se sienta en uno de los sofás. La anciana se levanta del suyo y va al encuentro de la mujer como si esa mujer hubiera venido a visitarla. La anciana se presenta, se sienta junto a la mujer, empieza a contarle cosas personales como si la conociera de toda la vida. La mujer es atenta, simpática; escucha, responde a preguntas. Y la anciana se lanza sin reparo a contarle una historia que tiene para contar porque está viva, porque su vida no se ha acabado ni se quiere acabar, porque, para no sentirse acabada, necesita que alguien escuche su historia. La mujer parece escucharla, pero su atención se dispersa. La anciana decide atraparla empezando su historia por el final porque al final ocurre un asesinato y los asesinatos siempre interesan. A la mención del asesinato, el rostro de la mujer se vuelve hacia el de la anciana y el resto del mundo desaparece para ella. La anciana ya tiene a quien contarle su historia, su pasado, a contarle a la mujer y a recordarse a sí misma que también tuvo un pasado.
Es cualquier hora. Luz de pantalla de ordenador; la misma de día que de noche. Ante la pantalla, una vieja que siempre se llama a sí misma «vieja» lee un mensaje en la red social que la acompaña a todas horas y las cejas se le suben a la frente y por la boca le sale un suspiro de hastío. «Otra vez», piensa. Otra vez alguien le repite que tiene que escribir su biografía. Se lo han dicho tantas veces tanta gente que ya ni le sale la sonrisa que le salía cuando empezó a escuchar el consejo. El consejo vuelve a proyectar en su mente la misma pregunta de siempre; ¿qué puede tener de interesante la vida de una mujer que ha viajado mucho, pero que ni siquiera podría describir paisajes visitados porque todos los paisajes eran más o menos iguales entre los muros de hoteles y de colegios? ¿Qué puede tener de interesante su vida como no fuera la vida de sus padres? Cuando escribió y se publicó la biografía de su padre con dos capítulos en los que resumía la vida de su madre, creyó que ya nadie le aconsejaría que escribiese la suya. Se equivocó. Quien se había interesado por la biografía de un mentalista e hipnotizador de fama internacional y por la mujer extraordinaria que durante unos años había sido su partenaire, suponía que a la gente podía interesarle la vida de la hija de esos dos. Y otra vez, en la mente de la vieja, las mismas preguntas. ¿Qué puede tener de interesante el relato de una vida subordinada a la vida de todos los que se mezclaron con la suya? ¿Descubrir si a la hija le habían tocado genéticamente las facultades paranormales que tantos habían atribuido a su padre? ¿Suponer que la vida de la hija estaría aliñada con misterios fantasmagóricos? ¿Suponer que la hija a lo mejor explicaría esos misterios que la parapsicología no explica para no negar su razón de ser? La vieja recuerda unas palabras del representante americano Adam Kinzinger disculpándose por escribir sus memorias, «A nadie le importo. Ni siquiera a mi mismo». Y otra vez la misma conclusión. Para que su biografía resultara interesante tendría que transformarla en novela y la novela era un género que no se le daba bien. La mujer, la vieja, diría ella, recuerda el comentario de un amigo la noche de la presentación de la biografía de su padre. «Has escrito un libro tan honesto que nadie se lo va a creer.» Entonces pensó y todavía piensa que si escribiera su vida honestamente, nadie dejaría de aburrirse.
La vieja, aburrida, deja vagar los ojos por la pantalla. En la red, unos opinan, otros piden su opinión. «Yo no novelo, opino», piensa la vieja. La vieja opina sobre ideologías, partidos políticos, gobiernos; sobre la influencia de la política en la vida de todos, de todos los demás. Su vida ya no es vida para nadie; es opinión. Su opinión ha ido acumulando seguidores a través de los años; ya son miles. Algunos de sus comentarios tienen miles de reproducciones. Las impresiones llegan a millones. Pero la vieja no sabe qué son reproducciones ni impresiones. No le importa. Tampoco le importa cuántos siguen los artículos de opinión política que publica en su blog. Solo sabe opinar y por eso, solo le importa informarse para opinar porque solo opinar le importa.
Los ojos de la vieja se detienen en la pestaña de los emails. Le ha llegado uno. Lo abre para llenar el aburrimiento. «Y dale», piensa cuando sus ojos terminan una oración y la oración le pide su biografía y el aburrimiento empieza a agravarle la depresión. Debe ser el mismo que le ha pedido lo mismo en la red. Pasa al párrafo siguiente y la frente se le estira y las orejas se le mueven hacia atrás; movimiento involuntario habitual cuando la ataca una sorpresa. ¿Qué dice éste? Quien quiera que sea el que le escribe le ofrece un adelanto. ¿Adelanto de qué? ¿Dinero? ¿Dinero por su autobiografía? Vuelve a leer. ¿A quién se le ocurre? «Olvídate», se ordena. «Ofrece dinero. ¿Cómo puede rechazar dinero una vieja con una pensión no contributiva que no le llega ni a mitad de mes, fechas en las que tiene que tragarse el orgullo para pedir fiado?» «Pero», piensa la parte irracional de su mente, «¿escribir por dinero, pensando en dinero?»
En su memoria aparece de pronto un ruso con mala leche llamándola de todo. «No tengo ninguna intención de convertirme en una escritora de primera», le contesta, «¿A mis 74 años? No me joda.» La vieja se había releído incontables veces el Curso de Literatura Europea de Navokov, tal vez con la intención masoquista de recordarse las características de la escritora genial que nunca llegaría a ser. Pero ni escritora de primera ni de cuarta. ¿Cómo va a escribir su historia si su propia historia la aburre? En su imaginación, Navokov la mira con desprecio y se vuelve hacia los estudiantes de su curso que, al menos, le escuchan con más o menos atención. Y su memoria le devuelve el desprecio recordándole a la escritora pobre de «84 Charing Cross Road». Pobre y chiflada. Tan pobre que, por pagar al dentista, no puede darse el lujo de viajar a Londres a conocer personalmente al director de una librería de segunda mano que con los años, por correspondencia, se había convertido en amigo del alma. La vieja no puede ni pagarse un dentista.
La lengua de la vieja empieza a deslizarse por el hueco que le ha dejado en la mandíbula inferior la caída de dos dientes. Mente en blanco. «Más bien en negro», se dice. Y otra vez oscuridad de noche y de pronto un foco se enciende y aparece un miserable sentado en el escalón de una plaza limpiando la trompeta que se tiene que vender. «No estarás totalmente acabado», dice, «mientras tengas una historia que contar y alguien a quien contársela». «No estoy acabada», le contesta a gritos en silencio. «Opino».
La vieja de la residencia vuelve a contarle su historia a una desconocida. Su historia huele a tomates verdes fritos. Es una historia viva, que vivirá como vivirán sus protagonistas mientras alguien les recuerde. Eso decía alguien de una obra de Sartre, alguien de tres encerrados por toda la eternidad en un cuartucho que hervía de celos, de frustración, de odio. «Pero, ¿qué historia quieren que cuente yo?», se pregunta la vieja. «Solo he vivido las historias que me han contado los demás, unos cuantos de viva voz, otros en libros, en películas».
Las lágrimas se le están acumulando en la garganta. Aprietan, pero no salen, nunca salen. La racional que la vieja dice que lleva dentro la interpela. «A ver, vieja», le dice, «¿Quién te paga por opinar? Nadie. Cuenta, aunque solo sean las historias de otros que otros te han contado. Cuenta, aunque sea para comprarle el pienso a tus peludos sin agobio. No se trata de inventarte un mundo; se trata de contar el mundo en el que has vivido solo tú, el mundo en el que quieres seguir viviendo y que tienes que contar porque te ofrecen dinero y en el mundo de todos no se puede vivir sin dinero y porque aún no se ha acabado tu vida ni la vida de los peludos que tienes que mantener».
A la vieja se le ha puesto cara de circunstancia, de circunstancia tan grave que le exigirá decidir cuándo y cómo, ¿contestar el email?, ¿empezar a escribir? Por ahora, responder al aviso de la pelota que le oprime la garganta antes de que el corazón se le ponga a galopar.
Busca la pastilla adecuada en el pastillero que tiene a su lado en la biblioteca. Se la toma. Lee un comentario de la red para distraerse. Para distraerse, responde. «No se me ocurre mayor vergüenza que la de proclamarse seguidor de un partido fascista fundado en la mentira para engañar a papanatas». ¿Y si lo del adelanto fuera un engaño? No pasaría nada. Continuaría opinando. «No estarás acabada», se dice. «Mientras sigas opinando y tengas a quien le importe tu opinión, no estarás acabada».