
Medio día. Después de pasar toda la mañana relatando en mis memorias un episodio durísimo de la adolescencia de mi madre, me vi atacada por emociones que había combatido toda mi vida consciente para no condenarme a existir sufriendo los efectos de esas emociones. Creía que mi facultad racional y mi empatía me habían librado de los sentimientos negros que amargan la vida de quien los deja apoderarse de su mente y de su cuerpo. Creía haber desterrado de mi alma la ira, el rencor. Pero leyendo lo que había escrito, volviendo a ver en mi memoria a una niña de quince años forzada por un hombre poderoso a entregarle el cuerpo para sobrevivir a la miseria de la posguerra; una niña que de pronto descubre la realidad de un embarazo; una niña que por ese embarazo forzado condenan al desprecio, a la marginación hasta aquellos que se habían beneficiado del sacrificio de su cuerpo, volví a sentir el fuego de la ira, el aguijón del rencor, todas las emociones que llevan a un ser humano a renegar de sus congéneres.
Ayudada por mi fe, me puse a hablar con el alma de mi padre, a contarle lo que me pasaba. Vomité toda la bilis que me ahogaba sin sentirme después totalmente libre de la porquería que alteraba mi alma y mi cuerpo. Entonces vi una solución, ¿inspirada por el alma de mi padre? Cogí el teléfono. Llamé al taxista. Le pedí que viniera a buscarme y me llevara al pueblo. Le pedí que me llevara al Escalarre. Tardé poco en darme cuenta de lo que estaba buscando; lo que tardó mi memoria en recordarme la sencilla frase que pronuncia una vieja en una película que había visto varias veces, «Lo más importante en esta vida son los amigos, los buenos amigos».
Llegué al Escalarre con Colom, mi taxista y buen amigo. Antes de sentarme en una mesa, me topé con Ariadna, una de las camareras. Ariadna me abrazó. Sabía que me abrazarían los demás cuando me vieran. Desde el primer abrazo al que se atrevió Pablo, todos los camareros me abrazan. Esos abrazos, para una vieja que vive en medio de una montaña con la única compañía de dos perros y un gato, cariñosos, pero que no pueden abrazar; esos abrazos producen un efecto mágico.
En la calle, la entrada al Escalarre Rock Café la marcan dos individuos tamaño persona de altura media realizados con piezas recicladas de vagones de tren. Sus cuerpos son muelles y muelles más pequeños, sus brazos. Su cabeza, una caja metálica. Uno toca una guitarra; el otro, un saxofón. Cuando algún niño pasa y los empuja, los muelles de esos músicos de otra galaxia bailan a un ritmo suyo, solo suyo. Entrando, a la izquierda de la puerta, la estatua de un enorme negro, vestido a la guisa de los artistas de jazz de los años 30 del siglo pasado, exhibe un cartelito que indica dónde está el WC. En las paredes, carteles anunciando festivales y conciertos de rock. El primer cartel que llama la atención es de un festival de 1996 que anuncia a David Bowie. David Bowie mira de frente o de lado desde varias fotos revelando la predilección de Alex, el dueño. Alex se mueve entre camareros y clientes destacando más que todos los elementos decorativos del lugar. Alto sin exageración, exageradamente robusto, con pelo muy corto a veces verde, a veces rojo, a veces azul, su seriedad desmiente la impresión que causan su pelo y su vestimenta, colección de camisas y camisetas tan llamativas que algunas chillan.
Una mañana de confidencias, Alex me dijo que para él, la música era vida y que su vida la guiaba la música. Me contó que el día en que había abierto las puertas de su negocio, la emoción le ahogaba, como le ahoga hasta el presente la música de Nirvana, el riff guitarrero, las notas contundentes del bajo, las notas vocales rasgadas que Alex califica como desaliñadas, sucias, pero angelicales. Alex atribuyó a Nirvana dejarle el alma en vilo.
En vilo se le quedó el alma cuando un día cualquiera, un aneurisma se le llevó a Imma, su mujer, y le dejó solo, solo consigo mismo y su música, con su memoria repitiendo el Molly’s Lips de Nirvana que un día le había atrapado.
La música suena constantemente en el Escalarre a un volumen que no impide conversar. Durante todo el día conversan, en las mesas de la terraza y el local, gente de todas las edades. ¿Cómo consigue un ambiente tan aparentemente concebido para jóvenes muy jóvenes atraer a lugareños y forasteros, jóvenes y viejos por igual? Atribuyo el fenómeno a cierto tipo de magia que Alex asigna a la música y que yo asigno a la empatía. Un día llegué al Escalarre con la mente cargada de problemas y el alma soportando ese peso con dolor. Alex pasó por mi mesa, se detuvo a saludar y algo percibiría en mi expresión.
-Te pongo una canción que te va a gustar -me dijo y entró en el local.
A los pocos minutos, la música que sonaba se calló. Segundos después, la voz inconfundible de Nina Simone empezó a cantar a capela: «Birds flying high. You know how I feel. Sun in the sky. You know how I feel. Breeze driftin’ on by. You know how I feel. It’s a new dawn. It’s a new day. It’s a new life for me. And I’m feeling good». Y mi atención huyó de la oscuridad de mi memoria y se fue a los pájaros que volaban alto y a los que volaban bajito buscando migas en el suelo y en las mesas. Se me fue al sol de otoño que iluminaba sin quemar. Se me fue a la brisa que movía las hojas de los árboles próximos. Era un nuevo día, y como cada nuevo día, una nueva vida. Sin darme cuenta, empecé a cantar mentalmente con Simone, «And I’m feeling good».
Otra mañana, Alex se sentó conmigo y empezó a contarme lo que le decía su pensamiento: «Ahora solo me importo yo, el todo y nada está lejos. Libre, quiero volar libre. Solo me importaba ella y ella ya no está». Ella sí estaba, me dijo mi fe, pero no era momento ni de consejos ni de consuelo. Alex había encontrado su camino con su propia magia y esa magia le abría camino a los demás aunque él no lo supiera. ¿O sí lo sabe?
Es verdad que los amigos son lo más importante de la vida. Los amigos producen el efecto mágico de recordarle a uno su humanidad; los buenos amigos con los que uno intercambia ideas, recuerdos, desahogos, y esos amigos desconocidos con los que se intercambia lo mismo electrónicamente. Ese efecto mágico es la empatía; la capacidad de sentir las penas y alegrías del otro; esa capacidad que nos hace conscientes de que pertenecemos al género humano y de que esa pertenencia nos permite reconocer a un hermano en los demás.
A veces, la empatía causa dolor, naturalmente. ¿Cómo ignorar el dolor de los hermanos israelitas con sus vidas alteradas por el miedo, por los recuerdos horrísonos del Holocausto transmitidos de generación en generación condenándoles al temor perpetuo a perder su país y sufrir el antisemitismo y sus consecuencias? ¿Cómo ignorar el sufrimiento de los hermanos palestinos condenados a muerte por desaprensivos carentes de empatía, de humanidad, que utilizan el miedo de los más débiles para conseguir el poder y que utilizan el poder para asesinar? En todas partes y a todas horas el fascismo intenta ensuciar las mentes y agitar las glándulas instilando odio contra los adversarios. ¿Cómo ignorar el peligro que amenaza a millones de hermanos en el mundo entero con caer en las redes del fascismo inhumano y deshumanizador?
No se trata de ignorar; se trata de combatir, como pueda cada cual, los sermones diabólicos de quienes intentan alterar el propósito de la creación del hombre, macho y hembra, deshumanizándonos. Se trata, sobre todo, de intensificar el efecto mágico de la empatía con la magia de la esperanza.

Con que naturalidad y sencillez describes el Escalarre. Se percibe en las frases. Cada punto y seguido es la continuación de un dia cualquiera tomando un verdejo. Cada coma te revela sonidos que presencias desde cualquier rincón del bar. Cada punto y final son el acto presente de todos los parroquianos, cual devotos hacia Bowie; omnipresente. Gracias por estar con nosotros. Maria eres más que una. No una más.
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¿Ets Alex, de veritat?
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