
Un hangar inmenso lleno de gente. Afuera hay cola de más gente para entrar. Desde un coche, una cámara sigue a la cola a toda velocidad para grabarla. El espectáculo es insólito, increíble. Cientos, miles de personas esperan en una fila interminable que jalona la carretera, bajo un sol ardiente, soportando un calor que se diría insoportable, para entrar en un recinto donde seguramente impera el calor. ¿Qué estarán regalando en ese hangar para que tantas personas sometan a su cuerpo al calor, al cansancio, a la impaciencia de la espera? ¿Qué estarán regalando para que tantos se torturen con el propósito de llegar a un sitio donde parece no haber otra cosa que miles de personas sudorosas esperando, el qué? ¿Dinero? ¿Comida?
Hace unos días, una mujer, candidata a presidenta de la nación más poderosa del mundo, convocó a prensa y seguidores a un mitin en Filadelfia para presentar al candidato que había elegido para acompañarla en su papeleta como vicepresidente. Aparecieron los dos en el escenario; una mujer relativamente joven y un hombre aparentemente entrado en años, pero con porte y gestos de juventud. Saludaron con energía juvenil a una multitud que los recibía con aplausos. Ella presentó al compañero limitándose a decir su nombre y le dejó solo para que él mismo se presentara dando más detalles. El hombre esperó sonriente a que cesaran los aplausos para poder hablar; una sonrisa franca, contagiosa, de niño sorprendido ante un regalo de ensueño que nunca había soñado. Los dedos de los periodistas no daban abasto para comunicar a su medio el nombre y currículum de aquel desconocido que aparecía de repente contradiciendo todas las predicciones de los entendidos. No contaba entre los favoritos; parecía más bien que, entre la lista de candidatos posibles, su nombre salía como relleno o como equivocación. Cesaron los aplausos y el hombre, siempre sonriendo, pronunció su primera palabra. La primera palabra del aspirante a vicepresidente de la gran nación americana resultó digna de registrarse en libros de historia. El hombre dijo «Wow!»
Aquel «wow» expresaba, con franqueza infantil, la sorpresa de un hombre que, de pronto, se veía aplaudido y aclamado por miles de compatriotas. Pero sorprendido como estaba, se tenía que presentar y se presentó. Con cierta seriedad superada, muchas veces, por la sonrisa, contó a la multitud su trayectoria desde suboficial en el ejército a estudiante universitario y de ahí a maestro y coach de fútbol en un colegio y de ahí a representante en el Congreso y de ahí a gobernador de Minnesota, estado del medio oeste, doceavo en territorio y con una población que no llega a los 6 millones de habitantes. Diríase que su biografía es la trayectoria, más bien oscura, de cualquier persona normal de clase media; poco que ver con la de políticos poderosos o aspirantes al poder. Confesó el hombre que quienes le habían empujado y metido en la política habían sido sus alumnos. Por su discurso y su porte, diríase que se trata de un hombre de sesenta años bien puestos en el que lo único que llama la atención es su extraordinaria simpatía; la extraordinaria espontaneidad, sinceridad y luminosidad de su sonrisa. Pues bien, aquella noche Tim Walz, ese hombre normal que solo la sonrisa y la simpatía extraen de la oscuridad, se convirtió en el héroe de un milagro que, desde entonces, trae de cabeza a todos los analistas políticos del país. Terminó su discurso presentando a Kamala Harris con una enumeración de las cualidades de la candidata a presidenta y de su programa que la convierten en el voto más conveniente para el progreso del país. Elogios normales en una campaña electoral. Pero su presentación culminó con una revelación insólita. En el fondo de serias medidas concretas que Harris ofrece en su programa para lograr el progreso, late un sentimiento, sentimiento que Kamala Harris ofrece a todos los ciudadanos para que entre todos luchen por lograr un auténtico progreso fundado en una profunda regeneración, dijo Tim Walz, y entonces reveló que la campaña y futura incumbencia de Kamala Harris tenían por objetivo primordial despertar la alegría.
Kamala Harris respondió a aquella revelación con su sonrisa más luminosa. Sonriendo con ganas, Kamala y Tim chocaron manos con el entusiasmo de niños cuyo equipo acaba de triunfar. El público reaccionó gritando, entre sonrisas, los eslóganes más optimistas extraídos de los discursos que acababan de escuchar. Sobraron entonces todos los sesudos análisis de doctos analistas políticos para comprender por qué Kamala Harris había elegido a aquel desconocido gobernador de un estado pequeño y no decisivo electoralmente para que la acompañara en la lucha por devolver al país la ilusión y las ganas de trabajar para, entre todos los ciudadanos, empujarlo hacia adelante. Kamala Harris había descubierto su alter ego.
Ese descubrimiento y la revelación de Tim Walz han conseguido llenar los recintos en los que se presentan, recaudar fondos de récord para la campaña, catapultar en las encuestas al partido Demócrata y electrizar a los ciudadanos con una atmósfera nueva cargada de esperanza, de ilusión, de alegría. Los analistas se preguntan cómo es posible que la actitud de la mayoría haya cambiado, en un abrir y cerrar de ojos, sorprendiendo a todos. Pregunta fácil de responder por quien haya sentido, con profundo desánimo y preocupación, la decadencia de un mundo oscurecido por la perversión de los valores y la denigración de la Política al nivel de un politiqueo infrahumano.
Cuando en España un político al que suponían derrotado por su propio partido consiguió acuerdos para que se aprobase una moción de censura contra el presidente de gobierno de entonces, un triunfador gracias a su corrupción personal y política, el país cayó en el pozo de melancolía en el que ya chapoteaban políticos y ciudadanos en medio mundo. ¿Por qué? Quienes habían perdido el poder y luchaban por recuperarlo a toda costa desenterraron de la estrategia de la propaganda nazi la mentira, la difamación, los insultos, el odio para impregnar el ánimo de los descontentos con su vida, de los fracasados. Repitiendo mentiras hasta conseguir que una cantidad considerable de cerebros las acepten como verdades y que otros, aún reconociéndolas como mentiras, las acepten, resignados, como ingredientes inevitables de la política, los copiones de las instrucciones de Goebbels han conseguido internacionalizar la cizaña causando entre los ciudadanos de todas partes una epidemia de confrontación que anima a la violencia. La violencia salta en Alemania con una multitudinaria manifestación de fascistas adornados con la máscara de ultra derechas. La violencia salta en Francia animada por los de Le Pen y otros peores. Salta la violencia en el Reino Unido contradiciendo la fama de ordenados flemáticos de los británicos. Los españoles, domesticados por una guerra civil y décadas de dictadura, no se desmadran demasiado. Llevan sus frustraciones, sus fracasos a la sede del partido que frustra sus confusas ambiciones apaleando a un muñeco que representa al presidente del gobierno, mientras los dirigentes del partido de los frustrados les echan gasolina instándoles a colgar al presidente por los pies. ¿De dónde sacan tanta gasolina los líderes fascistas enmascarados de derechas? De un surtidor inagotable de paridas que a base de paridas ha conseguido convertirse en ídolo de millones de fans; Donald Trump.
Donald Trump desprecia a todos y todo lo que no tenga que ver con su propio ensalzamiento. Sin ápice de vergüenza, luciendo su estatura y su copete como lucían antiguos reyes ricas vestiduras para señalar su superioridad, Trump se proclama en todo superior a todos los mortales retorciendo datos para demostrar que es el nuevo mesías. Es imposible que líderes fascistas de otros lugares, españoles, por ejemplo; líderes que no conseguirían pasar un casting ni como actores secundarios, imiten a un figurón reconocido en el mundo entero por la exteriorización de su egolatría patológica. A esos líderes, desprovistos de genio y figura notables, incapaces de impresionar al personal con su presencia gris, no les queda otra que copiar el discurso destructivo de la gran estrella del politiqueo americano; no les queda otra que predicar el caos, el miedo y el odio. El caos, el miedo y el odio, instilados en los cerebros comunes por una propaganda bien diseñada, consiguieron elevar a Trump a la mansión más sagrada para el mundo, desde la que siguió vaticinando el caos, el miedo y el odio si él faltaba y elevando sus palabras a dogma de fe.
Hasta que una mujer, representante de minorías tradicionalmente despreciadas, y un hombre, maestro de instituto y coach de un equipo de fútbol amateur, se plantaron ante un micrófono de alcance internacional para gritar al engreído monigote y a todos sus seguidores, «¡BASTA YA!». «¿Qué queremos?», preguntan los dos a sus compatriotas, «¿Queremos un país en el que imperen el caos, el miedo, el odio o un país de libertad, compasión, alegría?» El descubrimiento de la última alternativa como posibilidad provocó en los ciudadanos lo que parece el súbito despertar de una pesadilla.
¿Despertarán los españoles de la pesadilla, también agobiante, en la que quieren hundirnos los discursos fascistas con fabulaciones de catástrofes? En el presidente del gobierno y en el flamante president de la Generalitat, por ejemplo, nada sugiere habilidades de profesionales de farándula. Son serios. Sonríen, pero su sonrisa carece de la intención de animar al público. Lo suyo es gobernar, tal vez marcados por los agotadores esfuerzos que les exigió la pandemia. Son serios, pero quien quiere verlo descubre, sin duda, que su seriedad manifiesta un compromiso absoluto con la eficiencia; eficiencia para solucionar los problemas del país. Tal vez por eso, Pedro Sánchez y Salvador Illa llevan por dentro su alegría, la alegría de saber que su esfuerzo consigue lo que se propone haciendo avanzar vidas y haciendas para que todos los ciudadanos puedan disfrutar de la alegría de vivir.
Magnífico análisis, María.
Disculpa si no comento tu artículo, la canícula de Valladolid tiene a mis neuronas en estado de letargo. Tiempo habrá de darte la réplica en otra ocasión.
Afectuosos saludos
Me gustaMe gusta