
Después de desayunar en la cama, se volvió a dormir y dormida estaba disfrutando intensamente un sueño erótico cuando la despertó de golpe la voz de Maria Callas cantando las notas más altas de «La mamma morta» de «Andrea Chenier». «Coño», soltó en voz alta sentada por el sobresalto. Culpa suya por dormirse con la radio encendida. Frente a ella, a cierta distancia, una de las ventanas. Los árboles, tranquilos en la mañana sin viento, la devolvieron a la paz de su casa. «Coño», se volvió a repetir. Ni en las noches más memorables de sus tres matrimonios había llegado al clímax con unos gritos así. «Bruta», se dijo, «la Callas no gritaba, cantaba con una voz privilegiada por Dios». «Vale,» se contestó ella misma, «pero al clímax no se llega con notas de soprano. No es para tanto». Sonrió y de la sonrisa pasó a una risa sorda recordando el sueño, el susto, los «coños», el «bruta». «Todo divertido menos el insulto. Ya sabes que no me gusta que te insultes». De bruta, nada. Las palabrotas le salían por influencia de su padre, allá en su juventud, y porque, según investigaciones científicas, al librarse de convencionalismos sociales, algunos viejos acababan exhibiendo coprolalia con o sin síndrome de Tourette. Volvió a reír al pensarse vieja. Dentro de poco saldría al pasillo al que un espejo de cuerpo entero daba prestancia de vestidor. En ese espejo volvería a verse transformada por la chifladura juvenil que se había concedido, finalmente, el día anterior, después de algún tiempo complaciéndose con la idea de copiar en su pelo las mechas negras de Kristen Stewart en la película «Happiest Season».
Empezó a levantarse. Era lo que más tiempo y esfuerzo le tomaba. Hacía un par de meses que una caída le había agravado el síndrome de Mèniére que la desequilibraba. Levantarse de cualquier asiento y caminar se había transformado en un espectáculo de decrepitud. Sonrió y cuando llegó al espejo la atacó la risa. Lados rapados y teñidos de negro negrísimo; copete de pelo blanco blanquisimo. «Bruta, no. Chiflada», se dijo riendo. «¿Chiflada por qué?», se preguntó ella misma. Al salir de la peluquería se había atrevido a ir con el taxista, su amigote, a tomarse un par de wiskies en dos bares. Todos la habían piropeado y hasta el dueño de uno de los bares, con pelo largo rubio y mechas negras, la había abrazado dos veces. Claro que la reacción no hubiera sido la misma si, por hacer caso a su hijo, hubiera frecuentado las meriendas en la granja del grupo de viejas de su edad. Pero lo que más claro tenía después de haber analizado el asunto con detenimiento era que con la vejez había conquistado su independencia y que ya nada ni nadie podrían privarla de su libertad, ni siquiera las siete enfermedades crónicas que querían encerrarla en su casa. «A la enfermedad, las pastillas de rigor y no se hable más», decía.
No se hable más, se decía cuando la memoria le recordaba el estado desastroso de su locomoción. Bajar escaleras suponía borrar de su mente todo pensamiento profundo para concentrarse en los escalones agarrando una baranda o apoyándose en una pared. Con la espalda apoyada en la pared y una mano apoyada en la pared de enfrente, llegó al primer piso dando gracias, como siempre, al alma de su padre por haber hecho aquellas escaleras entre dos paredes . Y como siempre, al llegar abajo la abandonó el buen humor. A pocos pasos estaba el que había sido su despacho y ahora era su estudio, y en el estudio, el ordenador que la conectaba con el mundo allende sus montañas.
El mundo se había vuelto insoportable y, por ende, los textos e imágenes que cada día consultaba en su ordenador también. Ya no había ser inteligente que cuestionara la paulatina deshumanización del mundo. El hombre, en cuanto especie del orden de los primates, ser racional, se estaba cargando su propio habitat para asegurarse su propia extinción. Impaciente por extinguirse, no podía soportar la lentitud de los efectos del cambio climático. En todas partes, divididos en tribus como en su prehistoria, los hombres se estaban matando para acelerar su desaparición. Las matanzas seguían un orden, un plan concebido por mentes gravemente afectadas por la psicopatología del sadomasoquismo. Según su capacidad de excitar al personal con noticias truculentas, los dueños de esas mentes componían un salón de la fama encabezado por los asesinos que, además de asesinar, contaban con el poder deslumbrador del dinero; en primer lugar de la lista, Putin y Netanyahu. Y por todas partes había quienes, carentes del poder y los medios para asesinar, se contentaban privando a sus conciudadanos de la facultad indispensable para evolucionar como ser humano; la libertad. Claro que los asesinos y tiranos de diversos tipos no infundían terror a otros que no fueran las víctimas a su alcance. Los que producían el terror más terrorífico a los seres pensantes eran los millones de hombres, machos y hembras que, en libre ejercicio de su voluntad, entregaban el poder a tiranos y asesinos mediante su voto.
Las imágenes y los textos de su ordenador la encerraban cada día en la celda del pánico que era su propio país donde políticos entregados a la estrategia fascista para derrocar a la democracia y medios afines o bien pagados y tertulianos balbuceantes esforzándose por exhibir una equidistancia falaz y millones de idiotas masoquitas dispuestos a tragar los bulos y mentiras del fascismo para sentirse poderosos por un día el día de las elecciones, malvivían pergeñando la manera de colaborar a su autodestrucción.
Llegó a su estudio fregando paredes. Arrastró los seis pasos necesarios para ir de la puerta a su escritorio. Se dejó caer en su butaca. Frente al ordenador apagado, empezó a preguntarse. ¿Cuánto tiempo dedicado a escribir su opinión política para consolarse de sus penas íntimas viendo los miles de lectores que le contaban las estadísticas de su blog? ¿Lectores? ¿Y quién le decía que toda esa gente se tomaba de verdad la molestia de leer sus artículos? ¿Quién le decía que no se trataba simplemente de dedos acostumbrados a abrir todas las páginas a las que se suscribían para olvidar por un rato sus penas íntimas? ¿Y por esos miles de dedos se amargaba la vida que podía quedarle dedicando sus días a buscar y leer y ver y oír información que cada día le corroborase el horror del mundo y la estupidez de la mayoría en su propio país? No era la primera vez que se hacía esas preguntas. Esas preguntas vivían agazapadas en su cerebro y le agitaban las glándulas cada vez que encendía su ordenador. La memoria siempre le daba como respuesta unas palabras que Lawrence O’Donnell había citado en uno de sus programas: «La esperanza es una elección. Elegid la esperanza». ¿Esperanza de que? «¿La esperanza que aún mantiene con vida a los supervivientes de la masacre de los palestinos, de los ucranianos, de los africanos sin nombre? ¿La esperanza que empuja a los ciudadanos conscientes de los países democráticos a votar aunque las encuestas digan que ganarán los destructores?»
Encendió el ordenador con la esperanza de escribir otro artículo que terminara, como todos los suyos, llamando a la esperanza, ese estado del ánimo que, por encima de las penas de hoy, empina el alma a mirar al mañana y a verlo mejor; porque la esperanza es una elección, una elección entre dos posibilidades, bucear en la mierda o levantar la barbilla y sonreír trabajando con la esperanza de que mañana será mejor; porque hay que elegir la esperanza aunque solo sea, simplemente, por la sencilla razón de que a uno le da la gana vivir bien.
Seguida de versión cantada por Sydney Christmas, la mejor desde que «Tomorrow» se cantó en «Annie»