El peligro de la resignación

Fue a buscar churros congelados a la nevera abierta. De la nevera abierta, llena desde hacía cuatro días con la gran compra mensual, no salía ningún mal olor. Por fortuna, una borrasca o algo así mantenía la temperatura ambiente de la cocina por debajo del más crudo invierno conocido.

Echó los churros en la sartén encendida; el café con leche, en un cazo en el hornillo de al lado. No sentía la preocupación que la había agitado un instante al descubrir que se le había estropeado la nevera. La noche anterior, la memoria le había inundado mente y alma con la banda sonora de Cinema Paradiso. Varias veces había intentado apagar con palabrotas esa música que vibraba en su cerebro; cada vez que se había despertado durante la noche y la memoria le había devuelto los primeros compases. Coño, ¿quieres parar?, se gritaba por dentro. ¿Por qué, demonios, anoche? ¿Qué espíritu maligno había resucitado a Morricone en Internet sin que ella se lo pidiera? ¿O se lo había pedido? ¿Para qué? ¿Para ablandarse el alma y no dejar que se la endurecieran las circunstancias? Cinema Paradiso, decadencia y muerte de lo más querido. Cuando sus ojos ya se habían quedado sin lágrimas, esa música era de las poquísimas cosas que aún se los humedecía. Con esa música de fondo, llegaba a su imaginación un ser amado, cuya cara no importaba, que la cubría de besos pidiéndole perdón por haberla abandonado. Volver a revivir recuerdos de algo que nunca pasó, ¿penoso síntoma de senilidad? Hay que joderse, se dijo, cuando al despertarse esa mañana y sentarse en la cama y buscar en la mesa de noche cigarros y encendedor, volvió a sonar en su memoria la música de Morricone y esa música le volvió a agitar el alma y el alma agitada, a hacerla confundir memoria con imaginación. No te digo, se dijo para quitarse hierro, una mañana con sueños eróticos y al día siguiente romántica perdida desmelenándose por lo que pudo haber sido y no fue. ¿Qué le aconsejarías a la vieja?, se preguntó. Psiquiatra; iría si no fuera por el pánico que le provocaba la idea de que la internaran. En la dictadura no la hubieran internado en un manicomio; la hubieran internado en una cárcel. Daba igual. Lo que le producía pánico era que le robaran la libertad. Su libertad era ya el único amor que le quedaba.

Como todos los días, fue a su estudio con su desayuno. Blanditos los churros calentados en una sartén. Caído y perdido el mando de encender el horno, ya no tenía horno. Todo se va estropeando, pensó. Ella como todo. Todo, incluyendo el mundo. Qué imbecilidad. Qué imbecilidad pensar que un psicópata clownesco podía destruir al mundo por sentarse en el sacrosanto despacho de la primera potencia mundial. Mirando los morros de Trump en el ordenador, fruncidos por la expresión cabreada de un niño engreído, volvió a parecerle inexplicable que tantas mentes pensantes otorgaran a ese personaje grotesco la posibilidad de cargarse al mundo. A menos que se entendiera que el mundo estaba habitado por una mayoría de imbéciles. ¿Más imbéciles que una pobre vieja, para colmo vieja pobre, que agotaba sus últimos dias sobre la tierra intentando, desesperadamente, salvar al mundo con un blog de artículos? Desesperadamente con la esperanza de obrar milagros. Eso solo le había pasado al pobre Jesús de Nazaret, el Ungido, el salvador de un mundo corrupto, un mundo que a su muerte se siguió corrompiendo en su nombre, en nombre de un supuesto Mesías que durante siglos sirvió para matar en su nombre a herejes y seguidores de otros mesías.

¿Cuántos siglos llevaba la maldad, la diabólica mala leche de la maldad intentando cargarse al mundo? Desde el principio de los homininos. No. Al principio, el hombre, nuevo sobre la tierra, mataba para comer. Fue más tarde que empezó a matar para conseguir una caverna mejor que la que tenía, una hembra mejor que la que ya había hecho suya. Eso, si se pensaba en machos. Las hembras debían tener otros medios para suplir la inferioridad de su fuerza física puesto que en algunas tambien nació y creció la maldad. ¿Sería la maldad condición genética de los homininos? Y si no, ¿cuándo y cómo nació el deseo irreprimible de hacer daño al otro para satisfacer lo que fuera? De las respuestas a esas preguntas nacieron los demonios. ¿Y si uno se negaba a creer en demonios porque quería creer que el Creador, contemplando su obra, había visto que todo era bueno? ¿Qué pensaría hoy el Creador?, pensó. Si el Creador pensaba, se dijo por ser fiel a su fe, a su religarse a su Dios con la promesa de no intentar jamás adivinarle, hominizarle a capricho de su voluntad.

«Dios, Dios», clamó en cuanto apareció en su ordenador la página de la primera radio que consultaba cada mañana con titulares y fotos que negaban hasta lo único que se permitía creer. «Otra vez el empeño en destruir el mundo», pensó sintiendo un cansancio que salía de su mente y se deslizaba por todo su cuerpo como un hilo de jugo saliendo de una adormidera. En la foto de Trump, la memoria le puso una foto de Hitler. La maligna crueldad de su memoria le recordó lo que tantas veces pensaba cada vez que un mal recuerdo aparecía para torturarla. Maligna crueldad recordándole siempre que no tenía buenos recuerdos de los que echar mano. Hitler, horrorizándola por primera vez a los diez años cuando un adulto muy ignorante o con muy mala leche le regaló «The Rise and Fall of the Third Reich» y ella agradeció el regalo prometiéndose que nunca se dormiría sin leer diez páginas hasta acabar aquel libro de bolsillo gordísimo. Y lo acabó. Hitler, el genocida, asesino de millones de judíos, hoy resucitado por un judío genocida que vengaba la muerte de todos los judíos asesinando palestinos. «Dios, Dios», volvió a clamar ya sin fuerzas, «¿Se había empeñado el hombre, macho y hembra, en devolverle a Dios el regalo de la tierra, la tierra ya demasiado usada y estropeada?

Se echó hacia atrás en su butaca para sentir que algo había en este mundo que le sujetaba la cabeza adolorida. En su cabeza, en su mente, que nadie sabía donde estaba, en su memoria, en su imaginación, las notas de Morricone, piano, piano. A veces imaginaba la existencia de un pensamiento universal que dignificaba a la especie humana. La música acompañaba las creaciones del hombre, macho y hembra, con notas que salían de la memoria, de la imaginación, del alma, de las glándulas, de lo que el hombre era o anhelaba ser. Música capaz de transformar a homininos en seres humanos que con cuerdas y teclas y voz cantaban su humanidad. Y letras. El bulo que se habían inventado los malos en su segundo relato de la creación decía que el macho había nacido del fango y la hembra de una costilla sangrienta del varón. Ella creía que el hombre, macho y hembra, prefectamente iguales salvo en el cuerpo, habían nacido de un verso pronunciado por su Creador. Y la fe dependía de la voluntad de cada cual; la fe era un derecho y cada cual tenía derecho a creer lo que le diera la gana.

Ese pensamiento universal que llenaba las almas de música y versos, guiaba las manos de quienes seguían creando al mundo sobre lienzos. Andrea del Sarto, le recordó la memoria; el Andrea del Sarto pintor pintado en un poema de Robert Browning. ¿Y ahora adónde, coño, quería llevarla la memoria? Aula desangelada con muebles modernos en los 60′. Una profesora insoportable les echa encima la tarea de escribir un análisis sobre el poema a entregar dos semanas antes de fin de curso. En el aula son cinco más ella, cuatro estudiando master, una preparando doctorado. Y ella en segundo, con diecisiete años. ¿Por qué la habían sacado del bachillerato a los quince para meterla, a los dieciséis, en la universidad, perdida entre chicas que estrenaban mayoría de edad dispuestas a encontrar el amor de su vida y chicos estrenando igual con el mismo propósito? ¿Por qué una vez allí la habían sacado del aula de segundo de literatura para meterla en otra con cinco que ya habían acabado el primer tramo de sus carreras y que la miraban con una burla en los ojos que no intentaban disimular? A los diez años, sentada en su pupitre sin meterse con nadie, oye a la monja pronunciar su nombre y comunicar a la clase de cuarto que los resultados del test de CI que les habían hecho acababan de llegar y que entre las niñas de esa clase había una superdotada. Y entonces sonó su nombre. Y entonces, como si la monja hubiera dicho que a esa niña le habían diagnosticado lepra, todas las compañeras dejaron de hablarle y se alejaban cuando, en el recreo, la veían acercarse. Todas no, recuerda. Tuvo una amiga también rechazada por rara porque era canadiense y se iba a su casa los fines de semana. Ella nunca decía donde había nacido y su perfecto acento británico engañaba.

Y ahora, ¿por qué esos recuerdos? ¿Por qué esa vuelta atrás como si el tiempo fuera algo sólido que permitía volver, como a una casa vieja? Casa vieja llena de malos recuerdos. La pregunta tenía una respuesta fácil; culpa del editor que le había ofrecido adelanto si escribía sus memorias. Mentira. Culpa de ella que se había dejado deslumbrar por la promesa de unos cuantos billetes que le permitirían ir a la peluquería con más frecuencia sin agobio. En el fondo, lo mismo que los medio pobres del mundo entero tratando de olvidar sus angustias presentes volviendo a las casas viejas, como si el olvido de lo que ocurre y de lo que ocurrirá fuera la única posibilidad de vivir en paz entre facturas y planes que se comían los exiguos ahorros de quienes los tenían. Y ella, resignada ya a su pensión; sin planes posibles, ¿viviendo ya en las casas viejas por haber perdido toda esperanza de una casa nueva? No, eso no. Que se queden los americanos con sus Mc Carthys, los israelitas con su tefillah, los hungaros y los rusos metidos bajo el zapato de un padre protector, los alemanes llevando flores a Hitler, los españoles haciendo cola para volver a ver el cadáver de Franco, se gritó por dentro con auténtica furia. Ella, olmo viejo bien plantado, aferrada a la esperanza hasta su final aquí; olmo seco exhibiendo sus últimas ramas verdes aunque el milagro de otra primavera solo brillara en su fe, ella seguiría esperando lo que le diera la gana esperar porque la esperanza, como su fe, solo dependían de su voluntad y su voluntad la había llevado siempre a huir de la resignación como del más asesino de los demonios.

Que no falte la música

Publicado por MARIA MIR-ROCAFORT - WEB

Bloguera. Columnista

3 comentarios sobre “El peligro de la resignación

  1. Qué difícil me lo pones querida amiga.

    Escribes desde las entrañas, desde lo más profundo de tu memoria, de esas vivencias que, a veces, no queremos recordar, pero sin proponérnoslo, aparecen sin que podamos evitarlo, unas veces para agradarnos la mayor parte para mortificarnos.

    El otoño de nuestras vidas es como un caleidoscopio donde todo se mezcla, donde, no pocas veces, confundimos realidad y ficción.

    Estoy escuchando a Ennio Morricone y, como a ti, la nostalgia me invade. Cinema Paradiso es una de mis películas favoritas, seguro que pasarán horas hasta que de mi cerebro se borre el constante recuerdo de esta música. Al escucharla me ha venido a la memoria un poema que escribí hace unos años:

    AUSENCIAS

    La madurez no trae sosiego,

    trae dolor y ausencias.

    Ausencias que son irrecuperables,

    dolor profundo de esas ausencias.

    Se te llenan los cajones del alma

    de recuerdos que hacen daño

    y que te pesan.

    De dolores distintos por lo nuevo.

    La vida te va arrancando a dentelladas

    todo aquello que antes tuvieras.

    No hay grandeza ni gloria en las ausencias

    Solo el vacío que te dejan

    El dolor que te lacera, como a Dante,

    sin esperanzas de encontrar el Empíreo

    No hay un Virgilio adalid de la razón

    No hay Beatriz que te consuele

    No hay nada, solo la angustia que te apremia

    solo el terrible dolor de las ausencias.

    doa

    Hoy mi comentario no es, seguramente, lo que esperabas, pero así son las cosas del alma, entrañable amiga.

    Como a ti te gusta despedirte: GBH, que espero te sirva, al menos por unos segundos de consuelo.

    Me gusta

  2. Qué difícil me lo pones querida amiga.

    Escribes desde las entrañas, desde lo más profundo de tu memoria, de esas vivencias que, a veces, no queremos recordar, pero sin proponérnoslo, aparecen sin que podamos evitarlo, unas veces para agradarnos la mayor parte para mortificarnos.

    El otoño de nuestras vidas es como un caleidoscopio donde todo se mezcla, donde, no pocas veces, confundimos realidad y ficción.

    Estoy escuchando a Ennio Morricone y, como a ti, la nostalgia me invade. Cinema Paradiso es una de mis películas favoritas, seguro que pasarán horas hasta que de mi cerebro se borre el constante recuerdo de esta música. Al escucharla me ha venido a la memoria un poema que escribí hace unos años:

    AUSENCIAS

    La madurez no trae sosiego,

    trae dolor y ausencias.

    Ausencias que son irrecuperables,

    dolor profundo de esas ausencias.

    Se te llenan los cajones del alma

    de recuerdos que hacen daño

    y que te pesan.

    De dolores distintos por lo nuevo.

    La vida te va arrancando a dentelladas

    todo aquello que antes tuvieras.

    No hay grandeza ni gloria en las ausencias

    Solo el vacío que te dejan

    El dolor que te lacera, como a Dante,

    sin esperanzas de encontrar el Empíreo

    No hay un Virgilio adalid de la razón

    No hay Beatriz que te consuele

    No hay nada, solo la angustia que te apremia

    solo el terrible dolor de las ausencias.

    doa

    Hoy mi comentario no es, seguramente, lo que esperabas, pero así son las cosas del alma, entrañable amiga.

    Como a ti te gusta despedirte: GBH, que espero te sirva, al menos por unos segundos de consuelo.

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