
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos culmina su curso antes de vacaciones con broche de mierda: sentencia contra los derechos de clientes LGTBQ+; contra la discriminación positiva de negros y latinos en las admisiones a universidades; contra el perdón de la deuda contraída por el pago de estudios. El Tribunal Supremo más corrupto de la historia de los Estados Unidos, con una mayoría de jueces perjuros designados por Donald Trump y ratificados por la mayoría republicana trumpista del Senado, se transforma en órgano político que, en vez de juzgar, legisla para devolver a la sociedad americana a la gloriosa época de la supremacía blanca; de familias ejemplares por su observancia de un cristianismo sui generis que ignora el de los Evangelios; del predominio omnipotente del dinero. Un año antes, ese tribunal había manifestado su intención redentora otorgando a cada estado el derecho de prohibir el aborto. Pues bien, las últimas sentencias de ese Tribunal Supremo, equivalente en funciones e importancia al Supremo y al Constitucional español, nos descubre que la epidemia del trumpismo ha llegado a España con su amenaza mortal a la libertad y al bienestar de millones de españoles.
Recuerdo la escena de una película que he visto muchas veces. Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, el cura de un pueblo de Sicilia entra en el cinematógrafo a primera hora de la mañana, se sienta en una silla de la platea, saca de su bolsillo una campanilla y llama a gritos al proyeccionista para que empiece a poner películas. El cine se queda a oscuras. La luz de otros mundos y otras vidas se concentra en la pantalla. La campanilla del cura duerme entre sus manos esperando el momento de verse sacudida con violencia cuando aparezca en la pantalla una pareja a punto de besarse. El proyeccionista espera, aburrido, a que llegue el momento de los campanillazos con los que el cura le indica que debe cortar los fotogramas pecaminosos. Suena la campanilla y el proyeccionista corta rápidamente. El cura no puede exponerse a ver un beso de dos bocas. Ese hombre de dios, su dios, no está dispuesto a ver películas pornográficas, como él mismo dirá en otra escena.
Junio de 2023. En España, el mes amanece gris. La mayoría de los votantes decidió terminar mayo cambiando la realidad multicolor de España por aquellas películas en blanco y negro que aliviaban las vidas miserables de nuestros abuelos. La mayoría de los votantes decidió curarse la nostalgia entregando ayuntamientos y comunidades a quienes prometían devolverles el pasado. Fieles a su promesa, los nuevos gobernantes de ayuntamientos y comunidades, firmes defensores de la moral antigua, empezaron a demostrar su respeto a su palabra empuñando campanillas para expulsar a todo contenido pecaminoso del sacrosanto suelo patrio. Y estos, ahora, no cortan sólo escenas, como exigía aquel cura siciliano. Con gran eficiencia y celeridad, eliminan de cines y teatros todo material satánico que induzca al pecado, obras dramáticas y películas enteras, como una obra que calumnia al franquismo presentando a un maestro fusilado por republicano; una obra que da alas a los perturbados que quieren cambiar de sexo; una película de dibujos animados en la que dos mujeres se besan en la boca; una obra en la que aparecen en el escenario genitales gigantes de ambos sexos. Lo que han hecho anuncia lo que seguirá. Para que no quepa duda sobre la honestidad y el respeto a la palabra dada de los censores, de la censura no se salvan ni Lope de Vega ni Virginia Woolf. Sólo una duda empaña el triunfo de los cruzados que luchan por la salvación del alma de los españoles, ¿serán brutos? Sólo una duda amenaza la esperanza de los que no lo son. ¿Serán igual de brutos los que en julio tienen que decidir con su voto el futuro de todos? Porque Pedro Sánchez, empeñado en empujar a los españoles hacia adelante, anuncia, el día siguiente al triunfo del ejército angelical, disolución de las Cortes para dar por concluida la batalla en charcos de fango, y elecciones generales para que los españoles decidan hacia dónde quieren ir.
¿Hacia dónde queremos ir los españoles? Empieza la marea de encuestas preguntando por teléfono a cada pedro en su casa por quién va a votar el 23 de julio. Salen en todos los medios las respuestas cuya sinceridad nadie podrá comprobar hasta que termine el recuento de votos. Y, para pasmo de todo ser pensante, todas las encuestas anuncian el triunfo de las huestes arcangélicas. España, según todo sondeo, está a sólo trece días del momento en que un Arcángel, adalid de todos los consumidores de legumbres que en el mundo han sido, lanzará al demonio progresista a las profundidades del averno librando a los españoles del arduo ascenso hacia la cumbre de los creadores que la Creación exige a todo ser humano desde su creación.
Quien recuerda o no ha vivido, pero ha escuchado narrar, la vida en la amable planicie de aquella España de la posguerra donde, cada cual en su sitio sin tener que sufrir el rejo de la ambición, se contentaba comiendo legumbres, como el Daniel del Libro Sagrado, si no podía comer otra cosa y sin incordiar a nadie; quien recuerda o no ha vivido, pero ha escuchado narrar, la suave alegría de aquellos domingos en los que cada cual, con lo mejor que tuviera para ponerse, acudía a misa y, bajo el sol perpetuo de los dorados sagrarios, hacía fila para tomar la comunión, atestiguando su fe y su probidad ante sus vecinos; quien recuerda o no ha vivido, pero ha escuchado narrar la paz celestial que tranquilizaba a todas las almas cuando todas las almas acudían jubilosas a la Plaza de Oriente para agradecer al padre de todos su desvelo por hacer que la paz garantizara el sueño a todos los españoles; quien recuerda o no ha vivido, pero ha escuchado narrar la paz de aquellos días en los que todos disfrutaban de la belleza del silencio de un sepulcro bien blanqueado y florido, esos estarán esperando con ansia la llegada del incruento armagedón electoral que volverá a hacer de España el reino de los justos.
Y no son los únicos que hoy agradecen a Pedro Sánchez el adelantamiento de elecciones. Los políticos independentistas que en Cataluña vieron como la mayoría desertaba de sus batallas por una nueva frontera prefiriendo luchar por el bien común, esperan con ansia el triunfo de los patriotas muy españoles para que el estruendo de sus patrióticas trompetas y la amenaza intolerable de sus lanzas vuelva a despertar en los catalanes el rencor, las ansias de revancha, el anhelo de separarse para siempre de un país rancio que apesta a rancio. Los independentistas más radicales cuentan con impaciencia los días que faltan para encender las calles oscuras con las alegres llamas de las hogueras de una perpetua noche de San Juan.
Y llegó el debate que en tiempo de elecciones maquilla a la democracia para ponerla más guapa. Y más guapa parece porque el debate congrega a millones de españoles ante sus pantallas sin tener en cuenta su clase económica ni su abundancia o carencia de conocimientos ni la estatura de su inteligencia ni su intención de informarse para decidir o de pasar el rato viendo como candidato y presidente se zurran. Los seguidores del presidente se prepararon para disfrutar de un buen rato con la alegre certeza de que Pedro Sánchez le daría un repaso memorable al candidato que, por no saber, había demostrado ante millones que ni siquiera se sabía la tabla del 10. Esperando ese repaso que sería memorable y libraría definitivamente a los españoles progresistas del miedo a las tropas celestiales de otros tiempos, las casas progresistas se llenaron de sonrisas en cuanto Pedro Sánchez saludó.
Pero, como en las postrimerías de un amor fugaz, las sonrisas se fueron apagando a medida que el defensor del mundo atávico de todas las posguerras se lanzaba contra el presidente con el arma invencible de la mentira. Pedro Sánchez no esperaba las mentiras y los insultos con que el candidato llenaba todos sus mítines. Se trataba de un debate para informar a los españoles de los proyectos que cada cual ofrecía en caso de ganar. Pero si algo tenía clarísimo el candidato, era que un debate no tenía por qué ser algo distinto a un mitin y que lo suyo no era presentar propuestas; que lo suyo era embarrar para divertir al personal. Pedro Sánchez empezó a quedarse a cuadros. Se hizo evidente que no comprendía la desfachatez con la que el candidato mentía sabiendo que hablaba ante millones. ¿Tan seguro estaba de que los millones que le estaban viendo y escuchando no podrían detectar su falsedad porque seguramente casi todos eran tan ignorantes como él? Pedro Sánchez repetía la palabra mentira con estupor, sin tiempo y, seguramente sin ganas, de desmentir los bulos. Había ido a un debate preparado para debatir propuestas y se encontraba desconcertado y hasta forzado a contener la risa ante los disparates que soltaba un candidato a la presidencia del gobierno que demostraba cierta habilidad de comediante sentado. Feijóo arrasó como arrasa Trump que, con decenas de imputaciones de delitos, pone a parir en sus mítines al Departamento de Justicia en pleno, al Fiscal Especial que investiga sus delitos y a toda su familia, al FBI, a la CIA, a la IRS, al hijo del presidente de los Estados Unidos y al presidente mismo, insultando y agitando al personal con una gracia que llena sus mítines de gente dispuesta a pasárselo bien. Alberto Nuñez Feijó resumió el debate confesando a los periodistas que le interrogaron después, que se lo había pasado muy bien. ¿Y el presidente?
El único momento en el que Pedro Sánchez pudo concentrarse en hablar de su trabajo por venir fue en eso que llaman minuto de oro. Los espectadores progresistas respiraron con alivio cuando la pantomima terminó y es muy posible que Pedro Sánchez saliera del escenario de aquella farsa también muy aliviado. Aunque el alivio perdurable no llegará hasta el 23 de julio; hasta el momento en que millones de españoles hagan callar a sus glándulas para que pueda votar libremente su facultad racional. La noche de ese día crucial sabremos si las hordas malignas de ángeles falsos nos arrastrarán a un pasado sindiós o si un gobierno empeñado en sacarnos a todos adelante nos permitirá seguir ascendiendo por el camino que, con cada dificultad superada, nos premia con una dosis de orgullo; orgullo de uno mismo.