
Hace millones de años, el hominino macho del género Homo descubrió su fuerza y descubrió que la fuerza le hacía superior a quien tuviera menos fuerza que la suya. Así descubrió que las hembras tenían menos fuerza que los machos lo que permitía a los machos someterlas a sus necesidades y antojos. Así, la fuerza superior del macho convierte a la hembra de su género en su esclava. Por la misma razón objetiva, los machos empiezan a medir su fuerza con la de los vecinos. En la lucha por arrebatar a otros tierra para cazar y cavernas donde guarecerse, gana el más fuerte. El hominino homo descubre que el mundo que le rodea pertenece al que por la fuerza se lo pueda ganar. Lo que no descubre es que con esa rutina de ejercicio de la fuerza y dominación del más débil, los de su género, machos y hembras, forjan el primer eslabón de una cadena de odio, de resentimiento, de ansias de venganza que se extenderá por los siglos de los siglos y que dice la evidencia que se seguirá extendiendo hasta el final de la vida del homo, macho y hembra, sobre la tierra.
El 5 de noviembre de 2024, los americanos decidirán a quién entregan el poder en su nación; una nación que, por la importancia económica del país y su fuerza militar, recibe la consideración de primera potencia del mundo.
El 5 de noviembre de 2016, los ciudadanos con derecho al voto de esa potencia colosal otorgaron el poder a un necio, multimillonario por obra y gracia de su herencia paterna y estrella de la televisión gracias a su histrionismo y a los guionistas que le escribían los libretos. La presidencia de Donald Trump fue caótica, como todavía pueden recordar los millones que le llevaron a la Casa Blanca y los que no le llevaron pero sufrieron su estancia por igual. Si las consecuencias de aquel caos no fueron peores para la nación y sus ciudadanos se debió a los miembros sensatos del gobierno que otros le ayudaron a montar y a que la pereza de un presidente entregado exclusivamente a su participación en redes sociales y a posar ante las cámaras le impidió dedicarse a gobernar en serio. Si Donald Trump, durante su presidencia, no logró cargarse la Constitución y, con ella, la democracia de los Estados Unidos de América, fue porque la mayoría de los ciudadanos con derecho al voto reaccionaron y le echaron de la Casa Blanca en las siguientes elecciones.
Hoy sabemos que la fuerza física no basta para vencer o perder. Hemos evolucionado, más o menos, intelectual y emocionalmente. Hoy sabemos que venimos al mundo con facultades intelectuales y emocionales que nos permiten evolucionar hasta convertirnos en seres humanos, como sabemos también que no todos los homos alcanzan ese grado superior al de todas las especies. Nacemos con las facultades necesarias para evolucionar hasta el grado que calificamos como humanidad, pero nuestra naturaleza no permite la evolución automática. Esa evolución requiere esfuerzo y ese esfuerzo depende de nuestra voluntad. Lo que muy pocos saben y menos entienden es que la animalidad salvaje de nuestros primeros antepasados fue creando la cadena de odio y resentimiento que hasta el día de hoy nos oprime a casi todos y que a la mayoría impide utilizar sus facultades para convertirse en auténtico ser humano. Todos nacemos y vivimos con esa cadena al cuello heredada de los primeros salvajes que con su fuerza aplastaron a los más débiles y de los más débiles que tuvieron que sufrir el dominio de los más fuertes. Para librarnos de su peso aplastante es condición indispensable descubrirla, deshacer los eslabones que nos oprimen y avanzar, cada vez más ligeros, con la alegría que otorga gozar de la auténtica libertad; la libertad de irnos convirtiendo en lo que queramos ser.
El próximo 5 de noviembre, los americanos se encuentran ante dos opciones.
Una candidata, vicepresidenta del gobierno actual, ofrece lo que puede esperarse de un ser humano plenamente evolucionado, es decir, de un ser que es y actúa de un modo ejemplarmente fiel a los valores y cualidades que distinguen la auténtica humanidad. Kamala Harris entiende y defiende el hecho incontestable de que la creación hace a todos los homos hermanos y de que esa hermandad despierta, en todos los seres auténticamente humanos, la empatía, la compasión. Esta cualidad hace que Kamala Harris se comprometa a gobernar para todos los ciudadanos sin distinguir procedencia, creencias, ideología, partido político. Kamala Harris se compromete a gobernar según los fundamentos de la auténtica democracia que resumió Abraham Lincoln, gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, con el único objetivo de que el pueblo progrese.
El otro candidato, Donald Trump, ya demostró su ineptitud intelectual, moral y política durante los cuatro años de su presidencia. Su campaña por lograr que le vuelvan a otorgar el poder está demostrando que su egolatría patológica se ha agravado durante los últimos cuatro años con síntomas de demencia senil. Trump predica la división del país en amigos, los que le apoyan, y en enemigos, los que le critican o, simplemente, no le siguen. Trump afirma sin ambages que, en cuanto gane las elecciones, eliminará a sus enemigos por diferentes medios. Su misoginia le hace pregonar su intención de coartar la libertad de las mujeres y de castigar a aquellas que no obedezcan sus directrices. Su xenofobia le hace amenazar a los inmigrantes con la deportación masiva y hasta con la pena de muerte a los que cometan delitos. Su nacionalismo fanático pretende aislar al país de sus aliados democráticos y permitir que los otros países lidien como puedan contra los caprichos de cualquier autócrata. Sus convicciones fascistas le hacen prometer que en cuanto recupere el poder, ya no será necesario volver a votar porque gobernará para siempre.
Este programa de gobierno, pregonado por Trump con sinceridad absoluta a través de cualquier micrófono que le pongan delante, nos lleva a la pregunta que atormenta a todos los seres auténticamente humanos en los Estados Unidos y en el mundo entero. ¿Cómo es posible que millones estén dispuestos a votar por un individuo que predica el odio, el rencor, la división, el derecho a la venganza; un individuo que manifiesta su intención de destruir los cimientos de la democracia que define a su país para convertir a su país en líder de un terror universal bajo un autócrata que gobierna emulando a todos los autócratas que en el mundo han sido y a los que aún son, incluyendo a genocidas como Hitler? ¿Cómo es posible que millones estén dispuestos a entregar a un individuo el poder de arrebatarle su libertad, su posibilidad de vivir una vida plenamente humana?
La pregunta resulta retórica para quien comprenda el significado de la cadena que forjó el homo prehistórico convirtiendo a toda su descendencia, por los los siglos de los siglos, en sadomasoquistas.
La mayoría no especializada atribuye al sadomasoquismo un significado exclusivamente sexual. Reducir de esa forma el significado del término hace ignorar a la inmensa mayoría que la palabra define una característica de la psicología del homo que todos heredamos de nuestros primeros antepasados, en mayor o menor grado, y que todos transmitimos, en mayor o menor grado, a nuestros descendientes. El valor de la fuerza física despertó en los primeros homininos vencedores lo que millones de años después alguien llamó sadismo, y el sadismo de los triunfadores impuso a los vencidos el estigma que millones de años después se llamó masoquismo. Sadismo y masoquismo son, nada más y nada menos, respuestas con que las hormonas condimentan diversas situaciones. Es un asunto cada vez más complejo en el que no solo se distinguen grados. Las circunstancias hacen que las respuestas se mezclen produciendo sadomasoquistas.
Para entender la naturaleza del sadismo basta un sencillo ejemplo prácticamente universal y de todos los tiempos. Un hombre del montón que en la oficina o en la construcción o en cualquier trabajo que exija sumisión a un jefe o a una empresa, llega a su casa y alivia las penas que le causa su inferioridad utilizando su fuerza para someter a su mujer y a sus hijos. El cuerpo le responde segregando hormonas que premian su triunfo sobre los más débiles con sensaciones placenteras. Esas sensaciones conmueven las glándulas del macho haciéndole sentir la sensación de superioridad que no tendrá que ganarse con esfuerzo alguno. Se lo da la genética con la testosterona.
Para entender la naturaleza del masoquismo podemos recurrir al mismo ejemplo analizando las reacciones desde el cerebro de los vencidos. El más débil reconoce la superioridad del más fuerte y su cerebro interpreta el mensaje de sus hormonas provocándole una sensación de respeto. El respeto al más fuerte es un modo de defender su supervivencia.
Desde hace millones de años, las reacciones de vencedores y vencidos no se quedan en anécdotas que se extinguen con las circunstancias. Cada situación que pone a prueba la valía de un individuo, su calidad como persona, va dejando una huella en su cerebro, en su mente, en su alma. Si es una huella fea que le oprime, la psicología moderna le llama trauma. Los homos prehistóricos vivían traumatizados por la necesidad de ganarse la vida con su fuerza o de conseguir la protección de los fuertes con su obediencia. Esos traumas siguen complicando hasta hoy la vida de los hombres, machos y hembras, porque la mayoría no ha logrado modificar las circunstancias para hacer del mundo un lugar idóneo para la vida de los seres humanos. Hoy, millones malviven víctimas de los miles que siguen matando por un trozo de tierra; millones de asesinos y víctimas malviven retorciéndose bajo la tortura de sus traumas y las consecuencias de los traumas que sufren los que viven amargando la vida de los demás. En los países supuestamente más avanzados, los traumas se esconden bajo una apariencia de normalidad, pero, ocultos o detectables, esos traumas siguen incordiando la vida de la mayoría. La mayoría los sigue arrastrando tras agregar más eslabones a la cadena que, conscientemente o no, transmitirán a sus herederos.
El próximo 5 de noviembre, en los Estados Unidos de América, una mayoría de votantes decide a quién le otorga el poder. ¿A un ser humano dispuesto a gobernar para que el país siga evolucionando, siga ofreciendo a sus ciudadanos un territorio donde cada hombre, macho y hembra, pueda progresar en libertad; un territorio habitado por seres humanos libres de la cadena de traumas prehistóricos? El próximo 5 de noviembre, los Estados Unidos de América y el mundo entero se exponen a que una mayoría no pueda librarse de la cadena de traumas prehistóricos que la esclaviza y entregue el poder a quien promete seguir esclavizando a todos, librando a todos del esfuerzo de evolucionar.
Todos los seres auténticamente humanos del mundo entero esperan el 5 de noviembre con preocupación, porque el mundo entero asiste a una proliferación inaudita de imitadores de Donald Trump. Los partidos mal llamados de derechas, antes conservadores, han estado observando con envidia los triunfos del salvaje americano y, ávidos de poder, han copiado su estrategia para cazar votantes sadomasoquistas. Es una estrategia muy simple. Se trata de convencer a los débiles emocionales de que si siguen a un líder sádico, ese líder les protegerá y podrán disfrutar de sus triunfos; podrán disfrutar de la satisfacción de vencer a los masoquistas; podrán convertirse en dioses como Mussolini, como Hitler, como Franco, como si no se tuvieran que morir.