
No recuerdo cuándo ni cómo descubrí la esperanza. Nació conmigo, por supuesto, como el miedo. El Creador de la especie humana, macho y hembra, o la Naturaleza para el no creyente, nos puso el miedo en el cuerpo para que nos libráramos de peligros y nos puso la esperanza en el alma para evitar que el miedo nos paralizara. No recuerdo cuándo ni cómo descubrí el nombre y el significado de ese don salvador, pero sé que desde el momento que reconocí sus efectos, me sentí como las Inmaculadas que adornaban los colegios donde pasé mi infancia y adolescencia; estatuas de Vírgenes que aplastaban con un pie desnudo las cabezas de serpientes. Esas Vírgenes que, con fuerza sobrenatural derrotaban a todo lo maléfico del mundo, despertaron en mí la esperanza de emularlas, y la esperanza ha ido derrotando todos los miedos que, por causas objetivas o imaginarias, me han asaltado, como asaltan a todos, durante toda mi larga vida. Hoy, por ejemplo, tengo miedo, mucho miedo, tanto que me aferro a la esperanza para que el miedo no me venza; para sentirme capaz de aplastar todas las serpientes que amenazan el mundo en el que vivo, el mundo en el que vivimos todos y en el que tendrán que vivir las vidas nuevas.
La semana pasada, un jurado de doce neoyorquinos declaró a Donald J. Trump culpable de treinta y cuatro delitos. El juez convocó audiencia para sentenciar el próximo 11 de julio. Al abandonar la sala, Trump advirtió al mundo entero, a través de la multitud de periodistas que le esperaban, que si el juez le sentenciaba a prisión, sus seguidores provocarían un baño de sangre en todo el país. Desde ese momento, Trump no ha dejado de vaticinar una guerra civil si los jueces se atreven a hacerle pagar con pena de cárcel los múltiples delitos de los que se le acusa y que aún deben juzgarse en diversos estados. Pero la amenaza más terrible del individuo es que se presenta, en las elecciones de noviembre, como candidato del Partido Republicano para ser elegido otra vez presidente de los Estados Unidos, y las encuestas dicen que esa amenaza tiene posibilidades reales de cumplirse. La experiencia del primer mandato de ese desquiciado hace temer lo peor. Michele Obama, la graduada de Harvard que ayudó a su marido a convertirse en presidente de los Estados Unidos, convirtiéndose ella a su vez en la Primera Dama americana más admirada de todos los tiempos, confesó en una entrevista reciente que la candidatura de Trump para la presidencia le causaba terror. Su confesión me hizo sentir, como a muchos otros, el alivio de su solidaridad.
Desde que los Estados Unidos de América se convirtieron en primera potencia mundial tras ganar la guerra a los ejércitos asesinos de Mussolini, Hitler y Hirohito, en el mundo entero estalló la locura del fenómeno fan. Todo lo americano adquirió la magia del flautista de Hamelin arrastrando a la juventud de todo el mundo a seguir a ciegas toda la letra que sugería América the beautiful; fast food, ropa, películas, series, actores, cantantes, música. Tan alto llegó el poderío de todo lo americano que le salieron fans e imitadores hasta en los partidos políticos. La nueva tecnología convenció a todos de que todo lo americano era un fenómeno de copia y pega; un fenómeno que facilitaba la vida sustituyendo el esfuerzo de pensar y crear por la diversión inocua de vivir copiando y pegando. ¿Inocua?
Desde el principio de la pandemia, copiando y pegando los disparates de Trump, entonces todavía presidente, nacieron y crecieron como gusanos venenosos los antivacunas y los anti sanidad pública. ¿Cuántas muertes podrían haberse evitado sin sus sermones mortíferos? Ya ni vale la pena preguntárselo. Lo que sí merece reflexión son las causas de que el mundo se detuviera de repente con la aparición del virus y, de repente, empezara a correr marcha atrás como si, volviendo al pasado, la gente pudiera ganar años de vida. ¿De qué vida? ¿De aquella vida determinada por individuos autócratas y partidos autocráticos que decidían la vivienda, la educación, la sanidad, los trabajos, los sueldos, las diversiones que correspondían a cada cual según el peso de sus carteras? ¿De aquella vida en que un enfermo no podía poner sus esperanzas de curación en médicos, hospitales y medicinas si no tenía con qué pagarlos? ¿De aquella vida en que nadie podía fiarse de la veracidad de la prensa y otros medios porque los mandamases les pagaban por divulgar lo que a los mandamases convenía y amenazaban con el ostracismo a los periodistas que se atrevieran a contradecirles? De aquella vida no quieren acordarse ni la mayoría de los que la sufrieron ni quieren enterarse los que nacieron después. De aquí la aversión de los políticos a la memoria histórica que ha llevado a los gobernantes americanos trumpistas a prohibir en colegios y bibliotecas los libros que hablen de la esclavitud y de las leyes segregacionistas de Jim Crow. De aquí que los imitadores del trumpismo en España hayan sustituído la Ley de Memoria Democrática por unas impostoras eufemística y falsamente llamadas Leyes de Concordia que, con el mismo espíritu que el de las leyes americanas restrictivas, intentan hacer que los ciudadanos actuales olviden o no se interesen por lo que tuvieron que sufrir sus padres. ¿Y eso por qué?
En España, y hoy en muchos países de Europa, lo que intentan los líderes fascistas es repetir la historia del ordeno y mando que añoran, quitar a los ciudadanos la libertad que les permite decidir su vida y pedir cuentas a los gobernantes que no les permitan decidirla. Su motivo es muy sencillo; que nadie recuerde las penas de lo que fue para que nadie intente impedir que se repitan. Hoy en España y en muchos otros países de Europa, los fascistas nuevos mienten, insultan y difaman a lo Trump para que quienes no quieren recordar o no quieren enterarse de lo que ocurría en la época tenebrosa que dividía al país en poderosos y súbditos, sigan imitando a sus admirados americanos, divirtiéndose con las payasadas fascistas para evitarse el engorro de pensar.
El Creador o la Naturaleza, según la fe de cada cual, distinguió a los seres humanos con la libertad de vivir según su propio criterio. Para formarse el criterio hay que pensar. Puede que pensando, uno descubra obstáculos en su vida cotidiana que le despierten el miedo y que el miedo le impida seguir caminando siempre hacia adelante. Pero puede también que descubra el don omnipotente que el Creador o la Naturaleza otorgaron a la humanidad para ayudar a su supervivencia; el don de la esperanza.
Hoy, cuando intento adormecer el miedo con la esperanza ya no pienso en aquellas Inmaculadas que me consolaban en mi infancia y adolescencia. Pienso en un hombre herido por el miedo a una pérdida inminente que anota en su cartera la gracia de la rama verdecida que acaba de descubrir en un olmo viejo. Pienso en aquel Machado que el fascismo expulsó de los caminos de su tierra; en el Machado que sigue haciendo camino en mi memoria para que nunca pierda la esperanza de reverdecer.
Con ese hombre, con su esperanza que quiere eternizar la mía, despertaré mañana convencida de que millones de mis hermanos y hermanas compatriotas serán capaces de romper las cadenas que quieren oprimir su mente y que saldrán de sus casas hacia el colegio electoral con el ánimo de ejercer el poder indiscutible que les otorga la libertad democrática; el poder de defender su libertad votando por los que quieren, por encima de todo, una tierra de ciudadanos libres.
«Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
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olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.»
Antonio Machado. 1912
¡Arriba, compañeros y compañeras! A disfrutar mañana del día de la esperanza.