Escúchame

La vio alejarse en su coche; la fue siguiendo con los ojos hasta que el coche desapareció. Hasta la noche del próximo viernes, le dijo, se dijo. Los días de semana se le habían convertido en días de espera, en espera y nada más. El domingo por la mañana era el día de trabajo; el día en que los ojos de aquella mujer se fijaban en los suyos con una atención imperturbable que en todo momento, durante una hora justa, le decían que sus oídos la estaban escuchando tan atentamente que podría repetir de memoria cada palabra que ella pronunciaba. Y después llegaba el momento de despedirse, de volver a esperar.

Cuando el coche desaparecía, ella se sentaba un rato en el porche de su casa a tomar el sol porque aquella mujer le había dicho que se sentara un rato a tomar el sol y ella había decidido que de ninguna manera le llevaría nunca la contraria. Se sentó en el porche, bajo el sol. La montaña se había convertido en un torrente de lilas, notó. Las lilas bordeaban el camino desde la entrada de la casa y seguían bordeando los dos caminos montaña arriba. Las lluvias de un par de días habían vestido todo el terreno de primavera. ¿Estaban ahí esas lilas el domingo anterior?, se preguntó. ¿Estaban ahí cuando ella, hablando y hablando a la mujer que la escuchaba, llegó a la llaga más profunda de su alma y hablando y hablando se abrió en canal cicatrices viejas y el dolor fue tan intenso que empezó a llorar y siguió llorando con lágrimas y sollozos, como no había podido llorar en décadas? Si las lilas ya estaban, no las vio. «Llora», le dijo la mujer, y ella lloró y lloró durante dos días con sus noches. Cuando se cansó de llorar, se sintió limpia y, como una niña orgullosa de una proeza, lo primero que le dijo a la mujer el viernes siguiente fue, «Lloré tanto que me siento limpia». La mujer sonrió. Sabía cómo ella debía sentirse. «No te voy a recetar ni una sola pastilla», le había dicho en la primera sesión. «Todo lo que te pasa lo vamos a arreglar entre tu y yo». Y los viernes por la noche y los sábados, mañana y noche, y los domingos cuando apenas amanecía iban arreglando lo que le pasaba a ella y aprendiendo a comprender y soportar lo que le pasaba al mundo entero, dándole gracias a Dios o a la Naturaleza en la cama. Pero lo que empezó a arreglarlo todo no fue el descubrimiento de unas relaciones sexuales como las que había deseado desde su primera juventud sin conseguir nunca otra cosa que convencerse de que sus deseos jamás podrían transcender a su imaginación. Lo que empezó a reconstruirle con auténtica eficacia todo cuanto una vida inhumana le había destruido fue algo mucho más sencillo; tan sencillo y tan rápido como un milagro; los ojos de esa mujer la reconocían, la miraban con reconocimiento y, sobre todo, sus oídos la escuchaban. Y ella sentía que esos ojos y esos oídos le abrían la entrada al alma de una extraña donde al entrar se sentía reconocida, acogida, comprendida, amada, nueva.

Pero ahora era domingo y empezaba la espera, solo la espera. Desde su silla en el porche se puso a mirar al monumento que se alzaba a un lado del jardín, donde estaban enterradas las cenizas de su abuela paterna y de su padre. «Ja ho podeu veure. Un miracle, dic jo», les dijo. Su fe, la fe elegida y defendida por su propia voluntad le decía que bajo aquel monumento coronado por un busto de su padre solo había cenizas de su padre y de su abuela; solo cenizas. Su fe, la fe que consideraba un derecho al que su voluntad nunca renunciaría, le decía que las almas de su abuela y de su padre, inmortales, estaban a su lado aunque en otra dimensión que no podía percibir. Les hablaba muchas veces mirando al monumento porque, por su educación, tendía a mirar a quien se estuviera dirigiendo, pero sabía, por su fe sabía, que las almas de su abuela y de su padre no estaban bajo aquella piedra esculpida; estaban a su lado, escuchándola.

Ultimamente, además, en ese monumento no buscaba solo a las almas de los suyos, buscaba otra cosa. Su psiquiatra, su amante, la mujer a la que se había comprometido a no llevar nunca la contraria, le había recomendado que su memoria rescatara a la niña que había sido, que hablara con ella, que escuchara con atención lo que esa niña le contara. Y por uno de los múltiples secretos de la mente, ella sentía que a aquella niña que ella había sido solo podría encontarla allí, junto a las cenizas de su abuela y de su padre. Pero resucitar a aquella niña le costaba demasiado, tal vez porque era lo que más le dolía. Cada vez que intentaba recordarla dejando vagar a sus ojos por el monumento, los árboles que lo flanqueaban, el parterre donde su hijo siempre sembraba flores para su abuelo idolatrado, su memoria procuraba rescatar a esa niña y la veía siempre igual, sentada en cualquier parte en silencio, observando en silencio a los que hablaban. Nadie le hacía ningún caso. Y ella, adulta, sentía un deseo doloroso de decirle a esa niña, viva imagen de la soledad, «Cuéntame qué piensas. Te escucho». Pero para escuchar a aquella niña ya era demasiado tarde. Esa niña había ido creciendo en cafés con su padre que hablaba con otros hombres mientras ella leía un libro o dibujaba en silencio con lápices que su padre le compraba para poder llevársela a todas partes sabiendo que la niña estaría quieta y callada; había ido creciendo sola en aviones sentada junto a extraños que casi nunca le hablaban , solo le hablaba de vez en cuando una azafata que de vez en cuando iba a verla y le preguntaba si estaba bien, hasta los trece años, edad en que se acababa el convenio para que las azafatas se ocuparan de los niños solos, edad en que sola en los aviones ya no le hablaba nadie; esa niña había ido creciendo en internados donde muy pronto no quiso hacer amigas porque muy pronto aprendió que al año siguiente iría a otro colegio, a otro país y que de aquella amiga que había logrado en ese curso solo le quedaría la añoranza; hasta el día en que a aquella niña, con diez años, un extraño examen determinó que padecía de una enfermedad que llamaban superdotación y entonces ya no tuvo que evitar hacer amigas porque las chicas de los colegios ya no se le acercaban, ya no tuvo que anhelar el afecto y la atención de algún adulto porque entonces comprendió por qué ningún adulto le había dado nunca afecto y atención, porque se lo había explicado su madre cuando, con once años, le preguntó por qué nadie la trataba como a una niña, «Porque hablas como si tuvieras veinte años», le contestó su madre sin mirarla, con un cierto desprecio en su voz, y ella entendió que el síndrome de la superdotación la convertía en una vieja y se dio cuenta de que a nadie le gustaban los viejos, ni a ella, a ella le gustaban los niños, pero a los niños no les gustaba hablar con ella. Ninguno sabía nada de Albert Camus ni de Lin Yutang, recordó con una sonrisa triste.

Mirando al monumento sin ver nada, aquella mañana decidió hacer caso a la mujer que, con su atención, parecía estar pariéndola de nuevo. Decidió hablarle a aquella niña por primera vez, costara lo que le costara. «Tienes que habértelo pasado muy mal», le dijo por decir algo. «Y se me ocurre que, a lo mejor, por un diagnóstico equivocado». ¿Y si esa pobre niña no era superdotada? ¿Y si todas sus rarezas obedecían al síndrome de Mènieré causado por una operación del oído que le habían practicado cuando tenía un año para curar una otitis grave? A lo mejor, si sus padres se hubieran dado cuenta la habrían tratado de otra manera. «¿Tú crees?», le dijo la niña, transfigurada de pronto en una niña vieja. «A los niños de hoy no les compran libros ni lápices de colores para callarlos, les dán móbiles. Lo que importa es callarles.» Lo que importa es callarles, se repitió, callar a todo el mundo. ¿Qué sería del mundo si nadie se callara?, se preguntó. «Tienes que habértelo pasado muy mal», le repitió empezando a sentir en su memoria las voces de los niños aterrorizados bajo bombas asesinas en medio de las ruinas de Ucrania, de Palestina y Dios sabría de dónde más. Y, de pronto, entre la multitud de niños desarrapados, sucios, llorosos que en su imaginación huían de las bombas de una guerra que entonces la memoria proyectó en Madrid, reconoció una cara, la cara de una niña desarrapada, sucia, llorosa que la había acompañado toda su vida; era la cara de su madre niña, de la madre que había amargado la infancia y la adolescencia de su hija contándole sus recuerdos, contándole su horror de niña bajo las bombas, torturada por el miedo y por el hambre, contándole las humillaciones de su adolescencia, abusada sexualmente a cambio de pasteles, contándole su miedo por el futuro de un hijo de madre soltera fruto de uno de aquellos abusos, contándole el dolor incurable por la muerte a los cinco años de aquel hijo que amaba como nunca se había amado a sí misma. Esa mujer había obligado siempre a su hija a escuchar todas las penas y horrores de su memoria y a perdonar cuanto dolor pudiese causarle porque el perdón que pedían los ojos de su madre exigía a la hija perdonar.

«Tú también te lo pasaste muy mal», le dijo la niña que ella había sido, «pero lo resolviste de otra manera». Sí, lo había resuelto intentando dar amor con la esperanza de que alguien se lo recompensara. Su intento fracasó, tal vez porque no supo cómo dar amor, y aquella esperanza se convirtió en desilusión. «Juzgas tu vida como una serie interminable de fracasos», le dijo un día su psiquiatra, su amante, «¿pero a quién elogias más que a nadie en tus artículos?, le preguntó. «Al ser humano, al ser auténticamente humano», le respondió sin pensarlo. «¿Y para ti, qué hace de un hominino un ser auténticamente humano, como también dices en tus artículos?» «La empatía» contestó otra vez en el acto. «¿Y no ha sido la empatía lo que te ha llevado a compadecer hasta a las ratas?»

Algo, lo que fuera, había recompensado sus esfuerzos por comprender, más que perdonar, comprender a cuantos le hacían daño y compadecer, compadecer a todo ser vivo. Allí estaba ella, esperando con ilusión adolescente los besos y caricias que no había tenido nunca. Antes de pocos días volvería a tener, además, lo más importante, unos oídos dispuestos a escuchar lo que ella tuviera que decir porque, por primera vez, había en el mundo alguien a quien ella importaba más que nadie. ¿Y aún se atrevía a decir que su esperanza se había transformado en desilusión?

Después de que la sorpresa que le causaban sus propias conclusiones dejara su mente en silencio un rato, se levantó de la silla sin apenas notar la dificultad. Cogió su bastón. Echó otra mirada al monumento. «Quédate ahí», le dijo mentalmente a la niña de su memoria. «Tú y yo tenemos que seguir hablando».

Llegó a su estudio. Se sentó en su butaca frente a su ordenador. Lo encendió. Su red social le dijo que tenía mensajes privados pendientes. Abrió el primero. Le escribía una soldado ucraniana, necesariamente joven, que hacía poco había empezado a seguirla. Una mujer necesariamente joven que se estaba preparando para entrar en combate y que ya en el primer mensaje le había contado que en el primer bombardeo ruso había perdido a su marido y a su hija. El hijo que le quedaba estaba en Kiev con su abuela, esperando más bombas. Como vivían esperando bombas niños y adultos palestinos en Gaza. El alma le exclamó el «Dios mío» de siempre por no encontrar otra cosa que exclamar. Y en ese «Dios mío» iban el dolor, la furia, la impotencia de siempre. El dolor de los que sufrían; la furia por la indiferencia de cuantos, pudiendo detener a los asesinos, preferían no complicarse la vida; la impotencia que solo se desahogaba clamando a Dios sin saber, como no podía saber nadie, si Dios escuchaba. Ella tenía quien la escuchara en la tierra. Estaba Colom, el chófer del taxi que la traía y la llevaba desde que la direccion General de Tráfico le había quitado el carnet de conducir por enfermedad crónica. Ese hombre, ya amigo, la escuchaba un rato y, cuando ella se callaba, empezaba a contarle chistes para hacerla reír. Estaba Olga, la trabajadora familiar que le había asignado el Consell y que velaba por sus necesidades básicas una hora cada día. Antes de empezar a arreglar la casa, Olga se sentaba con ella en el estudio y la escuchaba. Y ella, sintiéndose escuchada, le contaba cómo iban sus cosas; algunas ideas del artículo que estaba escribiéndo; asuntos prácticos que exigían una atención que ella era incapaz de darles. Olga le resolvía esos asuntos prácticos cuando estaba a su alcance y, además, comentaba sus ideas y ofrecía consejos que casi siempre le iluminaban el entendimiento. Y estaba, por encima de todos, su amante.

¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los padres escucharan a sus hijos en vez de buscar subterfugios para callarles?, se preguntó. ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si las parejas tuvieran por máxima prioridad escucharse? ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los jefes escucharan a sus subordinados? ¿No se transformaría el mundo en un lugar más habitable para todos si los políticos tuvieran por norma elegir a unos cuantos ciudadanos anónimos a quienes escuchar asuntos personales que transcendieran demandas sociales; asuntos que recordaran a los políticos sus propias necesidades psicológicas escuchando las necesidades psicológicas de seres anónimos? ¿No se conseguiría transformar el mundo en un lugar más habitable para todos si se intentara obligar a los enfermos mentales obsesionados con el poder que se erigían en tiranos y algunos en asesinos; obligarles a recibir terapia psiquiátrica antes de permitirles ejercer cualquier cargo que les otorgara poder? ¿No se conseguiría transformar el mundo en un lugar más habitable para todos si a todos los votantes de cualquier edad se les exigiera aprobar un test sobre actualidad del país, conocimiento de la ideología y programa de partidos y candidatos; un test que incluyera un examen de sus propias facultades mentales y de su estado emocional antes de permitir que con su voto decidieran el bienestar o todo lo contrario de todos los demás?

¿Y quién te ha dicho a ti que todos los homininos quieren vivir en un mundo más habitable?, le preguntó su razón.

La última pregunta merecía una conversación con su psiquiatra, su amante. «Te escucho», le diría, porque ella no tenía nada claro qué responder.

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

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